Cubierta

A CARADOC KING

¿De qué me sirve haber luchado en Éfeso como un hombre contra las fieras, si los muertos no resucitan? Comamos y bebamos, pues mañana moriremos.

Corintios 15, 32

CONTENIDO

  1. PRIMERA PARTE. Berlín, 1934
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  2. SEGUNDA PARTE. La Habana, febrero de 1954
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  3. Otros títulos

PHILIP KERR BERNIE GUNTHER

1. March Violets (Violetas de Marzo, RBA)

Berlín, 1936. En pleno auge del poder de Hitler, Bernie Gunther es un detective privado que ha dejado atrás su pasado en el cuerpo de policía. Un empresario le encarga la búsqueda de un collar de diamantes que está manchado de sangre. La investigación pronto se desvela como algo más que un simple robo. Hay redes muy poderosas que extienden sus tentáculos por todas partes.

2. The Pale Criminal (Pálido criminal, RBA)

Un asesino en serie anda suelto por las calles de Berlín. Es 1938 y Reinhard Heydrich obliga al detective privado Bernie Gunther a colaborar con la policía para atrapar al peligroso criminal. Desgraciadamente, son tiempos oscuros durante el apogeo del nazismo y la caza va a superar todas las expectativas de maldad que se pudieran esperar.

3. A German Requiem (Réquiem alemán, RBA)

Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, el corazón de Europa se convierte en un escenario clave en el que se va a desarrollar la guerra fría. Bernie Gunther acepta un caso que le va a sumergir en un mundo que se mueve entre las atrocidades cometidas en la guerra y las luchas por el poder de los servicios de inteligencia de las nuevas potencias mundiales.

4. The One From the Other (Unos por otros, RBA)

Alemania en 1949 se ha convertido en un caos. Bernie Gunther ha dejado atrás el peligroso Berlín y poco a poco intenta asentarse como detective privado en Múnich. Ha recibido el encargo de una mujer de seguir el rastro de su marido. Un trabajo aparentemente sencillo que se complica porque el hombre buscado es un escurridizo criminal de guerra.

5. A Quiet Flame (Una llama misteriosa, RBA)

Tras haber sido acusado falsamente de ser criminal de guerra, Bernie Gunther tiene la posibilidad de escapar a Buenos Aires. Allí se ha cometido el brutal asesinato de una chica. La policía tiene pocas pistas y recurren al detective berlinés para resolver el caso. Puede que alguno de los alemanes emigrados a Argentina tras la guerra esté detrás de ello.

6. If The Dead Rise Not (Si los muertos no resucitan, Premio RBA de Novela Negra 2009)

En 1934 ya se notan los cambios que se han producido tras el ascenso de los nazis al poder. Por entonces Bernie Gunther es detective del famoso hotel Adlon, en Berlín. Mientras trabaja allí se asocia con una periodista norteamericana para investigar la profunda corrupción que avanza imparable hasta las altas esferas del gobierno alemán.

7. Field Grey (Gris de campaña, RBA)

Harto de espiar a un mafioso en la isla de Cuba, Bernie Gunther decide huir de la isla y poner rumbo hacia Florida. Pero la fuga sale mal y es detenido. Es 1954 y el destino no parece estar de parte del investigador. En una prisión alemana, le van a hacer una propuesta que no va a poder rechazar: colaborar para atrapar a un poderoso comunista. Si renuncia o fracasa le puede costar la vida.

8. Prague Fatale (Praga mortal, RBA)

A mediados de la Segunda Guerra Mundial, Bernie Gunther recibe la orden de dejar todo lo que está haciendo en su trabajo y dirigirse a Checoslovaquia. Su destino final es la casa de campo que el mando nazi Reinhard Heydrich tiene en Praga. Allí Gunther tiene que pasar un fin de semana que, por culpa de un asesinato, se va a convertir en un peligroso desafío.

9. A Man without Breath (Un hombre sin aliento, RBA)

Tras la derrota en Stalingrado, en 1943 la moral alemana es baja. Los altos mandos alemanes saben que hay que recuperar la confianza como sea. Una oportunidad aparece cuando se oyen rumores de que el ejército soviético cometió atrocidades contra el ejército polaco en el bosque de Katyn. Y Bernie Gunther es enviado allí para reunir las pruebas que demuestren la maldad del enemigo.

PHILIP KERR SCOTT MANSON

1. January Window (Mercado de invierno, RBA)

Scott Manson es el segundo entrenador de un equipo de élite de la liga inglesa. No solo entrena, sino que también evita y resuelve problemas. Ahora se va a enfrentar a uno de los retos más importantes de su carrera profesional: han asesinado al técnico estrella del equipo y hay que encontrar al culpable cuanto antes. Y como máximo responsable del equipo, Scott deberá hacer lo mejor para el equipo.

PRIMERA PARTE Berlín, 1934

1

Era un sonido de los que se confunden con otra cosa cuando se oyen a lo lejos: una sucia gabarra de vapor que avanza humeando por el río Spree; una locomotora que maniobra lentamente bajo el gran tejado de cristal de la estación de Anhalter; el aliento abrasador e impaciente de un dragón enorme, como si un dinosaurio de piedra del zoológico de Berlín hubiese cobrado vida y avanzara pesadamente por Wilhelmstrasse. A duras penas se reconocía que era música hasta que uno advertía que se trataba de una banda militar de metales, aunque sonaba demasiado mecánica para ser humana. De pronto inundó el aire un estrépito de platillos con tintineo de carillones y por último lo vi: un destacamento de soldados que desfilaba como con el propósito de dar trabajo a los peones camineros. Solo de verlos me dolían los pies. Venían por la calle marcando el paso como autómatas, con la carabina Mauser colgada a la izquierda, balanceando el musculoso brazo derecho desde la altura del codo hasta el águila de la hebilla del cinturón con la precisión de un péndulo, la cabeza alta, encasquetada en el casco gris de acero, y el pensamiento —suponiendo que pensasen— puesto en disparates sobre un pueblo, un guía, un imperio: ¡en Alemania!

Los transeúntes se detuvieron a mirar y a saludar el mar de banderas y enseñas nazis que llevaban los soldados: un almacén entero de paños rojos, negros y blancos para cortinas. Otros llegaban a la carrera dispuestos a hacer lo mismo, pletóricos de entusiasmo patriótico. Aupaban a los niños a hombros para que no perdieran detalle o los colaban entre las piernas de los policías. El único que no parecía entusiasmado era el hombre que estaba a mi lado.

—¡Fíjese! —dijo—. Ese idiota chiflado de Hitler pretende que volvamos a declarar la guerra a Inglaterra y Francia. ¡Como si en la última no hubiésemos perdido suficientes hombres! Me pone enfermo tanto desfile. Puede que Dios inventase al demonio, pero el Guía se lo debemos a Austria.

La cara del hombre que así hablaba era como la del Golem de Praga y su cuerpo, como barril de cerveza. Llevaba un abrigo corto de cuero y una gorra con visera calada hasta la frente. Tenía orejas de elefante indio, un bigote como una escobilla de váter y una papada con más capas que una cebolla. Ya antes de que el inoportuno comentarista arrojase a la banda la colilla de su cigarrillo y acertase a dar al bombo, se abrió un claro a su alrededor como si fuese un apestado. Nadie quería estar cerca de él cuando apareciese la Gestapo con sus particulares métodos de curación.

Di media vuelta y me alejé a paso vivo por Hedemann Strasse. Hacía un día cálido, casi demasiado para finales de septiembre, y la palabra «verano» me hizo pensar en un bien preciado que pronto caería en el olvido. Igual que libertad y justicia. El lema que estaba en boca de todos era «Arriba Alemania», solo que a mí me parecía que marchábamos como autómatas sonámbulos hacia un desastre horrendo, pero todavía por desvelar. Lo cual no significaba que fuese yo a cometer la imprudencia de manifestarlo públicamente y, menos aún, delante de desconocidos. Tenía mis principios, desde luego, pero como quien tiene dientes.

—¡Oiga! —dijo una voz a mi espalda—. Deténgase un momento. Quiero hablar con usted.

Seguí andando, pero el dueño de la voz no me alcanzó hasta Saarland Strasse (la antigua Königgrätzer Strasse, hasta que los nazis creyeron oportuno recordarnos a todos el Tratado de Versalles y la injusticia de la Sociedad de Naciones).

—¿No me ha oído? —dijo.

Me agarró por el hombro, me empujó contra una columna publicitaria y me enseñó una placa de bronce sin soltarla de la mano. Así no se podía saber si era de la brigada criminal municipal o de la estatal, pero, que yo supiera, en la nueva policía prusiana de Hermann Goering, solo los rangos inferiores llevaban encima la chapa cervecera de bronce. No había nadie más en la acera y la columna nos ocultaba a la vista de cualquiera que pasase por la calzada. También es cierto que no tenía muchos anuncios pegados, porque últimamente la única publicidad son los carteles que prohíben a los judíos pisar el césped.

—No, no —dije.

—Es por el hombre que acaba de traicionar al Guía de palabra. Estaba usted a su lado, ha tenido que oír lo que decía.

—No recuerdo haber oído nada en contra del Guía —dije—. Yo estaba escuchando a la banda.

—Entonces, ¿por qué se ha marchado de repente?

—Me he acordado de que tenía una cita.

El poli se ruborizó ligeramente. Su cara no era agradable. Tenía los ojos turbios, velados, una rígida mueca de burla en la boca y la mandíbula bastante prominente: una cara que nada debía temer de la muerte, porque ya parecía una calavera. De haber tenido Goebbels un hermano más alto y más fanático, podría haber sido él.

—No lo creo —dijo el poli. Chasqueó los dedos con impaciencia y añadió—: Identifíquese, por favor.

El «por favor» estuvo bien, pero ni así quise enseñarle mi documento. En la sección octava de la segunda página se especificaba mi profesión por carrera y por ejercicio y, puesto que ya no ejercía de policía, sino que trabajaba en un hotel, habría sido lo mismo que declararme no nazi. Y lo que es peor: cuando uno se ve obligado a abandonar el cuerpo de investigación de Berlín por fidelidad a la antigua República de Weimar, puede convertirse, por lo que hace a comentarios traidores sobre el Guía, en el sordo perfecto. Suponiendo que ser traidor consistiera en eso. De todos modos, sabía que me arrestaría solo por fastidiarme la mañana, lo cual significaría con toda probabilidad dos semanas en un campo de concentración.

Chasqueó los dedos otra vez y miró a lo lejos casi con aburrimiento.

—Vamos, vamos, que no tengo todo el día.

Por un momento me limité a morderme el labio, irritado por el avasallamiento reiterado, no solo de ese poli con cara de cadáver, sino de todo el Estado nazi. Mi adhesión a la antigua República de Weimar me había costado el puesto de investigador jefe de la Kripo —un trabajo que me encantaba— y me había quedado tirado como un paria. Es cierto que la República tenía muchos fallos, pero al menos era democrática y, desde su caída, Berlín, mi ciudad natal, estaba irreconocible. Antes era la más liberal del mundo, pero ahora parecía una plaza de armas del ejército. Las dictaduras siempre se nos antojan buenas, hasta que alguien se pone a dictar.

—¿Está sordo? ¡Enséñeme la identificación de una maldita vez!

El poli chasqueó los dedos nuevamente.

La irritación se me volvió ira. Metí la mano izquierda en el interior de la chaqueta al tiempo que me giraba lo justo para disimular el puño que preparaba con la derecha y, cuando se lo hundí en las tripas, lo hice con todo el cuerpo.

Me excedí. Me excedí muchísimo. El puñetazo le sacó del cuerpo todo el aire que tenía y más. Un golpe así deja tieso a cualquiera durante un buen rato. Aguanté el peso muerto del poli un momento y, a continuación, entré por la puerta giratoria del hotel Deutsches Kaiser abrazándolo con toda naturalidad. La ira se me estaba convirtiendo en algo semejante al pánico.

—Creo que a este hombre le ha dado un ataque de algo —dije al ceñudo portero, y solté el cuerpo inerte en un sillón de piel—. ¿Dónde están los teléfonos de la casa? Voy a llamar a una ambulancia.

El portero señaló hacia la vuelta de la esquina del mostrador de recepción.

Aflojé la corbata al poli solo por disimular e hice como si me dirigiese a los teléfonos, pero, nada más volver la esquina, me colé por una puerta de servicio, bajé por unas escaleras y salí del hotel por las cocinas. Me encontré en un callejón que daba a Saarland Strasse y me dirigí rápidamente a la estación de Anhalter. Se me pasó por la cabeza subirme a un tren, pero entonces vi el túnel que conectaba la estación con el Excelsior, el mejor hotel de Berlín, después del primero. A nadie se le ocurriría buscarme allí. No tan cerca del lugar más evidente por el que escabullirse. Por otra parte, el bar del Excelsior era en verdad excelso. No hay cosa que dé más sed que tumbar a un policía.

2

Fui derecho al bar, pedí un schnapps largo y lo apuré como si estuviésemos a mediados de enero.

Había muchos policías por allí, pero solo reconocí a Rolf Kuhnast, el detective del hotel. Antes de la purga de 1933, Kuhnast estaba en Potsdam, en la policía política, y habría sido un buen candidato para ingresar en la Gestapo, salvo por dos detalles: primero, que había sido él quien, en abril de 1932 y cumpliendo órdenes de Hindenburg de prevenir un posible golpe nazi, había dirigido el destacamento que debía arrestar al conde Helldorf, jefe de las SA. Y segundo, que ahora el nuevo director de la policía de Potsdam era Helldorf.

—Hola —dije.

—¡Bernie Gunther! ¿Qué trae al Excelsior al detective fijo del hotel Adlon? —preguntó.

—Siempre se me olvida que esto es un hotel. He venido a sacar un billete de tren.

—Qué gracioso eres, Bernie. Siempre lo has sido.

—Yo también me reiría si no hubiese tanta policía por aquí. ¿Pasa algo? Sé que el Excelsior es el abrevadero predilecto de la Gestapo, pero, por lo general, son más discretos. Hay algunos tipos por aquí que, a juzgar por la frente que lucen, parece que acaben de llegar del valle de Neander arrastrando los nudillos por el suelo.

—Nos ha tocado un VIP —se explicó Kuhnast—. Un miembro del Comité Olímpico de Estados Unidos se aloja en el hotel.

—Creía que el hotel olímpico oficial era el Kaiserhof.

—Lo es, pero ha habido un cambio de última hora y no han podido darle habitación allí.

—En ese caso, supongo que también el Adlon estará completo.

—Venga, tócame las narices tú también —dijo Kuhnast—, no te prives. Esos zoquetes de la Gestapo llevan todo el día haciéndolo, conque solo me faltaba que ahora viniese un graciosillo del Adlon a ponerme firmes.

—No he venido a tocarte las narices, Rolf. En serio. Oye, ¿por qué no me dejas que te invite a un trago?

—Me sorprende que te lo puedas permitir, Bernie.

—No me importa que me lo den gratis. Si el gorila de la casa no tiene por dónde agarrar al barman, es que no hace bien su trabajo. Déjate caer por el Adlon algún día para que veas qué gran filántropo es nuestro barman cuando lo han pillado con las manos en la caja.

—¿Otto? No te creo.

—No hace falta, Rolf, pero Frau Adlon me creerá y no es tan comprensiva como yo. —Pedí otro trago—. Vamos, tómate uno. Después de lo que me ha pasado, necesitaba algo que me contuviese las tripas.

—¿Qué te ha pasado?

—Eso es lo de menos. Digamos sencillamente que no se arregla con cerveza.

Me metí el segundo schnapps detrás del primero.

Kuhnast sacudió la cabeza.

—Me gustaría, Bernie, pero a Herr Elschner no le haría ninguna gracia que dejase de vigilar a esos cabrones nazis, por si le roban los ceniceros.

Esas palabras aparentemente indiscretas se debían a su conocimiento de mi pasado republicano, pero, aun así, Kuhnast sabía lo necesaria que era la prudencia y me llevó fuera del bar, cruzamos el vestíbulo y salimos al Patio Palm. Era más fácil hablar con libertad al amparo de la orquesta del hotel. La verdad es que últimamente de lo único que se puede hablar en Alemania sin comprometerse es del tiempo.

—Entonces, ¿la Gestapo ha venido a proteger a un Ami? —Sacudí la cabeza—. Creía que a Hitler no le gustaban.

—Este en particular ha venido a dar una vuelta por Berlín, a comprobar si estamos preparados o no para albergar las Olimpiadas de dentro de dos años.

—Al oeste de Charlottenburg hay dos mil obreros que tienen la firme impresión de que ya lo estamos celebrando.

—Al parecer, muchos Amis quieren boicotearlas debido al antisemitismo de nuestro gobierno. Este en particular ha venido a buscar pruebas, a ver con sus propios ojos si Alemania discrimina a los judíos.

—Me extraña que, para una misión tan cegadoramente evidente, se haya tomado la molestia de buscar hotel.

Rolf Kuhnast me devolvió la sonrisa.

—Por lo que he oído, es una mera formalidad. En estos momentos se encuentra en una de las salas de actos del hotel recibiendo una lista de medidas que el ministro de Propaganda ha elaborado ex profeso.

—¡Ah, ya! Medidas de esa clase. Claro, por supuesto; no queremos que nadie se lleve una falsa impresión de la Alemania de Hitler, ¿verdad? Es decir, no es que tengamos nada en contra de los judíos, pero, ¡ojo! En esta ciudad hay un nuevo pueblo elegido.

Era difícil comprender por qué podía un americano estar dispuesto a pasar por alto las medidas antisemitas del nuevo régimen, sobre todo cuando la ciudad estaba sembrada de ejemplos notorios. Solo un ciego podría dejar de ver las barbaridades ofensivas de las tiras cómicas —en primera plana de los periódicos nazis más fanáticos—, las estrellas de David pintadas en los escaparates de los establecimientos judíos y las señales de paso exclusivo para alemanes de los parques públicos… por no mencionar el miedo puro que llevaba en la mirada hasta el último judío de la patria.

—Brundage, el Ami se llama Brundage.

—Suena alemán.

—Ni siquiera lo habla —dijo Kuhnast—, conque, mientras no se encuentre con judíos que hablen inglés, todo debería ir como la seda.

Eché una ojeada al Patio Palm.

—¿Hay peligro de que pueda suceder?

—Teniendo en cuenta la visita que va a recibir, me extrañaría que hubiese un judío en cien metros a la redonda.

—No será el Guía.

—No, su sombra oculta.

—¿El representante del Guía viene al Excelsior? Más vale que hayáis limpiado los lavabos.

La orquesta cortó en seco la pieza que estaba tocando, atacó el himno nacional alemán y los clientes del hotel se pusieron en pie y levantaron el brazo derecho en dirección a la entrada del patio. No me quedó más remedio que hacer lo mismo.

Rudolf Hess, con uniforme de las SA, entró en el hotel rodeado de guardias de asalto y hombres de la Gestapo. Tenía la cara más cuadrada que un felpudo, pero menos acogedora. Era de estatura media, delgado y con el pelo oscuro y ondulado, frente transilvana, ojos de hombre lobo y la boca más fina que una cuchilla de afeitar. Nos devolvió el saludo mecánicamente y subió las escaleras del hotel de dos en dos. Su actitud entusiasta me recordó la de un perro alsaciano cuando su amo austriaco lo suelta para que vaya a lamer la mano al representante del Comité Olímpico de Estados Unidos.

Tal como iban las cosas, yo también tenía que ir a lamer una mano: la de un hombre de la Gestapo.

3

Oficialmente, como detective fijo del Adlon, mi función consistía en mantener el hotel limpio de matones y homicidas, pero no era una tarea fácil cuando los matones y homicidas eran oficiales del Partido Nazi. Algunos, como Wilhelm Frick, el ministro de Interior, incluso habían cumplido condena en prisión. El ministerio se encontraba en el Unter den Linden, a la vuelta de la esquina del Adlon, y, como ese auténtico zopenco bávaro con una verruga en la cara tenía una amiga que casualmente era la mujer de un prominente arquitecto nazi, entraba y salía del hotel a todas horas. Es probable que la amiga también.

Otro factor que dificultaba la labor de detective de hotel era la frecuente renovación del personal: la sustitución de empleados honrados y trabajadores que resultaban ser judíos por otros mucho menos honrados y trabajadores, pero que, al menos, tenían más pinta de alemanes.

En general, procuraba no meterme en esos asuntos, pero, cuando la detective del Adlon decidió marcharse de Berlín para siempre, me sentí obligado a echarle una mano.

Entre Frieda Bamberger y yo había algo más que amistad. De vez en cuando éramos amantes de conveniencia, que es una manera bonita de decir que nos gustaba irnos juntos a la cama, pero que el asunto no iba más allá, porque ella tenía un marido semiadosado que vivía en Hamburgo. Había sido esgrimista olímpica, pero, en noviembre de 1933, su origen judío le había valido la expulsión del Club de Esgrima berlinés. Otro tanto le había sucedido a la inmensa mayoría de los judíos alemanes afiliados a gimnasios y asociaciones deportivas. En el verano de 1934 ser judío equivalía a ser protagonista de un aleccionador cuento de los hermanos Grimm, en el que dos niños abandonados se pierden en un bosque infestado de lobos feroces.

No es que Frieda creyera que la situación pudiese estar mejor en Hamburgo, pero esperaba que la discriminación que padecía fuera más llevadera con la ayuda de su gentil marido.

—Oye —le dije—, conozco a una persona del Negociado de Asuntos Judíos de la Gestapo, fuimos compañeros en el Alex. Una vez lo recomendé para un ascenso, conque me debe un gran favor. Voy a ir a hablar con él, a ver qué se puede hacer.

—No puedes cambiar lo que soy, Bernie —me dijo ella.

—Quizá, pero a lo mejor puedo cambiar lo que te consideren los demás.

En aquella época vivía yo en Schlesische Strasse, en la parte oriental de la ciudad. El día de la cita con la Gestapo, había cogido el metro en dirección oeste hasta Hallesches Tor y, luego, cuando iba a pie hacia el norte por Wilhelmstrasse, fue cuando topé con aquel policía enfrente del hotel Kaiser. El eventual santuario del Excelsior se encontraba a tan solo unos pasos de la sede de la Gestapo de Prinz-Albrecht Strasse, 8: un edificio que, más que el cuartel general del nuevo cuerpo alemán de la policía secreta, parecía un elegante hotel Wilhelmine, efecto que reforzaba la proximidad del antiguo hotel Prinz Albrecht, ocupado ahora por la jefatura administrativa de las SS. Poca gente transitaba ya por esa calle, salvo en caso de absoluta necesidad, y menos ahora, después de que hubieran atacado allí a un policía. Quizá por eso me imaginé que sería el último sitio en el que me buscarían.

Con su balaustrada de mármol, sus altas bóvedas y una escalinata con peldaños de la anchura de la vía del tren, la sede de la Gestapo se parecía más a un museo que a un edificio de la policía secreta; o quizás a un monasterio… pero de monjes de hábito negro que se divertían persiguiendo a la gente para obligarla a confesar sus pecados. Entré en el edificio y me acerqué a la chica del mostrador, quien iba de uniforme y no carecía de atractivo, y me acompañó, escaleras arriba, hasta el Negociado II.

Al ver a mi antiguo conocido, sonreí y saludé con la mano al mismo tiempo; un par de mecanógrafas que estaban cerca de allí me echaron una mirada entre divertida y sorprendida, como si mi sonrisa y mi saludo hubiesen sido ridículos y fuera de lugar. Y así había sido, en efecto. No hacía más de dieciocho meses que existía la Gestapo, pero ya se había ganado una fama espantosa y, precisamente por eso, estaba yo tan nervioso y había sonreído y saludado a Otto Schuchardt nada más verlo. Él no me devolvió el saludo. Tampoco la sonrisa. Schuchardt nunca había sido lo que se dice el alma de las fiestas, pero estaba seguro de haberle oído reír cuando éramos compañeros en el Alex. Claro que quizás entonces se riese solo porque yo era su superior y, en el momento mismo de darnos la mano, empecé a pensar que me había equivocado, que el duro poli joven al que había conocido se había vuelto del mismo material que la balaustrada y las escaleras que llevaban a la puerta de su sección. Fue como dar la mano al más gélido director de pompas fúnebres.

Schuchardt era bien parecido, si uno considera guapos a los hombres rubísimos de ojos azul claro. Como yo también lo soy, tuve la sensación de haber dado la mano a una versión nazi de mí mismo, muy mejorada y mucho más eficiente: a un dios hombre, en vez de a un infeliz Fritz con novia judía. Aunque, por otra parte, nunca me empeñé en ser un dios ni en ir al cielo, siquiera, al menos mientras las chicas malas como Frieda se quedasen en el Berlín de Weimar.

Me hizo pasar a su reducido despacho y cerró la puerta, de cristal esmerilado, con lo cual nos quedamos solos, en compañía de una pequeña mesa de escritorio, un batallón de archivos metálicos grises como tanques y una hermosa vista del jardín trasero de la Gestapo, cuyos macizos de flores atendía primorosamente un hombre.

—¿Café?

—Claro.

Schuchardt metió un calentador en una jarra de agua. Parecía que le hacía gracia verme, es decir, puso cara de depredador medianamente satisfecho después de almorzar unos cuantos gorriones.

—¡Vaya, vaya! —dijo—. ¡Bernie Gunther! Han pasado dos años, ¿no?

—Por fuerza.

—También está aquí Arthur Nebe, por supuesto, es subcomisario y juraría que conoces a muchos más. Personalmente, no entendí por qué dejaste la Kripo.

—Preferí irme antes de que me echasen.

—Me da la impresión de que en eso te equivocas. El Partido prefiere criminalistas puros como tú cien veces más que un puñado de oportunistas violetas de marzo que se han subido al carro por otros motivos. —Arrugó su afiladísima nariz con gesto desaprobador—. Por descontado, en la Kripo quedan todavía unos cuantos que no se han unido al Partido y ciertamente se los respeta. Por ejemplo, Ernst Gennat.

—Seguro que tienes razón.

Podría haber nombrado a todos los buenos policías que habían sido expulsados de la Kripo durante la gran purga que sufrió el cuerpo en 1933: Kopp, Klingelhöller, Rodenberg y muchos más, pero no había ido a discutir de política. Encendí un Muratti, me ahumé los pulmones un segundo y me pregunté si me atrevería a hablar de lo que me había llevado al despacho de Otto Schuchardt.

—Relájate, viejo amigo —dijo, y me pasó una taza de café sorprendentemente sabroso—. Fuiste tú quien me ayudó a colgar el uniforme y a entrar en la Kripo. No olvido a los amigos.

—Me alegro de saberlo.

—No sé por qué, pero tengo la sensación de que no has venido a denunciar a nadie. No, no me pareces de esos, conque dime, ¿en qué puedo ayudarte?

—Tengo una amiga judía —dije—, una buena alemana, incluso nos representó en las Olimpiadas de París. No es religiosa practicante y está casada con un gentil. Quiere irse de Berlín; espero poder convencerla de que cambie de opinión y me preguntaba si sería posible olvidar su origen o, tal vez, pasarlo por alto. En fin, se sabe que esas cosas pasan de vez en cuando.

—¿De verdad?

—Sí, bueno, es lo que me parece.

—Yo en tu lugar no repetiría esos rumores, por muy ciertos que sean. Dime, ¿hasta qué punto es judía tu amiga?

—Como te he dicho, en las Olimpiadas de…

—No; me refiero a la sangre, que es lo que ahora cuenta de verdad. La sangre. Si tu amiga es de sangre judía, poco importará que se parezca a Leni Riefenstahl y esté casada con Julius Streicher.

—Es judía por parte de madre y de padre.

—Entonces, no hay nada que hacer y además te aconsejo que te olvides de ayudarla. ¿Dices que tiene intenciones de marcharse de Berlín?

—Le parece que podría ir a vivir a Hamburgo.

—¿A Hamburgo? —Eso sí que le hizo gracia—. No creo que sea la solución del problema, de ninguna manera. No, mi consejo sería que se marchase de Alemania directamente.

—Bromeas.

—Me temo que no, Bernie. Se están redactando unas leyes cuya aplicación acarreará la desnaturalización definitiva de todos los judíos que viven en Alemania. No debería contarte estas cosas, pero muchos antiguos luchadores que se afiliaron al Partido antes de 1930 consideran que todavía no se ha hecho lo suficiente para resolver el problema judío en el país. Algunos, como yo, creemos que las cosas pueden llegar a ponerse un tanto crudas.

—Ya entiendo.

—Por desgracia, no lo entiendes, pero cambiarás de opinión. Es más, estoy convencido de que lo harás. Permíteme que te lo explique.

Según mi jefe, el subcomisario Volk, lo que va a pasar es que se declarará alemana a toda persona cuyos cuatro abuelos fueran alemanes. Se declarará judía a toda persona descendiente de al menos tres abuelos judíos.

—¿Y en el caso de un solo abuelo judío? —pregunté.

—Serán personas de sangre mezclada, híbridos.

—Y en la práctica, ¿qué significará todo eso, Otto?

—Se despojará a los judíos de la ciudadanía alemana y se les prohibirá casarse y mantener relaciones sexuales con alemanes puros. Se les vetará el acceso a cualquier empleo público y se les restringirá la propiedad privada. Los híbridos tendrán la obligación de solicitar directamente al Guía la reclasificación o la arianización.

—¡Jesús!

Otto Schuchardt sonrió.

—Dudo mucho que ni él tuviera la menor posibilidad de obtener la reclasificación, a menos que se demostrase que su padre celestial era alemán.

Pegué una calada como si fuese leche de mi madre y apagué el cigarrillo en un cenicero de papel de aluminio del tamaño de un pezón. Tenía que haber una palabra compuesta, de crucigrama —formada con partículas raras de alemán— que describiese lo que sentía, pero todavía no me la imaginaba, aunque estaba seguro de que sería una mezcla de «horror», «pasmo», «patada» y «estómago». ¡Y no sabía ni la mitad! Todavía.

—Te agradezco la sinceridad —dije.

Al parecer, también eso le hizo cierta gracia teñida de reproche.

—No, no es cierto, pero no creo que tardes en agradecérmelo de verdad.

Abrió el cajón de la mesa y sacó una hinchada carpeta de color marrón claro. En la esquina superior izquierda tenía pegada una etiqueta blanca con el nombre del sujeto correspondiente y el del organismo y el negociado que se ocupaban de engrosarla. El sujeto era yo.

—Es tu expediente policial personal. Cada agente tiene el suyo; los expolicías como tú, también. —La abrió y extrajo la primera página—. Aquí está el índice. A cada nueva entrada en el historial se le asigna un número en esta hoja de papel. Veamos. Sí. Entrada veintitrés.

Fue pasando páginas hasta llegar a otra hoja; me la enseñó.

Era una carta anónima en la que se me denunciaba por tener una abuela judía. La letra me recordaba vagamente a alguien, pero, delante de Otto Schuchardt, no me apetecía pensar en la identidad del autor.

—Parece que sería inútil negarlo —dije al tiempo que se la devolvía.

—Al contrario —dijo él—, puede ser lo más útil del mundo. —Encendió una cerilla, prendió la carta y la dejó caer en la papelera—. Ya te he dicho que yo no olvido a los amigos. —A continuación cogió una pluma, le quitó el capuchón y se puso a escribir en el apartado NOTAS de la hoja del índice—. «No es posible tomar medidas» —dijo al tiempo que escribía—. De todas maneras, lo mejor sería que procurases aclararlo.

—Parece que ya es un poco tarde —dije—. Mi abuela murió hace veinte años.

—Como individuo híbrido en segundo grado —dijo, sin hacer caso de mi guasa—, es fácil que en el futuro se te impongan algunas restricciones. Por ejemplo, si quisieras iniciar alguna actividad, la nueva legislación podría exigirte una declaración de raza.

—Ahora que lo dices, he pensado en hacerme detective privado, suponiendo que consiga dinero suficiente. En mi empleo del Adlon echo de menos la acción de Homicidios del Alex.

—En ese caso, harías bien en borrar a tu abuela judía del registro oficial. No serías el primero, créeme. Los híbridos abundan más de lo que te imaginas. En el gobierno hay por lo menos tres, que yo sepa.

—Lo cierto es que vivimos en un peligroso mundo híbrido. —Saqué los cigarrillos, me puse uno en la boca, lo pensé mejor y lo volví a guardar en el paquete—. ¿Cómo se hace exactamente lo de borrar a una abuela?

—No lo sé, Bernie, la verdad, pero hay cosas peores de que hablar con Otto Trettin, el del Alex.

—¿Trettin? ¿Cómo podría ayudarme?

—Es un hombre de recursos y bien relacionado. Ya sabes que, cuando nombraron a Erich nuevo jefe de la Kripo, sustituyó a Liebermann von Sonnenberg en su departamento del Alex…

—… que era Falsificación de Moneda y Documentación —dije—. Empiezo a entender. Sí, Otto siempre fue un tipo muy emprendedor.

—No te lo he dicho yo.

—Nunca he estado aquí —dije y me levanté.

Nos dimos la mano.

—Di a tu amiga judía lo que te he contado, Bernie; que se vaya, ahora que puede. En adelante, Alemania es para los alemanes.

Levantó el brazo derecho y, casi arrepentido, añadió un «Heil, Hitler» con una mezcla de convicción y costumbre.

Puede que en cualquier otra circunstancia no hubiese respondido, pero en la sede de la Gestapo era imposible. Por otra parte, le agradecía mucho lo que había hecho, no solo por mí, sino por Frieda. Además, no quería ser grosero con él, conque le devolví el saludo hitleriano y ya eran dos las veces que había tenido que hacerlo en un día. A esa velocidad, antes de que terminase la semana me volvería un nazi cabrón hasta la médula… Bueno, tres cuartas partes de mí, solamente.

Schuchardt me acompañó hasta el vestíbulo, donde ahora había muchos policías mareando la perdiz enardecidamente. De camino a la puerta, se detuvo a hablar con uno de ellos.

—¿A qué viene tanta conmoción? —pregunté a Schuchardt cuando me alcanzó de nuevo.

—Han encontrado a un agente muerto en el hotel Kaiser —dijo.

—Mal asunto —dije, procurando contener una náusea repentina—. ¿Qué ha pasado?

—Nadie ha visto nada, pero, según los del hospital, parece que ha sido una contusión en el estómago.