Cecilia Fanti

La chica del milagro

A Agustín Mango

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, sin permiso por escrito de la autora y/o editorial.

2

Estoy en el aire, una sensación de cama elástica me asalta de repente y veo todo desde arriba: las cuatro esquinas de Juramento y Cuba, la plaza, el museo y su glorieta, el otro museo, rosa viejo y gastado. ¿Mis anteojos dónde están? Volaron. El lunes de finales de julio sigue soleado, el cielo celeste Tiffany. También voló mi cartera, escucho que las cosas que estaban adentro se desparraman, caen antes que yo. Lo último que vi antes de volar fue una mancha gris en movimiento, que venía hacia mí y traté de frenar con mi mano izquierda. Un mancha gris que me pasó de largo, un golpe a la altura de la cadera que me levantó del piso.

Quedé tirada con la cara y las manos contra el asfalto mojado; del resto no siento nada, estoy vestida de invierno y la ropa me cubre el resto del cuerpo. A simple vista no tengo raspones ni hay sangre. Muevo los dedos de los pies, no grito. Quiero levantarme y fracaso. Me tiemblan los brazos. Una pareja se agacha, ella me baja el vestido y él me da la mano, le pido que se quede conmigo. No le veo la cara.

Se hace un silencio durante unos segundos y después, como un bebé que nace ahogado y necesita de las palmadas de la partera para reaccionar, algo que no puedo controlar y no sé de dónde sale, empiezo a gritar, fuerte, grave, se me saltan las lágrimas. Me hacen preguntas que no puedo responder, tampoco tengo control sobre los gritos que son como una serpentina o como si llovieran sapos, pero esos gritos no son míos y algo me empieza a doler mucho, atrás, puedo articular, localizarlo y digo que es la espalda. Me duele la espalda, abajo, tal vez tan abajo que sea el culo, tal vez tanto que sea todo.

—¿Cómo te llamás, piba? ¿Te acordás tu número de DNI?

Apenas lo escucho le agarro la mano. Es un bombero gordo e impermeable el que me habla. Otros dos me suben a una tabla de madera, estiran mis piernas que están en posición fetal ah ah ah ah ah, tranquila flaca no pasa nada, no te pongas dura, y me atan.

—¿Alguien te tocó o te cambió de posición?

Me levantan apenas la cabeza para ponerme un cuello muy ancho. El bombero me dice que tiene que soltarme la mano para escribir, le pido que por favor no me suelte, miro alrededor y no hay nadie de quién agarrarme.

Una señora rubia se acerca y se agacha. Me acaricia la cabeza y el bombero aprovecha para soltarse. Todavía estoy en el piso. Nadie levantó la tabla. El bombero pide papeles. Me dice que hay una ambulancia en camino.

Un viejo de boina se levanta un poco el pantalón y se agacha al lado mío. Lo vi esperando el 60 antes de cruzar. Me mira preocupado.

—¿Cuántos dedos tengo?

Y la mano da vueltas, como si estuviera haciendo un truco de magia me muestra cuatro, dos, tres, los cinco dedos.

—Cuatro, dos, tres, cinco —le respondo siguiendo con atención el movimiento de su mano. No hay cosas más importantes que otras.

Cuando respondo correctamente, parece relajarse un poco. La señora rubia lo mira y, también ella más tranquila, me pregunta por mi familia.

No quiero que se enteren, tengo miedo de que se asusten y me reten, como cuando me golpeaba de chica.

—Piba, alguien tiene que saber adónde te estamos llevando. Dale algún teléfono a la señora. —La voz del bombero es inapelable. Yo soy la piba, me están llevando. Le hago caso y mientras le dicto el teléfono de la casa de mi mamá a la señora, escucho gritos desde atrás.

—¡Yo no hice nada! ¡Yo crucé bien! —Quise saber si hablaba sobre él, sobre mí, sobre el accidente. Me dijeron que no prestara atención.

Los bomberos habían detenido al conductor del auto, hablaban con él, le hacían preguntas. Él se negaba a responder. Lo escuchaba gritar, cerca pero no tanto. ¿Por qué gritaba? Quise verle la cara pero no pude. Quise pensar en una cara desde la voz y fracasé. Quise preguntarle a la señora rubia cómo era la persona que me había atropellado pero tuve vergüenza.

—Usted es un caradura y un animal. ¿Qué se piensa? ¿Qué todos somos tontos? Yo lo vi, estaba esperando el colectivo y lo vi. La chica venía lo más contenta cantando y usted le pasó por encima con el semáforo en rojo, así que a mí no me haga enojar. Sinvergüenza.

Era el viejo de boina que seguía dando vueltas ahí, en esa esquina, con la calle cortada y ya sin expectativas de tomarse su colectivo.

Escuché a la señora rubia hablar con mi mamá. Decirle que estaba yo, que estaban los bomberos, que estaba todo bien. Todo me pasaba por alrededor. Después se volvió a agachar y me dijo:

—Tu mamá está en camino, no te preocupes.

—Que la mami vaya directo para el hospital. Vamos, vamos. Hay que trasladar ya mismo. —Dos hombres de verde me miran desde arriba y ponen la tabla sobre una camilla. No cierro los ojos, el cielo arriba sigue igual de celeste.

El que me sube a la ambulancia se me acerca:

—Ahora en el hospital te van a ver unos muchachos. Vos tranquila, te van a hacer algunas preguntas. Contales todo tal como fue que a éste un mango le sacamos.

No lo conozco. No sé quiénes son los muchachos. La ambulancia es oscura, el gordo se baja, la puerta queda abierta y busco mi teléfono. Llamo a mamá. Me pide que la esperemos, que está a una cuadra. La señora rubia ahora está al lado mío y dice que ella me acompaña al hospital. El médico dice que si es una cuadra esperamos a la mami pero que tenemos que irnos. Nuestro destino es el Pirovano.

—La prepaga te va a buscar ahí, piba.

3

Mamá está sorda del oído derecho desde hace años y nunca hizo nada para solucionarlo. Las cervicales le fueron estrangulando el torrente sanguíneo que alimentaba el nervio ótico hasta asfixiarlo. Pero ella prefiere no escuchar, sonreír y asentir con la cabeza cuando no sabe qué se le está diciendo a ponerse un aparato diminuto en el oído. Los audífonos son para los viejos y el tema se agota ahí, un poco porque los hijos nos agotamos, nos acostumbramos a que nos hable a los gritos, evitamos estar cerca cuando habla por teléfono y en público somos perfectos ventrílocuos al decirle bajá un poco la voz, mamá, por favor.

Mamá se jubiló hace más o menos dos años; desde entonces se empezó a acercar tímidamente a la idea de escuchar con aparatito. Mamá estaba lista para salir; se estaba poniendo el saco gris, ya había acomodado los tarjeteros y un libro que no leería en su cartera cuando sonó el teléfono. Atendió creyendo que quizás la llamaban del centro de estudios, habían pospuesto su turno y entonces podía aprovechar la mañana para hacer otra cosa, mandados, llamados, limpieza de placard, cualquier cosa. Mamá quedó inmóvil, preguntó y repreguntó. La mujer que hablaba del otro lado explicó algo que ella no pudo terminar de entender o de descifrar. Todavía parada al lado de la estufa, se animó a pedir que la ambulancia la esperara. A pesar de ya haber cortado la comunicación, no se movió. Miró el teléfono incrédula, no sabía quién la había llamado, no podía volver a comunicarse. Se repitió a sí misma que esa persona le había jurado que su hija estaba bien, pero también había dicho que estaban los bomberos. Los bomberos aparecen para juntar los restos y se van, pensó. Mamá se puso en movimiento. Caminó unos pocos pasos y le tocó la puerta a papá.

Papá abrió la puerta dormido, en ropa de cama. Todavía no eran las nueve de la mañana; en invierno papá duerme más. Mamá le golpeó la puerta y gritó su nombre. Mis padres viven en el mismo piso del mismo edificio y nutren una relación de cordialidad después de haberse divorciado a finales de 2001 por motivos que recubrían el cansancio, el desamor y la economía. Mamá le dijo que se iba, que tenía que irse. Le dijo:

—Ceci se cayó en la calle.

Papá abrió un poco más la puerta, la miró a la cara y le dijo:

—A Ceci la atropelló un auto.

Quizás el matrimonio nutre alguna suerte de telepatía y se acaba porque uno termina por descubrir todas las mentiras que el otro es capaz de decir. Papá sabía que no me había caído en la calle y mamá no pudo sostener su mentira, en apariencia involuntaria.

—¡Y mirá cómo estoy! —papá se señaló el piyama improvisado en un short roto y remera—. ¿Qué hago? ¿Dónde fue?

—Me voy, Felipe. Está en Juramento y Cuba y se la lleva el SAME. Yo no te puedo esperar.

Mamá cerró la puerta de su casa y no le echó llave. Salió y sintió que la cara se le contraía por los nervios. No percibió nada de lo que pasaba afuera y a su alrededor, era una autómata que movía las piernas e intentaba hacerlo cada vez más rápido aunque su cuerpo se negaba y la frenaba; no estaba preparada para ver eso. Eso que era un accidente pero que no sabía qué era, porque nadie sabe qué es un accidente. El accidente ocurre, siempre le ocurre a otro y recubre una infinidad de posibilidades que van desde solo un golpe, raspones, rotura de huesos, miembros superiores o inferiores y en el peor de los casos la cabeza contra el piso o más aún, la cabeza en el piso. El accidente, nadie en la familia tuvo nunca un accidente. Mamá vio las luces de los bomberos, las de la ambulancia y se detuvo. El accidente. Temió caerse en la calle, quiso correr con los brazos abiertos pero, ¿para abrazar a quién? Todavía le faltaba una cuadra para llegar. Trató de distinguir entre las miniaturas y se apuró. A la gente le encantan los accidentes.

Mamá sintió que el bolsillo le vibraba; las cosquillas en la pierna venían de afuera y eso la tranquilizó. Miró la pantalla. Ceci. Pidió que la esperaran, le quedaba una cuadra y desde donde estaba podía verlo todo. Una cuadra, espérenme. Mamá pudo avanzar, me había escuchado hablar, sonaba normal, coherente, como todos los días. Se tranquilizó, yo le había dicho que estaba bien y que la esperábamos. Mamá subió a la ambulancia agitada y con la mirada perdida.

—¿Qué pasó? ¿Qué te pasó? ¿Cómo estás?

—La nena está bien señora, tiene un poco de dolor, es lógico por el golpe. Nos vamos.

La vi trepar el peldaño de la ambulancia. Mamá tenía el saco gris abierto, los ojos planos y gotitas diminutas en la nariz que se pegaron a mi frente cuando besó y acarició mi cabeza. La señora rubia bajó, le dijo a mamá que tenía una granja de pollos a dos cuadras, que pasara a verla y le contara cómo seguía todo. También le dijo que no había sido nada. Mamá era un muñeco a cuerda que agradecía con voz interferida, casi muda.

El ambulanciero cerró las puertas. No encendió la sirena. Juramento es una calle de empedrado irregular y sus semáforos no están coordinados.

Me tapan con una frazada, tiemblo por dentro. Empiezo a llorar y mamá me agarra la mano. Ella también llora. La ciudad tiene un montón de pozos. Las ambulancias no tienen ventanas.

Papá dejó la puerta abierta pero mamá ya se había ido, quiso seguirla pero el pudor lo detuvo. Corrió hasta su habitación y empezó a vestirse con lo que encontró apilado en la silla; el calzado estaba disperso en el piso, alrededor del colchón. Hizo equilibrio, se agarró la cabeza, no pensó. Miró la pared pero no se le dibujó nada, escuchó a los vecinos en la escalera y esperó que todo volviera a silenciarse para salir.

El 23 de julio nada hizo eco en el hueco de la escalera y dos departamentos del mismo edificio quedaron sin llave.

Papá corrió con un zapato leñador en un pie y una zapatilla deportiva en el otro. Papá, poco pelo, corrió con el pantalón apenas cerrado, camiseta y una camisa de mangas largas abierta y del revés. No sintió lo empinado de 3 de Febrero hasta Juramento, quiso encontrarse con mamá pero, otra vez, no tuvo suerte.

A los anteojos de papá les falta una patilla, se los acomodó y trató de ver algo desde lejos. Sintió que había menos tránsito que de costumbre, pensó que la calle estaría cortada y empezó a caminar. Mamá seguía sin aparecer, las caras de los demás solo le hablaban del lunes. Apuró el paso, empujó, se apretó contra paredes, cruzó por la mitad de la calle, vio el camión de los bomberos y dos patrulleros. Corrió. No había ninguna ambulancia. Yo no estaba. Mamá tampoco. Papá no usa teléfono celular.

Una tragedia, la muerte siempre es una tragedia. Papá se acercó:

—Mi hija, la atropellaron, acá, ¿la ambulancia? —balbuceó. La boca, los miembros, los esfínteres, todo flojo.

El policía lo miró. Señaló en dirección a uno de los patrulleros.

—Ese hombre que está hablando con mi compañero es el que atropelló a su hija, pero tranquilo, ella estaba bien y ya se la llevó la ambulancia al Pirovano.

Uno, dos, tres, cinco pasos con calzado diferente y sobre el empedrado, Felipe se acercó, pasó por entremedio del policía y el conductor del auto. No hay que saber nada de boxeo para golpear a alguien y que le duela, lastimarlo sin técnica pero con sentimiento. Al primer golpe, la policía lo separó. Le pidió que se tranquilizara. Papá sintió que podía matar a ese tipo, que tenía las fuerzas para hacerlo.

—Me voy al hospital. Hijo de re mil putas.

El policía lo miró y le recomendó volver a la casa, ducharse, tranquilizarse, tratar de comunicarse con alguien.