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© del texto: Sonia Domingo A

© diseño de cubierta: Editorial Mirahadas

© corrección del texto: Editorial Mirahadas

© de esta edición:

Editorial Mirahadas, 2020

Fernández de Ribera 32, 2ºD

41005 - Sevilla

Tlfns: 912.665.684

info@mirahadas.com

www.mirahadas.com

Producción del ebook: booqlab

Primera edición: Mayo, 2020

ISBN: 978-84-18297-05-2

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra»

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A Antonio, a mi hija y a toda la familia y amigos que me quieren realmente con el corazón, y muy especialmente a Luna, esa pastora alemana que me salvó eternamente la vida, va por ella.

 

Apócrifo prohibido que es necesario tenerlo. Si todos son leyendas, ¿por qué tantas personas logran verlas?, si el cuento es mitología, cuánta realidad ocultan los escribanos del pasado. Libro prohibido solo para los temerosos en acertijos y grimorios escondidos en lo mágico.

Novela con el argumento de las leyendas, el misticismo, unida a sucesos verídicos.

Índice

Capítulo 1 El lugar

Capítulo 2 Kassia

Capítulo 3 La obertura, milenarios

Capítulo 4 El pasado de los huéspedes

Capítulo 5 Lo oscuro del altar sagrado

Capítulo 6 La piedra

Capítulo 7 Inquietos sueños

Capítulo 8 Vigilias comenzadas

Capítulo 9 El sigilo enigmático

Capítulo 10 Autoconocimiento

Capítulo 11 Despierta tu elección

Anexo

Notas del autor (suceso totalmente real)

A todo esto, les resumo:

Notas del autor: glosario

Capítulo 1 El lugar

Sujeto con fuerza la parte de la sombra que siento aún en mi permanencia; acompáñenme a descubrir cuánto mito o realidad guarda mi pequeña decadencia. Creo que no me presenté. Mi nombre es Kassia; lo sé, poco frecuente, y que significa esperanza.

Adhiero con fuerza mis dolidos pies, repletos de peso. El lodo rodea la suela, de kilómetros y pasos acelerados, sin rumbo preciso, sin más frontera que correr. Allí estoy con nombre de creencia, buscando a la carrera, la manera de cerrar con candados lo terrible del pasado; joven dispuesta a comenzar un nacimiento total frecuentemente enfrentada a la torpeza de querer volver, de cerrar puertas, de olvidar lo que jamás ni de lejos pude elegir. Acercándome al desconocido lugar, un abreviado letrero con rótulo viejo, del que puedo distinguir:

¿HUESTE DE ÁNIMAS? LA MALDICIÓN SE HALLA DENTRO DE LA OSCURIDAD.

No acierto a comprender, ni puedo leer más del rótulo que continúa en pie.

La humedecida arena rodea el camino, pedregoso, escondido del mundano bullicio, de las ruidosas y mareantes ciudades; ese tortuoso y complejo desfiladero sosteniendo pisadas aceleradas, neumáticos hundidos por el fango tras una tormenta, por breve que fuera, retorcido camino entre maleza y árboles ensombrecidos, colocados con la virtuosidad de no lograr vislumbrar, las manos que, fieles, sujetan duermevelas de las tinieblas, sombra oscura, desvirtuada y mística, frustrante la realidad de los amaneceres, ricas en plegarias vacías de esperanza, sin ocultar la antesala de los pecados, mordiendo las pesadillas en el caldero, de la mente despreciada, fúnebre en palabras hechas de virtuosidad doliente y moribundo el encuentro de la desolación, de los caminos que conducen a la eterna frialdad, la entumecida soledad, desterrando desde el principio de los tiempos, en los vagones que amortajan la amarga existencia, de los condenados al lloro.

Acobardo mi latido y guardo la acelerada respiración; noto rareza en el ambiente, un olor poco frecuente. Me doy enseguida cuenta de que he de salir de esa fragosidad de oscura pena. De niña escuché historias que creo están cerniéndose sobre mis certeras palabras que procuraban sabiduría. Nunca pensé estar dentro del mito de la creación o encuentro, y a lo lejos del temible silencio, con la brisa del cansino viento, voces de ultratumba mecen la canción del castigo que te condena, el canto de los guardianes, de las almas errantes.

No acierto a creerlo, estoy contemplando a lo lejos el paso fúnebre; ese, que siendo pequeña me hacían llegar en forma de cuento, allí en el más oscuro de los silencios; ante mí, completamente desnudo por el miedo, está «la santa compaña», la mitología o leyenda más fantástica y aterradora de nuestros pequeños pueblos; algunas aldeas que el tiempo ha borrado en carreteras muertas.

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Dice la historia que son aparecidos que portan ánimas en pena, y que verlos o aceptar alguna cosa de ellos, puede suponer regalarles tu alma errante y tendrás que cumplir una pena impuesta por la autoridad del más allá. Tus pecados, tus ofensas, se reducirán a portar una cruz a cuestas, quizás durante toda una eternidad.

La santa compaña es el abrigo de almas que vagan en el purgatorio de sus hazañas, con un fin determinado: hacen salir a una persona viva, en el apercibimiento de acompañarlos en su largo viaje, andando con la desnudez de pies descalzos, por todos los lugares que en una noche sea capaz de recorrer.

Se cuenta que a la mañana siguiente al suceso, esta persona no recordará nada de lo sucedido, ni tan siquiera tendrá rasguños en sus cansados pies. Cada difunto lleva una vela junto a una cruz y un caldero, y el olor en el ambiente claramente son las velas que arden; pueden ser un grupo reducido de tristes almas castigadas, o pasar de la veintena. La cuestión es que ante mis perturbados intentos de no querer creerlo, les tenía allí, justo en un camino, que se antojaba difícil y desierto. Comencé a recordar aquello que me contaban siendo una metáfora para coger miedos, y agaché todo mi cuerpo, abracé mis pensamientos ocultándoles el miedo, y como bien pude, me escondí dentro de algo que parecía un círculo tembloroso, dibujado con una rama que tenía fuertemente agarrada.

En otra de las variantes, y son muchos sus nombres, dicen que dos jinetes fantasmales pasan por la madrugada y causan el pánico, pues su leyenda mística habla de que quien los logra ver, podría yacer o estar muerto. Me hablaban para infundirme ese miedo y me marchara a la cama, en mis noches de niña inquieta de que había una mujer que vagaba los caminos y cementerios, que no podías encontrarle su rostro, y que desprendía ese olor a humedades de sepulcro añejo. Decían que solo se le aparecía al que iba a fallecer en pocos minutos o días. Me contaban tantas leyendas que yo, por no oírlas dormida, prendía mis noches. Lo que jamás supuse fue, estar dentro de la mitología viva, encontrarme en el sendero mismo con algo extraño, raro y, sin ninguna duda, maléfico. Con esos cargados ropajes, túnicas que acompañan alabanzas y sonoras campanas, yo escondida incluso de mi respiración, solo pretendía salir de aquel siniestro rincón que con toda la certeza podía ser mi adiós.

Ahora entiendo el viejo y gastado cartel sostenido casi por la casualidad de los vértigos que da el lugar; anunciaba que podrían ser visibles ciertas apariciones, como ver deambular ánimas o escuchar evocaciones, que con el paso de los tiempos todos aseguraban que eran fabulaciones o cuentos.

Por fin algo tenía claro, desde que salí a recorrer sin más equipaje que mis ganas de aprender, buscar un empleo y seducir algún encuentro que me hiciera de nuevo vivir, alejarme de tantos salmos convertidos en temores encarcelados, a esos recuerdos que castigan los sacramentos de los infiernos rotos, plagados en mentiras derretidas de labios empobrecidos, escupiendo los vómitos del olvido; decidí a pie correr del fracaso continuo y asistido, pero sin saber muy bien dónde se hallaba mi cuerpo, pero sí mi estupidez enojada.

Cada vez más cerca, cada sonora rima se aproxima a mi acechada vida, y dicen entre rezos, rosarios y alabanzas, todos en la misma métrica musical, sin alterar su tonalidad, manteniendo el mismo compás, desfilan en busca del alma que purgara sus pasos en comitiva, portando el caldero que sostiene todos sus malos pecados, agazapada en mi presencia, callada estoy dentro de una verdad camuflada.

A la de una, abriga tu desvergüenza; a la de dos, estoy llegando a tu puerta; a la de tres, mis hermanos fuera esperan; a la de cuatro, mi luz tu estancia llena; a la de cinco, no tienes camino; a la de seis, delante mío estarás; a la de siete, portando la cruz irás; a la de ocho, tu alma condenada a vagar.

Es el tremendo cántico del despliegue encendido de cera, alumbrando la espesa nube que rodea sus túnicas negras acompañados por un ataúd en sus brazos; siguen bailando las luces, siguen entonando su solemne alabanza acompañada de salmos sobre rosarios, con el que suena una célebre campanilla, reanuda el cortejo la marcha.

Si ansia oirás en sus palabras, hambre en su mente reclama, rodeados de mitos rotos por la desolación, que guardan esos frondosos matorrales, que todo lo esconden tras la sucesión. Observo una verja sostenida por alambre en los laterales; sin pensar, abro la puerta con forjamientos de hierro tan macizo como antiguo, con dibujos ilustrativos de quien a fuego cultivaba la majestuosidad del oficio artesanal. Estoy rodeada de miedo, esas voces que no cesan en su cántico desordenado. Necesito esconderme, sin lapidar un solo minuto he de salir del sendero, conservo la esperanza de encontrar, donde pueda desempaquetar todo el desasosiego, donde pueda ahogar la culpa de tanto miedo.

Esa perpetua niebla, albinos pies rodean el lugar buscando no ser el próximo dueño en portar esa cruz poderosa que reclama el purgar tu intimidad, carente de luminosidad; sendero, donde una enorme pendiente rodea esa tierra de vegetación escasa, solo hojas, con formas muy abstractas, balancean sus ramas frondosas de enormes dibujos, rodean tantos arbustos antiguos y desconocidos casi diseñados para tal, siniestro rincón, que te dirige al glamuroso y enorme lugar. Un cartel con las palabras «genti de muerti», creencia de leyenda aparecidos que acompañan al terror más escondido, que disfraza mi silencio, merma mis ideas, desorienta y perturba mi ajado pulso y libera el olor de la carne asustada, pudriendo fatigados los recuerdos, de malvadas entrañas que nacen dentro de los infiernos de esas tierras pisadas, por los hambrientos pies del que ante ustedes solo desea entender, tan necesario dolor, helor que recorre, entumece los primarios pensamientos, pavor a no alcanzar a esconderme, perdiendo momentáneamente mi contacto; ese, que reúne la sensibilidad de mi cuerpo, ante el desfile que acontece a las doce justamente, de los anocheceres oscuros y desolados, cerca de camposantos, conjurando los rezos y plegarias paganas. Yo, al encuentro, sujeto mi vacía barriga, y con el miedo a no ser desenmascarada, porque el próximo óbito cerca se encuentra.

Entre desespero y visión torpe intento tantear el terreno con poca destreza de lograr enfocar bien, pero a lo lejos voy dirigiendo mi agotamiento. Vislumbro algo parecido a un alojamiento o mansión antigua donde podría encontrar calma a mi agitado respirar.

Con una triste mochila cargué todas mis pertenencias Salí de la nada, nacida en cualquier extraño lugar, sin vista a la posibilidad de ser rescatada, sudorosa de caminar hambrienta y deshidratada, tras correr, andar y trepar por montañas sedosas, caminos desérticos, y frondosidad oscura, doy sombra al paso continuado formando siluetas, a los caminos tan necesitados de vida, en kilómetros.

La senda cruzada por pasadizos de hojas que dificultan, ver más allá, un horizonte cerca; allí, sentada al frío de una piedra inquieta soy una joven cargada de miedos aterrada de recuerdos y fatigada por el olvido, que me han hecho andar, sin contemplar las pisadas, alejarme de mí misma sin ser observada, desfilar de los intentos de huir de quienes nunca dan la opción. Son trepidantes dictadores de fúnebres ideas; allí, en aquel bosque donde los anocheceres son largos, fríos y eternos, arrastrando los pies voy sujetando las ramas para evitar caer: el cansancio y la fatiga del que nada tiene que perder, alzando la mirada allá en lo alto de un montículo espeso sin mucha niebla, creo haber visto el destello de la luz de algo que, o está en la carretera o se aproxima.

Al encuentro de una luz despierta mi aturdido pensamiento.

—Hola —Escucho con voz suave muy cerca de mí y no alcanza mi visión a ver a nadie, de nuevo escucho—: Me llamo Leviatán, sube, te acercaré al único hospedaje del lugar.

Ante mí un hombre de definición extraña, mirada intensamente aislada, ojos tan negros como la noche y unas manos que avanzan, en su antojo a ser demasiado grandes, para un susurro incandescente de voz, quizás era mi yo, que apenas me podía sostener, o mi mente que la fatiga no lograba que mis ojos pudieran focalizar bien lo que creí ver, con valor, miedo y pudor.

Allí, al encuentro de dos caminos que, según dijo, conducían a un mismo destino, de pronto ese cántico y justo frente a frente un hueso levitando un cirio encendido blanco y un pequeño portando tal siniestro cortejo. Cerré mi mente, mis ojos, mi cuerpo y me abracé al extraño sujeto. Monté en una moto algo antigua y nos perdimos entre una increíble y densa niebla, y de pronto aquel inmenso hostal donde podría tener alojamiento.

Un refugio, que sostiene incansable sólidas paredes, como viejas hojas perennes, rodean el espacio que yace, sin ninguna vida, que no sea atormentada y perseguida, bien sujetas a ladrillos perfectamente organizados, sustentando formas irregulares, vive abrigando el deseo de otros, cobijando las desvergüenzas ajenas, guardando misterios y ocultando vagones, llenos de miedo, columnas infranqueables, altivas, conteniendo una, edificación totalmente artesanal, deja lucir la permanencia del tiempo, la inmensa fortaleza que parece esconder el escaparate que roba la distracción de las jóvenes almas que al lugar, se desplazan; aloja toda clase de perversión, ritos y sueños maléficos, esos muros, de apariencia inquietante con desconchones, dibujos pintados pacientemente a mano por algún arquitecto, de sueños pragmáticos, que nada dejan ver, semi desgastados, que seducen dando refugio de la humedad que acrecienta la lejanía de días simpáticos, soleados y luminosos, esos arbustos están colocados de tal manera que apenas un rayito de sol se cuela.

El frío intenso que con acierto desvela qué estación estamos viviendo, esa ácida y creciente humedad que atropella y entumece los huesos, marchita la piel y encadena la risa; donde termina el trayecto alguien parece aguardar nuestro encuentro. Llegaste en compañía, no perdáis tiempo, se acerca una ventisca.

Sube con impaciencia el fiel y robusto Catriel, la ladera donde encontrar a la flamante y única sonrisa del lugar, simpática, alta y esbelta mujer, con esos finos tacones de aguja, ese perfume sofisticado, sus uñas largas y acentuadas, y esa voz que no habla, solo susurra, el desencadenamiento de sus palabras.

Una mujer altiva y en apariencia inmaculada que podría seducir a cualquiera que a su vera topara. Margaret, con esa sublime educación, permanente risa en sus labios acelerados y pulso cansado de tanto humo tragado, viajera de espectáculos, algunos por los años olvidados, siempre magníficamente organizada con esa agenda planificada al milímetro donde poder esconder pasajes que el mundo no debe saber. Margaret, más conocida como «Margot», dueña de aquel imperio aterrador donde los caminos tortuosos y algunas veces densos de niebla, conducen al más cruel de los espectáculos donde ninguna mente podría viajar al inimaginable desacierto de llegar, su lacia y sedosa melena, su mirada oscura, sujeta los misterios que guarda ampliamente su boca, y sus manos con dedos largos, lucen suculentos colores que reposan en sus preciosas uñas de esmaltes rojos pasión, combinados a menudo con la oscuridad del negro.

Joyas que rodean sus finos dedos, y en su codiciado y magnífico escote, luce un collar de perlas negras, sus pechos prietos, una mujer sin ninguna duda perteneciente a otra Era; sus vestimentas y formas, su riqueza en palabras y su calma, dejaban lucir una sensación casi inmaculada, te adentraba en la calidez de su mirada tan negra como la oscuridad que tal vez sujetaba su magia.

En su espléndido y curioso collar de perlas negras sujeto por una piedra esculpida exclusiva solo para ella, mandada a realizar por algún maestro joyero, con la suficiente maestría, engarzaría tan impresionante joya encadenada a pequeñas promesas, que esconden rituales que, según muchos los comentarios, a saber «si eran leyenda», se dice que en esa selecta pieza habita la maldad, las almas que no descansan en paz; en ella se apreciaba el reflejo del gran rótulo permanente, lucía y daba la bienvenida con alguna que otra luz fundida en la que se leía el comienzo que empieza en «Villa Dormida».

Con la elegante figura y el contoneo suave y delicado habla y organiza sus eventos formados por la sorpresa que inquieta al marchante de paso, invita y recolecta de diferentes lugares a viajeros y personalidades que, por algún motivo, paran en aquel imaginario templo, olvidado de todos los caminos, donde el manto riguroso de la gélida noche acierta, en robar los sueños, haciendo realidades los más ingeniosos y sorprendentes espectáculos, aterrando y arrebatando los latidos, al que feliz busca descanso, fiesta, vicio o seducción, esa villa desnutrida de sol, atormentada por pecados que guardan sus paredes tan magníficamente conservadas; encerrada observa, calla los misterios que vigilan los «guardianes sin llave», que de la nada cada noche salen alentando e inquietando a los que yacen callados, les rodea un manto de luces bailando los cánticos que acompañan a las benditas almas en pena, cada noche donde la majestuosa luna descansa llena.

En el asentamiento lejano olvidado del mundo y apenas escuchado descansa la mansión dormida, la que todo lo ve, la que guarda con anhelo los pensamientos del viajero, aventurero que pide asilo, habitación, o solo juegos. La mansión de los cuartos rojos de los gritos y sollozos, de los recuerdos frustrados de los sueños rescatados, la que vigila con firmeza que nadie pueda salir de ella, vigilias enteras y guardianes que mantienen viva la fortaleza.

¿Quién logra no salir de ella, o cómo poder penetrar su puerta? Si la vigilan los poetas del destierro los que duermen las vivencias los que alteran incluso los sueños del que yace hace años, debajo o justo en los alrededores de la villa que nunca cierra. Siempre alerta, preparada para acoger o alquilar sus salones, sus riquezas, si su exterior invita por su grandeza, estructura, sus formas, su rareza y, sobre todo, su arquitectura antigua casi perfecta, sus interiores enriquecidos y decorados con la virtud desprendiendo elegancia en cada estancia, sus habitaciones cálidas, dan paso al descanso, la risa y la desvergüenza, otras frías grandes y llenas de tinieblas, donde pasean cánticos, que hacen temblar los más sagrados juramentos, espacios enormes para organizadas y suculentas fiestas, empleados dispuestos a ganarse el pan, de los poetas que descalzan sus virtudes, y algunas veces, pasean sus penas por los ajardinados alrededores; que lucen poca simpatía y fragancias muertas, ninguna flor rodea el misterioso lugar, ningún pájaro oyes cantar, ningún simpático animal pasea por el paisaje que guarda, la morada que fiel se sostiene intacta, ni el tiempo ni el rugir de los años, ni la maleza ni la sombría tierra, han hecho deterioro en ella.

A veces, con el despertar lunar, se oyen pisadas, de quien arrastra sus miedos, pecados y desafortunados aciertos, en cuanta oscuridad viene a por ti el mal, a lo lejos de tan desérticos tropiezos de soledades, vertidos en un continuo residuo de recuerdos que en ocasiones lamentan el pasado turbio. Se oye, ya está cerca la «procesión más temida» la del miedo, que porta velas encendidas, ese olor, ese paso de pies descalzos, procesión de lo malo, cánticos de atormentada esperanza, dormida en manos, ajenas queda pendiente cualquier alma, que secuestre, que arañe, que disfrace, o simplemente que su tropiezo, por poco acierto, sea encontrarles de frente, acuestan firmes, luces encendidas, ensotanados en sudarios, envueltos por el cortejo de cera que enfurece el ambiente, enrarece los olores, mientras van entonando la nana de los olvidados de los que pronto vestirán su piel bajo el sudario, deambularán sin rumbo, por caminos confusos buscando el perdón, suplicando al Dios que todo puede lograr la respuesta a su maldad, pero no, puedes cruzarte con ellos, no debes mirar, no alteres sus pasos, no desdibujes sus cantares, no respires y guarda silencio, rodea tu cuerpo en un círculo y escóndete dentro.

Mientras una luz veas brillar, son ellos los que velan por los pecados más secretos, oscuros y perversos, vienen a dibujar tu maldad en el sudario que te condena a vagar, quizás depende de tu «mal», toda la eternidad.

Bajita, pequeña y casi escondida de ella misma, con mirada tenue, alcanzo a escuchar y observar a una niña, que acompasa su acelerada respiración al cruzarse con mi mirada, y evoca con suave voz estas relevantes confusas palabras, que en mi poco acierto oigo, como si de un cantar se tratara, no termino de equivocarme, y todos mis tiempos aprovechan para poder recordarme, lo aprendido queda sujeto y a veces confuso el tiempo lo borra, pero lo que voy a ver, a oír y aprender, a partir de su voz, escuchar y que jamás mi mente podrá olvidar.

No es un paso más, no aceleres tus minutos en este lugar, desanda tu camino, vuelve por aquel olvido, aquí nada encontrarás, de aquí pocos logran salir, viajera del mundanal ruido, no mires atrás, cruza ese portal, que de la nada vienes, y en la nada te atrapará. Su voz de altura pequeña empezó su presentación, contada como un místico cuento, no acerté a ver su desesperación que rodearía aquella magnífica entrada, aquel espacio que de la nada era como una ciudad olvidada.

Tan enorme y recóndito, contemplar su belleza impresionante, parecía tener dos rostros como si fuera de un mismo lugar dos mitades, la que lentamente te atrapa y la que pudiera firmemente desvelarte para siempre.

En aquel camino, en aquel refugio de sedienta maldad, se nutre despacio la ira, se bordan silencios de quienes desvirgaron tu razón, desnudándote de tu fuerza y se aprovecharon de tus miedos, te entregaron a los vicios, de los poderosos que pagan por el deseo, y mientras miras el lugar desechas toda capacidad de huir, tu vida inútilmente es el placer escondido de quienes te dejarán morir en el rincón de la poca esperanza y la desigualdad, donde pierdes la fe, de proseguir tu camino en pie, y sales al encuentro donde te lleven los vientos que conducen únicamente al camino, con tenebroso cartel, que da la bienvenida y aquí empieza «Villa Dormida».

El purgatorio para los despertares de almas rotas, el infierno de pesadillas continuas vigiladas, por la cordura del desesperado espanto, aquí comienza tu nuevo reto, donde podrás andar con pies descalzos sobre las ascuas que abrasan todo lo malo, injusto o pagano, en estas tierras se prepara la limpieza de las almas.

Su voz pretendía escucharla, me daba cuenta de que mi agotado ritmo, no acompañaba quizás a pensar frescamente todo lo que su pequeñez quiso contar, seguía, ella me explicaba.