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Título original: Che tempesta! 50 emozioni raccontate ai ragazzi

Dirección editorial: Juan José Ortega

Traducción: Carmen Ternero Lorenzo

Edición: Umberto Galimberti

Textos: Anna Vivarelli

Ilustraciones: Alessandra De Cristofaro

© 2021, Ediciones del Laberinto, S. L., para la edición mundial en castellano

ISBN: 978-84-1330-880-7

THEMA: YXE / BISAC: JNF053050

EDICIONES DEL LABERINTO, S. L.

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El objetivo de este libro es que los chicos y chicas aprendan a conocer y manejar sus emociones, de forma que estas no les sobrepasen ni les arras-tren sin darse cuenta a situaciones en las que no se reconocen a mismos o, peor aún, en las que se reconocen, pero sin haber sido ellos los que hayan dirigido su camino y mucho menos hayan elegido el punto al que han llegado.

1. La utilidad de las emociones para la supervivencia del género humano

Si el género humano no se hubiera guiado por sus emociones cuando apareció en la Tierra, probablemente se habría extinguido. Al buscar comida para sobre-vivir, el hombre primitivo también tenía que preocuparse por no convertirse en alimento para otros. ¿Y cómo lo habría conseguido si al buscar comida, además del deseo de encontrar una presa, no hubiera sentido también el miedo que lo ponía en guardia ante el peligro de convertirse en la presa de otros animales?

En un mundo inhóspito y lleno de peligros, nuestros antepasados, que no disponían aún de la razón, ¿cómo habrían podido cazar la presa que de-seaban o defenderse de los peligros que pudieran presentarse sin que una emoción (de deseo o miedo) fuera capaz de activar inmediatamente y sin reflexionar una acción adecuada para la situación que se había creado? En

¿Por qué un libro sobre las emociones para jóvenes?

de Umberto Galimberti

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este sentido podemos decir que las emociones resultaron indispensables para garantizar la supervivencia del género humano y evitar su extinción.

Puesto que la ontogénesis (evolución de cada individuo desde su nacimien-to) recapitula la filogénesis (evolución de la especie), podemos constatar que el niño, que aún no posee el uso de la razón, como nuestros antepasa-dos, se orienta en el mundo sobre la base emocional y, al no poder defen-derse solo, grita ante una incomodidad o peligro y se calma cuando tiene cubiertas sus necesidades primarias.

Lejos de extinguirse, las emociones se potencian con la aparición de la razón. Y en la misma medida en que las sociedades se estructuran sobre una racio-nalidad que tiende a contenerlas, las emociones amenazan con explotar en formas destructivas que podrían evitarse si se les concediera un adecuado es-pacio expresivo. Esto nos permite afirmar que, si las emociones garantizaron la supervivencia del hombre primitivo, la misma supervivencia le garantizan —no sabemos hasta cuándo— al hombre de nuestro tiempo, quien se halla sometido cada vez más a la racionalidad de la técnica, que a su vez pretende convertirlo en algo parecido a un robot, que, precisamente por carecer de emociones, es capaz de alcanzar mejor que el hombre la eficacia y la produc-tividad, que son los ideales de la racionalidad técnica.

2. Las emociones en la adolescencia

Con la aparición de la razón, las emociones no solo no se debilitan, sino que a menudo entran en conflicto entre ellas, y este conflicto alcanza su cumbre en la adolescencia, cuando las emociones son mucho más fuertes que en la infancia. Los adolescentes han dejado de ser niños sin llegar a ser adultos, por lo que sus emociones y sentimientos siguen siendo pre-ponderantes respecto al orden racional a la hora de guiar, en el bien y el mal, su existencia, en una etapa en la que los instrumentos que la razón tiene a su disposición continúan siendo demasiado débiles para poder controlar la fuerza de las emociones y vencer los conflictos que a menudo se presentan entre las propias emociones. Prueba de ello es que los lóbu-los frontales, que presiden las funciones superiores, alcanzan la madurez de su desarrollo alrededor de los veinte años. Por eso, para los adolescen-

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tes, que acaban de dejar la infancia atrás, resulta útil reconocer el origen de sus emociones para saber en cuáles confiar y en cuáles no, de forma que no incurran en excesivas inquietudes o derrotas a lo largo del creci-miento, cuando la incertidumbre, el ansia por el futuro, la irrupción de las instancias pulsionales y la necesidad de certezas y espacios de libertad se dan cita para celebrar, en un mismo momento, todas las posibles expresio-nes en las que puede modularse la vida.

Por este motivo, muchas veces nos sentimos ansiosos y asustados ante la in-quietud emocional de los adolescentes, y a veces nuestra mirada es distante. Nuestras convicciones, maduradas en una época muy distinta a la actual, se han reformulado siguiendo unos principios; ya no son acciones marca-das por la actividad, como suele ocurrir en la adolescencia, sino acciones guiadas por la costumbre, proyectos que ya, en lugar de seguir sueños, lo que buscan es construir, ladrillo a ladrillo, ese algo que nos compensa por la falta de felicidad y que llamamos seguridad.

Se trata de una seguridad caracterizada por una incapacidad, ya total, de comprender, porque intervenimos sin saber escuchar. Nuestra experiencia estratificada ha provocado que no estemos dispuestos a escuchar de verdad y, cuando escuchamos, lo hacemos con tanto recelo que nuestra presencia deja de ser auténtica y nuestras palabras indiscutibles se vuelven ambiguas.

No obstante, sabemos que el «cuidado» no está en las palabras repeti-tivas y cansadas de los adultos, que tan mal se adaptan a la experiencia incierta de la adolescencia agitada por las emociones. Pero, como la adolescencia no es solo un periodo, sino un modo recurrente de nuestra psique que vuelve a presentarse cíclicamente a lo largo de la vida, ¿por qué no dejarse modelar por la tumultuosa transformación juvenil? ¿Existe en el adulto la disponibilidad a desenterrar esta experiencia olvidada? Porque quizá es precisamente en esta disponibilidad donde se esconde la clave de la comunicación y la posibilidad de la educación, entendida como margen que sigue el camino borrascoso del río de las emociones, y no como un dique que contiene lo que no puede sino desbordarse.

Como escriben Anna Frabbrini y Alberto Melucci en L’età dell’oro. Adoles-centi tra sogno ed esperienza (La edad de oro: adolescentes entre sueño y experiencia), no existen los adolescentes, sino «los adolescentes-en-rela-

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ción-con-los-adultos», donde relación no significa oposición, sino un inten-to ininterrumpido de entender lo que en el adolescente invoca nuestra dis-ponibilidad a la transformación. Esta disponibilidad se mantiene alejada, no solo de la rigidez, sino también de la seducción y la presunción de haberlo entendido todo ya por el mero hecho de haber vivido más tiempo.

Si no se da ese «cuidado» —entendido como la disponibilidad del adulto a transformarse en presencia de la tumultuosa emotividad de la adolescen-cia—, el río en el que discurre la juventud también conoce su deriva y anegamiento; los rostros desaparecen tras las máscaras; el camino se hace desviación; el gesto, crueldad; el sueño, pesadilla, y la comunicación, im-posible. Lo único que adquiere profundidad es la herida cuyos márgenes ya no se cierran, porque, en el encuentro entre el adulto y el adolescente, en su momento no se quiso experimentar en qué se convierte una mano cuando el puño se abre.

3. Sede y naturaleza de las emociones

La emoción es una reacción afectiva intensa, de aparición aguda y breve du-ración, determinada por un estímulo ambiental, como puede ser un peligro, o mental, como puede ser un recuerdo. Antes de que intervenga una media-ción racional, la emoción nos permite movernos en el mundo buscando el placer y evitando el disgusto.

Como hemos visto, las emociones guiaron el comportamiento de nuestros antepasados antes de que surgiera el neocórtex, del que depende nuestra racionalidad. La sede de las emociones es lo que llamamos «cerebro anti-guo», que tenemos en común con los animales superiores. Esta estructura vigila las funciones vegetativas fundamentales, como la respiración, el metabolismo de los órganos y, en general, los centros reguladores del correcto funcionamiento del organismo. Esto explica por qué, ante una emoción fuerte, tenemos reacciones fisiológicas, que afectan a la circula-ción sanguínea, la respiración, la sudoración, el tono muscular, la vista y el oído; reacciones viscerales, que se manifiestan con la pérdida temporal del control neurovegetativo; reacciones expresivas, relacionadas con la mímica facial, las actitudes corporales y las formas habituales de comu-

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nicación, y reacciones psicológicas, que se manifiestan con la reducción del autocontrol y la disminución de la capacidad crítica.

Aunque no dependan del neocórtex, donde reside la racionalidad, esto no significa que las emociones sean irracionales. De hecho, las emociones tienen capacidad adaptativa, que se manifiesta en la rapidez para encontrar soluciones inmediatas en situaciones en las que no hay tiempo para la reflexión, como cuando un peligro se pre-senta repentinamente; poseen también una intencionalidad, porque las emociones no surgen por casualidad, sino siempre referidas a una persona o un ambiente, para valorar si es favorable o desfavorable y poder actuar en consecuencia, y promueven una acción organizada, para evitar situa-ciones desagradables para la propia persona o para los demás, como en el caso de la cólera. Del mismo modo, pueden inducir a esconderse, como ocurre con la vergüenza, o a reparar, como en el caso de la culpa; tienen una motivación, como el miedo, para defenderse de un acontecimiento amenazador, o la alegría, que busca la repetición de un evento gratifica-dor; tienen una finalidad, por ejemplo, cuando una persona llora ante una tarea demasiado difícil que no se siente capaz de realizar, la finalidad es ocultar la incapacidad de estar a la altura de la situación; tienen un sig-nificado, en el sentido de que, aunque involucren las mismas estructuras anatómico-fisiológicas cuando se manifiestan, como en el caso de la risa y el llanto, esto no quiere decir que las emociones que promueven los dos comportamientos tengan el mismo significado.

4. La empatía

Las emociones no conciernen solo a la vida de la persona, sino que tienen una repercusión social. Estas relaciones se hallan reguladas por la sintonía empática, que se crea (cuando se crea) entre madre e hijo, y que en la edad adulta se manifiesta en competencias sociales que hacen que esa persona sea capaz de tratar con los demás poniendo en práctica interacciones que favorezcan las relaciones interpersonales.

Esto vale, por ejemplo, en una pareja, entre marido y mujer; en la escuela, entre profesor y estudiantes, y en el ámbito laboral, entre los compañeros y

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entre estos y sus respectivos jefes. La interacción social de la empatía crea un clima favorable y reduce los contrastes que surgen por incomprensión. La capacidad empática ha de coordinarse con el autocontrol, evitando, por un lado, un exceso de empatía con manifestaciones descontroladas y, por otro, un exceso de autocontrol que no permita percibir la propia disponibilidad emocional.

Por todo ello se entiende que la empatía es la capacidad de identificarse con otra persona hasta comprender sus pensamientos y estados de ánimo. Como hemos visto, la empatía nace de modo natural durante la infancia gracias a la sintonía de la madre con el niño. Pero si los padres no mues-tran ninguna empatía con las emociones de alegría, llanto o necesidad de que lo acaricien, el niño tratará de evitarlas, manifestarlas y, más adelante, sentirlas, cuando la expresión de sus sentimientos siga sin recibir ningu-na respuesta o se le diga abiertamente que no debe exteriorizarlos. Las consecuencias en la edad adulta pueden ser de dos tipos: una excesiva sensibilidad negativa, acompañada de una vigilancia obsesiva de indicios que apunten a una amenaza, o una ausencia completa de empatía, con la consiguiente incapacidad de entrar en sintonía con los demás, lo que predispone a estas personas a potenciales acciones criminales sin senti-miento de culpa, puesto que son incapaces de percibir lo que sus acciones pueden provocar a los demás.

5. La resonancia emocional

Llamamos resonancia emocional a la emoción, percibida por la psique, que acompaña a nuestras acciones; mediante la resonancia emocional con-sideramos que nuestras acciones son buenas o malas, convenientes o incon-venientes. A esto probablemente se refería Kant cuando decía que «podría-mos no definir el bien y el mal, porque cada uno los siente de modo natural por mismo». Quien no posee una adecuada resonancia emocional no percibe la diferencia entre cortejar a una chica o violarla, entre pasar por delante de una persona sin hogar con indiferencia o prenderle fuego mien-tras duerme en un banco, y todo ello sin remordimiento ni sentimiento de culpa. Se dice que estas personas tienen una personalidad psicopática, en el

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sentido de que su psique es apática, porque no perciben la gravedad de sus acciones, o un trastorno sociopático de la personalidad, porque no perciben emotivamente la diferencia entre el bien y el mal, y, por su consiguiente conducta, constituyen un peligro para la sociedad.

Para que nazca una resonancia emocional se necesita un cuidado de la psique que comienza cuando el neonato se alimenta del seno materno y, junto con la leche, percibe la aceptación, la indiferencia o el rechazo. Más adelante, se estructura en la primera infancia, cuando los padres, además de una educación física e intelectual, le ofrecen una educación psicológica, que es la educación de las emociones y los sentimientos, en cuya ausencia el niño se organiza por mismo con instrumentos que no posee; y en el co-legio, que, además de dedicarse a la inteligencia mental, debería cuidar la inteligencia emocional —porque la emoción es esencialmente relación—, que favorece las capacidades interpersonales de cuya calidad depende nuestro modo, adecuado o inadecuado, de vivir en sociedad.

En el desierto de la comunicación emocional —que de pequeños no nos llegó, de adolescentes no encontramos y de adultos nos enseñaron a con-trolar—, aparece la acción, sobre todo la violenta, que ocupa el lugar de todas las palabras que no hemos intercambiado ni con los demás, por una desconfianza instintiva, ni con nosotros mismos, por afasia emocional.

6. Las emociones y la racionalidad de la técnica

En nuestra época, las emociones siguen dos caminos distintos, ambos muy peligrosos. Los determina la técnica, que, como consecuencia de su de-sarrollo, ya no puede considerarse un instrumento en manos del hombre, puesto que se ha convertido en su ambiente, un ambiente gobernado por una racionalidad muy rigurosa que consiste en alcanzar el máximo de cada objetivo empleando los mínimos medios posibles.

1) El primer peligro lo constituye el no poder sustraernos a la racionalidad de la técnica, ya convertida en nuestro ambiente, y por eso en las relaciones de trabajo, sociales y públicas se exige la suspensión, cuando no la elimi-nación, de la relación emocional. A esta exigencia nos atenemos todos a fin de evitar las dinámicas que podrían desencadenar la rabia, el resentimiento, la culpabilidad y la vergüenza. Desde el momento en que estas emociones

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y otras similares obstaculizan la rigurosidad de los procedimientos técnicos y ponen en riesgo la funcionalidad, la eficacia y la productividad, que son los valores de la técnica, no atenerse a dicha exigencia podría comportar nuestra exclusión del mundo del trabajo, a la que sigue la exclusión de la sociedad.

Pero el hombre, además de la racionalidad, posee una dimensión irracio-nal, pues irracionales son el dolor, el amor, la imaginación, la creación, la fantasía y los sueños, y al tener que someterse a la racionalidad que impone la técnica, el hombre tendrá que acallar todas estas dimensiones que obs-taculizan la racionalidad, por más que estas dimensiones sean las que nos hacen humanos.

2) El segundo peligro consiste en asumir, como reacción a la racionalidad de la técnica, una conducta vital que se atiene exclusivamente a lo que «yo siento». ¿Qué podemos objetar al que dice: «El amor no existe porque, por mi experiencia, siento que esta es la única conclusión» o «Después de tantos lutos, siento que la vida no tiene ningún sentido»? Son frases que de-jan poco espacio a la discusión, porque un sentimiento anunciado de este modo, basado únicamente en la experiencia personal, exige un inmediato reconocimiento y, al no ser discutible, por un lado, provoca la exaltación de una libertad ilimitada, y, por el otro, priva al individuo del apoyo de los indispensables vínculos sociales de los que la vida emocional tiene absoluta necesidad para poder expresarse.

Cuando la decisión depende únicamente de la emoción del momento, ex-presada como un «yo lo siento así», cambia también el concepto de libertad, que se reduce a la revocabilidad de todas las decisiones. «Me voy a casar, pero si un día lo siento de otro modo, también puedo divorciarme», «Quiero quedarme embarazada, pero si me arrepintiera, también puedo abortar».

En un escenario como este, en el que todo es revocable porque ninguna decisión parece descartar otra, y las identidades pueden ponerse y quitarse como si fuera una chaqueta, ya no hay ninguna identidad que exprese el sentido y la historia de una vida, porque sentido e historia solo son posi-bles allá donde se inicia una cadena de eventos que pueda ser irrevocable y donde no se pierda la referencia a un mundo común, que hace de mar-gen para nuestra libertad, ya que su ejercicio tiene inevitables consecuen-cias para los demás.

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7. Hacer públicas las emociones

Otra característica muy común de nuestro tiempo es la de quienes tienen la impresión de que para estar hace falta aparecer. Y los que no tienen nada que enseñar, ni un objeto, una habilidad, una idea o un mensaje, con tal de aparecer y salir del anonimato, hacen pública su intimidad, que es donde se protegen las emociones y los sentimientos.

Para ello se utilizan los medios de comunicación, como la televisión, los periódicos o Internet, en los que se publican confesiones íntimas, emocio-nes en directo, historias de amor y angustias de vidas privadas, instando al individuo a entregar su intimidad en virtud de una desvergüenza que se aclama como expresión de sinceridad, porque, en el fondo: «No hay nada que esconder, nada de lo que avergonzarse».

Sin embargo, una vez expuestos, dejamos de ser nosotros mismos, y nuestras emociones ya no se miden en función de las vivencias de nues-tras almas, sino del éxito o el fracaso de nuestra imagen pública. De-jamos de reconocer el pudor como un sentimiento que, además de nuestra intimidad, también defiende nuestra libertad de abrirnos o no ante la mirada del otro, porque, en la exposición total de nosotros mismos, el pudor, la moderación y la discreción se consideran sinónimos de timidez, introversión, retraimiento e inhibición. De este modo, per-demos las vivencias emocionales que suelen formar parte del secreto de nuestra interioridad, donde domina el recogimiento y a veces el silencio, quizá incluso la soledad, de la que salimos con palabras de amistad, pa-labras de amor, palabras humanas en las que nos reconocemos y por las que se nos reconoce.

Estos caminos secretos del alma, en los que cada uno debería recono-cer las raíces profundas de mismo, una vez que han entrado sin pu-dor en el circuito de lo público, dejan de ser «míos» para pasar a ha-cerse de «propiedad común», proyectados en esa pantalla en la que cada uno aprende a amar, odiar, llorar y consolar. Si en otro tiempo te-míamos la homologación de la sociedad como efecto del «pensamien-to único», hoy hemos llegado a la homologación de las emociones

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y los sentimientos por hacerlos públicos, lo que lleva al conformismo, tan útil para el poder una vez que no solo ha condicionado nuestra for-ma de pensar, sino también, y con resultados más eficaces, nuestra forma de sentir.

8. Las emociones en el móvil

Comparado con otros medios, Internet es un multiplicador de la publicidad de nuestra intimidad, donde cada uno oye lo que tranquilamente podría decir de mismo y expresa como una opinión propia lo que todos han oído, con lo que se produce un monólogo colectivo en el que cada uno encuentra, en su intimidad, lo mismo que ve en la pantalla, participando en todas las modulaciones de la vida íntima de cualquiera con la facilidad y la velocidad de la presión digital.

Llegados a este punto, ¿qué ocurre con nuestras emociones y sentimientos, que hoy pasan en su mayor parte a través de Internet, el correo electrónico, el móvil y demás medios similares, que se han convertido en los grandes mediadores de la relación que tenemos con la realidad, con nosotros mis-mos y con los demás? ¿Qué aspectos revelan de nuestra personalidad y nuestras neurosis y, sobre todo, qué regresión provocan en nuestra psique?

Digo esto porque de niños comenzamos a dominar el mundo en compañía de un osito de peluche del que no podíamos separarnos de ningún modo. Hoy no somos capaces de ir a ningún lado sin separarnos del móvil o el portátil, que son el equivalente de aquel osito infantil. Creíamos que la tec-nología nos haría progresar y, en cambio, nos infantiliza, como demostró Luciano di Gregorio en Psicologia del cellulare (Psicología del móvil).

La compulsión con la que telefoneamos, mandamos mensajes o escribimos correos para calmar el ansia que nos provoca la distancia física o sentimen-tal de una persona nos vuelve a poner en la situación de los niños que no pueden soportar la ausencia de la madre. Así como los niños compensan esta distancia con sus vivencias mágicas de omnipotencia, nosotros vivi-mos, de un modo parecido, una ilusión de omnipotencia cuando tenemos la impresión de poder controlar hechos y personas con las nuevas tecnologías.

El control que creemos que podemos ejercer suele alimentar la paranoia, lo

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que nos obliga a revisar continuamente los móviles de las personas cercanas hasta convertirnos en investigadores privados en busca de mensajes, por no hablar de la búsqueda de los lugares en los que puedan estar y los datos sobre el tiempo que han permanecido en determinado lugar.

Resulta evidente que la ilusión de libertad que prometen los móviles se traduce en realidad en una pérdida de libertad, y para defendernos recurri-mos a toda una serie de mentiras y justificaciones (no había cobertura, se me había agotado la batería, estaba en un túnel) cuando no queremos estar conectados, pero no podemos evitar la vigilancia continua que sufrimos por parte de quienes viven la ilusión de poder controlar la realidad a distancia con la mera activación de un teclado o un auricular.

Las nuevas tecnologías también ponen de manifiesto lo generalizada que está la angustia del anonimato, que lleva a muchas personas a exponer por vía telemática sus emociones, sentimientos, necesidades y deseos más pro-fundos. Se trata de una angustia que, en las personas más vulgares, se expre-sa con llamadas en público, en voz alta, para dar a conocer su alta posición profesional o la calidad, a menudo grotesca, de su vida sentimental, sin avergonzarse, por puro placer narcisista.

Si el móvil se convierte en lo que nos mantiene en el mundo, además del mundo que nos rodea también perdemos el mundo interior y ya no sabe-mos qué es el silencio, que es lo que nos permite entrar en comunicación con nosotros mismos; ni qué es la espera, con la carga de emociones que comporta y esa parte de lo inesperado que nos sorprende; ni qué es el amor, que en su profundidad solo puede conocerse cuando el mundo exterior se pone entre paréntesis y, sobre todo, no soporta la intromisión de un móvil encendido; ni qué es la vida, la vida de verdad, que por sus características de precariedad e incertidumbre escapa a todo control del que cree que pue-de someterla cuando la transfiere a la red.

9. Las emociones en Internet

Cuando el mundo real pierde su consistencia, porque solo se acude al mun-do virtual, es evidente que, si se apagan el ordenador o el móvil, se siente un vacío terrible, por lo que hay que llevar siempre estos «medios de co-

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