Cover

Pensar diferente

Pensar diferente.
Filosofía del disenso

Diego Fusaro

Traducción de Michela Ferrante Lavín

Illustration

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS
Serie Filosofía

Título original: Pensare altrimenti. Filosofia del dissenso

© Editorial Trotta, S.A., 2022
http://www.trotta.es

© Giulio Einaudi editore, s.p.a., Turín, 2017

© Michela Ferrante Lavín, traducción, 2022

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-1364-078-5 (edición digital e-pub)

 

Para todos aquellos que todavía se atreven a caminar erguidos y a defender hasta el final sus propias ideas.

«No nos pidas la fórmula que mundos pueda abrirte,
sí alguna sílaba seca y retorcida como una rama.
Solo esto podemos decirte,
lo que no somos, lo que no queremos».

E. Montale, Huesos de sepia

ÍNDICE

1. Sentir diferente

2. En el principio fue el disenso

3. Grados y formas del sentir no homologado

4. Democracia y disenso

5. De la represión de la divergencia a la imposibilidad de que llegue a constituirse

6. El tiempo del consenso de

7. Neoconformismo y disenso contra el disenso

8. La derecha del dinero y la izquierda de la costumbre: las dos alas del poder

9. El pensamiento único políticamente correcto

10. La ideología de lo mismo

11. Como Glauco, el dios marino: la manipulación

12. La neolengua y el nuevo orden simbólico

13. Amar nuestras cadenas: el teorema de La Boétie

14. Desobediencia, revolución y rebelión

15. Bartleby, el escribiente y Sostiene Pereira: fenomenología del espíritu rebelde

16. Los últimos hombres y el nuevo cautiverio simbólico

17. Los Dos Minutos de Odio

18. Me rebelo, luego somos

Bibliografía

1

SENTIR DIFERENTE

«Antaño no era lícito pensar libremente; ahora es lícito hacerlo, pero ya no puede hacerse. Piénsase tan solo qué sea lo que debe quererse; y esto es lo que se llama hoy libertad».

O. Spengler, La decadencia de Occidente

La historia de la humanidad es también la historia del disenso. Desde siempre, en formas, con resultados y presupuestos mutuamente irreducibles, los hombres se rebelan.

Lo hacen de múltiples y variadas maneras que no se dejan encasillar fácilmente en un paradigma único y que, sin embargo, tienen como horizonte común la oposición, la protesta, la reclamada antítesis frente a un orden establecido o, más simplemente, frente a un «sentir común» (consensus) que pretende ser justo o, en cualquier caso, el único legítimo1.

La revolución y la rebelión, la defección y la protesta, la revuelta y el motín, el antagonismo y el desacuerdo, la insubordinación y la sedición, la huelga y la desobediencia, la resistencia y el sabotaje, la contestación y la sublevación, la guerrilla y la insurrección, la agitación y el boicot son todas figuras proteicas del disenso, expresiones plurales que encuentran su fundamento en la única matriz del «sentir diferente» ante el orden, el poder, el discurso dominante.

Prometeo disintió ante la orden divina que pretendía la subordinación de los mortales, y después Sócrates ante las leyes injustas de la polis ateniense. Luego le tocó a Espartaco oponerse a la inicua norma que decretaba la esclavitud para él y sus compañeros. Disintieron Tiberio Graco y Catilina, con la effrenata audacia de la llamada «conjuración de Catilina», y también los rebeldes que le quitaron la vida a César; después los ciompi y los anabaptistas, aunque con resultados adversos.

Disintieron Lutero y los herejes medievales, luego Giordano Bruno y Julio César Vanini, símbolos eternos del coraje de estar en contra. Disidente fue también el propio Cristo que, entrando en el «reino de los cielos», se opuso a las injusticias del reino terrenal.

Disintieron Cromwell en Inglaterra, los movimientos estadounidenses contra las guerras de Vietnam y Corea, Marx y Lenin contra las leyes del capital. En Italia disintieron los antifascistas y Pasolini contra el nuevo fascismo de la sociedad de consumo, los revolucionarios franceses en 1789 y los rusos en 1917; pero también los disidentes soviéticos se opusieron al comunismo mal realizado, Nelson Mandela a la segregación, Martin Luther King, el Che Guevara y, simplemente con la desobediencia civil, Gandhi.

Sankara luchó en contra del imperialismo occidental en África, la generación del 68 protestó contra sus padres, la Rosa Blanca se enfrentó al nacionalsocialismo, Peppino Impastato y Paolo Borsellino a la mafia, mientras los checos lo hicieron contra la Unión Soviética. En tiempos más recientes, y en lugares más cercanos a nosotros, disintieron en Génova (2001) los movimientos antiglobalización.

A partir de estos ejemplos —que no pretenden ser exhaustivos, sino necesariamente impresionistas—, escogidos entre la variada galería de la epopeya humana, queda muy claro que el disenso es una constante en la historia de la humanidad. Constituye, por emplear libremente una categoría de Ser y tiempo de Heidegger, un «existencial»2. El ser-en-el-disenso, si quisiéramos expresarnos cambiando un poco el vocabulario heideggeriano, es una de las peculiaridades de ese animal no estabilizado y estructuralmente no estabilizable que es el hombre.

En cuanto «animal que disiente», siempre toma posición con respecto al poder establecido y al orden simbólico dominante. Como ya sabía Spinoza, nunca habrá un poder tan generalizado y omnipresente hasta el punto de extirpar del hombre definitivamente su capacidad para resistir y oponerse, para protestar y rebelarse3.

Si llevamos a cabo un análisis más detallado, parece ser que solo el hombre, entre todas las criaturas, posee como una de sus prerrogativas fundamentales la capacidad para disentir. En palabras de Camus, «el hombre es la única criatura que se niega a ser lo que es»4, no se conforma con las formas sociales, políticas y simbólicas existentes.

Los demás animales, por su parte, no disienten, excepto en formas elementales o estrechamente relacionadas con el mundo de la vida. Únicamente el hombre se opone, aunque haya satisfecho sus instintos primarios, protestando, rebelándose y siguiendo el camino de la revolución o la subversión contra un orden político que considera diferente respecto a cómo podría y debería ser.

En un primer momento, el acto de disentir parece ser un concepto muy vago e inclusivo, capaz de abarcarlo todo y lo contrario de todo, de dar cabida, dentro de su horizonte de sentido, a experiencias y figuras que se hallan a una distancia sideral entre sí: de la vergüenza individual a la revolución mundial, del hombre justo crucificado como «herético» al bandido que disiente frente al orden legal establecido, de la acción organizada a la inacción de la simple desobediencia, de la cultura a la política, del arte a la «rebelión metafísica», tal y como la llamó Camus5.

Sin embargo, además de estas figuras plurales y mutuamente irreducibles, más allá de todo isomorfismo, se da un horizonte común, un dispositivo del disenso que, al no resolverse totalmente en las figuras en las que se encarna, las vuelve posibles, desde los ciompi a La Carta 77, desde los herejes de la Aetas Christiana a los Panteras Negras.

El algoritmo secreto del disentir podría identificarse con ese «decir-que-no» al poder, a la situación dada o al orden simbólico que, surgiendo primeramente en la conciencia del individuo, se traduce después en un deseo de autonomía e independencia, pero también en un anhelo de liberación y puesta en marcha de una historia alternativa.

De hecho, desde el mito arquetípico de la filosofía occidental, la caverna de la República de Platón6, la libertad fue concebida como un proceso dinámico de liberación de una situación injusta y de un marco ideológico considerado falso; esta dinámica se activa en nombre de un disenso originario, que induce al sujeto a movilizarse para alcanzar un lugar diferente, intencionado por su conciencia anticipadora, una ulterioridad ennoblecedora compartida con sus compañeros que desvela la situación actual como defectuosa y contradictoria7.

En la relación simbiótica de verdad y liberación puede identificarse justamente la característica peculiar de la filosofía occidental y, tal vez, de la experiencia histórica de Occidente tout court, siguiendo una línea que arranca de la caverna de Platón y llega hasta la Ilustración, kantianamente entendida como «salida»8 (Ausgang) del hombre de su culpable «minoría de edad», pasando por el pasaje del Evangelio «la verdad os hará libres» (Juan 8, 32) y las vicisitudes de los marxismos.

Cabe destacar desde un principio que el disenso, pese a concretarse políticamente en las figuras conceptuales que de él se derivan (la rebelión y la revolución, la contestación y la desobediencia, la protesta y la disidencia) es, por su naturaleza, un acto previo por lo que respecta a todas sus configuraciones políticas.

Todo el que intente definir el disenso, indicando sus formas concretas y plurales, probablemente sería blanco de las acusaciones que Sócrates, en el Menón (77ab), hace a su interlocutor, cuando este, a la pregunta sobre la esencia de la virtud, contesta con ejemplos de conducta virtuosa y, por eso mismo, «hace trizas» el concepto y «hace muchas cosas de una sola» (Illustration Illustration).

El disenso se concreta en el archipiélago multifacético de las pasiones y del sentir, como revela su misma raíz semántica, que remite precisamente a un modo de «sentir diferente» (dissentio) respecto al modo común.

Su fuente originaria radica, pues, en ese sentir diferente que ya es un sentir contrario y antagónico y, por consiguiente, un movimiento del alma que se dirige obstinate contra respecto a la dirección que debería emprender si siguiera su curso «natural». La célula genética del disenso corresponde, pues, a un sentir diferente que ya es un sentir contrario en ciernes: y que, por esa razón, puede convertirse en las figuras concretas en las que el disentir cristaliza haciéndose operativo.

El disentimiento, en consecuencia, puede ser entendido justamente como el elemento básico a partir del cual se constituyen, en su multiplicidad prismática, las formas de oposición y antagonismo, todas diferentes y, no obstante, unidas en su fundamento por ese impulso prerracional que induce al yo a divergir y a darle forma a ese gesto.

Por consiguiente, no es posible considerar el disenso como una categoría conceptual de la política, ni estudiarlo encasillándolo en el léxico de la filosofía política, so pena de reducirlo, por eso mismo, a una de las figuras específicas a las que da lugar (desde la revuelta a la revolución, desde la desobediencia a la rebelión), pero sin resolverse en ellas.

Una operación teórica de este tipo sería lícita si el disenso se configurara, en su esencia, como una realidad conceptual específica, con su propio núcleo teórico estable y permanente, identificable inequívocamente incluso más allá de las encarnaciones históricas concretas en las que ha venido sedimentándose.

Pero el disenso no cuenta con dicho estatus. Prueba de ello es que cada vez que pretendemos estudiarlo en el plano político, lo reducimos inevitablemente a otra cosa, en particular, a una o más de una de sus figuras específicas; por eso mismo, nos vemos obligados a abandonar la investigación sobre su esencia en cuanto tal.

Sin embargo, lo cierto es que todas las figuras del disenso, aunque muy diferentes unas de otras, tienen en común que su eventual legitimación puede darse exclusivamente ex post, es decir, cuando su acción ya se ha llevado a cabo con éxito. ¿Cómo podría el poder aceptar como legítimo lo que socava sus cimientos? ¿Cómo podría aceptar en el marco del propio ordenamiento la disidencia y la revolución, la desobediencia y la rebelión?

Del disenso no es posible, por tanto, encontrar una fórmula more geometrico, pero tampoco una «institucionalización». Es, por su propia naturaleza, no institucional, mejor dicho, es «antiinstitucional»: se podría, en todo caso, comparar con la figura hegeliana de la «conciencia infeliz» que advierte, en una dimensión preconceptual ligada ante todo al sentir, la alteridad entre el ser y el deber-ser, entre la realidad y sus posibilidades irrealizadas.

El disenso cuestiona, por definición, el orden establecido, y revela una secesión con respecto a él que tiene que ver ante todo con el individuo y su interioridad —la dimensión del sentir—, para luego volverse potencialmente social y exterior; posee, pues, la capacidad de organizarse en las figuras reales y concretas antes evocadas.

Oscilando entre el espacio mínimo de la vergüenza subjetiva ante la injusticia y el espacio máximo de la revolución que cambia las geometrías de todo lo existente y dibuja un nuevo paisaje sociopolítico, el disenso, como el ser de la Metafísica de Aristóteles, Illustration, «se dice de múltiples maneras»9. No tiene una sola raíz, ni una sola forma de expresión.

No se deja enmarcar ni agotar en el léxico de la filosofía política. Pero, al mismo tiempo, siempre tiene su propia expresión política natural. De hecho, no existe rebelión que no establezca una relación de polaridad entre amigos y enemigos, en la cual, como destaca el análisis de Carl Schmitt10, se condensa la esencia de la política.

El disenso, al estar siempre dirigido en contra de algo o de alguien, y configurándose, pues, como una forma de desacuerdo o de reclamada oposición, es político incluso cuando se produce en entornos heterogéneos no necesariamente políticos. Por otra parte, más que como un concepto o una realidad teórica claramente definida, el acto de disentir puede ser entendido justamente como una intensidad que surge de la conciencia del sujeto, una fuerza ligada más al ámbito de las pasiones que al de los conceptos, un sentimiento que nace primero como algo personal para luego convertirse en un movimiento social y organizarse en formas y figuras heterogéneas. Si queremos estudiarlo realmente desde el punto de vista de la política, es preciso examinarlo en las categorías concretas que han aparecido históricamente, en las capas donde ha venido sedimentándose, en las formas que la política operativa, criticada, derrocada y practicada ha ido asumiendo a lo largo de la epopeya histórica occidental.

En este sentido, el disenso se configura, por así decirlo, como un espacio hospitalario donde algunos de los principales conceptos de la política se encuentran y entrelazan, se enfrentan y alternan, hallando en él su propia matriz pero sin agotar nunca totalmente su significado y su importancia.

En este aspecto reside uno de los rasgos paradójicos ligados al concepto de disenso. Este último no se agota en las figuras concretas que asume, pero tampoco se puede entender sin analizarlas como objetivaciones históricas concretas del sentir diferente.

No obstante, si detenemos nuestra mirada en él y lo pensamos como intensidad anterior con respecto a toda conceptualización y a toda posible traducción en forma política, es decir, si lo estudiamos independientemente de sus figuras concretas, entonces este, en su sentido más amplio o, si se prefiere, en su horizonte expresivo específico, se configura como una especie de «poder destituyente»11. Quizá sea esta su mayor peculiaridad.

Si, sobre todo después del cambio trascendental que supuso la Revolución francesa, el poder se piensa y se practica como «poder constituyente», como fuerza capaz de poner en marcha un nuevo orden institucional en cuyo espacio organizar y reglamentar las relaciones humanas, entonces el poder destituyente que el disenso pretende hacer valer es, por su naturaleza, de signo opuesto. En primer lugar, no aspira a crear ex novo o a fortalecer un orden social, sino a derrocar y debilitar el poder existente y el orden hegemónico, tanto real como simbólico.

El gesto típico de disentir como figura del sentir diferente coincide con ese «decir-que-no» que revela la falta de adhesión del sujeto al orden real y simbólico y, por ende, su potencial cuestionamiento. Es, por su esencia, la interrupción individual de un amplio y hegemónico consenso, la puesta en discusión de un sistema real, ideal y de valores que se impone como dominante, exclusivo o, en cualquier caso, mayoritario.

Esto no significa, sin embargo, que el acto de disentir se agote en las figuras del rechazo o de la oposición; al contrario, este gesto niega para afirmar y destituye para reconstruir12.

El rechazo es el primer momento de la dialéctica del disentir, cuyo desarrollo posterior, en positivo, consiste en reconocer lo negado, lo obstaculizado, lo reprimido, lo desatendido y lo ignorado, propuestos como correctivos o como alternativa a la realidad existente.

A diferencia del consenso, que puede ser pasivo y estructurarse como aceptación inerte, llamado más propiamente asentimiento, el disenso solo se da como activo y afirmativo. Esto es lo que más falta en nuestro tiempo del consenso de masas y de la homologación generalizada, donde todos piensan y sienten del mismo modo. Pues bien, como destacaremos en nuestra argumentación, una buena consideración histórico-filosófica de las figuras del disenso debe tener en cuenta la exploración crítica de la uniformidad global de las conciencias que se está llevando a cabo actualmente, en el horizonte del nuevo pensamiento único y del falso pluralismo democrático de la civilización occidental.

Este último multiplica y fragmenta el mensaje a fin de ocultar su naturaleza íntimamente totalitaria y negadora, desde un principio, de todo derecho a disentir y pensar diferente.

1. Cf. F. De Sanctis, «Consenso-dissenso», en G. Zaccaria (ed.), Lessico della politica, Lavoro, Roma, 1987, pp. 96-105.

2. Cf. M. Heidegger, Ser y tiempo [1927], § 9-13, Trotta, Madrid, 72020.

3. B. Spinoza, Tractatus theologico-politicus [1670], 17, § 1.

4. A. Camus, El hombre rebelde, Alianza, Madrid, 2016, p. 17. [Siempre que ha sido posible, se ha localizado las citas en las ediciones correspondientes en lengua española. En caso contrario, se da al menos la referencia general a una traducción española existente. N. del E. español].

5. Ibid., pp. 33-121.

6. Platón, República, I, 516 c.

7. Sobre este tema, nos permitimos remitir a nuestro estudio Idealismo o barbarie. Por una filosofía de la acción [2014], trad. de Michela Ferrante Lavín, Trotta, Madrid, 2018.

8. I. Kant, Risposta alla domanda: che cos’è l’illuminismo? [1784], ed. de N. Merker, Editori Riuniti, Roma, 31997, p. 48 [Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2002].

9. Aristóteles, Metafísica, VII, 1028 a.

10. Cf. C. Schmitt, El concepto de lo político, Alianza, Madrid, 1998.

11. VV. AA., Piqueteros. La revuelta argentina contra el neoliberalismo, DeriveApprodi, Roma, 2002. Cf. R. Laudani, Disobbedienza, il Mulino, Bolonia, 2010, pp. 10-11 [Desobediencia, Proteus, Barcelona, 2012].

12. Cf. G. M. Chiodi, Tacito dissenso, Giappichelli, Turín, 1990, p. 148.

2

EN EL PRINCIPIO FUE EL DISENSO

«Os lo pedimos expresamente, ¡no encontréis natural lo que ocurre siempre! Que nada se llame ‘natural’ en esta época de confusión sangrienta, de desorden ordenado, de planificado capricho y de humanidad deshumanizada, para que nada pueda considerarse inmutable».

B. Brecht, La excepción y la regla

En su ensayo La desobediencia como problema psicológico y moral (1963), Erich Fromm afirma que los mitos principales de la cultura occidental asumen como cimientos de la civilización el acto de disentir, una reclamada oposición ante un imperativo divino1 o, incluso, esa específica manifestación del sentir diferente que es la desobediencia en cuanto rechazo razonado de una orden recibida que, al violarla, da comienzo a la historia humana: una aventura consciente e independiente, marcada por errores y sus superaciones2.

Las tradiciones judía y cristiana adoptan como punto de partida el disenso de Adán y Eva ante el imperativo divino que les prohíbe comer del árbol del conocimiento: eritis sicut dii (seréis como dioses) dice la serpiente a Eva para inducirla a la tentación (Génesis 3, 4-5). Al ceder a esa invitación a la desobediencia, a la que van unidas la voluntad de poder y de ser artífices de su propia historia, los hombres se ven despojados del derecho a permanecer en el edén. De la armonía originaria, se hunden en una incesante sucesión de dolor y tormento, destinada a continuar hasta el final de los tiempos. Además, esa rebeldía originaria, que el hombre pagó tan cara, le permitió llegar a ser verdaderamente tal, elevarse al rango de ser autónomo, independiente y libre, faber fortunae suae (artífice de su propio destino), superior a las demás criaturas, ya que solo él puede determinarse libremente a través de su actuar responsable.

Según lo sugerido por Fromm, en la civilización griega el analogon (analogía) de Adán y Eva puede ser identificado justamente con Prometeo. Él también se rebela contra el orden establecido, disiente ante el imperativo de los dioses olímpicos. Para redimir la condición humana, está dispuesto a permanecer encadenado eternamente a una roca del Cáucaso mientras su hígado es devorado día a día por el águila; para que, como indican los versos del Prometeo encadenado de Esquilo, «aprenda a soportar la tiranía de Zeus y renunciar a sus sentimientos humanitarios»3.

Si bien desde perspectivas y suposiciones diferentes, las historias de Adán y Eva y de Prometeo no dejan de enseñarnos la importancia del disenso, pero también la preferencia por una condición de dolor y sufrimiento, orientada a mejorar la vida de la raza humana mediante esfuerzos, porque, como dijo Tácito: «más quiero esa peligrosa libertad que una servidumbre tranquila», malo periculosam libertatem quam quietum servitium.

Este es el sentido profundo que custodia la bien conocida fábula de Fedro: un lobo flaco y hambriento encuentra a un perro bien nutrido pero atado; ante esta condición, el lobo prefiere seguir padeciendo hambre antes que perder su libertad e independencia. Solo si disentimos, organizando en formas estructuradas nuestro sentir diferente, podemos madurar como personas, es decir, como portadores de una visión crítica y personal, elegida libremente y no aceptada pasivamente porque nos la impone el orden simbólico dominante.

Esto es lo que nos enseña un digno heredero de Prometeo: Odiseo. El segundo poema homérico podría ser leído, en resumidas cuentas, como una epopeya del disentir. Odiseo siente diferente en comparación con Polifemo y con los pretendientes de Penélope, con Calipso y Circe, reivindicando siempre su independencia crítica y su autonomía de juicio. En el canto quinto de la Odisea, ante la tempestad desatada por Poseidón, el hijo de Laertes se resiste a abandonar la balsa. Incluso cuando la diosa marina Ino Leucotea le dice que se lance entre las olas, se toma tiempo para pensar y vacila: su «sabiduría práctica», su metis —precursora de un espíritu crítico que sabe disentir— lo invita a ser paciente, sintiendo y actuando contrariamente respecto al imperativo divino (Odisea, V, 356-364).

El disenso como rechazo de la autoridad y del poder —político o eclesiástico, real o simbólico— constituye el gesto originario de la civilización occidental, desde Adán y Eva hasta Prometeo, desde Platón hasta Kant y, por eso mismo, crea una tensión en la conciencia del individuo que siente de manera diferente, y que puede organizar socialmente su propio sentir en contra de las estructuras del poder y del orden político, es decir, contra aquellas realidades que, al menos en la tradición occidental, desde siempre se connotan como deseo de orden y estabilidad, de consenso y creación de aquella docilidad irreflexiva que se llama obediencia. Por esta razón, el poder, en todas las épocas y en todas sus configuraciones, aspira más o menos abiertamente a suprimir el disenso, reprimiéndolo o impidiendo que surja, como ocurre, cada vez más a menudo, en nuestro mundo marcado por la manipulación organizada y el «se dice» planetario; un mundo en el que las formas tradicionales de represión contra los que disienten se vuelven superfluas, puesto que ya no hay rebeldes, sustituidos por un rebaño amorfo de amantes inconscientes y felices de su propia esclavitud.

Hay que esperar a la Edad Moderna para llegar a un uso consciente del disentir como categoría conceptual. Sabemos, y ya lo hemos recordado, que el lema viene del latín dissentio. Su uso moderno se remonta al caso de los English Dissenters4, los cristianos ingleses que se separaron de la Iglesia de Inglaterra en los siglos XVI-XVIII. En el siglo XVIII, un grupo de ellos llegó a ser conocido como los Rational Dissenters. Se opusieron a la jerarquía de la Iglesia, criticando sus principios económicos y también algunos dogmas (la Trinidad y el pecado original, en particular), descartándolos como «irracionales». Por esa razón, su práctica disidente recibió el nombre de «racional».

También sabemos que, en el siglo XIX, el lema italiano dissenziente (disidente) comenzó a ser usado cada vez más para aludir, en un sentido amplio, a los que «sentían de manera diferente» en el ámbito político, económico y científico.

Dado que los «inconformistas» de la religión terminaban en realidad engrosando sistemáticamente las filas de casi todos los movimientos de reforma política, social y educativa, se creó una relación directa entre el disidente religioso y el político-social. De disidente religioso, terminó siendo tal en todos los ámbitos: contestando concretamente el orden existente en todas sus determinaciones. Ahora bien, el hereje era, al mismo tiempo, un rebelde, y el heterodoxo un antagonista. Por este camino, el concepto fue extendiéndose con respecto a su uso originario, y empezó a significar un acto de oposición paradigmático o, en palabras de Gramsci, de «espíritu de escisión»5, aplicable a muchas áreas diferentes. Arrancaba de la esfera religiosa para alcanzar paulatinamente también el ámbito social y el político, configurándose virtualmente como un disentimiento general contra el orden establecido. Quizá, incluso hoy día, preserve, aunque oculto bajo las capas del tiempo, ese significado originario que atañe tanto a la esfera religiosa como a la sociopolítica.

De hecho, hoy el verdadero disidente puede identificarse con el hereje no alineado con el monoteísmo idolátrico del mercado, con el fanatismo económico y financiero y, por tanto, con esa teología sagrada que, con sus dogmas inescrutables («nos lo pide el mercado»), nos convierte a todos en seguidores de un culto profundamente irracional, cuya nueva trinidad es el crecimiento como fin en sí mismo, el nihilismo clasista del beneficio económico, y la mercantilización integral en detrimento de la vida del hombre y del planeta. No pasa un día sin que las homilías neoliberales celebren al unísono este culto, fomentando un consenso universal y una sincronización masiva de las conciencias, que no vacilan ni siquiera ante los desastres naturales (las «tragedias de lo ético» las llamaba Hegel) o la limitación de la democracia, cada día mayor, que el fanatismo económico está llevando a cabo.

1. E. Fromm, «La disobbedienza come problema psicologico e morale» [1963], en La disobbedienza e altri saggi, Mondadori, Milán, 1982, pp. 11-19 [La desobediencia como problema psicológico y moral, Paidós, México, 1993].

2. R. Laudani, Disobbedienza, il Mulino, Bolonia, 2010, pp. 7-8.

3. Esquilo, Prometeo encadenado, vv. 10-11.

4. Cf. M. Philip, «Rational Religion and Political Radicalism»: Enlightenment and Dissent 4 (1985), pp. 35-46.

5. A. Gramsci, Quaderni del carcere, ed. de V. Gerratana (ed. crítica del Instituto Gramsci), Einaudi, Turín, 1975, III, 49, p. 333 B [Cuadernos de la cárcel, Casa Juan Pablos, México, 2009]. Nos permitimos remitir también a nuestro Antonio Gramsci. La passione di essere nel mondo, Feltrinelli, Milán, 2015 [Antonio Gramsci. La pasión de estar en el mundo, trad. de Michela Ferrante Lavín, Siglo XXI, Madrid, 2018].

3

GRADOS Y FORMAS DEL SENTIR NO HOMOLOGADO

«Tendencia al conformismo en el mundo contemporáneo, más extendida y más profunda que en el pasado: la estandarización del modo de pensar y de actuar adopta extensiones nacionales o incluso continentales».

A. Gramsci, Cuadernos de la cárcel

.