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Portada

Copyright

Dedicatoria

Agradecimientos

1. Crisis

La proliferación de los híbridos

Volviendo a atar el nudo gordiano

La crisis de la crítica

El milagroso año 1989

¿Qué es un moderno?

2. Constitución

La constitución moderna

Boyle y sus objetos

Hobbes y sus temas

La mediación del laboratorio

El testimonio de los no humanos

El doble artificio del laboratorio y del Leviatán

Representación científica y representación política

Las garantías constitucionales de los modernos

La cuarta garantía: la del Dios tachado

El poder de la crítica

La invencibilidad de los modernos

Lo que la Constitución aclara y lo que oscurece

El fin de la denuncia

Nunca fuimos modernos

3. Revolución

Los modernos, víctimas de su éxito

El gran desvío de las filosofías modernizadoras

El fin de los fines

Los giros semióticos

¿Quién olvidó al Ser?

El comienzo del tiempo que pasa

El milagro revolucionario

El fin del pasado superado

Selección y tiempos múltiples

Una contrarrevolución copernicana

De los intermediarios a los mediadores

De la cosa-en-sí al cuestionamiento

Ontologías de geometría variable

Relacionar los cuatro repertorios modernos

4. Relativismo

¿Cómo poner fin a la asimetría?

El principio de simetría generalizado

El import-export de las dos Grandes Divisiones

La antropología vuelve de los trópicos

No hay culturas

Diferencias de tamaño

La jugada de Arquímedes

Relativismo absoluto y relativismo relativista

Pequeños errores sobre el desencanto del mundo

Hasta una red extensa es local punto por punto

El Leviatán es una pelota de redes

El gusto por los márgenes

No añadir crímenes a los ya cometidos

Las trascendencias abundan

5. Redistribución

La modernización imposible

Exámenes de pasaje

El humanismo redistribuido

La Constitución no moderna

El Parlamento de las cosas

Referencias bibliográficas

Bruno Latour

NUNCA FUIMOS MODERNOS

Ensayos de antropología simétrica

Traducción de
Víctor Goldstein

Latour, Bruno

© 1991, Éditions La Découverte, París

© 1997, Éditions La Découverte & Syros, París

© 2007, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Para Elizabeth y Luc

Agradecimientos

De no haber sido por François Gèze no habría escrito este ensayo, cuyos defectos ciertamente son innumerables, pero que habrían sido todavía más sin los preciosos consejos de Gérard de Vries, Francis Chateauraynaud, Isabelle Stengers, Luc Boltanski, Elizabeth Claverie y mis colegas de la Escuela de Minas. Agradezco a Harry Collins, Erman McMullin, Jim Griesemer, Michel Izard, Clifford Geertz y Peter Galison por haberme permitido ensayar sus argumentos durante diversos seminarios que ellos tuvieron la amabilidad de organizar para mí.

1. Crisis

La proliferación de los híbridos

En la página 4 del diario leo que este año las mediciones por encima de la Antártida no son buenas: el agujero de la capa de ozono se agranda peligrosamente. Al continuar con la lectura, paso de los químicos de la atmósfera a los ejecutivos de Atochem y de Monsanto, que modifican sus cadenas de producción para remplazar los inocentes clorofluorcarbonos, acusados de crimen contra la ecosfera. Algunos párrafos más adelante tenemos a los jefes de Estado de los grandes países industrializados que hablan de química, heladeras, aerosoles y gases inertes. Pero en la parte inferior de la columna, me encuentro con que los meteorólogos ya no están de acuerdo con los químicos y hablan de fluctuaciones cíclicas. Por si fuera poco, los industriales ya no saben qué hacer. Los capitostes también vacilan. ¿Hay que esperar? ¿Ya es demasiado tarde? Más abajo, los países del tercer mundo y los ecologistas se meten donde no los llaman y hablan de tratados internacionales, de derecho de las generaciones futuras, de derecho al desarrollo y de moratorias.

Así, el artículo mezcla reacciones químicas y políticas. Un mismo hilo relaciona la más esotérica de las ciencias y la política más baja, el cielo más lejano y una fábrica específica en las afueras de Lyon, el peligro más global y las elecciones que vienen, o el próximo consejo de administración. Los tamaños, los desafíos, las duraciones, los actores no son comparables y sin embargo ahí están, comprometidos en la misma historia.

En la página 6 del diario me entero de que el virus del sida de París contaminó al del laboratorio del profesor Gallo, que los señores Chirac y Reagan, sin embargo, habían jurado solemnemente no volver a cuestionar el historial de ese descubrimiento, que las industrias químicas se demoran en poner en el mercado medicamentos reclamados a voz en cuello por enfermos organizados en asociaciones militantes, que la epidemia se extiende en el África negra. Una vez más, capitostes, químicos, biólogos, pacientes desesperados, industriales, se encuentran comprometidos en una misma historia incierta.

En la página 8 se habla de computadoras y de microchips controlados por los japoneses; en la 9, de embriones congelados; en la 10, de bosques que arden arrasando en sus columnas de humo especies en peligro que algunos naturalistas quieren proteger; en la 11, de ballenas provistas de collares con radiobalizas adosadas; también en la 11, un basural del Norte, símbolo de la explotación obrera, que se acaba de clasificar como reserva ecológica a causa de la flora rara que allí se desarrolló. En la 12, el papa, los obispos, Roussel-Uclaf,[1] las trompas de Falopio y los fundamentalistas tejanos se reúnen alrededor del mismo contraceptivo en una extraña cohorte. En la 14, lo que vincula al señor Delors, Thomson, la Comunidad Económica Europea, las comisiones de estandarización, de nuevo los japoneses y los productores de telefilmes. Se cambian algunas líneas en el estándar de la pantalla y los miles de millones de francos, los millones de televisores, los miles de horas de telefilmes, los centenares de ingenieros, las decenas de ejecutivos se ponen a bailar.

Felizmente, en el diario hay algunas páginas tranquilas donde se habla de pura política (una reunión del partido radical), y el suplemento de libros donde las novelas relatan las aventuras exultantes del yo profundo (te amo, ya no te amo). Sin esas páginas despejadas, uno se marearía. Lo que ocurre es que esos artículos híbridos que dibujan madejas de ciencia, de política, de economía, derecho, religión, técnica, ficción, se multiplican. Si la lectura del diario es la oración del hombre moderno, entonces es un hombre muy extraño el que hoy ruega leyendo eso asuntos embrollados. Aquí, la cultura y la naturaleza resultan mezcladas todos los días.

Sin embargo, nadie parece preocuparse por eso. Las páginas de Economía, Política, Ciencias, Libros, Cultura, Religión, Policiales se reparten los proyectos como si tal cosa. El más pequeño virus del sida hace que uno pase del sexo al inconsciente, al África, a los cultivos de células, al ADN, a San Francisco; pero los analistas, los pensadores, los periodistas y los que toman decisiones van a recortar la fina red que dibuja el virus en pequeños compartimientos limpios donde sólo se encontrará ciencia, economía, representaciones sociales, policiales, piedad, sexo. Aprieten el aerosol más inocente y se verán llevados hacia la Antártida, y de ahí hacia la Universidad de California en Irvine, las cadenas de montaje de Lyon, la química de los gases inertes, y de ahí quizás hacia la ONU, pero ese hilo frágil será roto en otros tantos segmentos cuantas disciplinas puras hay: no mezclemos el conocimiento, el interés, la justicia, el poder. No mezclemos el cielo y la tierra, lo global y lo local, lo humano y lo inhumano. “Pero, ¿esas madejas constituyen la mezcla —dirán ustedes—, tejen nuestro mundo?” “Que sea como si no existieran”, responden los analistas. Ellos cortaron el nudo gordiano con una espada bien afilada. El timón se ha roto: a la izquierda el conocimiento de las cosas, a la derecha el interés, el poder y la política de los hombres.

Volviendo a atar el nudo gordiano

Desde hace unos veinte años, mis amigos y yo estudiamos esas situaciones extrañas que la cultura intelectual en la que vivimos no sabe dónde ubicar. A falta de otra cosa, nos llamamos sociólogos, historiadores, economistas, politólogos, filósofos, antropólogos. Pero a esas disciplinas venerables siempre añadimos el genitivo: de las ciencias y las técnicas. Science studies es la fórmula de los ingleses, o ésta, demasiado pesada: “Ciencias, técnicas, sociedades”. Sea cual fuere la etiqueta, siempre se trata de volver a atar el nudo gordiano atravesando, tantas veces como haga falta, el corte que separa los conocimientos exactos y el ejercicio del poder, digamos la naturaleza y la cultura. Híbridos nosotros mismos, instalados de soslayo en el interior de las instituciones científicas, algo ingenieros, algo filósofos, terceros instruidos sin buscarlo, hicimos la elección de describir las madejas dondequiera que nos lleven. Nuestro vehículo es la noción de traducción o de red. Más flexible que la noción de sistema, más histórica que la de estructura, más empírica que la de complejidad, la red es el hilo de Ariadna de esas historias mezcladas.

Sin embargo, esos trabajos siguen siendo incomprensibles porque están recortados en tres según las categorías usuales de las críticas. Forman parte de la naturaleza, de la política o del discurso.

Cuando MacKenzie describe la central de inercia de los misiles intercontinentales (1990);[2] cuando Callon describe los electrodos de las pilas de combustible (1989); cuando Hughes describe el filamento de la lámpara incandescente de Edison (1983a); cuando yo describo la bacteria del ántrax atenuada por Pasteur (1984) o los péptidos del cerebro de Guillemin (1988a), los críticos se imaginan que estamos hablando de técnicas y de ciencias. Como en su opinión estas últimas son marginales o a lo sumo no manifiestan más que el puro pensamiento instrumental y calculador, los que se interesan en la política o en las almas pueden dejarlas a un lado. Sin embargo, esas investigaciones no tratan acerca de la naturaleza o del conocimiento, de las cosas en sí, sino de su inclusión en nuestros colectivos y en los sujetos. No hablamos del pensamiento instrumental sino de la misma materia de nuestras sociedades. MacKenzie despliega toda la Armada norteamericana y hasta a los diputados para hablar de su central de inercia; Callon moviliza a Électricité de France y Renault así como a grandes sectores de la política energética francesa para comprender los intercambios de iones en el extremo de su electrodo; Hughes reconstruye todo Estados Unidos alrededor del hilo incandescente de la lámpara de Edison; si uno tira del hilo de las bacterias de Pasteur lo que viene es toda la sociedad francesa del siglo XIX, y se vuelve imposible comprender los péptidos del cerebro sin adosarles una comunidad científica, los instrumentos, las prácticas, pertrechos que se parecen muy poco a la materia gris y el cálculo.

“Pero, entonces, ¿es política? ¿Usted reduce la verdad científica a intereses y la eficacia técnica a maniobras políticas?” Éste es el segundo malentendido. Si los hechos no ocupan el lugar a la vez marginal y sagrado que les reservan nuestras adoraciones, ahí los tenemos, reducidos de inmediato a meras contingencias locales y a pobres artimañas. Sin embargo, no hablamos del contexto social y de los intereses de poder, sino de su inclusión en las comunidades y los objetos. La organización de la Armada norteamericana se modifica profundamente por la alianza que se hace entre sus oficinas y las bombas; Électricité de France y Renault se vuelven irreconocibles según inviertan en la pila de combustible o en el motor de explosión; los Estados Unidos no son los mismos antes y después de la electricidad; no se trata del mismo contexto social del siglo XIX según esté construido con gente pobre o con pobres infectados de microbios; en cuanto al sujeto inconsciente tendido en su diván, cuán diferente es según su cerebro seco descargue neurotransmisores o su cerebro húmedo segregue hormonas. Ninguno de esos estudios puede volver a emplear lo que los sociólogos, los psicólogos o los economistas nos dicen del contexto social o del sujeto para aplicarlos a las cosas exactas. Cada vez, tanto el contexto como el ser humano resultan redefinidos. Así como los epistemólogos no reconocen ya en las cosas colectivizadas que les ofrecemos las ideas, los conceptos, las teorías de su infancia, de igual modo las ciencias humanas no pueden reconocer en esos colectivos llenos de cosas que desplegamos los juegos de poder de su adolescencia militante. Tanto a la izquierda como a la derecha, las finas redes trazadas por la pequeña mano de Ariadna son más invisibles que las de las arañas.

“Pero si usted no habla ni de las cosas en sí, ni de los humanos entre ellos, es porque no habla más que del discurso, de la representación, del lenguaje, de los textos.” Éste es el tercer malentendido. Los que ponen entre paréntesis el referente exterior —la naturaleza de las cosas— y el locutor —el contexto pragmático o social—, en efecto no pueden hablar más que de los efectos de sentido y de los juegos de lenguaje. Sin embargo, cuando MacKenzie escruta la evolución de la central de inercia, está hablando de disposiciones que pueden matarnos a todos; cuando Callon sigue de cerca los artículos científicos, de lo que está hablando es de estrategia industrial, al mismo tiempo que de retórica (Callon, Law y otros, 1986); cuando Hughes analiza los cuadernos de notas de Edison, el mundo interior de Menlo Park pronto será el mundo exterior de todo Estados Unidos; cuando yo describo la domesticación de los microbios por Pasteur, lo que movilizo es la sociedad del siglo XIX y no sólo la semiótica de los textos de un gran hombre; cuando describo la invención-descubrimiento de los péptidos del cerebro, realmente estoy hablando de los mismos péptidos y no simplemente de su representación en el laboratorio del profesor Guillemin. Sin embargo, en verdad se trata de retórica, de estrategia textual, de escritura, de puesta en escena, de semiótica, pero que de una forma nueva conecta a la vez la naturaleza de las cosas y el contexto social, sin reducirse no obstante ni a una ni a otro.

Es evidente que nuestra vida intelectual está muy mal hecha. La epistemología, las ciencias sociales, las ciencias del texto, cada una tiene su casa propia, pero a condición de ser distintas.

Si los seres que a ustedes les interesan atraviesan las tres, dejan de ser comprendidos. Ofrezcan a las disciplinas establecidas alguna bella red sociotécnica, algunas bellas traducciones, las primeras extraerán los conceptos y arrancarán todas sus raíces que podrían unirlas a lo social o a la retórica; las segundas les cortarán la dimensión social y política y la purificarán de cualquier objeto; las terceras, por último, conservarán el discurso pero lo purgarán de toda adherencia indebida a la realidad —horresco referens— y a los juegos de poder. El agujero de la capa de ozono sobre nuestras cabezas, la ley moral en nuestro corazón, el texto autónomo, por separado, pueden atraer a nuestros críticos. Pero que una delicada lanzadera haya unido el cielo, la industria, los textos, las almas y la ley moral, eso es lo que sigue siendo ignorado, indebido, inaudito.

La crisis de la crítica

Los críticos desarrollaron tres repertorios distintos para hablar de nuestro mundo: la naturalización, la socialización, la deconstrucción. Para no andar con rodeos y con un poco de injusticia, digamos Changeux, Bourdieu, Derrida. Cuando el primero habla de hechos naturalizados, no existe ya ni sociedad ni sujeto ni forma del discurso. Cuando el segundo habla de poder sociologizado, no hay ya ni ciencia ni técnica ni texto ni contenido. Cuando el tercero habla de efectos de verdad, creer en la existencia real de las neuronas del cerebro o de los juegos de poder sería hacer gala de una gran ingenuidad. Cada una de estas formas de crítica es poderosa en sí misma pero imposible de combinar con las otras. ¿Pueden imaginarse por un momento un estudio que haría del agujero de ozono algo naturalizado, sociologizado y deconstruido? La naturaleza de los hechos estaría absolutamente establecida, serían previsibles las estrategias de poder, pero, ¿no se trataría sino de efectos de sentido que proyectan la pobre ilusión de una naturaleza y un locutor? Un patchwork semejante sería algo grotesco. Nuestra vida intelectual sigue siendo reconocible mientras los epistemólogos, los sociólogos y los deconstruccionistas permanezcan a distancia conveniente, nutriendo sus críticas con la debilidad de los otros dos abordajes. Desarrollen las ciencias, desplieguen los juegos de poder, desprecien la creencia en una realidad, pero no mezclen esos tres ácidos cáusticos.

Sin embargo, una de dos: o bien las redes que hemos desplegado no existen realmente, y los críticos tienen buenas razones para marginar los estudios sobre las ciencias o trocearlos en tres conjuntos distintos —hechos, poder, discurso—; o bien las redes son tal y como las hemos descrito y atraviesan las fronteras de los grandes feudos de la crítica, y no son ni objetivas ni sociales ni efectos de discurso al tiempo que son reales, colectivas y discursivas. O bien nosotros, los portadores de malas nuevas, debemos desaparecer, o bien la crítica debe entrar en crisis a causa de esas redes sobre las que se rompe los dientes. Los hechos científicos están construidos pero no pueden reducirse a lo social porque éste se puebla de objetos movilizados para construirlo. El agente de esta doble construcción viene de un conjunto de prácticas que la noción de deconstrucción captura tan mal como le es posible. El agujero de ozono es demasiado social y demasiado narrado para ser realmente natural; la estrategia de las firmas y de los jefes de Estado, demasiado llena de reacciones químicas para ser reducida al poder y al interés; el discurso de la ecosfera demasiado real y demasiado social para reducirse a efectos de sentido. ¿Es nuestra la culpa si las redes son a la vez reales como la naturaleza, narradas como el discurso, colectivas como la sociedad? ¿Debemos seguir abandonándolas a los recursos de la crítica, o abandonarlas adhiriéndonos al sentido común de la tripartición crítica? Nuestras pobres redes son como los kurdos apropiados por los iraníes, los iraquíes y los turcos que, caída la noche, atraviesan las fronteras, se casan entre ellos y sueñan con una patria común extraída de los tres países que los desmembran.

Este dilema carecería de solución si la antropología no nos hubiese habituado desde hace tiempo a tratar sin crisis ni crítica el tejido sin costura de las naturalezas-culturas. Hasta el más racionalista de los etnógrafos, una vez enviado a tierras distantes, es capaz de relacionar en una misma monografía los mitos, las etnociencias, las genealogías, las formas políticas, las técnicas, las religiones, las epopeyas y los ritos de los pueblos que estudia. Envíenlo entre los arapesh o entre los achuar, entre los coreanos o los chinos, y obtendrán un relato que relaciona el cielo, los ancestros, la forma de las casas, los cultivos de ñames, mandioca o arroz, los ritos de iniciación, las formas de gobierno y las cosmologías. Ni un elemento que no sea a la vez real, social y narrado.

Si el analista es sutil, les describirá redes que se parecerán como dos gotas de agua a las madejas sociotécnicas que nosotros dibujamos siguiendo los microbios, los misiles o las pilas de combustible en nuestras propias sociedades. También nosotros tenemos miedo de que el cielo se nos caiga sobre la cabeza. También nosotros vinculamos el gesto ínfimo de apretar un aerosol a prohibiciones que atañen al cielo. También nosotros debemos tener en cuenta las leyes, el poder y la moral para comprender lo que dicen nuestras ciencias sobre la química de la alta atmósfera.

Sí, pero nosotros no somos salvajes, ningún antropólogo nos estudia de tal modo, y justamente es imposible hacer sobre nuestras naturalezas-culturas lo que es posible en otras partes, entre los otros. ¿Por qué? Porque nosotros somos modernos. Nuestro tejido ya no es sin costura.[3] Por ello, la continuidad de los análisis resulta imposible. Para los antropólogos tradicionales, no hay, no puede haber, no debe haber antropología del mundo moderno (Latour, 1988b). Las etnociencias pueden relacionarse en parte con la sociedad y el discurso; la ciencia no puede hacerlo. Incluso se debe al hecho de que somos incapaces de estudiarnos así por lo sutiles y distantes que somos cuando vamos a los trópicos a estudiar a los demás. La tripartición crítica nos protege y autoriza a restablecer la continuidad en todos los premodernos. Nos volvimos capaces de hacer etnografía sólidamente adosados a ella. De allí extrajimos nuestro coraje.

La formulación del dilema ahora se ha modificado: o bien es imposible hacer la antropología del mundo moderno, y existen buenas razones para ignorar a aquellos que pretenden ofrecer una patria a las redes sociotécnicas; o bien es posible hacerla aunque habría que alterar la definición de mundo moderno. Pasamos de un problema limitado —¿por qué las redes son inasibles?— a un problema más amplio y más clásico: ¿qué es un moderno? Al profundizar la incomprensión de nuestros mayores respecto de esas redes que, según pretendemos, tejen nuestro mundo, percibimos sus raíces antropológicas. Felizmente, nos ayudan a ello acontecimientos considerables que entierran al viejo topo crítico en sus propios túneleas. Si el mundo moderno resulta a su vez capaz de ser antropologizado, es porque algo le ocurrió. Desde el salón de Mme. de Guermantes sabemos que se necesita un cataclismo como el de la Primera Guerra Mundial para que la cultura intelectual modifique apenas sus costumbres y por fin reciba en su casa a esos arribistas que nadie invitaba.

El milagroso año 1989

Todas las fechas son convencionales, pero la de 1989 lo es un poco menos que las otras. El derrumbe del Muro de Berlín simboliza para todos los contemporáneos el del socialismo. “Triunfo del liberalismo, el capitalismo, las democracias occidentales sobre las vanas esperanzas del marxismo”, ése fue el comunicado de victoria de aquellos que escaparon por un pelo al leninismo. Al querer abolir la explotación del hombre por el hombre, el socialismo la había multiplicado indefinidamente. Extraña dialéctica que resucita al explotador y entierra al sepulturero tras haber enseñado al mundo la guerra civil a gran escala. Lo reprimido retorna, y lo hace por partida doble: el pueblo explotado, en cuyo nombre reinaba la vanguardia del proletariado, vuelve a ser un pueblo; las elites con dientes afilados, de las que uno había pensado que podía abstenerse, regresan enérgicamente para recuperar en los Bancos, los comercios y las fábricas su viejo trabajo de explotación. El Occidente liberal no cabe en sí de alegría. Ha ganado la guerra fría.

Pero ese triunfo es de corta duración. La celebración en París, Londres y Amsterdam, en ese glorioso año de 1989, de las primeras conferencias sobre el estado global del planeta simboliza, para algunos observadores, el fin del capitalismo y de esas vanas esperanzas de conquista ilimitada y de dominación total de la naturaleza. Al querer desviar la explotación del hombre por el hombre sobre una explotación de la naturaleza por el hombre, el capitalismo multiplicó indefinidamente ambas. Lo reprimido retorna, y lo hace por partida doble: las multitudes que se quería salvar de la muerte vuelven a caer por centenares de millones en la miseria; las naturalezas, a las que se quena dominar por completo, nos dominan de manera también global amenazándonos a todos. Extraña dialéctica, que hace del esclavo dominado el amo y poseedor del hombre, y nos enseña de pronto que inventamos a los ecocidas al mismo tiempo que las hambrunas a gran escala.

La simetría perfecta entre el derrumbe del muro de la vergüenza y la desaparición de la naturaleza ilimitada sólo se oculta a las ricas democracias occidentales. En efecto, los socialismos destruyeron a la vez a sus pueblos y sus ecosistemas, mientras que los del Noroeste pudieron salvar a sus pueblos y algunos de sus paisajes destruyendo el resto del mundo y hundiendo en la miseria al resto de los pueblos. Doble tragedia: los ex socialismos creen poder remediar sus dos desgracias imitando al Oeste; éste cree haber escapado a las dos y que, en efecto, puede dar lecciones mientras deja morir tanto a la Tierra como a los hombres. Cree ser el único en poseer la martingala que permite ganar para siempre, mientras que quizá lo ha perdido todo. Tras este doble desvío de las mejores intenciones, nosotros, los modernos, parecemos haber perdido un poco la confianza en nosotros mismos. ¿No había que intentar ponerle fin a la explotación del hombre por el hombre? ¿No había que tratar de ser amo y poseedor de la naturaleza? Nuestras más altas virtudes fueron puestas al servicio de esa doble tarea, una del lado de la política, la otra de las ciencias y las técnicas. Y sin embargo, de buena gana nos volveríamos hacia nuestra juventud entusiasta y bienpensante, como hicieron los jóvenes alemanes con sus padres de pelo gris. “¿A qué órdenes criminales hemos obedecido?” “¿Vamos a decir que no sabíamos?”

Esa duda sobre la legitimidad de las mejores intenciones lleva a algunos de nosotros a volverse reaccionarios de dos maneras diferentes: ya no hay que querer ponerle fin a la dominación del hombre por el hombre, dicen unos; ya no hay que tratar de dominar la naturaleza, dicen los otros. Seamos decididamente antimodernos, dicen todos.

Por otro lado, la expresión vaga de posmodernidad resume con claridad el escepticismo inconcluso de aquellos que rechazan una u otra de esas reacciones. Incapaces de creer en las dobles promesas del socialismo y el “naturalismo”, los posmodernos también se cuidan de ponerlo todo en duda. Permanecen suspendidos entre la creencia y la duda mientras esperan el fin del milenio.

Por último, los que rechazan el oscurantismo ecológico o el oscurantismo antisocialista, y que no pueden satisfacerse con el escepticismo de los posmodernos, deciden continuar como si tal cosa y siguen siendo resueltamente modernos. Aún creen en las promesas de las ciencias, o en las de la emancipación, o en ambas. Sin embargo, su confianza en la modernización ya no suena muy afinada ni en arte ni en economía ni en política ni en ciencia ni en técnica. Tanto en las galerías de pintura como en las salas de concierto, a lo largo de las fachadas de los edificios al igual que en los institutos de desarrollo, se siente que faltan las ganas. La voluntad de ser moderno parece vacilante, en ocasiones hasta pasada de moda.

Todos, seamos antimodernos, modernos o posmodernos, estamos cuestionados por el doble desastre del milagroso año 1989. Pero si lo consideramos justamente como un doble desastre, como dos lecciones cuya admirable simetría nos permite recuperar de otro modo todo nuestro pasado, entonces recuperamos el hilo del pensamiento.

¿Y si nunca fuimos modernos? Entonces la antropología comparada se volvería posible. Las redes tendrían un hogar.

¿Qué es un moderno?

La modernidad tiene tantos sentidos como pensadores o periodistas hay. No obstante, todas las definiciones designan de una u otra manera el paso del tiempo. Con el adjetivo moderno se designa un régimen nuevo, una aceleración, una ruptura, una revolución del tiempo. Cuando las palabras “moderno”, “modernización”, “modernidad” aparecen, definimos por contraste un pasado arcaico y estable. Además, la palabra siempre resulta proferida en el curso de una polémica, en una pelea donde hay ganadores y perdedores, Antiguos y Modernos. “Moderno”, por lo tanto, es asimétrico dos veces: designa un quiebre en el pasaje regular del tiempo, y un combate en el que hay vencedores y vencidos. Si hoy en día tantos contemporáneos vacilan en emplear ese adjetivo, si lo calificamos mediante preposiciones, es porque no nos sentimos tan seguros de mantener esa doble asimetría: ya no podemos designar la flecha irreversible del tiempo ni atribuir un premio a los vencedores. En las innumerables peleas de los Antiguos y los Modernos, los primeros ganan tantas veces como los segundos, y nada permite ya decir si las revoluciones culminan los antiguos regímenes o los rematan. De ahí proviene el escepticismo llamado curiosamente posmoderno, aunque no sepa si es capaz de remplazar para siempre a los modernos.

Para volver sobre nuestros pasos, debemos retomar la definición de la modernidad, interpretar el síntoma de la posmodernidad y comprender por qué no adherimos con toda el alma a la doble tarea de la dominación y la emancipación. Para resguardar las redes de ciencias y técnicas, pues, ¿hay que remover cielo y tierra? Sí, justamente: el cielo y la tierra.

La hipótesis de este ensayo —se trata de una hipótesis y en verdad de un ensayo— es que la palabra “moderno” designa dos conjuntos de prácticas totalmente diferentes que, para seguir siendo eficaces, deben permanecer distintas aunque hace poco dejaron de serlo. El primer conjunto de prácticas crea, por “traducción”, mezclas entre géneros de seres totalmente nuevos, híbridos de naturaleza y de cultura. El segundo, por “purificación”, crea dos zonas ontológicas por completo distintas, la de los humanos, por un lado, la de los no humanos, por el otro. Sin el primer conjunto, las prácticas de purificación serían huecas u ociosas. Sin el segundo, el trabajo de la traducción sería aminorado, limitado o hasta prohibido. El primer conjunto corresponde a lo que llamé redes, el segundo a lo que llamé crítica. El primero, por ejemplo, relacionaría en una cadena continua la química de la alta atmósfera, las estrategias científicas e industriales, las preocupaciones de los jefes de Estado, las angustias de los ecologistas; el segundo establecería una partición entre un mundo natural que siempre estuvo presente, una sociedad con intereses y desafíos previsibles y estables, y un discurso independiente tanto de la referencia como de la sociedad.

Mientras consideremos por separado esas dos prácticas, somos modernos de veras, vale decir, adherimos de buena gana al proyecto de la purificación crítica, aunque éste no se desarrolle sino a través de la proliferación de los híbridos. En cuanto ponemos nuestra atención a la vez sobre el trabajo de purificación y el de hibridación, de inmediato dejamos de ser totalmente modernos, nuestro porvenir comienza a cambiar. En el mismo momento dejamos de haber sido modernos, en pretérito perfecto, dado que retrospectivamente tomamos conciencia de que los dos conjuntos de prácticas siempre estuvieron ya en obra en el período histórico que culmina. Nuestro pasado comienza a cambiar. Por último, si nunca habíamos sido modernos, por lo menos a la manera en que la crítica nos lo cuenta, las relaciones atormentadas que mantuvimos con las otras naturalezas-culturas resultarían transformadas. El relativismo, la dominación, el imperialismo, la mala conciencia, el sincretismo serían explicados de otro modo, modificando entonces la antropología comparada.

¿Qué relación existe entre el trabajo de traducción o de mediación y el de la purificación? Ésa es la pregunta que me gustaría poner en claro. La hipótesis, todavía demasiado grosera, es que la segunda generó la primera; cuanto más se prohíbe uno pensar los híbridos, más posible se vuelve su cruce: ésa es la paradoja de los modernos que al fin permite captar la situación excepcional en que nos encontramos. La segunda pregunta recae sobre los premodernos, sobre las otras naturalezas-culturas. La hipótesis, también demasiado amplia, es que al dedicarse a pensar los híbridos, prohibieron su proliferación. Es ese desfase lo que explicaría la Gran División entre Ellos y Nosotros, y lo que permitiría resolver finalmente la cuestión insoluble del relativismo. La tercera pregunta recae sobre la crisis actual: si la modernidad fue tan eficaz en su doble trabajo de separación y proliferación, ¿por qué se debilita hoy en día impidiéndonos ser modernos de una buena vez? De allí surge la última pregunta, que es también la más difícil: si dejamos de ser modernos, si ya no podemos separar el trabajo de proliferación y el de purificación, ¿qué pasará con nosotros? ¿Cómo querer las Luces sin la modernidad? La hipótesis, también demasiado enorme, es que habrá que aminorar, desviar y regular la proliferación de los monstruos representando oficialmente su existencia. ¿Resultaría necesaria otra democracia? ¿Una democracia extendida a las cosas? Para responder a estas preguntas voy a tener que seleccionar entre los premodernos, los modernos, e incluso entre los posmodernos, lo que tienen de duradero y lo que tienen de fatal. Demasiadas preguntas, me doy cuenta, para un ensayo que no tiene otra excusa que su brevedad. Nietzsche decía de los grandes problemas que eran como los baños fríos: hay que entrar rápido y salir del mismo modo.

[1] Roussel-Uclaf es una filial de la firma alemana Hoechst, que produjo la RU-486, llamada la píldora del día después. [T.]

[2] Las referencias entre paréntesis remiten a la bibliografía al final del volumen.

[3] Alusión al episodio del reparto del ropaje de Cristo, que se dividieron los soldados haciendo cuatro montones, salvo la túnica, que era sin costura. Símbolo de unidad. [T.]