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Algo para contar…

Lecciones líricas acerca del ser humano y la vida

La niña que aprendió a soñar

El desenlace

¿Alguien dijo que el paraíso está lejano?

La nueva rica

La última y nostálgica letra del alfabeto

Batracios

Los pájaros prefieren volar en la tierra

Resplandeciente y oscuro destino de la savia

David y el muelle

Agonía y resurrección de una hoja de diario

El brusco desamparo

Comienza el éxodo

Las constelaciones y el alba

El náufrago

Los barrotes y la libertad

El viaje subterráneo

El ángel del arroyuelo

La ilusión del viejo

Vecindad del crepúsculo

Algo para contar…

Debo haber escrito alrededor de treinta historias, de las que se salvaron apenas doce, que son las que constan en el presente volumen. Hablo de la época en que mi fervor literario se repartía, por igual, entre el relato y la poesía.

Unas treinta historias… ¿Qué sucedió con el resto? No lo sé, realmente. Presumo –algunos indicios abonan en esa dirección–, que alguien tomó una de las carpetas de mi biblioteca sin molestarse en devolvérmela luego. Cuando me decidí a formular la pregunta clave, después de un viaje para cumplir compromisos con la televisión, tal persona ya no estaba al alcance de mi ánimo inquisidor. No existe otra explicación posible porque he sido de aquellos que llevan sus cosas en orden, minuciosamente, un parroquiano muy dado a los archivos y a la clasificación de documentos. Mi condición de periodista me impuso celo y disciplina en el manejo de los papeles.

Lamenté en su momento una pérdida que pudo desalentar, aunque sea transitoriamente, mi ejercicio de escritor. Ni siquiera intenté rehacer el trabajo. Se trataba –pensamiento sincero–, de una colección de relatos con una temática original, un ejercicio lingüístico apropiado y una cierta brisa recorriendo su entramado que se me antojaba mágica. Ahora publico el material existente, en la esperanza de que reivindique a la colección que se extravió con su acarreo imaginativo.

Una precisión, que constituye un ruego al providencial lector de este libro: que no se afane en “descubrir” supuestas influencias en los doce cuentos que se cobijan con el título de “Los pájaros prefieren volar en la tierra”. Soy hombre de variadas lecturas, que ha sabido procesar y depurar los valiosos aportes que cayeron en sus manos. No creo haber hecho méritos para ganarme un sitio en la lista de los que copian textos ajenos.

El tiempo y su devenir, es obvio, moldean el talante del creador, su carácter, perfeccionando también el instrumento de que se sirve para la realización de su obra. Me refiero a la lengua, al idioma y sus misteriosos dédalos. Esto explica el ropaje y la encarnadura de mis narraciones, que pueden mostrarse distintos a lo largo del manuscrito.

Me parece oportuno recomponer la siguiente memoria: tenía trece años cuando me atreví a borronear mi “primicia” editorial. Entonces asistía al primer curso del Colegio Nacional “Juan Pío Montúfar” de la ciudad de Quito. La ficción se llamaba “Taita José” y su redacción a hurtadillas fue el pretexto para que mi maestro de Literatura, el doctor Gustavo Alfredo Jácome, me expulsara de la clase porque sospechaba que no atendía a su esclarecedora prédica. Luego apoyó mi temprana afición por las letras. Pues…, “Taita José” ganó un concurso intercolegial de cuento. Posteriormente se publicó en “Letras del Ecuador”, revista de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, enriquecido por una ilustración del célebre dibujante Carlos Rodríguez.

En las páginas que se apresuran ahora mismo van las narraciones cortas, livianas, menos densas y las que contienen mayor sustantividad argumental. Pero ojo: todas las versiones cuentan con mi adhesión y mi confianza. No soy un padre que reniega de ninguno de sus hijos.

DOS

7 de junio de 2019

“Conoció la penosa búsqueda de la

palabra exacta, de una cadencia que

fuera armoniosa y a un tiempo no

demasiado regular”:

Louis Cazamian

al referirse a Robert Louis Stevenson,

autor de La Isla del Tesoro, y su

atento cuidado del arte de escribir.

“… Es el trabajo de enfrentar cada palabra. Ellas

tienen un sonido, un color determinado, una

música y hay que elegir la mejor”:

Evelio Rosero Diago, escritor colombiano.

“Hay que ser valiente para atreverse

a escribir cuentos”:

Alejandro Carrión

en el prólogo de Arcilla Indócil,

libro de Arturo Montesinos Malo.

“Un narrador no puede dejar de ser

un poeta porque la prosa debe

tener un ritmo, una música, una cadencia

igual a la de la poesía”:

Sergio Ramírez,

escritor nicaragüense,

Premio Cervantes 2017.

A Juan Luis Oquendo Hidalgo,

abogado y poeta, músico y soñador,

un socialista convencido que litigó

con excepcional talento, sin fijar honorarios,

a favor de los pobres y los desamparados.

Al padre que apenas pude entrever

en medio de sus cabalgatas de Quijote irredimible.

Mi madre se llamaba Matilde Edelina.

Fue una mujer inteligente y hermosa, desprendida,

emprendedora, angustiada porque no faltara

el pan de cada día, que con frecuencia

fue lo único que se llevaba a la

sencilla mesa hogareña.

Mi homenaje a su memoria que no me

desampara, después de una larga

caminata iluminada por su ejemplo.

Lecciones líricas acerca
del ser humano y la vida

En sus reflexiones sobre el cuento, Anton Chéjov planteó: «Cuando escribo, confío plenamente en que el lector añadirá por su cuenta los elementos subjetivos que le faltan al cuento». El cuento, así entendido, es una escritura que convierte al lector en su cómplice inmediato y, por tanto, sugiere sentidos que van más allá de lo anecdótico en cada frase, propone diversas lecturas a partir de los elementos que resalta y aquellos que oculta, y genera un cúmulo de emociones que estremecen al lector. El cuentista escoge un elemento que posea alta carga de sentido, que condense en sí una realidad más amplia, y que permita imaginar un universo mayor que el del propio relato. Así, nos enfrentamos a un libro de cuentos con el ánimo de completar sus múltiples sentidos con nuestra propia lectura.

Los pájaros prefieren volar en tierra, de Diego Oquendo, es un conjunto variopinto de cuentos, de espíritu inmerso en la narrativa tradicional, que hace gala de una imaginería sin ataduras, que evidencia un lirismo capaz de suavizar la dolorosa realidad de los sucesos narrados, y que está cargado de simbólicas enseñanzas acerca del ser humano y la vida.

Varios asuntos atraviesan este libro de escrituras que franquean varios años. La realización de los sueños de una niña que no podía soñar; la imaginación de un niño travieso que anuncia un desenlace fatal; el hombre mediocre que se enamora de una mujer imposible; los avatares del amor enfrentado a las ambiciones terrenas; la búsqueda de la mujer ideal en las diversas mujeres; la opción de la libertad natural frente a las apariencias sociales; el odio acumulado contra un árbol que se resuelve con la extinción de un bosque de eucaliptos; los milagros en medio de la naturaleza desbocada de un feroz huracán; el viaje de una hoja de papel periódico; el desvarío de un hombre viejo que anhela prolongar su existencia en la escritura de cartas para un hijo que nunca tuvo.

En “Agonía y resurrección de una hoja de diario”, el viaje que hace la hoja desde el momento en que fuera separada del resto periódico y arrojada como basura, contribuye a que un hombre, agobiado por la desesperanza, encuentre un trabajo salvador, y que la hoja, al borde de un albañal, rememore su utilidad: «Una sonrisa melancólica embelleció lo poco que quedaba a salvo de la voracidad de la cueva. Recordó… Y ya no le importó nada». La imaginación de su autor se diversifica y el tono de sus cuentos varía de acuerdo a la necesidad que le demanda cada historia.

Diego Oquendo es un poeta y su prosa no lo olvida. El lirismo inunda estas narraciones tanto en el desarrollo de elementos simbólicos como en la manera poética de suavizar el tremendismo de ciertas historias. “El ángel del arroyuelo” nos habla de un niño travieso que contempla la quebrada: «Él piensa, por ejemplo —está convencido de aquello—, que los pájaros que surgen de las entrañas de la cañada son los pliegos convertidos en criaturas
volantes. […] El niño anhela transformarse en un ave que después de escuchar la música del torrente, escapa al infinito con sus alas». En “El desenlace”, un anodino dependiente, contempla al objeto de su ilusión amorosa: «Con la claridad de la mañana la encontraría en el mismo lugar. Y durante la noche lo reconfortaría la certeza de su proximidad. La admiraría invariablemente en su alado perfil, en la majestuosidad del gesto, en ese liviano paso de quien parece caminar entre las nubes. Él, dueño de una placidez diferente y con una música maravillosa inaugurando sus oídos, adivinaría el secreto cambio…». Es la poesía lo que permite que en “David y el muelle”, un milagro doméstico consiga que un pequeño bote sobreviva a la violencia de un huracán devastador, gracias a lo cual «el caminante mantenía intacto su pedazo de sueño». La poesía al servicio de una narrativa lírica.