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¡LLÉVAME CONTIGO A AFGANISTÁN!

Y OTROS RELATOS DE HUMOR

© del texto: Lorenzo Chaparro
© diseño de cubierta: BABIDI–BÚ libros S.L.
© corrección del texto: BABIDI–BÚ libros S.L.

© de esta edición:
BABIDI–BÚ libros S.L. 2019
Fernández de Ribera 32, 2oD
41005 - Sevilla
Tlfns: 912.665.684
info@babidibulibros.com
www.babidibulibros.com

Primera edición: Junio, 2019
ISBN: 978-84-18297-97-7
Producción del ebook: booqlab.com

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra»

Illustration

Índice

Far West Story

Cualquier día en cualquier árbol

Cosas que suceden a veces en todos los hogares

Dulce y ruidosa Navidad

Si no encuentra la salida…

El pan nuestro de cada día

¡Prosit, Karlitos!

La letra G

Su primer día de trabajo

Contractura

Psicosis según Belinda

Yo solo quería entregar una pizza sin gluten

El escritor

¡Llévame contigo a Afganistán!

Un adiós interminable

What a wonderful world

«La vida es un cuento lleno de furia y ruido que no significa nada, contado por un idiota… con un smartphone en la mano».

Shakespeare-Chaparro

FAR WEST STORY

En el reloj de cuco instalado en el saloon de Apple City, justo en mitad de la pared donde se encontraba la barra, se podía apreciar el impacto de una bala que en cierta ocasión, no se sabe muy bien cómo, lo había atravesado limpiamente de arriba abajo. Y pese a ello, cuando aquel lunes las manecillas se juntaron a las doce del mediodía, el pájaro asomó puntualmente el pico, y extendió su onomatopéyico canto a lo largo y ancho del bar ante la indiferencia de los que se encontraban allí en aquel momento.

Aquel saloon, al igual que muchos otros, era el típico establecimiento del Far West dedicado a la venta de cerveza y licores, así como de dar comida y hospedaje en determinados casos. La especialidad en concreto del bar de Morgan —el orondo y apacible dueño del establecimiento— era el whisky bourbon, servido en unos vasos diminutos, que se consumían en grandes cantidades debido a que apenas producía efectos de manera inmediata.

Las notas del piano, situado sobre una plataforma justo en la pared opuesta a la barra, salían de las manos de Richard, el pianista, cuando amenizaba por las tardes el local acompañado de Miriam, la joven de origen desconocido que, desde hacía poco más de un año, había sido contratada por Morgan para deleitar con su voz a la clientela del saloon interpretando un amplio repertorio de canciones.

Fuera, el silencio se extendía a lo largo de la calle principal, por la que nadie transitaba a esas horas, bajo un cielo sin nubes cada vez más luminoso conforme el sol se elevaba hacia lo alto. Una calle desierta, en la que el viento empujaba en ocasiones bolas de paja que rodaban entre remolinos de polvo, de esquina en esquina, entrechocando con las plataformas de los soportales, como si buscaran una salida.

Apenas habían transcurrido unos minutos desde que el pajarillo del reloj de cuco había vuelto a introducirse en el interior, tras cumplir su rito acostumbrado, cuando de repente, Johnny, el herrero, irrumpió en el saloon de forma brusca, lo que produjo un sobresalto en los que se encontraban allí, que miraron asustados hacia la puerta.

—¡Le han atrapado! ¡Han cogido al ladrón! —gritó como un energúmeno, a la par que empujaba hacia dentro del local las puertas abatibles con su voluminoso cuerpo, que dejaba ver un torso desnudo, apenas cubierto por los tirantes de un peto azul sucio y desgastado.

En el acto, todos abandonaron lo que estaban haciendo y salieron en estampida junto con Johnny por la calle principal en dirección a las oficinas del sheriff. Tan solo quedaron en el bar Morgan —que se limitó a recoger los vasos, cuyo contenido vaciaban de golpe los clientes escasos minutos antes— y Miriam, que continuó sentada en el taburete con los brazos apoyados en la barra, sin mostrar el menor interés ante la noticia que Johnny acababa de dar.

—Llénamelo otra vez —dijo ella con el vaso levantado en dirección a Morgan quien, en el otro extremo de la barra, limpiaba el mostrador con un paño.

La mujer que había pronunciado aquellas palabras poseía un rostro de contornos casi perfectos, al que igual se le podía atribuir veinte que treinta años. Llevaba puesto un vestido de percal de manga corta ajustado al cuerpo, que dejaba al descubierto los hombros y mostraba, sin el menor reparo, el nacimiento de dos senos que parecían a punto de hacer saltar la tela —de un color marrón oscuro— de la que estaba confeccionado. El pelo, rubio y brillante, lo tenía recogido hacia atrás en un moño sencillo, adornado por una cinta de color rojo que impedía un desplome fortuito.

Su mirada, profunda en ocasiones, ausente en otras, irradiaba un brillo mezcla de tristeza y melancolía que, en cualquier caso, no dejaba indiferente a nadie. Tal vez detrás de aquellos ojos había alguna sórdida historia que transcurrió en el pasado, difícil de borrar de la memoria, o quizás un amor imposible, abandonado de forma precipitada en algún lugar lejano, que la obligó a desplazarse hasta Apple City en un vano intento por olvidar...

Morgan dejó de limpiar y, sin decir nada, se desplazó con andar pausado hacia el otro extremo de la barra, donde la mujer le esperaba sujetando el vaso. Volcó el contenido de la botella de whisky hasta llenarlo y contempló cómo ella lo vaciaba de golpe con un brusco movimiento de cabeza hacia atrás.

—¿No me acompañas? —preguntó.

—Cuando trabajo no bebo, Miriam.

—Tú te lo pierdes.

—¿Sabes cuántos llevas hoy? —preguntó mirándola fijamente a la vez que apoyaba sus rollizos brazos en la barra.

—Vamos, Morgan, no me des el sermón. Tú y yo sabemos que la mitad de ese whisky que sirves en esta birria de vasos es agua.

—Ya te lo he explicado otras veces, Miriam. Tengo que controlar a los clientes. Porque si les doy bourbon puro, enseguida se ponen violentos por cualquier tontería y me destrozan el local. Y ya estoy harto. No gano para mesas, sillas, lámparas... Por no mencionar los disparos a las estanterías de cristal a mis espaldas, que no entiendo por qué Robert se empeñaba en instalar para colocar vasos y botellas. ¿Por qué te crees que las he quitado y guardo las bebidas debajo del mostrador? Ahora solo tengo detrás una pared lisa, con el reloj de cuco que sobrevive de milagro, y sin nada que puedan reventar con sus pistolas o el lanzamiento de vasos —dijo él haciendo un gesto hacia atrás con el pulgar.

—¿No tienes el local asegurado?

—Ya no me asegura ninguna compañía, Miriam —respondió, al mismo tiempo que repasaba con otro trapo el contenido de un vaso—. He dado tantos partes, que ya nadie me ofrece una póliza. En cierto modo lo comprendo. Es desesperante que los fines de semana se armen trifulcas y me destrocen el local. En este pueblo al parecer no hay otra diversión. Por cualquier gilipollez empiezan a liarse a tiros y puñetazos. De nada sirve que compre mesas y sillas resistentes. Es igual, terminan pegándose y me las hacen trizas. ¿Y tú me preguntas por qué aguo el whisky? Si no lo hiciera, terminarían prendiendo fuego al local.

—Mira, no me cuentes historias. Tú lo has aguado siempre. Y lo haces porque te da beneficios.

—¿Y sabes en qué me gasto los beneficios?

—Sí, lo sé. No me lo repitas.

—Pues no me obligues a hacerlo.

—Vale, Morgan, no te alteres.

—Miriam, cariño, reponer todo me cuesta un riñón. El carpintero se está haciendo de oro a mi costa. Y eso que es un manazas, porque tanto las sillas como las mesas, todas bailan al ponerlas en el suelo. Pero bueno, como al final tarde o temprano las rompen… Así que ya te digo, si no fuera por los beneficios que me da el bourbon, ya habría cerrado hace tiempo.

—Morgan, ¿qué parte no has entendido de la frase «no me lo repitas»? Al menos podrías mezclarlo con licor de zarzamora, como hacen en Silver City.

—En otros sitios lo mezclan con aguarrás, amoníaco e incluso pólvora. Así que podéis dar gracias a que solo echo agua.

—Muy bien, pues sírveme otro trago de ese brebaje aguado, hoy lo necesito más que nunca.

—Ay, Miriam, sabes que te aprecio y no me gusta que bebas tanto, por muy aguado que esté el whisky, que luego por las tardes desafinas y Richard termina protestando —se lamentó él mientras volvía a llenar el vaso, cuyo contenido desapareció al instante tras el consabido golpe seco de cabeza hacia atrás.

—A tu salud.

Morgan levantó los ojos con resignación y volvió a repasar el mostrador con el trapo, al mismo tiempo que se alejaba de la mujer poco a poco.

—Se han ido todos menos tú —prosiguió diciendo—. En cuanto Johnny se ha asomado, han salido en estampida. Hasta Richard se ha largado dando gritos como una loca. Por un momento creí que, en contra de lo habitual, me iban a destrozar el local un lunes. Qué gente más bestia —añadió con desagrado, sin dejar de limpiar—. ¿Y tú por qué sigues aquí? ¿No te interesa saber qué ha sucedido?

—No es necesario. Lo sé de sobra. Jimmy no es el ladrón. El chico no lo ha hecho. Le acusan injustamente.

—¿Cómo dices? ¿Que no ha sido el mudo quien ha robado la Virgen de la Manzana? —preguntó intrigado, a la vez que retrocedía hasta volver a situarse frente a la mujer—. Pero si el sacristán ha dicho que le vio salir esta mañana de la iglesia con la figura oculta bajo la chaqueta.

—No ocultaba la figura. Llevaba un jamón.

—Un momento, un momento… ¿Cómo sabes que llevaba un jamón? ¿Acaso estabas tú allí?

La mujer, sin dejar de mirar el vaso, movió la cabeza afirmativamente.

—¿Y qué hacías tú un lunes por la mañana en la iglesia?

—Hace tiempo que voy. ¿Te extraña?

—¿Y a qué vas? ¿A rezar?

—No —se limitó a responder con laconismo.

—Entonces, ¿a qué narices vas tú los lunes a la…?

Como única respuesta, la mujer puso el dedo índice en los labios del gordo, que enmudeció en el acto.

—Si quieres que te lo diga, lléname el vaso. Pero no de esa botella —añadió al ver que Morgan le iba a servir del whisky aguado.

Alrededor de la prisión, una multitud enfurecida gritaba pidiendo la cabeza de Jimmy, el monaguillo, a quien el sheriff había atrapado media hora antes, y encerrado en un calabozo tras escuchar al sacristán.

—¡Queremos justicia! —vociferaban todos con el puño en alto, agrupados frente a la puerta de la prisión que el sheriff McGregor, con el sombrero calado hasta las cejas, protegía de brazos cruzados, contemplándoles impertérrito subido a la plataforma del soportal, sin dejar que nadie se aproximara.

Resultaba prácticamente imposible que alguien o algo pudiese intimidar a McGregor, un cuarentón corpulento —más bien cerca ya de los cincuenta— y de casi dos metros de estatura, a quien no le temblaba el pulso si se veía obligado a desenfundar el revólver. Tan solo con lanzar una mirada furibunda, dura como el pedernal, conseguía hacer temblar de miedo al más bragado del Oeste. ¿Y qué decir de su voz? Una voz áspera, aguardentosa, que podía oírse con claridad cuando se enfadaba desde cualquier punto de Apple City, y daba la sensación de raspar los tímpanos si por desgracia uno se encontraba cerca.

De cabellera canosa, e igual de abundante que desmadejada, tenía la costumbre de juntar el entrecejo cuando alguien le hablaba, al tiempo que alisaba con los dedos, de una forma tan varonil como seductora —según el parecer de las mujeres— un bigote imperial que remataba con rotundidad su rostro. Un rostro, en definitiva, que apenas necesitaba esfuerzo para hacerse respetar.

—¿Dónde está la figura de la Virgen? ¿Dónde está nuestra patrona? —preguntó con voz atiplada Richard, el pianista.

«Eso, eso, ¿dónde está?», preguntaron algunos, para de inmediato empezar todos a gritar indignados.

«¡Exigimos una respuesta!»… «¡No nos moveremos de aquí hasta que el culpable devuelva nuestra Virgen!»… «¡Eso, eso, muy bien!»… «¡Es indignante! ¿Cómo es posible que alguien haya podido hacer una cosa así?»… «Desde luego… Anda que…».

—Calma, calma —dijo el sheriff, con los brazos levantados y las palmas de las manos dirigidas hacia la multitud—. Acabo de detenerle y ahora está en un calabozo. Tengo que interrogarle, pero, como sabéis, es sordomudo y no hay manera de entenderse con él. El único que conoce el lenguaje de signos es el padre Murray, y como también es de vuestro conocimiento, los lunes va a ver a su madre a Silver City y no vuelve hasta mañana.

—Silver City… gran pueblo... se encuentra a 33 kilómetros de distancia… justamente la edad de Jesucristo… —comenzó a decir con parsimonia William, el barbero, mientras encendía su pipa.

«Ya está el pesado con el tema de siempre», murmuraron varias voces.

—Lo sabemos de sobra, William, no es necesario que lo digas constantemente —le recriminó el sheriff, harto como todos de escucharle.

—¡Miriam también se entiende con el sordomudo! —gritó de improviso alguien desde atrás.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el sheriff juntando el entrecejo, a la vez que estiraba el cuello para identificar al que había hablado.

—¡Que se acuesta con él! —gritó el corpulento y guasón de Johnny desde lo alto de un barril, lo que provocó la hilaridad de los presentes.

—¡Que conoce el lenguaje de los signos! —contestó el interpelado.

—¡Sí, eso también! —corroboró Johnny siendo acompañado de nuevo por las risas.

—En realidad, a quien se tira es al sacristán —intervino Franklin, el dueño de la tienda de alimentación, lo que dio lugar a más risas.

—Johnny, Franklin, dejaos de bromas y no calumniéis sin pruebas, que ya tenemos bastante con el robo —dijo McGregor.

Justo en ese instante, apareció de improviso Flanagan, el telegrafista, que fue abriéndose paso hasta plantarse delante del sheriff.

—Ya le he avisado. Ya he avisado al padre Murray —dijo blandiendo en la mano un telegrama.

McGregor le arrebató el papel con brusquedad, y leyó su contenido ante la expectación de todos.

—¿Serás imbécil? —exclamó tras acabar de leerlo.

—¿Qué pasa? —preguntó asustado el aludido.

—«Padre Murray, ha ocurrido una desgracia. Venga urgentemente» —leyó el sheriff en voz alta—. Pero ¿cómo le dices eso sin más? ¿No comprendes que ahora estará preocupado al no tener idea de lo que pasa?

Y tras decir esto, un rumor recorrió las gargantas de los que se encontraban allí.

«Es verdad, tiene razón»… «Pobre padre Murray»… «Parece mentira, qué poca consideración»… «Ahora estará preocupado, claro»… «Es inconcebible hacer una cosa así»… «Qué metedura de pata»… «Desde luego… Anda que…».

—Lo siento, McGregor, yo…

—Tenías que haberle dicho que viniera lo antes posible, no que viniera urgentemente sin añadir nada más. Vete ahora mismo y envía otro telegrama para tranquilizarlo.

—¿Y qué le digo exactamente? No quiero volver a meter la pata.

—Dile que ha habido un problema sin importancia en la iglesia. Que no se preocupe y venga lo antes posible. Pero no menciones que han robado la Virgen de la Manzana. Ya habrá tiempo de decírselo.

—Muy bien, de acuerdo —obedeció Flanagan abriéndose paso.

Sin embargo, cuando ya iba a correr en dirección a la oficina de telégrafos, Johnny señaló con el dedo hacia el lugar por donde había venido antes Flanagan y gritó:

—¡Ahí viene Billy el Niño!

Y en el acto, los allí reunidos comenzaron a murmurar preocupados, mirando hacia el lugar que señalaba, donde tan solo se podía ver cómo alguien corría hacia allí envuelto en una polvareda.

«¡Virgen santa!»… «Tened cuidado, es peligroso»… «Las mujeres y los niños que se pongan a cubierto»… «No le provoquéis, tiene malas pulgas»… «No perdamos la calma, mantengámonos unidos».

—¡El ayudante del telegrafista! ¡Ja, ja, ja! —añadió Johnny riendo a carcajadas.

Al momento, todos volvieron las miradas hacia el herrero y los comentarios de enfado se extendieron de unos a otros.

«Será imbécil…»… «Dios mío, qué susto nos ha dado»… «Siempre igual, siempre con la misma broma estúpida»… «Un día va a ser verdad, no le vamos a hacer caso y entonces tendremos un disgusto»… «Tiene razón, sí señor»… «Es que no tiene ninguna consideración»… «Es cierto, parece mentira»… «Desde luego… Anda que…».

En efecto, sin parar de correr como un descosido, el pequeño Billy se aproximaba apartando con las manos el polvo que levantaban sus pies, hasta que por fin llegó a donde se encontraba la multitud, que no dejaba de maldecir la broma de Johnny.

—Ya… ha… res... pondido… el pa… el padre… Mu… Murray… —consiguió decir sin apenas fuerzas, con la cara cubierta de polvo y un telegrama muy arrugado que mostraba en una mano.

—Por Dios, que se va a ahogar, dadle un poco de agua —dijo Susan, la mujer del veterinario.

De inmediato, una botella circuló de mano en mano, hasta llegar a las del niño, que bebió con ansia hasta vaciarla por completo.

—¡Qué barbaridad, qué sed tenía! —exclamó Robert, el carpintero.

—No me extraña. La de polvo que ha debido de tragar la criatura —apostilló Susan con dramatismo.

—Si es que no llueve apenas y claro… —dijo una voz sin identificar, cuyo comentario fue respaldado con gestos de aprobación por los presentes.

—¿Qué dice el telegrama? —preguntó el sheriff.

—Ha… dicho… que… —comenzó a decir Billy, intentando recobrar el aliento.

—Por Dios, sigue igual. Dadle más agua —volvió a repetir Susan.

Y de nuevo otra botella circuló de mano en mano hasta llegar al niño, que volvió a beber de golpe.

—Virgen santa, estaba completamente seco —exclamó la mujer del veterinario llevándose las manos a la cara.

«Es verdad, tiene razón»… «Pobre crío, qué sed tenía»… «No me extraña, ha debido tragar mucho polvo»… «Si es que no llueve, y, claro, a poco que te muevas por la calle…»… «Cierto, muy cierto»… «Desde luego… Anda que…».

—¡Dadme el telegrama de una puñetera vez para que lo lea! —gritó el sheriff, y de inmediato el arrugado papel comenzó a circular de mano en mano.

—Madre mía, qué de polvo tiene —dijo Margaret, la mujer del carpintero, que pasó finalmente el telegrama con aprensión a McGregor.

Tras desdoblar y sacudir el polvoriento papel, el sheriff leyó en silencio su contenido.

—¡Dios mío, la que has armado! —exclamó McGregor iniciándose acto seguido una nueva marea de comentarios.

«¿Qué ocurre?»… «¿Qué ha dicho?»… «¿Qué ha pasado?»… «El padre Murray, me temo lo peor»… «Igual le ha dado un síncope al leer el telegrama»… «Dios mío, qué horrible»… «Calma, calma, no nos anticipemos»… «Callaos y dejad que hable»… «Desde luego… Anda que…».

—¿Qué dice el padre Murray? —preguntó asustado Flanagan.

—Es para matarte —empezó a decir McGregor con su habitual vozarrón—. Mira qué ha respondido: «Cojo el caballo y voy ahora mismo al galope». ¿Te das cuenta de lo que has hecho?

—Bueno, ya no tiene arreglo —dijo Johnny dando de sí los tirantes del peto con los pulgares—. Ahora lo importante es saber dónde ha escondido Jimmy la Virgen y que la devuelva o se las entenderá con nosotros. McGregor, te lo advertimos, o nos lo entregas o entramos a por él.

Y cuando iba a comenzar a propagarse un murmullo de aprobación entre los presentes, corroborando las palabras de Johnny, el sheriff sacó su revólver y disparó al aire varias veces.

—¡Por Dios, qué susto! —exclamó el pianista.

—¡No me toquéis las narices! ¡Juro que el primero que se atreva a entrar ahí, o no sale más, o si lo hace será con los pies por delante!

—McGregor, sé razonable. No podemos esperar a que venga el padre Murray. Igual tarda mucho —dijo Douglas, el veterinario.

—O no llega, porque con ese caballo tan viejo... —apostilló su mujer.

«Es verdad, tiene razón», exclamaron varias voces.

—Entonces, ¿qué queréis hacer? —preguntó el sheriff.

—Pues yo creo que, si Miriam conoce el lenguaje de signos, lo mejor es que venga y le pregunte dónde está la Virgen.

—De acuerdo, que vaya alguien a avisar a Miriam para que hable con él, porque no hay quién coño le entienda.

—¿Le mando a Billy? —preguntó el telegrafista.

—No… no puedo… Yo… —consiguió decir a duras penas el niño.

—Pero ¿cómo va a ir si no puede ni respirar? —preguntó la mujer del veterinario.

—Dejadle en paz —dijo el sheriff—. Ve tú, Richard, y dile a Miriam que la necesitamos para hablar con el monaguillo.

—Voy como las balas —dijo con voz aflautada el pianista.

—No fastidies, Miriam —dijo Morgan, con los ojos como platos—. ¿De verdad te estás tirando al sordomudo?

La mujer asintió moviendo la cabeza afirmativamente.

—¿Todos los lunes?

—Sí, aprovechando que se va el padre Murray a ver a su madre a Silver City.

—¿Y desde cuándo?

—¿Qué más da eso?

—Pero Miriam, si es un crío…

—Bueno, no tan crío. Hoy cumple diecisiete años.

—Ah, o sea, que hoy es su cumpleaños… Ahora comprendo. Y por ese motivo le regalaste el jamón.

—Así es. Por eso te digo que, aunque no le vi salir porque ya me había ido, sé que él no llevaba la Virgen de la Manzana, sino el jamón que yo le regalé. ¿Comprendes?

—¿Y cómo es que el sacristán…?

—Supongo que nada más levantarse, al salir de la sacristía, debió de ver que Jimmy llevaba algo oculto en la chaqueta y por ese motivo creyó que era la Virgen. No se me ocurre otra explicación.

—Bueno, y entonces, ¿dónde está la Virgen?

—¿Y yo qué coño sé? Subida a un árbol, imagino. ¿A mí qué me cuentas?

—¿Y por qué no vas y lo dices?

—Joder, Morgan, pareces tonto. Si voy y lo digo, descubro que Jimmy y yo follamos los lunes en la iglesia.

—¡Virgen santa! —exclamó el gordo santiguándose—. ¿Cómo es posible, Miriam? Por amor de Dios…

—Mira, no te hagas el beato ahora, ¿vale?

—Miriam, por favor, en una iglesia… ¿Dónde se ha visto eso?

—¿Y dónde quieres que lo hagamos?

—Pues no lo sé, pero… ¿Y cómo es que Charlie no se entera?

—Ese duerme como un bendito en la sacristía. Hasta se le oye roncar. Aparte de eso, los lunes se levanta tarde aprovechando que no está el padre Murray, así que…

—No lo entiendo. Forzosamente os tiene que oír por muy poco ruido que hagáis.

—Es que no lo hacemos allí.

—Entonces, ¿dónde…?

—A ti te lo voy a decir… Venga, lléname el vaso.