Cartel
Portadilla

 

 

 

 

 

 

Para Evelyn

 

I. Walking Is Still Honest

 

 

 

 

 

 

 

En 1985, con cinco años, yo todavía era lo bastante pequeño como para pensar que la letra de «Material Girl» de Madonna decía «I’m a Cheerio girl». Me quedaba frente a la pantalla del televisor en el salón de casa observando sus movimientos en silencio, pasmado, hipnotizado.

A mis padres les gustaba la música, pero no eran unos apasionados. Mi padre escuchaba sobre todo country, y en especial a Willie Nelson, mientras que las cantantes preferidas de mi madre eran Diana Ross y las Supremes. A mí había algo de la reina del pop que me llamaba poderosamente la atención: ver a Madonna mover el esqueleto me fascinaba.

Llevaba el cabello rubio oscuro y se lo habían rizado con espuma con gran cuidado. La ropa de neón y negra tenía desgarrones y estaba rota para acentuar sus curvas. Las pulseras y los collares, gruesos y pesados, le brillaban y tintineaban en los brazos y en el cuello mientras se movía al ritmo de la música. Alcé la mano y la coloqué sobre su imagen en la pantalla. «Soy yo», pensé, tan claro como el agua. Yo quería hacer eso. Quería ser ella.

La confusión cortó de raíz esta sensación de admiración. De repente, me di cuenta de que nunca sería ella, que nunca podría ser ella. Madonna era una chica, un símbolo de feminidad, segura de sí misma que cantaba y bailaba en minifalda y tacones sobre el escenario. Yo solo era un niño que vivía en un bungaló en una base militar en Ford Hood, Texas.

Mi padre se llamaba Thomas. Mi tío se llamaba Thomas. Mi primo se llamaba Thomas. Yo era Thomas James Gabel, hijo de un soldado graduado en West Point que nunca fue a la guerra, o al menos ese fue el nombre que escribieron en mi certificado de nacimiento y que nunca sentí que encajara conmigo.

 

Nací el 8 de noviembre de 1980 en el condado de Chattahoochee (Georgia), aunque nunca admití que fuera del sur. Era de Tobyhanna (Pennsylvania), Cincinnati (Ohio) y de Lago Patria en Italia. Cada cierto tiempo, mi familia metía nuestra vida en cajas y se mudaba a otro lugar, a dondequiera que destinaran a mi padre. Ser el hijo de un militar me convirtió en un alma viajera desde que nací, me hizo conocer a gente nueva, a nuevos amigos, y me enseñó distintas culturas de todo el mundo y cómo debía adaptarme a nuevos estilos de vida.

Ya desde pequeño, era una fuerza destructiva de la naturaleza. Cuando mi madre me llevaba con ella a hacer la compra, no dejaba de coger cosas de los estantes y tirarlas al suelo desde el carrito en el que me llevaba sentado.

—¡Tom! —me reñía—Tom… ¡Tom!

Un día, el viejo serio de la caja vio lo apurada que estaba mi madre y masculló:

Tom Tom the Atom Bomb.1

Desde entonces, se me quedó el nombre.

Mis padres no eran muy religiosos, pero a veces nos arrastraban a mi hermano Mark, seis años menor que yo, y a mí a la iglesia. A ambos los educaron en el catolicismo, pero la denominación de nuestra iglesia no parecía importarles: presbiteriana, metodista, lo que les conviniese más en las reuniones con otros oficiales del ejército. En cuanto a mí, la religión me era bastante indiferente siempre y cuando no acabase ardiendo en el infierno.

Tras la misa de los domingos, construía fuertes con mantas y sábanas que cubrían mi habitación de una esquina a otra. Bajo aquellos toldos fabricados con ropa de cama, creé un mundo solo para mí, mis primeras experiencias privadas y sin padres. Para ahorrar espacio de almacenamiento, mi madre guardaba sus medias en el último cajón de mi cómoda. Las encontré y mi naturaleza curiosa me llevó a probármelas. Me pregunté qué tenían de especial estos calcetines marrones arrugados que solo se ponía mi madre.

En la secreta oscuridad de mis fuertes, me tumbaba de espaldas, extendía las piernas al cielo y, despacio, me subía las medias por las piernas. La sensación del roce del nailon sobre la piel era casi hipnotizante.

«Esto debe de ser lo que se siente al ser una mujer», me dije a mí mismo.

Mi padre entraba y veía las tiendas de campaña que había hecho con las sábanas y las mantas apoyadas en los muebles.

—Tommy, ¿qué cojones haces ahí? —ladraba.

—¡Nada! —respondía, y me quitaba las medias y las escondía tan rápido como podía.

Nadie me dijo nunca que lo que hacía en mi fuerte fuera un comportamiento indecente. Yo sentía que estaba mal, como si hubiese nacido con ese pudor. Ya me habían pillado jugando a las Barbies con una vecina. La reacción de mi padre fue una fría mirada de desaprobación y un nuevo muñeco de G. I. Joe. Era para decirme abiertamente que «los niños no juegan con muñecas como las niñas», y eso fue todo.

Mi padre fue un hombre cariñoso que se volvió frío tras el servicio militar. La cultura militar se ciñe a estrictos estándares sobre lo que es normal y lo que no, y se entrena a las tropas según estas reglas. Mi padre era demasiado joven como para ir a la guerra de Vietnam, pero si hubiese sido lo bastante mayor, se habría alistado voluntariamente para ir. En cambio, se alistó en la Academia Militar de los Estados Unidos y se graduó con la promoción de 1976. Quería ser soldado, como su padre, quien había servido como piloto en la Segunda Guerra Mundial. Papá hacía que la academia militar sonara divertida, con sus historias de las peleas de bares y las novatadas, de las escapadas nocturnas con sus amigos conduciendo a todo gas de punta a punta del país sin pegar ojo. Era experto en mecánica y había reconstruido dos Jaguar E-Type de 1967 en el garaje de su madre; con el primero de ellos tuvo un trágico accidente.

Me encantaba oír aquellas historias sobre su juventud alocada, pero fueron cada vez menos frecuentes según ascendía de rango. Era un hombre firme, estoico y, aunque me intimidaba, me enorgullecía de él cuando me recogía del colegio vestido con la ropa de trabajo, con sus botas negras relucientes y las gafas de aviador. La gente saludaba a mi padre al pasar. Lo conocían como el comandante Gabel, y nunca habría permitido que su hijo mayor se vistiera con la ropa de su mujer.

La confusión que me provocaba sentir interés por el cuerpo y la ropa de mujer creció mientras fui a la escuela. Cuando veía a mujeres mayores por la calle, quería ser tan guapa como ellas. A los ocho años, pillé una versión modificada de La semilla del diablo que daban a última hora de la noche en la tele. Mientras la mayoría de los niños habría evitado la película de terror de Roman Polanski, a mí me atrajo la belleza de Mia Farrow. Llevaba el pelo rubio cortado a lo pixie, no muy diferente del mío. Sabía lo que se sentía al tener el pelo tan corto, así que ella hizo que la feminidad fuese algo real y alcanzable para mí. No tenía ni idea de qué clase de adulto llegaría a ser, pero ella me dio algo a lo que aspirar. Quizá, solo quizá, un día me parecería a ella.

La música me ayudaba a sobrellevar estos sentimientos. Descubrí las bandas de glam metal de los 80 como Poison, Warrant y Bon Jovi. El primer casete que tuve fue el álbum Hysteria de Def Leppard, que compré en un economato militar porque me gustó la portada. Mostraba dos rostros gritando en medio de un triángulo psicodélico. Pero la banda con la que me obsesioné fue Guns N’ Roses. Su música me atraía porque invitaba al peligro. Temía que mis padres vieran la parte interna del libreto. Las pintas de los miembros de la banda y, en especial, la del esbelto vocalista Axl Rose era la que más me emocionaba porque era andrógino. Con el pelo largo y la ropa ceñida, se desdibujaban los contornos. Me costaba decir si los miembros de la banda eran chico o chica y eso me gustaba.

Después de pasar horas y horas observando con atención las fotos de estos álbumes, supe que quería tener mi propia banda. Se me empezaron a ocurrir nombres, como The Leather Dice, que escribía con rotulador indeleble en la espalda de la chaqueta vaquera. Practicaba los movimientos del escenario rasgando, al ritmo de las canciones, las cuerdas de una raqueta como si fuese una guitarra. Al final, decidí que tenía que buscarme una de verdad.

Con el dinero que había ahorrado por cortar el césped, pedí por correo una guitarra acústica Harmony de cien dólares del catálogo de Sears. La espera fue insoportable. Ya sabía quién quería ser y estaba impaciente por empezar. Mis padres me pagaron clases de guitarra con la mujer de uno de los soldados, pero no me sirvieron de nada. Así que, en su lugar, aprendí de oídas: escuchaba mis álbumes favoritos y tocaba a la vez que los reproducía. Como la mayoría de los chavales que tuvieron su despertar musical en los 90, una de mis primeras experiencias fue con «Smells like teen spirit» de Nirvana. La completa simplicidad de la canción enseñó a innumerables aspirantes a rockeros como yo a componer acordes estridentes con los que sacar de quicio a sus padres. Kurt Cobain, el líder de la banda, provocó él solito que toda una generación de deditos se encalleciese con esos acordes de apertura.

Durante cuatro años, de los ocho a los doce, viví con mi familia en Italia, que fue como una tierra prometida para mí. Entre nuestros vecinos había familias italianas, británicas, australianas y alemanas, tanto soldados como civiles. Allí, prácticamente viví al aire libre, corría como un loco, jugaba a la guerra, exploraba los acres de vergeles que había en la parte trasera de la casa. No me costó hacer amigos en el vecindario, pero aprendí a no encariñarme demasiado con otros niños porque solían mudarse a menudo. Un día podías estar jugando al escondite con tu amigo y, al siguiente, destinaban a su padre a la otra punta del mundo. Podías considerarte afortunado si tenías la oportunidad de despedirte.

Mi madre se enfrascó de lleno en la cultura italiana. Hablaba el idioma con fluidez y se apuntó a clases de cocina. Insistió en exponernos a mi hermano y a mí a todo lo que pudiera del país. Mi padre las pasó canutas para adaptarse. El ejército animaba a respetar e interesarse por la cultura local, pero para los italianos, la presencia del ejército de los Estados Unidos solo podía significar una invasión non grata de las tierras italianas.

Si mis padres ya arrastraban problemas matrimoniales yo no me había dado cuenta y solo me percaté de ellos cuando se intensificaron tras el recrudecimiento de la guerra del Golfo con la llamada Operación Tormenta del Desierto. Había mucha tensión entre las familias de los militares destinados en el extranjero. Allí aprendí el concepto «amenaza terrorista». Los controles ante posibles bombas bajo el autobús escolar se convirtieron en parte de mi rutina diaria. También había soldados armados montando guardia en la azotea mientras los profesores daban clase. La cadena de televisión de las Fuerzas Armadas, la única que teníamos en inglés, tan solo ofrecía cobertura de la guerra las veinticuatro horas del día.

Mi padre vio que esta iba a ser su última oportunidad de ir a la guerra y, prácticamente, rogó a sus comandantes que le diesen el permiso para ir. Sin embargo, por los motivos políticos y estratégicos que fueran, nunca se lo dieron, y lo mantuvieron en la retaguardia con un puesto en la otan en Nápoles mientras todos sus compañeros se marcharon a jugar a la guerra. Un día, a sabiendas de que nunca llegaría a utilizarla en combate, me regaló su máscara antigás para que jugase con ella. Había llegado a la cima de la cadena de mando militar y eso le causó una gran frustración.

La comunicación entre mi madre y él se fue deteriorando día tras día. Esto hizo que comenzaran a gritarse y a discutir, normalmente por la mañana o por la tarde cuando papá volvía de la base. Al final, dejaron de hablarse.

Poco antes de cumplir trece años, mis padres se separaron por motivos que no me terminaron de explicar. Un día, mi madre me llamó a su habitación de costura y me dijo que estaba pensando en marcharse y que quería llevarse a Mark con ella. A mí me dio a elegir si ir con ellos o quedarme con mi padre. La situación me hizo sentir fatal, pero la escogí a ella porque sentía que la traicionaba si no lo hacía. Como consecuencia no pude evitar sentir que estaba traicionando a mi padre. Tras aquel día, mi madre me dijo que todo habría acabado mucho antes si no se hubiese quedado embarazada de Mark.

La clase dirigente del ejército veía con malos ojos el divorcio y que las mujeres abandonasen a los oficiales, así que mudarse fue un proceso largo y arduo para mi madre. Estuvo durmiendo sola en la habitación de Mark durante dos años y yo dormía en un catre a su lado. Mi padre y Mark compartían la habitación de matrimonio. El ambiente en casa era tenso. Mi padre dejó de darle dinero a mi madre y de pagar nuestras necesidades básicas. Cuando el coche de mamá se estropeó, no lo arregló. Básicamente, la hizo prisionera.

Por la noche, oía repiquetear el teclado del despacho de mi padre. Se sentaba frente al ordenador durante horas. Nunca me dijo en qué estuvo trabajando todas esas noches, pero creo que escribía una especie de diario para librarse de esos sentimientos que nunca expresaba.

Al final, mi madre nos llevó a mi hermano y a mí a vivir con su madre, la abuela Grace, en su apartamento de jubilada en Naples, Florida, y mi vida entera cambió. De repente, era hijo de divorciados y mi madre, una mujer divorciada con dos hijos que empezaba de nuevo tras trece años de matrimonio. No tenía dinero, ni trabajo, ni coche, ni casa. Mi padre se quedó en la base de la otan en Italia, donde lo pusieron bajo vigilancia por miedo a que se suicidara. Mi hermano y yo no lo vimos hasta pasado un año.

Odié Florida desde el primer momento. Hacía calor y era aburrida. Habíamos comido auténtica comida italiana durante cuatro años, pero en cuanto pusimos un pie fuera del avión en el Aeropuerto Internacional de Florida Suroccidental, nuestras únicas opciones para celebrarlo era ir al restaurante de comida italiana Olive Garden o a un Domino’s Pizza. El rango de mi padre ya no importaba en la escuela. Así era la vida de un civil. Lo que importaba en el condado de Collier era el tamaño de la cuenta bancaria de tus padres.

No encajé con los compañeros en el nuevo instituto y ninguno se interesó en conocerme. Y estuvo bien, porque de todas formas yo tampoco quería ser su amigo. No eran hijos del ejército como yo. Todos habían crecido aquí y yo era el rarito recién llegado. Era diferente. Vestía con ropa de United Colors of Benetton y ellos llevaban zapatillas Air Jordan. Tenía una bici playera, cesta incluida, heredada de mi abuela, mientras que todos los demás tenían bicis bmx de acrobacias. Hasta los profesores me trataban como un paria. En Italia, los profesores creían que era excepcional, se relacionaban conmigo y me incluían en los cursos para superdotados. Sin embargo, en Florida me trataban como si fuese invisible. No conocía a otros chavales de mi clase que tuviesen padres divorciados y sentí que aquello era un estigma. No parecía que Naples fuese un destino militar al que solo tendría que adaptarme por un tiempo, sino que me quedaría allí, solo y atrapado, por el resto de mis días. Solo quería tener a mi padre de vuelta.

Como madre recién divorciada, mamá se volcó por completo en la iglesia y aprovechó las ofertas extraescolares que tenía para dejarnos a Mark y a mí mientras hacía horas extras en una tienda de marcos. Los tres primeros conciertos que di en directo fueron delante de los parroquianos en concursos de talentos. Me inscribí con R. J. y Nick, otros dos chavales en el grupo juvenil. Llamamos a la banda Black Shadows. Mientras tocábamos, sentí que el Espíritu Santo me llenaba, aunque no estoy segura de que alguien lo viese dentro de mí. En estos tres primeros conciertos, tocamos covers de canciones: primero, una versión a capela de «Bohemian Rhapsody» de Queen y al año siguiente una versión acústica de «Imagine» de John Lennon.

Por último, tras arrasar con «Heart-Shaped Box» de Nirvana como una banda completamente electrónica, pidieron que no actuásemos más. También le dijeron a mi madre que pensaban que tenía problemas porque habían visto las marcas de los cortes que me había hecho en los brazos y en las piernas, un hábito que adopté para impresionar a las chicas guapas del instituto. Solía grabarme el nombre de la que me gustaba en el hombro o me hacía cortes en los antebrazos para llamar su atención. Era un dolor intenso, pero compensaba, porque hacía que las chicas se fijasen en mí. Por desgracia, también lo hicieron los curas del grupo juvenil. La iglesia me dio dinero para que fuese al psiquiatra y me dijeron que no volviese hasta haber recibido ayuda. Cuando la iglesia te da la espalda, te hace sentir como si el mismísimo Dios te rechazase, es como si te dijeran que estás tan roto que ni siquiera Él puede remediarlo.

Pasaba mucho tiempo en casa. Por suerte, teníamos tele por cable en casa de mi abuela, así que me pasaba horas viendo la mtv. Me quedaba enganchado al programa, esperando que los presentadores pusieran otro videoclip de Nirvana o Pearl Jam. Cuando me cansaba, me encerraba en el baño y me probaba los vestidos que mi madre había dejado en el cesto de la ropa sucia. Me quedaba allí todo el tiempo que podía, mirándome en el espejo y deseando ser otra persona. Deseando ser ella.

¿Quién era «ella»? Ella era la persona que imaginaba que yo era en otra dimensión, en una vida pasada o en un sueño. No había oído hablar de la «disforia de género»; de que tu identidad de género psicológica y emocional puede no corresponderse con el sexo que te asignaron al nacer. Pensaba que tenía esquizofrenia o que mi cuerpo estaba poseído por dos demonios, uno masculino y otro femenino, que luchaban por lograr el control.

Miraba mi cuerpo con un vestido puesto y desenfocaba la vista hasta que casi parecía real. Arrastraba la mirada hacia arriba, esperando ver su rostro, pero solo encontraba a un adolescente inseguro vestido con ropa de mujer. Repetía el proceso hasta que llegaba la hora de quitarme el vestido y ponerme en marcha. Tiraba de la cadena y fingía que me lavaba las manos antes de volver a la realidad.

Me dejé crecer el pelo hasta los hombros para aparentar un aspecto rebelde y de rock and roll e imitar a las bandas cuyos posters había colgado en las paredes de mi cuarto. Sin embargo, en secreto, solo quería tener el pelo como las chicas de mi edad. El pelo largo y las camisetas de grupos de música me granjearon la etiqueta de friki en el instituto y, entonces, empezaron las peleas. Siempre había alguien esperándome a la salida de clase o de camino a casa para echárseme encima. Nunca se me dio bien pelear; era demasiado alto y desgarbado, ya en aquel momento casi había alcanzado el metro ochenta que mido ahora. Siempre acababa magullado y lleno de sangre.

Uno de mis encuentros más violentos fue con un miembro del equipo de fútbol a quien le encantaba hacer bullying a chavales como yo, aunque este fue merecido: me había metido con él porque se afeitaba las piernas. Como si de una película de John Hughes se tratase, el tío me amenazó con darme una paliza después de clase.

—A las tres en el pasillo de la entrada —dijo—. Como no estés allí, voy a buscarte.

Aparecí, pero antes de que pudiera decir o hacer nada, su amigo cargó por detrás y me tiró al suelo de un golpe en la cabeza. Caí al lado de unas latas de pintura que había junto al cuartito del conserje. Cogí una y empecé a moverme con todas mis fuerzas. Los golpeé tantas veces como pude y, entre puñetazo y puñetazo, se estrellaron contra mí mientras otros chavales alentaban la pelea. Uno de los gerentes apareció y todos nos escabullimos. Salí del edificio y corrí en dirección al centro comercial, mientras los deportistas se metían en el coche para perseguirme. Tenía la cara hinchada y me escondí tras un cubo de basura en el aparcamiento hasta que anocheció.

No tardé en perder las ganas de ir a clase y me hice experto en hacer novillos. Por las mañanas, salía de casa para ir al instituto como de costumbre, pero en vez de eso, me escondía en la parte trasera de una cafetería a fumar hasta asegurarme de que mamá se hubiera ido al trabajo. Entonces, era libre de sentarme en casa, ponerme uno de sus vestidos y beber Kahlúa y licores de crema del mueble bar mientras veía telenovelas. Emborracharme en soledad se convirtió en algo rutinario y fue la antesala natural de mi interés por las drogas.

Las drogas formaban parte de la cultura de Naples. El sur de Florida era el punto de entrada internacional del tráfico de drogas en Estados Unidos. Si fallaban los puntos de entrega, los kilos de droga caían del cielo, llegaban a la costa e iban a parar a los brazos de los ayudantes del sheriff. Para los chavales de mi edad, era más fácil comprar cocaína que alcohol. Si te quedabas merodeando un viernes por la noche fuera del centro comercial fumando un cigarrillo, te incluían en el grupo de los chavales que querían ponerse hasta el culo. Después de fumar por hábito, empecé a fumar hierba, a tomar ácido y setas alucinógenas que se podían recoger con facilidad en los huertos tras las lluvias de verano. A excepción de esnifar, estaba dispuesto a probar todo lo que llegara a mis manos y siempre quería más. Probé la cocaína por primera vez con trece años cuando me metí unas rayas en el baño de la biblioteca apoyado en un ejemplar de Una hija de las nieves de Jack London.

A base de experimentar, me di cuenta de la forma en que cada droga afectaba a la disforia. Cuando fumaba maría, lo que parecía una fantasía se volvía más real y me daba menos pánico; el tiempo se detenía. Cuando bebía o me metía coca, me quedaba atontado y dejaba de importarme no ser ella. Lo único que quería era otra copa o meterme otra raya. Sin embargo, con los alucinógenos no solo me convertía en ella por completo, sino que desconectaba totalmente de la realidad.

Un año después, destinaron a mi padre de vuelta a Estados Unidos, a la base Fort Leonard Wood, en Missouri, donde se acabaría retirando tras veinte años de servicio y después de casarse con una mujer casi veinte años más joven que él. Para mí y para Mark era obvio que ella no quería saber nada de niños y mucho menos de los hijos del matrimonio anterior de su nuevo marido. Papá ni siquiera nos lo anunció. Nos enteramos porque nos dimos cuenta, gracias a las cartas que le mandábamos a casa, de que ella se había cambiado el nombre. Mark y yo nos dividimos el tiempo; pasábamos el curso escolar en Florida y los veranos en Missouri, pero ninguno de los dos fuimos capaces de recuperar la relación con nuestro padre tras el divorcio.

Odiaba Missouri casi tanto como Florida. La casa de mi padre estaba a kilómetros de distancia de la base, aislada en medio del Bosque Nacional Mark Twain, donde no llegaba la tele por cable y, por tanto, no podía ver la mtv. Vagabundeaba por los bosques y rezaba por que me topase con una plantación de marihuana como las que había visto en las redadas de droga de la tele. Como no tenía otra forma de cogerme una cogorza, me dediqué a robar las cervezas de mi padre y tomarme un lingotazo de aguardiente cuando se iba a dormir.

Le pedí a papá que me hiciese una habitación en el sótano. Al igual que los fuertes de mi infancia, me gustaba el aislamiento que ofrecía. Aquella penumbra cavernosa me dejaba dormir durante el día, y por las noches podía hacer lo que quisiera después de que todos se hubiesen ido a dormir.

Por las noches me desvelaba, así que rebuscaba entre los viejos baúles militares de mi padre para ver fotos y leer cartas. Las cajas hablaban de la vida anterior de mi padre; de la mitad de las posesiones de mi familia que se habían repartido en el divorcio. En una de ellas, encontré el vestido de boda de mi madre. Me pasé todo el verano en aquel sótano vestido de novia, y solía beber Miller Lite mientras tocaba la guitarra o escribía.

Cogí la costumbre de escribir en un diario en tercero, cuando destinaron a mi padre a Alemania para un ejercicio de entrenamiento de un mes y tuvo que sacarnos a Mark y a mí de la escuela. Como iba a perder muchas clases, mi profesor me dijo que empezara un diario y escribiese todos los días mis experiencias del viaje. Escribí la visita al campo de concentración de Dachau a las afueras de Múnich. Mientras caminaba por aquellos campos en los que miles de judíos habían sido asesinados por un nazi demente, supe que el demonio existía. También anoté el día en que vi a mi hermano salir corriendo entre el tráfico y cómo un camión de reparto lo atropelló y le pasó por encima de las piernas. Estuvimos toda la noche en el hospital con él. Aquello le afectó, pero, por suerte, sus huesos jóvenes no se rompieron bajo las ruedas del camión. La experiencia fue traumática, pero me enseñó el valor de expresarme sobre el papel. Su esencia confesional me resultaba terapéutica. Cuando volví del viaje, leí las entradas delante de toda la clase y me pusieron un sobresaliente en el trabajo. Después de aquello, nunca dejé de escribir en el diario.

Lo único que rompió la monotonía de Missouri fue la escapada a la cabaña del lago de mis abuelos en el noroeste de Pennsylvania, donde tenía una habitación en el ático para mí solo. Una noche, encontré un calendario deportivo que incluía un artículo de dos párrafos sobre Renée Richards, la jugadora de tenis profesional que había pasado por una operación de cambio de sexo de hombre a mujer.

Aquella fue la primera vez que oí hablar de ese concepto. No podía creer que algo así fuese posible. En el santuario del ático, leí aquellos párrafos una y otra vez. Lo deseaba con todas mis fuerzas, pero no sabía cómo hacer que sucediera. Todas esas noches en vela rezándole a Dios para que me concediese este milagro nunca tuvieron respuesta. Cuando todos dormían, en un momento de pura desesperación, recurrí a Satanás.

Allí, sobre el catre colocado entre las cajas, bajo una bombilla de esas que se encienden con una cuerda, me arrodillé frente a la cama, saqué un pedazo de papel y utilicé el calendario deportivo como escritorio, la pluma de un pájaro a modo de bolígrafo y mi navaja suiza del ejército. Me hice un corte en el pulgar. Mojé la punta de la pluma en la gotita que comenzaba a salir, y comencé a escribir: «Juro lealtad al Príncipe de las Tinieblas a cambio de…».

Juré hacer lo que fuera. Ofrecí mi alma, y hubiera ofrecido cualquier cosa a cambio. Rogué a Satanás que, por favor, por favor, me despertase siendo mujer. No una muchacha, no, una mujer adulta; una emancipación instantánea para huir y escapar de todo. En mi cabeza había trazado un plan complicado. A la mañana siguiente, me despertaría antes que el resto de la familia y desaparecería entre los árboles del bosque; no volverían a verme nunca. Escribí el contrato y lo firmé con mi propia sangre, pero, claro está, nunca me desperté con el cuerpo de mujer que deseaba.

La pubertad llegó y, con ella, un torrente de testosterona arrasador. Mi cuerpo empezó a cambiar y comencé a sufrir la presión social sobre las experiencias sexuales. El mero hecho de pensar en ello me aterrorizaba.

No sé cómo empecé a salir con una chica de segundo de carrera, y mucho menos con una tan guapa como Tami. Todavía no tenía edad de sacarme el carnet, así que a veces tenía que pedirle a mi madre que me llevara a su casa. Tami ya había tenido relaciones y yo no. Parecía estar muy fuera de mi alcance. Una de las chicas de la iglesia me había hecho una mamada y me dejó hacerle un dedo, pero nunca había llegado hasta el final. Estaba aterrorizado y, a la vez, aliviado cuando Tami y yo comenzamos a salir porque sabía que, casi con total seguridad, perdería la virginidad con ella.

Una noche, su madre alcohólica se había quedado inconsciente en la otra habitación y nosotros estábamos viendo Hackers, una de las primeras películas de Angelina Jolie, en el sofá de la sala de estar. Ninguno de los dos tenía el más mínimo interés en la película. Estaba ahí sentado, nervioso; mientras pensaba en cómo dar el paso, me cogió de la mano y me llevó a su cuarto. Las luces del salón se quedaron encendidas. Me empujó hacia la cama y comenzó a quitarse la ropa. Yo la imité. Desnudos, se sentó a horcajadas sobre mí. Ahí estaba. El momento había llegado. Iba a practicar sexo. Sentía cómo me ardía la piel. Me había ruborizado de lo nervioso que estaba y sudaba la gota gorda antes de que empezara la acción. Me introdujo en su interior y… el éxtasis. Había vuelto a nacer. Me corrí en cuestión de segundos.

—Antes de que te corras, para y ponte el condón, ¿vale? —me susurró en el oído.

—Eh, creo que es un poco tarde para eso…

Salimos cuatro meses, rompí con ella después de que me contara que se había acostado con su ex. Sin embargo, aquel tiempo fue como la mili del sexo. Me enseñó a follar y me dijo con exactitud lo que le gustaba y lo que no; le faltó poco para hacerme un esquema. Su cuerpo me fascinaba. Y follar me gustaba casi tanto como las drogas; cada cosa era una forma de escape distinta.

La avalancha de hormonas de la pubertad intensificó mi disforia y cada vez me sentía más enfadado y confuso. ¿Por qué estaba tan desesperado por ser una chica, pero, al mismo tiempo, me enamoraba hasta las trancas de las chicas del instituto? Tenía miedo de ser gay. La intimidad me asustaba. ¿Me querría alguien si descubría mi secreto? ¿Y sería amor verdadero si le escondía esta parte de mí? Este caos de pensamientos me llevó al primer episodio memorable de depresión, una enfermedad mental presente en ambas ramas de mi familia. La abuela Grace, que nunca se volvió a casar después de que su marido muriese de un ataque al corazón en 1964, solía caer en depresión y se quedaba en la cama durante días. La ingresábamos en el hospital para que la trataran y, un mes después, salía de allí; a los seis meses, volvía a estar ingresada. Sentí que entendía su desesperación.

Aunque confiaba en que las drogas y el sexo me mantuvieran a flote, mi mayor distracción y fuente de alivio ante la depresión llegó cuando descubrí el punk rock.

—Tienes que escuchar este disco —dijo Debbie, y me pasó una copia de Dookie, de Green Day. Debbie y su marido, Sam, eran los dueños de Offbeat Music, la única tienda de música independiente del suroeste de Florida en aquellos tiempos.

—La banda está a punto de pegar fuerte —me aseguró—. ¡Anímate antes de que se vuelvan unos vendidos!

No tardé en ver el videoclip que hizo Green Day para «Longview» en 120 Minutes de la mtv, un programa por el que me quedaba despierto hasta tarde los domingos por la noche, aunque me levantase reventado los lunes por la mañana. El videoclip era todo lo que Debbie me había prometido: un puñado de punks vagos que veían la televisión para matar el aburrimiento que les producía vivir en las afueras. No se me escapó la metanaturaleza de esto. Una noche, vi un episodio presentado por Tim Armstrong y Lars Frederiksen de los Rancid, dos punks con el pelo de punta al estilo mohawk, tatuajes y chupas de cuero cubiertas por completo de pinchos metálicos. Parecían salidos de otro planeta. Al día siguiente, me presenté de inmediato en Offbeat para buscar todos los discos de las bandas de las que habían puesto el videoclip. Cada uno de esos discos me llevó a descubrir otros grupos y se me abrió un mundo musical totalmente nuevo: The Clash, X, Operation Ivy, Ramones, nofx, y una lista interminable con muchas otras bandas.

Con la cuchilla y las tijeras de mi madre, me corté el pelo y me afeité los laterales como los mohawks para ponérmelo de punta con gel fijador. Robé un par de Levis del centro comercial y pedí una camiseta de Discharge por catálogo de una tienda punk. Esto, combinado con unas botas negras de combate, se convirtió en mi uniforme. Nunca me cambié de ropa ni la lavé. Si me salían boquetes en los vaqueros, les cosía parches de grupos punk. Inspirado por una foto del cantante de Germs, Darby Crash, me perforé la oreja con un imperdible y comencé a coleccionar piercings: me hice unos cuantos en las orejas, otro en el septum, dos en los pezones y uno en el pene. Llevaba una gruesa cadena enganchada a un candado que me había colgado del cuello. Nada de esto era lo ideal en el calor sofocante y la lluvia constante de Florida, pero estaba dispuesto a sufrir por la moda punk.

Green Day estaba de gira en Florida y una de las paradas era en el estadio Edge de Orlando. Un amigo de clase llamado Dustin Fridkin también era fan de los Rancid y Green Day, así que su padre nos compró entradas y se ofreció a llevarnos. Antes del concierto, nos teñimos el pelo de verde.

Estábamos de pie entre los espectadores, esperando a que la banda saliese al escenario. De pronto el nuevo disco de los Rancid comenzó a sonar por los altavoces del estadio.

—¿Qué mierda han puesto? A ver si Green Day no tarda en salir —se quejaron unas chicas que estaban delante de nosotros.

Dustin y yo nos miramos y pusimos los ojos en blanco. Como ya los conocíamos, estábamos más tranquilos que ellas.

Cuando la banda al fin salió, el suelo ante nosotros se abrió de inmediato con una violencia de la que solo había oído rumores: era una fosa circular. Era aterrador, pero no había duda de a dónde nos dirigíamos. Era el último paso en nuestra iniciación. Volaban puñetazos y la gente nos pasaba por encima de la cabeza. No importaba cuantas veces nos empujasen fuera del círculo, nosotros nos volvíamos a meter hasta que terminó el concierto.

Mientras esperábamos al padre de Dustin en el bordillo frente al estadio, con el cuello de las camisetas desgarradas, llenos de sangre y hematomas, con el tinte verde por toda la cara, vimos el futuro.

—¡Deberíamos fundar nuestra propia banda! —dije.

El punk era la salida perfecta para un joven marginado de Naples. En la ciudad había sobre todo turistas, ricos, blancos y viejos. Eran quienes pagaban los impuestos, así que se beneficiaban de la mayoría de los servicios públicos. No interesaba ver ni oír a la juventud. No había ningún sitio al que ir ni nada que hacer a parte de nadar en la playa (y yo la odiaba). Después de mi ruptura con Tami, empecé a verme con una chica llamada Jenn. Empeñé el cromo de béisbol de Mickey Mantle que mi padre me había regalado para pagar una escapadita para los dos. Llegamos hasta la estación de Greyhound en Fort Myers, la primera ciudad en dirección norte por la I-75, antes de que nos encontrara el departamento de policía. Mi madre había denunciado mi desaparición cuando volvió del trabajo a la hora del almuerzo y encontró mi nota de despedida en la mesa de la cocina. Después de aquello, estuvimos castigados durante semanas. Me sentí atrapado y pensé que nunca saldría de Naples con vida.

El punk rock era un modo de liberación para luchar contra la intolerancia de la ciudad. Los gilipollas del equipo del instituto me daban palizas y me llamaban maricón, la iglesia y Dios me daban la espalda y condenaban mi alma, y los profesores querían borrar mi individualidad. Fue la fuerza nihilista y autodestructiva del punk rock la que me salvó. Vive rápido, muere joven.

Sin embargo, todo cambió de verdad el 4 de julio de mis quince años. Lo que hasta ese momento no había sido más que teoría punk se convirtió en algo muy real. Yo era un muchacho desgarbado que se parecía a Sid Vicious. Pesaba cuarenta y cinco kilos, era un sucio y maloliente imán para los problemas al que además le gustaba abrir la bocaza. Un día, me pasé de listo con los polis equivocados.

Estaba buscando a unos amigos en la pasarela de la playa y oí una voz grave y autoritaria a mis espaldas que me decía:

—¡Hora de circular, chico!

Me giré y vi a dos policías, un hombre y una mujer. El que había hablado era clavado a Erik Estrada de CHiPs, con el mismo pelo cardado, las mismas gafas plateadas de aviador, con un pulgar metido en el cinturón junto a la pistola, y me señalaba con la otra mano mientras me ladraba órdenes. Me escabullí entre la multitud de familias patrióticas vestidas de rojo, blanco y azul.

—¡Chico, te he dicho que circules! —dijo cuando volvió a encontrarme.

Antes de que pudiera responderle, me retorció los brazos en la espalda. Me llevaron del hombro y me golpearon la cara contra el coche patrulla del condado de Collier, que se había estado cociendo al sol todo el día. Intentaba separarme del metal abrasador, pero volvían a bajarme la cabeza. Me retuvieron entre los dos policías, me separaron las piernas y me vaciaron los bolsillos.

—Putos nazis, ¡putos fascistas gilipollas! ¿Qué cojones he hecho para que me arrestéis? ¡Que os jodan! ¡¡¡Que os jodan!!! —grité. El policía me agarró del pelo, me golpeó varias veces la cabeza contra el capó y me puso unas esposas, abrió la puerta del coche patrulla y me empujó al interior mientras aparecían más policías.

Me miró desde el otro lado de la ventana abierta, y me vi reflejado en sus gafas.

—Vas a ir a chirona, cabrón.

Reuní toda la saliva que pude en la boca y le escupí a la cara.

Abrió la puerta de un tirón y me sacó a la fuerza. Caí de rodillas y dos policías me agarraron de los codos para levantarme. Las muñecas esposadas soportaban todo mi peso y empecé a dar patadas sin llegar a golpear nada. Otros dos policías vinieron corriendo y me cogieron de las piernas. Los refuerzos seguían llegando. Me llevaron al otro lado del coche y me tiraron al suelo. Alguien me aplastó la cabeza con una bota y me hincó la rodilla en la espada. Me ataron los pies con una presilla. Maniatado e indefenso, me levantaron como si fuese una bolsa y me llevaron de vuelta al interior del coche mientras los cerdos se reían por cómo me retorcía.

Cuando llegamos a la comisaría, tras aparcar en el área de recepción del calabozo, abrieron las puertas de atrás a la altura de las rodillas y escuché una voz que decía:

—Te voy a soltar los tobillos. Como me des, te mato.

Sentado a solas en una celda, esperando a que me ficharan y me soltaran, el que se parecía a Estrada entró y se sentó frente a mí.

Tom Tom the Atom Bomb

Me ayudó incluso a comprarme un coche cuando me saqué el carnet, un Buick LeSabre de 1976. Poco después, estaba dando una vuelta con mis amigos y acabé en una persecución de coches con algunos miembros del equipo de fútbol que iban en un Mazda Miata que no era rival para el motor 350 V8 del Buick. Después de echarlos a la cuneta pensé que los había perdido, pero me siguieron hasta casa. Llevaba un machete bajo el asiento porque nunca se sabe cuándo podía hacerte falta. Lo cogí, salté de mi coche y empecé a golpear el capó del suyo. Abrieron las puertas de golpe y cargaron contra mí. Me llamaron gallina porque no iba a matarlos con el machete. Mis amigos corrieron hacia mi casa, así que me enfrenté a ellos. Mi madre se despertó por el ruido. Bajó corriendo al jardín enarbolando un bate de béisbol para asustar a mis agresores. Empezamos a gritarnos hasta que mi madre se quedó congelada, se llevó la mano al pecho y cayó de rodillas. Los tíos se quedaron tan impactados que volvieron al coche y salieron cagando leches. Mientras tanto, mi padrastro y yo la llevamos corriendo a la sala de urgencias. El médico nos dijo que le había dado un ataque al corazón del estrés. Le había provocado a mi madre un infarto, literalmente.

Después de aquello, fue un poco más permisiva con mi alcoholismo. Decía que, si iba a emborracharme, prefería que lo hiciese en casa en vez de acabar en una pelea o en el calabozo. Mi habitación, que tenía una entrada a parte, se convirtió en el lugar de encuentro de mis amigos.

En 1997, a punto de cumplir diecisiete años, descubrí el peace punk inglés; The Mob, Zounds, Poison Girls y, por supuesto, Crass, que sigue siendo mi grupo favorito. También me interesé por Profane Existence, un colectivo anárquico punk de Minneapolis que se había asociado con bandas más pequeñas y vocales con conciencia política como Man Afraid, Civil Disobedience, Destroy y State of Fear. Iba a sus conciertos, leía fanzines y coleccionaba discos.

Mi interés por estas bandas tenía tanto que ver con su música como con su aspecto de DIY o «hazlo tú mismo», sus valores éticos e ideas anarquistas. Para ellos, no era una cuestión de dinero. Convertían la música en un acto de protesta política en nombre de la revolución y la libertad. Estas bandas querían empoderar a su público. Me estudié las letras y, al igual que ellos, no me importaba pasar hambre por mis ideales. Que le den a la mtv y a los grandes sellos discográficos. Que le den al arte comercial. ¡Que le den al sistema capitalista! No quería tener ningún tipo de relación con nada de esto. Todos los discos y casetes nuevos que estaba descubriendo hacían que la música fuese más accesible que nunca.

Tenía algo de experiencia tocando en grupos aquí y allá. Dustin tenía una guitarra y practicábamos en su sótano (una rareza en Florida debido al alto nivel freático del Estado); para mi cumpleaños, mi madre me compró un bajo Fender P en una tienda de empeños. Fundamos una banda llamada Adversaries; el concierto más grande que dimos fuera de la ciudad fue en Gainesville (Florida) en el Hardback, un bar punk de mala muerte legendario que cerraría en cuestión de meses. Después de que Adversaries se disolviera, toqué de bajista en un grupo grindcore llamado Common Affliction que, básicamente, solo era una elaborada excusa para comer tacos con mis amigos.

Estas bandas tocaban por diversión y no tenían intención de llegar más lejos. Pero yo quería componer en serio. Me di cuenta de que, como nadie iba a hacerlo por mí, debía hacerlo yo mismo. Así que me propuse un objetivo asequible: componer y grabar diez canciones.

Por aquel entonces, todavía no tenía una guitarra eléctrica. Y si no recuerdo mal, había cambiado la antigua batería por maría. Así que grabé las canciones en mi cuarto con una guitarra acústica, un bajo eléctrico y unos micrófonos robados en un casete de cuatro pistas que mi madre me había dado. También diseñé la portada: un collage de un prisionero de guerra vietnamita con los brazos atados a la espalda. Arriba, garabateé dos palabras que encapsulaban mi angustia adolescente; dos palabras que marcarían las dos décadas siguientes de mi vida, palabras que establecerían el patrón de mi carrera musical y que ya no podría separar de mi propio nombre. Lo llamé Against Me!

Tras dominar el delicado arte de tangar fotocopias gratis de Kinko’s (un rito por el que pasaba cualquier punk que se sacaba él solito las castañas del fuego), las doblaba y colocaba el cuadernillo en las carátulas de plástico de los casetes que había mezclado hasta conseguir un pequeño alijo de cintas de Against Me! Mis antiguos compañeros de grupo odiaban las canciones y por un buen motivo: eran jodidamente horribles. Sin embargo, me encantaba el proceso. Me encantaba crear. Me encantaba lanzar al mundo algo que yo mismo había hecho y tener un control total sobre mi arte. Era solo mío. Así que, emocionado por el éxito, me puse el siguiente objetivo lógico: dar un concierto.

Por mi experiencia con Adversaries y Common Affliction, ya sabía que tocar frente a un grupo de gente con una banda era bastante estresante. Pero la idea de hacerlo solo era, además, aterradora. Creí que, después de dar un concierto, se me pasaría. Así que conseguí una reserva en una cafetería vegana en Fort Myers llamada Raspberries para tocar un concierto de día al aire libre. Con una lista de cinco canciones frente a veinte personas a las que no les interesaban una mierda (incluidos la mayoría de los trabajadores y otros artistas), sin un escenario, una acorde tembloroso tras otro y de una forma muy poco ceremoniosa… nació Against Me!