«El muerto apestará toda la semana»

No soy de la Roma, ni tampoco de la Lazio. «Soy del Bolonia.» Dejo así imaginar el ánimo con el que escribo estas líneas. Pienso en los tifosi1 boloñeses, mis correligionarios. El asunto es trágico: lo veo aquí, en la cara de los seguidores de la Lazio. Uno no puede dejar de sentir cierta simpatía por los vencidos: los vencedores me lo concederán…2

El espectáculo habitual. Los colores más bellos eran los de Roma: el azul del cielo de octubre y el verde de los pinos formando hileras por las laderas antiguas. Y en cuanto al deporte, en cambio, ni azul ni blanco ni rojo ni amarillo. Mucho gris, eso sí, el gris del aburrimiento, del miedo, de la incertidumbre. Bah… ¡como siempre!

Esos jóvenes que juegan cada domingo se sienten bombardeados por traumas de todo tipo: racionales por parte de los críticos, pasionales por parte de la multitud y una mezcla de uno y otro (para ir tirando) por parte de los entrenadores. Aun así, cada domingo llegan al campo para demostrar que el juego es, en cualquier caso, un concepto.

Un concepto humano, histórico, terrestre: expuesto a todo riesgo, a toda negación y, naturalmente, a los súbitos ímpetus «inventivos» (como fue el último cuarto de hora de la Roma). Resulta entonces ser lo opuesto al hincha, que es, en cambio, una abstracción, una constelación fija, un dogma. Yo, por mi parte, soporto con gran pena al tifo, digamos, de tipo napolitano (aunque se sabe que todos los italianos son un poco napolitanos, incluidos los boloñeses). Como dice Benedetto Croce3, el tifo es un «pseudoconcepto». Fuente, pues, de errores, aberraciones y angustias.

¿Os habéis fijado alguna vez en los personajes de los anuncios? No sé, por ejemplo, un tipo que corre a toda velocidad (¡hasta quedarse sin aliento!) solo con sus piernas, mientras que la cara va por su lado, iluminada por la radiante sonrisa que es consciente de la calidad del brillo que lucen sus zapatos. El tifoso del tipo, digamos, napolitano es un poco así: lo sabe, está iluminado, qué beatitud la suya, por una especie de gracia. De nada sirven los razonamientos, y tanto menos las demostraciones y la experiencia de cada domingo ante la realidad del juego.

Él tiene una parte del cerebro (la principal) separada del resto, y solo es capaz, bajo esa iluminación carismática, de un único, fijo e inmutable pensamiento. Todo lo que está fijado y preconstituido genera inmovilidad: genera, pues, la máscara, la «caricatura». Esto es algo que humilla al hombre. Me da pena cuando veo a los tifosi, como digo, con la máscara, con sus pequeños asnos4, etc. No hay nada más angustiante que la aspiración al panem et circenses: pensad en Lauro…5

Afortunadamente, en Roma, los tifosi de este tipo no son muy numerosos: las únicas «máscaras» que se ven por ahí son, de hecho, los jovenzuelos que llevan en la cabeza el sombrero de papel amarillo-rojo o blanquiazul, las camisas por fuera de los pantalones, la carita de malandrín especialmente vivaracha y, de vez en cuando, una bandera del «club de sus amores». Y también van cantando esa cancioncilla tan infantil: «campeones, campeones, oe, oe oeeeee…»6.

Está claro que Roma es realmente una gran ciudad: la identificación del tifoso con su equipo no sublima sentimientos estrechos, provinciales y localistas. Y, además, en el romano siempre está esa dosis de escepticismo y de distancia que le evita parecer ridículo. En el propio equipo no exalta las glorias de la ciudad, los méritos deportivos ni otras cosas tediosas de ese tipo: exalta la propia «marrullería». Y un «marrullero» es un «marrullero».

Todo esto respecto al tifoso popular. Y respecto al tifoso burgués… Bueno, es otra historia. Reaparece el provincialismo. Los recién inmigrados son conmovedores en este sentido: su amor por la Roma arranca lágrimas. La aman desesperadamente y gritan poco: engullen dolores y degustan sus alegrías en silencio. Y no olvidan fácilmente.

En cambio, los romanos, especialmente los jóvenes, siempre tienen la palabra a punto para definir al instante la idea y, con esta, superarla. Lo que más sufrimiento o alegría le provoca al romano, cuando pierde o gana su equipo, es la idea misma de los discursos que hará en el bar o en la barbería. ¡Por supuesto! ¿Acaso el marrullero se va a quedar callado? Y si gana, ¿acaso puede evitar la ironía —magnánima— con los vencidos? Fijaos en el Mozzone7, por ejemplo, que ha visto mi artículo anunciado en L’Unità8 y me ha telefoneado inmediatamente desde Torpignattara9 para decirme: «Eh, Paolo, ¡ni se te ocurra decir algo malo de la Roma!». Luego lo vi con sus amigos, el Patata y Giancarlo, junto al obelisco de Mussolini: pasiones y alegría se daban por supuestas. Él lo definió y arregló todo rápidamente con dos frases, cuando ya veíamos la cúpula de San Pedro: «Escribe en el artículo —me dijo— que el muerto todavía apestaba cuando salimos del estadio. ¡Y apestará toda la semana!».

L’Unità, 28 de octubre de 1957