Créditos

Agencia general del suicidio


V.1: marzo de 2020


© de la traducción, Sarai Herrera, 2017

© del prólogo, Noni Meyers, 2017

© del epílogo, Enrique Vila-Matas, 2017

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros


Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, n.º 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@aticodeloslibros.com

www.aticodeloslibros.com


ISBN: 978-84-17743-83-3

THEMA: FBA

Conversión a ebook: Taller de los Libros


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Agencia general del suicidio

Jacques Rigaut


Prólogo de Noni Meyers
Epílogo de Enrique Vila-Matas
Introducción, traducción y notas de Sarai Herrera
1

Sobre el autor

3

Jacques Rigaut (1898-1929) fue un poeta surrealista procedente de una familia burguesa parisina, origen que siempre aborreció. Formó parte del movimiento dadaísta junto a personajes tan célebres como André Breton, Arthur Cravan o Pierre Drieu La Rochelle. Tras la Primera Guerra Mundial, empezó a frecuentar los círculos literarios en los que nació su gran obra, donde Dios, la muerte, el hastío y la nada son elementos clave. Finalmente, y tras una corta vida repleta de excesos, alcohol y narcóticos, Rigaut se suicidó a los treinta años disparándose una bala en el pecho, una muerte que inmortalizó su figura y su obra literaria.

Agencia general del suicidio

Un brillante ejercicio poético en honor a la vida y la muerte


A pesar de la brevedad de su vida, la excéntrica y original figura de Jacques Rigaut, aclamado poeta surrealista del siglo xx, ha causado y continúa causando una gran admiración hoy en día.

Agencia general del suicidio es una antología de la prosa poética del célebre escritor francés que recoge textos de juventud, composiciones póstumas y una cuidada selección de aforismos y reflexiones en los que la muerte aparece como el acto de libertad más verdadero y prístino que uno puede concederse a sí mismo.

Ático de los Libros incluye en esta edición un prólogo de Noni Meyers, cantante del famoso grupo indie español Lori Meyers, y un epílogo del escritor Enrique Vila-Matas, así como una introducción y notas de la traductora, Sarai Herrera.



«Jacques Rigaut se condenó a muerte y esperó impacientemente […] el momento perfecto para acabar con sus días. Una experiencia humana cautivadora a la cual supo dar el tono trágico y humorístico que le era peculiar.»

André Breton


«Su obra me hace reflexionar sobre la muerte, ese momento tan incómodo, tan valiente, tan cobarde, que nos conducirá al mismo lugar donde debe estar la obra de Jacques: la eternidad.»

Noni Meyers


«Un artista sin demasiadas obras, […] aunque en su caso nos había dejado su inestimable Agencia general del suicidio.»

Enrique Vila-Matas

Contenido


Portada

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Página de créditos

Sobre este libro

Prólogo, de Noni Meyers

Introducción, de Sarai Herrera

Nota preliminar


Selección de textos de Jacques Rigaut:

Novela de un joven hombre pobre

Seré serio

Proposiciones deformes

Su infancia

E. L.

El caso Barrès

Recapitulación

Agencia general del suicidio

Demanda de empleo

Hechos diversos

Si esto le interesa

Diario

Los placeres y las necesidades de J. R.

Aforismos y reflexiones

Lord Patchogue


Adiós a Gonzague, de Pierre Drieu La Rochelle

Epílogo: Si esto le interesa, de Enrique Vila-Matas

Sobre el autor

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Epílogo

Si esto le interesa


A principios de los años setenta, en medio de la asfixia general de aquel país en el que aún estaba de dictador el funesto General, dos libros —será mejor decir dos cuadernos azules— de la casi recién fundada editorial Anagrama cambiaron algunas de las formas que tenía yo de mirar la vida, o el mundo, como se prefiera. Uno de ellos fue Cartas de guerra de Jacques Vaché, providencial y decisiva nota de alegría, de aire completamente fresco y diferente, al menos para mí. Eran unas cuantas cartas mandadas desde la guerra por el pobre Vaché, acompañadas de cuatro ensayos de André Breton.

Para entendernos: aquel cuaderno cayó sobre mi vida con la misma contundencia, por ejemplo, que lo hiciera sobre París la piedra volcánica de la que hablaba Artaud en su libro sobre Van Gogh: «Pero una de las noches de las que hablo, ¿no cayó en el boulevard de la Madeleine, en la esquina de la rue des Mathurins, una enorme piedra blanca como surgida de una reciente erupción volcánica del volcán Popocatépetl?»

Aquel aerolito-Vaché, piedra volcánica y filosofal a la vez, me dejó fascinado y pasé a no poder dar un solo paso sin hablar de aquel escritor de Nantes a mis amigos, o sin citar con admiración su suicidio en el Hôtel de France de su ciudad natal, o sin referirme a algunas de las cuatro cartas antibélicas que le había enviado a Breton.

«Me visto de militar y derroto a los alemanes», decía yo a veces con el propósito de citar alguna de las frases irónicas de sus cartas.

Me convertí en lo más parecido a Vaché y decidí que mi vida sería mi propia obra de arte. Y lo cierto es que durante un tiempo logré ser un modelo, elegante y hasta admirable, de «artista sin obras», lo mismo que llegó a ser Vaché. No producía nada, pero notaba que todo el mundo me conocía en Barcelona. Mi arte principal era el paseo crepuscular y tomar el sol al mediodía en las terrazas de una ciudad a la que hasta sabía encontrarle los infinitos matices del gris. Leía sobre todo a Jacques Rigaut (que llegó también en otro cuaderno azul, inseparable del de Vaché, de aquella colección humilde que tuvo una existencia que algunos habríamos deseado que se prolongara más en el tiempo), un artista sin demasiadas obras, pues, al igual que Vaché, también se había suicidado pronto, aunque en su caso nos había dejado su inestimable Agencia general del suicidio, así como otros textos tan breves como contundentes: Et puis merde!, Papiers Posthumes, Lord Patchogue… Se le atribuye también un texto en castellano (supuestamente escrito en un café de Madrid, ciudad que él nunca pisó), un texto titulado Si esto les interesa, pero yo no he sabido nunca encontrarlo.

«Vous êtes tous de poètes et moi je suis du côté de la mort», decía yo a veces en esos días en radical y sombrío homenaje a Rigaut.

Era mi forma de soñar que hablaba francés. Pues no sabía más frases en esa lengua.

Fue durante un tiempo —es lógico— mi frase en francés preferida. Despreciaba la actividad de los poetas y sentía la llamada profunda del silencio. Sin embargo, por aquellos días, acudí a un homenaje que le hacían en la universidad a uno de los grandes poetas en lengua catalana del siglo xx, J. V. Foix. Su obra podía resumirse así: «Quien no es sonámbulo, / no es poeta». Creo que era uno de los pocos poetas que soportaba yo en aquellos días. Se trataba de alguien que había sido toda la vida pastelero (había heredado el negocio familiar) y poeta a la vez. Si esa extraña combinación ya era de por sí todo un misterio, más acabó siéndolo el que el poeta, nacido en 1893, anunciara en aquel homenaje que pronto iba a dejar de escribir, que deseaba dar por clausurada la obra. Eso aún me intrigó mucho más que su doble vida de pastelero y poeta, pues en el fondo de los fondos yo pensaba en algún día atreverme a escribir, y aquella decisión de renunciar a lo que yo más secretamente ambicionaba me dejó desconcertado. Fue uno de mis primeros contactos con la cuestión enigmática de los que han terminado la obra y continúan, tan tranquilos, con su vida.

«Vous êtes tous de poètes et moi je suis du côté de la mort», seguí diciendo por un tiempo.

Pero ya no lo decía de la misma manera. Notaba que el tiempo ya me pesaba y que nada volvería a ser lo que fue.



Enrique Vila-Matas


[Barcelona, agosto 2015 (fragmento modificado de Doble shandy, prefacio de Artistas sin obra, de Jean-Yves Jouannais)]

Prólogo


«Solo me siento vivo a partir del instante en que contemplo mi inexistencia.»


Jacques Rigaut



La primera vez que escuché la palabra «suicidio» me pareció tan solo una concatenación de letras igual a otras, pero aquella palabra encerraba algo misterioso que todavía no comprendía y que se convertía en tabú en presencia de las personas mayores que conocía. Todavía hoy siento un cierto recelo al pensar en ello, en la valentía o la cobardía del acto, en alcanzar ese límite; la inexistencia.

Fue en la gira de nuestro primer disco, Viaje de estudios, cuando leí por primera vez, durante las interminables horas que pasábamos en lo que solíamos llamar la «furgotel», una especie de biografía compilatoria de autores malditos en la que se hablaba de la excéntrica y desenfrenada vida de Alejandro Dumas, aclamado coautor de la época que alternaba con grandes personalidades de la élite intelectual francesa. En una planta abandonada de aquel céntrico hotel habitado por Lauzun, el Hôtel Pimodan, junto a Gérard de Nerval, crearon el llamado «club de los hachisinos», círculo que gustaba de saborear nuevas esencias traídas desde el lejano Oriente y que llegó a sumar entre sus adeptos a personajes tan destacados como Balzac, Delacroix o Baudelaire.

Después de los interminables madrugones, de conciertos a horas intempestivas y conversaciones a las seis de la mañana, yo también deseé un espacio similar; descansar en un hotel construido para mí, crear bajo una tenue luz de alcoba; buscar una soledad y una atmósfera tal que verdaderamente no habría necesitado mucho más (por eso lo del hostal). Ese disco y esa época de mi vida fueron testigos de cómo empecé a conocer aquella poesía condenada, y en particular a Baudelaire y su Las flores del mal.

Aquella etapa surrealista se asemejaba a muchas sensaciones que yo, como autor, conocía sobradamente: esa angustia y esas ganas de acabar con lo anterior y con lo conocido… No me cansé de buscar autores y, finalmente, en una colección de poemas, leí por primera vez uno de Jacques Rigaut.

«Solo me siento vivo a partir del instante en que contemplo mi inexistencia.»

No puedo decir que sintiera algo especial, sin embargo, lo que despertó en mí fue una extraña curiosidad por saber quién era, qué había escrito, qué era lo que pensaba y el porqué de la tensión de sus palabras. Mi afición por las biografías se vio renovada y llegué a leer algunas cosas. Me asombró lo genuino de su persona. Resulta difícil de expresar, estaba ojiplático, o más bien en Babia, en esa ciudad donde la imaginación echa a volar y recrea por unos segundos los pensamientos. No podía creer que alguien pensara en su muerte de una forma tan precisa, fría y conscientemente planeada. Llevó al límite su humor y su obra, hasta volarse el corazón y convertirse en una parte inmortal del dadaísmo.

Después de escribir «La pequeña muerte» compusimos algunas canciones más con tintes de rock and roll sureño y mucha fuerza, y entonces pensé que sería perfecta para hablar de este tema. No tanto de su obra, sino de su corta y atormentada vida y su forma de vivirla.