Primera edición: febrero 2019
© Luis Armenta Malpica
© Vaso Roto Ediciones, 2019
España
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eISBN: 978-84-121958-2-8
BIC: DCF
a Lucero Alanís y Miguel Maldonado,
otros ladrillos de la misma pared.
LIBER INFERNI
Viento divino sobre Hiroshima
Versiones acústicas sobre un hecho atómico
Versiones encontradas en un misil cualquiera
Bonsái: un libro bajo la almohada
Treno por las víctimas de Hiroshima
Pasajes de Osamu
La última rosa
LIBER PURGATORII
Caballos desbocados
Poema sin cuadro héroe
Poema sin héroe cuadro
Ojalá estuvieras aquí
Un bárbaro en el jardín
Versiones en blanco nieve
Teoría y práctica de la caza
Apostillas
LIBER PARADISI
Secreto de Estado
Equivocación de animal
Copia [al carbón]
Otras versiones de la rendición de Hiroito
Pronunciamiento de los hibakusha
La corrupción de un ángel
Kinjiki: el color prohibido
Confesiones de una máscara
Seppuku de Mishima
Corte final
La dulzura tiene un nombre: rosa
el estallido.
ZBIGNIEW HERBERT
[Secreto de Estado]
Toda bomba tiene un padre
y un sitio de concepción. Podemos decir
Los Álamos y no es un corazón
por más desierto
la roja fortaleza. Si pensamos
en las tres vías
que acercan el latido de uno y otro
el padre es un lisiado de la guerra
y un niño quien detonó la bomba.
¿A qué tercero responsabilizamos desde abajo?
En el Memorial Fletcher hay una lista de posibilidades
pero según nos dice Enola Gay
nadie tiene la culpa. Todo amor nace
de algún deseo. En este diario
insistir sobre las consecuencias del avance
y retroceso
un secreto de Estado
nos detiene. Hay alguien
que no es Dios
ni la guerra. El deseo
se deshace en cianuro
si alguien más lo cuestiona.
El padre destrozado es todo nuestro.
El hijo lo consigna sin vergüenza. ¿A qué espíritu
en llamas (paloma o bombardero) invocamos
desde la curvatura del relámpago?
Algo tiene la luz que irradian ambos ojos
cuando se miran cómplices. Son piedras
que se frotan. El sol deja
sus manchas en los hombros
sus esquirlas más hondas
debajo de la piel
y un cáncer infumable en la garganta
que es un tubo
de ensayo
para otra bomba atómica.
El hongo es tan secreto
que se curva y retrae.
Desaparece incluso los ojos de quien ama
durante esa ebriedad
: mensaje
que no llega en botella
a un puerto del Pacífico
y cuya insolación le viene de saberse
misil.
La palabra cayó
como una bomba. Eso era.
Descreer en la guerra no disipa su efecto.
Como si la ceniza se diese
por vencida
al ver a Little Boy. Y cediera
al poder expansivo de una simple respuesta que nunca
imaginara dentro del alfabeto: el sol
se deslizaba desde su mano al mundo
que apenas vio
de frente: la palabra
cayó
impertinente
y sólida
(como la vista
a ese mar
amarillo
que fue dejando
atrás)
del hongo
de lo incierto.
Calló
pálidamente
a los peces metálicos
que observaban
su avance…
y en un cerrar los párpados
en una obturación para la historia
eso dejó de ser el Little Boy:
al tocar el botón se hizo
el silencio.
El piloto se llamaba Paul Tibbets
y Robert Lewis, el Irlandés Indómito
le dijo estas palabras: ¡Dios mío, qué hemos hecho!
Pero ambos oficiales lo sabían: era un trabajo más.
Hicieron de este mundo un sitio más seguro.
No soy ninguno de ellos.
Cada vez que despierto, pongo mi pie
en su sombra y no debo moverme
(se activaría la mina del diario
caminar sin rumbo fijo).
Sin embargo, tengo un miedo
terrible de amar a ese soldado
en cuya cara brillan los átomos que cargo
en mis costillas. Qué espesura tan púbica
lo esconde, y cuánta inmediatez me lleva a no
decir su nombre a la manera
de antes. Lorca diría
que el toro es su derrota. Durero
lo sabemos, que algún rinoceronte.
Pero el buey desollado del deseo a qué sal me encomienda
si es amarillo el mar y será
un hongo ardiente
si lo digo.
Así es como se deben silenciar los afectos
de alta temperatura. Vocación de explotar bajo tierra
lo que correspondiera arrasar con nuestras vísceras.
Sin esa expectativa, no seríamos personas. Ni existiría el cielo
prometido de la patria
compuesto por uranio enriquecido
(cuatro mil kilogramos).
Tal vez con la ilusión de percibir que dentro del avión
existe un mundo, en ese mundo
hay eso que llamamos amor
sobre lo devastado. Lo vimos
en sus ojos de un verde tan castrense
con el fuego naranja. Y en cuyo fuselaje
de cuadritos siempre queda un botón
para dejarlo libre
como una rosa (abierta). Una boca
cuyo beso es la detonación más postergada
que nos perdona todo lo que es
imperdonable.
Tibbets, de 29, y Lewis, de 24
tenían la suficiente edad
para emprender el vuelo al océano Pacífico.
Ambos eran amigos y recibieron la orden: no podían
ser capturados vivos.
Cuando lo comentaron, Tibbets, el comandante
sacó de su uniforme ese cianuro en cápsulas
que debían ingerir si la misión sufría
un contratiempo. Lewis, el copiloto extrajo una cajita de condones
e hizo enojar a Paul.
Tengo sus edades unidas y cargo
entre los dientes con mi propio cianuro.
Y pienso en Harry Truman
y en aquellos científicos que durante tres años
trabajaron con total disimulo en el desierto. Los Álamos
era un lugar furtivo. ¿Lo será la mirada?
De cierto, no. Supongo
que si el amor se calla
no detona. Desentona en los dos
y se padece. Pero si alguno es padre
y por tercera vía hay un conflicto
el secreto de Estado dejaría su lugar
en la garganta. Con su aire enrarecido.
Su asfixia. Su napalm. El cianuro
supongo
de entrecerrar los ojos
y estar en el desierto de unas sábanas
sin la detonación triunfante de otro cuerpo
aunque un olor quedara
tan agrio
y
persistente
como quise
el amor
que alguien no
quiso.
Si lo pensamos bien
hay que tener cuidado con los sueños.
Te puedes esconder tras unos ojos dulces y cafés
pero no de otros
ojos paranoicos. Piensa si los quieres mirar, pues miran a otro
lado. Piensa si esos dedos que cargan la granada
podrían rozar tu piel, si avanzan por la delgada línea roja
de otra tierra. Piensa
(sin un respiro que pueda descubrirte