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Índice

Portada

Bunker

Créditos

Prólogo. El tiburón salió del agua

Introducción. Odio

I. Viajar a tus recuerdos es buscar pelea

Particiones

Saltos

Mi primera segunda casa

Ya vienen

Alcántara, 7

La risa tabú

El último escalofrío

Cuando vestíamos gigante

II. Os he follado a todos

Flashes apátridas

Don’t come to the fucking ghetto

Eckhart Tolle no podría ahora: reflexiones sobre la idiotez

Un accidente revelador

Hasta el cuello

Quince minutos

Para toda la vida

Mis barras

III. «¿Te das cuenta, Totito?»

Hereditary

Gatillazo

Paseo permanente

Amor y odio viven en el mismo bloque

El vestido de flores negras y verdes

Papá

Parpadeo

Hoy

Epílogo. Gansbaai Hooligan

Gansbaai Hooligan

portadilla

Dame 30 segundos y mi hambre feroz.

Me como un kilo de pienso y otro de arroz.

[Interpretación libre del tema «Sota Caballo y yo»

por la perrita Blackie.]

portadilla

Cuando nació en Sevilla en 1978 lo llamaron Manuel. Pronto fue Manolote, más tarde Tote y cuando cogió un micro para rapear: Toteking. Siempre ha leído mucho. Ahora escribe. Mejor: siempre ha escrito, pero ahora publica su primer libro. Dio sus primeros pasos en la música junto a Juaninacka y confiesa que debe a sus padres aquellas lecturas que lo empujaron a querer leer más.

Ha jugado al baloncesto en 2.ª nacional, ha borrado esvásticas en el instituto (convencido antifascista, junto a su amigo, el abogado David Bravo), ha trabajado de heladero y hamburguesero, ha estudiado Filología inglesa, ha pensado como ha vestido: ligeramente diferente al resto de su ciudad.

Desde sus inicios con La Alta Escuela, se forjó un nombre que luego apuntalaría con su aplaudida carrera en solitario. Hasta ahora era conocido como una de las principales figuras de la historia del rap en español, atípica por sus letras contra la televisión, contra la vanidad, contra el clero, con abundantes referencias literarias. Un día escribió un texto para uno de sus referentes: Enrique Vila-Matas, y de ahí nació el impulso para animarse a publicar el libro que ahora el lector sostiene.

Prólogo

El tiburón salió del agua

ENRIQUE VILA-MATAS

El primer correo que me envió Toteking llegó la noche de Reyes de 2018, inaugurando —no podía entonces preverlo— más de dos años de intensa y fantástica correspondencia:

Hola Enrique. ¿Cómo estás? Antes que nada discúlpame si te parece una grosería que te escriba sin conocernos (...) Soy Tote, llevo diez años leyéndote, y, por consiguiente, leyendo casi todos los libros que nombras en tus obras. Necesitaba darte las gracias, de verdad, mil gracias. Voy a escribir poco, porque me da vergüenza. He pasado algunos de los mejores ratos de mi vida leyendo esto: Guía de Mongolia, el Diario de Gombrowicz, el Diario de Jules Renard, y Viaje al fin de la noche. Mi novia no comprendía cómo podía reírme tanto el día que me leí por primera vez Guía de Mongolia, de verdad Enrique no sabes cuánto te agradezco esto. ¿Puedo pedirte un pequeño favor? Necesito más obras con este tipo de humor, puedo con todo, me gusta casi todo, suelo acabar todo lo que empiezo, y me gusta luchar los libros, no soy un caprichoso, pero me encantaría descubrir más obras que estuviesen en esta onda de humor cabrón. (...) ¿Podrías por favor recomendarme cosas? Estoy acabando los Ensayos de Montaigne y me lo he pasado en grande, cuando me agoto salto a Evelyn Waugh, que es muy divertido, pero aun así necesito cosas más fuertes, más cabronas, y no en la onda de William Burroughs y sus colegas drogatas, necesito más Guía de Mongolia.

¿Humor cabrón? Pocas veces he comprendido tan rápido de qué me estaban hablando. «Necesito más obras con este tipo de humor», había escrito Tote, y no tuve que darle más vueltas al asunto. Le recomendé Tristram Shandy, de Laurence Sterne, El tercer policía, de Flann O’Brien, y los Aforismos, de Lichtenberg. Y su respuesta no se hizo esperar: Tristram Shandy ya la había leído, y en cuanto a O’Brien y Lichtenberg salía en un minuto a la calle a buscarlos.

Ni qué decir tiene que este tipo de respuesta me facilitó una primera idea casi instantánea de la clase de lector con el que iba a vérmelas; un lector que en realidad, si me molestaba en refrescar mi memoria —de hecho él mismo ya lo había dicho: diez años—, llevaba tiempo dando señales de que leía tanto mis libros como aquellos que yo nombraba en mis obras, así que no era nada extraño que ya se hubiera acercado a Sterne (no solo mi libro favorito, sino también —al menos el ejemplar que conservo en casa— mi amuleto de la suerte). ¿O acaso no recordaba yo que siete años antes había escuchado con sorpresa su rap «Otras mentes», una pieza que había él incluido en El tratamiento regio y donde podía oírse: «Vila-Matas es mi estilo | Hablo de otros creadores, de otras mentes | Hay referencias literarias desde tiempo | Porque el mundo es una mierda |Y yo le veo con otras mentes»?

De hecho, debía remontarme a mucho más atrás, al mes de diciembre de 2009, para recordar las primeras noticias que me llegaron de Toteking y de sus lecturas. Fue Luis Alegre, amigo de Zaragoza, quien me avisó de ellas en otro fulminante correo: «El rapero Toteking también te quiere un huevo. Hoy, en el «Metrópolis» de El Mundo, hay una entrevista con él donde el titular dice: “Me encantan Vila-Matas y los Coen”».

Desde la perspectiva de ahora, revisando esas palabras y otros hechos antiguos, observo que todos esos recuerdos han ido con el tiempo cuadrando, todo ha ido encontrando su lugar dentro de la historia de mis relaciones con Tote, no hay ahí ni un solo recuerdo que ande por libre, sin conexión con el resto: como si alguien por encima de nosotros, un árbitro del sentido, hubiera ido disponiendo los diversos engranajes de la historia. Incluso aquel titular periodístico aparentemente tan arbitrario («Me encantan Vila-Matas y los Coen») ha acabado aposentándose dentro del conjunto y hallando su sitio en este prólogo.

Porque —puedo verlo ya ahora con toda claridad— dos años después de aquel titular de «Metrópolis» —ni antes ni después, dos años más tarde—, los hermanos Coen y su «humor cabrón» comenzaron a influir directamente en mi escritura y no pude tenerlos más presentes mientras escribía Aire de Dylan, novela que tenía un punto tan bestia y grotesco que soñé que ellos, los Coen, acababan adaptándola al cine; de hecho, siempre me he dicho que si no llegaron a reconvertirla al cine fue simplemente porque nunca llegaron a leer el libro, porque de lo contrario habrían creído incluso que la habían escrito ellos.

Pero demos un salto a diciembre de 2017, cuando me escribió Pol Masvidal, periodista de La Vanguardia al que no he visto en mi vida, pero que una vez, y no ha habido otra, me envió un correo muy oportuno, me lo envió ese día de diciembre solo para preguntarme si había visto y escuchado en YouTube el videoclip en el que Toteking se inspiraba en uno de mis libros y cantaba Bartleby & Co. «Lo he podido ver y escuchar», le respondí. Y entonces él quiso saber cómo juzgaba yo aquello. «Pues fenomenal», dije. En realidad los primeros treinta segundos (http://elrescatemusical.com/toteking-publica-bartlebyco/), justo antes de que lo invada el inseguro hilo de mi voz, son caóticos, el desorden mismo, y uno no sabe dónde está, pero, pasada la seguramente deliberada confusión inicial, todo se va enderezando gracias a la voz rapera que va ahogando mis palabras, la voz cantante de Toteking entrando en materia y preguntándonos a todos si en verdad merece la pena que él siga con su trabajo, que siga con una profesión en la que ha llegado a pensar que está perdiendo su vida para poder contársela a los otros.

Sabiendo que quien sufre una crisis y la confiesa tiene asegurado tener esa crisis porque, aun en el caso de que la estuviera fingiendo, acabará atrapado por ella y padeciéndola igualmente (lo mismo pasa con el amor: quien finge estar enamorado acaba enamorándose), no me cupo ninguna duda de que Bartleby & Co de Toteking, aquella música y letra rapera, no era o iba a ser, a la corta o a la larga, más que el grito en el fondo muy sincero, de alguien que pedía ayuda con toda la modestia de la que es capaz un lector de Jules Renard que sabe que la modestia es el tipo de orgullo que desagrada menos.

Fue valiéndose de esa sabia modestia cómo Toteking, en cuanto leyó el reportaje en La Vanguardia sobre su Bartleby & Co y vio que estaba encantado con sus ideas y su música, me envió aquel primer correo, es posible que animado por lo que le había dicho yo a Pol Masvidal en La Vanguardia («Es el mejor tema hasta ahora de Tote y me tiene a su lado, es un rapero único en España»). Y cuando horas después me dijo que a Sterne ya lo había leído, me sentí obligado a reescribirle, como si fuera yo el mismísimo agente literario del jorobado Georg Christoph Lichtenberg, el primer profesor de física experimental de Alemania y quizás el mayor genio del siglo XVIII:

Si quieres, coméntame cómo te ha ido con los libros. La verdad es que no les falta humor, pero son muy diferentes entre ellos.

Te envío un aforismo de Lichtenberg:

«¿Ha pescado usted algo? Nada más que un río».

Y la respuesta de Tote fue algo más que instantánea, fue un largo relámpago de descargas monumentales que, al modo de aquel rayo de Miguel Hernández, ya no cesaría en mucho tiempo. La correspondencia se llenó de rayos y risas, no siempre a ritmo de rap, porque en ocasiones el compás parecían controlarlo The Pretenders, aunque las letras recordaban a Joseph Roth y a Robert Musil. Una pasada la conjunción de literatura centroeuropea y el fraseo rapero más canalla. ¿Dónde se había visto antes una cosa así? Pero yo en momento alguno viví aquello con asombro, sino al contrario, con la mayor naturalidad.

Ja, ja, ja, Lichtenberg me va encantar, seguro. En cuanto los haya leído, te cuento, muchas gracias por dejar abierta esa posibilidad de comentarlos, de verdad, no te imaginas lo tremendamente solo que estoy en esto. Te adjunto una foto que hice de una hoja del Diario de Gombrowicz que me hizo reír como un loco.

¿Gombrowicz? Pues sí que íbamos bien, pensé. No podía sentirme más cómodo, era como si la conversación la estuviera teniendo en mi propia casa, donde todo es gombrowicziano, excepto Paula de Parma.

Luego pensé: «¿Y qué es esto de que se siente tremendamente solo a la hora de hablar de libros?». Y me di cuenta de que discretamente, ya en el primer mensaje, me había explicado el motivo: un año antes de escribirme, su padre todavía vivía, y eso a él obviamente le hacía sentirse menos solo, pues, a la hora de leer, seguía las recomendaciones paternas.

Mi padre era muy fan de Coetzee, de Le Clézio y de Juan Rulfo.

No podía estar mejor asesorado, pensé. Y, por si por casualidad no lo conocía, a punto estuve de recomendarle El africano de Le Clézio, que era un libro que me había conmovido, una indagación en torno a la figura del padre del futuro Premio Nobel, un hombre que fue médico en Nigeria, enviado allí por los británicos y moviéndose con escasos y patéticos recursos, pues todo su instrumental consistía en una aguja de latón.

Pensé en hablarle a Tote de aquella aguja de latón que podía ser el centro de una historia maravillosa y de paso divertirle con un aforismo de Lichtenberg («Si vuestra hora no ha llegado, ni siquiera vuestro médico os podrá matar») cuando de pronto una voz diría que interior —aunque ya sé que entre lo interior y lo exterior a veces es bien difícil discernir— me recomendó que no entrara en el tema de África tan rápido. Me acuerdo muy bien, porque fue extraño: fue como si supiera esa voz que el sur de ese gran continente no tardaría en aparecer en nuestra correspondencia. Se abrió paso África en nuestros correos cuando le pedí a Tote que me mostrara algo de lo que escribía y que tantos problemas parecía causarle darlo a leer a alguien. Tras unas semanas de silencio y de largo suspense, me llegó Gansbaai Hooligan, un texto magnífico, contundente, que no dudé en publicarlo en mi web. Comenzaba así: «Me voy a Gansbaai, voy a bañarme con el tiburón blanco dentro de una jaula».

Pensé: «Joder. Ahora Toteking brilla aquí».

Me impresionó. Y me puse a averiguar algo sobre Gansbaai, que resultó ser un pueblo pesquero del distrito de Overberg, Provincia Occidental del Cabo, Sudáfrica. Un pueblo muy famoso, pero del que nunca había oído hablar y que asocié en mi imaginación con la isla de Pico en las Azores, uno de los lugares que más huella ha dejado en mi vida. Gansbaai, por lo visto, es un lugar conocido por su densa población de grandes tiburones blancos y como un sitio de observación de ballenas. Enseguida, al saber esto, me vino a la memoria una frase, «el tiburón salió del agua», que Tote dice en «Empecé de cero» (El tratamiento regio).

En una reciente entrevista en La Voz de Galicia, Tote juzga clave ese movimiento que hizo al enviarme Gansbaai Hooligan y según parece también el hecho de que, después de haberme divertido eligiendo las ilustraciones, decidiera incluirlo en mi web:

He tardado mucho en hablar de ello porque no sabía si iba a ser capaz de hacerlo. Enrique Vila-Matas me insistió en que hiciera un texto para su web y fue la chispa. A partir de ahí me puse a escribir. El libro que he escrito no es una novela, ni una vida contada, hay un poco de todo: tiene partes de ensayo, algo de biografía, anécdotas... No sabría definirlo. En cualquier caso, lo que no es son las memorias casposas de un músico analfabeto. Estoy contento con el resultado. Tiene cierta ambición.

No puede decirlo mejor. Lo que no es Tote es precisamente un músico analfabeto, sino un lector de la mejor literatura contemporánea:

Estoy intoxicado de literatura americana. He leído estos meses a Carson McCullers, Ellison, Nabokov y ahora a Heller en Trampa 22, así que, agotado, he decidido aparcar el de Heller y ponerme con Crusat y su Sujeto elíptico que aunque tenga aroma a desierto, me está refrescando como si fuese el agua del mar. Muy interesante lo del pueblo bereber y muy-muy-muy bien escrito. No conocía a este malagueño y me gusta.

Y, además, es el creador de una escritura muy personal, forjada más en las experiencias de una vida dura que por experiencias en la famosa «litera dura» de la literatura. Ahora, cuando ya todo ha pasado —por «todo» entiendo el tiempo que ha necesitado para convencerme de que lo convenciera de que debía convencerse de que está sobradamente preparado para lanzarse al ruedo de los peligros que despliega cualquier escrito—, por fin podemos ver el centro matemático en el que se halla el biombo invisible tras el que se oculta el que prefería no hacerlo y acabó haciéndolo precisamente para poder comprender el verdadero motivo por el que, llegado el momento, tanto en la música como en la literatura, hay que apartarse y volver a empezar de cero, dejar que de nuevo el tiburón salga del agua y nos facilite nubes y aluviones de lluvia y podamos volver a donde estábamos cuando empezamos y éramos lo que éramos y a la vez lo que seríamos, en realidad lo que seremos —por esa única grieta se cuela nuestra amistad y la eternidad— cuando aprendamos por fin a celebrar las calladas sílabas.

Pensar en dejarlo, mi idea recurrente,

El TOC, perderme

Ser un Bartleby sin banco

Olvidar el folio en blanco

Fantasear con la idea de no escribir más

Y dejar de ser una sombra de la realidad

Si lo analizo fríamente

Creo que en total hablo más solo que con gente

Perdiéndome la vida pa' contársela al de enfrente

En mi cárcel con sus tres comidas

Sin ser un matador ni un Mario Kempes

Y me imagino abandonándolo, inservible

Buscarme un curro físico que sea cierto y tangible

Salir de mi burbuja de líricas enfermas

Currar a lo Lester Burnham

Y en mi descanso, pesas y fumar hierba

Y está claro que sí sé con certeza

Que la peor de to's mis compañías siempre ha si'o mi cabeza

La hija puta me da letras que me han pagao' un palacio

Y sin embargo siento que dentro el tiempo mata despacio.

Bartleby & Co., 2018.

Introducción

Odio

Odio a la gente. Odio a los hombres, a las mujeres, y a los no binarios. Odio a las mascotas y a las personas que despiertan cada día con energía y ganas de desayunar.

Odio a la gente que disfruta regateando en un mercadillo y a las personas con talento e intuición para los negocios.

Odio que vengan visitas a casa. Vivo en un búnker que María y yo construimos, y lo único que quiero es atrincherarme dentro con todo lo necesario para sobrevivir sin rozarme con la gente. Porque odio a la gente, a casi toda. Incluso a mis amigos, sobre todo a los que me atosigan por Telegram. Tengo bloqueada al 80 por ciento de mi agenda en Telegram.

Odio el rap.

Soy un mercenario musical, un intruso, un turista que descubrió el hiphop por casualidad y se quedó a vivir en él porque no encontró un lugar mejor para establecerse. Mi padre solía decir que siempre me he quedado con lo primero que me caía encima. Currar de profesor exigía madrugar y odio madrugar. Hago rap por no madrugar.

Odio la mayoría de mis temas, sobre todo aquellos en los que he colaborado con artistas que no me interesan musicalmente y a los que no escucho jamás. ¿Por qué lo he hecho? Porque soy un gusano y un cobarde: por miedo a no estar en la onda.

Odio las redes sociales y la excusa pobre a la que me agarré cuando permití que la discográfica me hiciera un perfil en varias: «No me encargo yo de ellas».

Odio escribir textos a mi mánager para que los publique en mis redes, sobre todo esos textos en los que tengo que animar a la gente a que compren entradas para mis conciertos. Cuando lo hago siento un dolor de barriga inenarrable.

Me deprime profundamente formar parte de este engranaje. No necesito más dinero, no necesito más seguidores, no necesito engañar a los que tengo mostrándoles fotos y vídeos de aforos completos. Es todo mentira. No soy absolutamente nadie.

Odio guardar mis discos en casa porque me recuerdan lo mucho que odio el rap, así que regalo hasta la última copia que me manda la discográfica de mis CD y vinilos. No conservo ninguno de mis discos.

La persona más inteligente que he conocido jamás me dijo una vez que mis discos molaban porque no había nadie en España haciendo canciones tan buenas sobre cosas que odia. Pero odio hablar continuamente de las cosas que odio.

Odio estar encerrado en un hotel o en un camerino antes de actuar y por eso a veces tengo que destrozarlos a puñetazos y pagar más tarde las facturas con las que honro mi idiotez. Porque soy idiota, eso es indiscutible. Soy un artista idiota.

Odio a los artistas, por cierto. Sobre todo a los obsesionados con permanecer: aquellos que sueñan con que sus obras vivan más allá de los límites del cáncer.

Para mí una canción dura el tiempo que hay entre el momento en que la grabo y el plato de mojama que me zampo después para celebrarlo. Minutos más tarde paso a odiar el tema para siempre, y a otra cosa.

Odio a la gente, pero sobre todo me odio a mí mismo. Odio mi cabeza averiada que me obliga a pasar la aspiradora cuatro veces al día y que no me permite empezar a escribir hasta que el suelo brille como una bola de billar.

Odio al psiquiatra que me diagnosticó Trastorno Obsesivo Compulsivo, al que hubieran sacrificado en la Edad Media por ser un pésimo mensajero portador de malas noticias.

Odio comprobar setenta veces al día si llevo la cartera encima y tener que ensayar tres veces por semana, sin falta, para poder llegar con seguridad a un concierto que me sé de memoria. Odio mis obsesiones. María me llama «Preocupito».

Odio mi rostro arrugado y mis pómulos descolgados. Odio el pelo de mi cabeza y de mi barba, ambos blancos como la nieve, que camuflo tintando con una crema colorante, una pasta blancuzca que compro en el Supersol por cuatro euros y que apesta a amoniaco. Cuando me la aplico me arde la cara. Mis amigos dicen que deje de hacerlo, que las canas molan, y yo les contesto que molarán en la cabeza de Richard Gere o en la de George Clooney, pero en la mía son como ponerle una guinda a un pastel de mierda. No he sabido envejecer.

Odio las opiniones.

La vida que sucede al margen de las opiniones que insistimos en dar es maravillosa. Qué terribles son las opiniones. Todas. La mía la primera.

Odio cualquier bandera colgando de un balcón como si fuese el hule mugriento de una mesa camilla, aunque visto desde otro ángulo resulta útil porque marca el lugar en el que vive un gilipollas.

Odio la idea de Dios y a todos y cada uno de sus supuestos representantes legales.

Me repugnan las personas que creen en algún dios, sobre todo los intelectuales que lo toman como excusa para desmarcarse. Si has recibido suficiente formación como para confiar en el ibuprofeno o en la fluoxetina, no tienes ningún derecho a creer en Dios. Ninguno.

Odio a la gente que es pretenciosa soñando. Odio a la gente cuyos sueños tienen el volumen demasiado alto: ¿no podrían soñar más bajito? Odio profundamente a los individuos cuya profesión es ayudarte a soñar más lejos: esos coaches, entrenadores de la ambición, que no permiten que uno nazca, se pudra y se muera por ley natural.

Odio la autoayuda porque nadie necesita que lo ayuden a nada salvo a morir con dignidad.

Odio que mi padre no esté ahora mismo sentado en su sofá blanco gastado, comiendo aceitunas y viendo un partido de la ACB con la televisión muteada (no soportaba a los comentaristas). En lugar de eso está muerto.

Cuando él se fue, mis odios microscópicos, que yacían aletargados, brotaron con fuerza para decuplicarse como gremlins empapados.

Odio que el imbécil de tu padre siga vivo y el mío no.

I

Viajar a tus recuerdos

es buscar pelea

DE INFANCIA, HOGAR, PRIMEROS PASOS

Y PRIMERAS RIMAS