Foto de noche
Portadilla

 

Prólogo

Soledad Gallego-Díaz

 

 

 

Los grandes periódicos están hechos para ser capaces de afrontar crisis formidables en momentos malísimos. Los directores y sus equipos estudian con cuidado todo lo malo que puede pasar y qué hacer. Imaginemos que: se caigan las redes un tiempo indeterminado, que se rompan las rotativas y que la pieza de recambio esté en Turkmenistán, que un grupo de hackers sea capaz de entrar en tu sistema en la noche electoral y te lo reviente. Que un enviado especial tenga un accidente en las montañas de Bosnia-Herzegovina. Para casi todo se prevé un remedio más o menos eficaz, con la convicción de que los medios de comunicación prestan un servicio público fundamental y que precisamente cuando hay una crisis grave es cuando los ciudadanos más necesitan información fiable y contrastada, a ser posible recogida en el lugar de los hechos. Esa es la última y más importante razón de ser del periodismo y todos estamos dispuestos a trabajar hasta donde sea para cumplir esa obligación.

Pero nadie, nadie, había previsto tener que hacer frente a lo que tuvo que hacer frente El País en enero de 2020. Coincidió la introducción de un nuevo modelo de negocio, el llamado «sistema de suscripción», que exigía una nueva plataforma digital y enormes cambios tecnológicos; una pandemia desconocida y brutal que iba a provocar seis millones de muertos en el mundo, casi noventa mil solo en España; y el confinamiento en sus casas de cientos de millones de personas en todo el planeta, que obligó a un repentino cambio del sistema de trabajo, de forma que, por primera vez en la historia, se iban a cerrar todas las sedes de El País y elaborar el periódico, la web y el papel, íntegramente desde los domicilios particulares de cada uno de los periodistas, técnicos, administrativos y responsables empresariales.

Ningún director puede, quizás, sentirse tan orgulloso como me siento yo por el trabajo desarrollado aquellos días, por cómo reaccionó aquella redacción y aquel equipo de dirección, periodística (Joaquín Estefanía, Mónica Ceberio, Borja Echevarría y Jan Martínez Ahrens) y empresarial (el presidente de prisa, Manuel Mirat, y el consejero delegado de El País, Alejandro Martínez Peón, aceptaron, justo cuando arrancaba el ansiado modelo de suscripción, dejar en abierto todo lo que tuviera que ver con la pandemia, una decisión que cambió los planes económicos de la empresa, pero que era obligada desde el punto de vista del compromiso con los lectores).

Los periodistas serios no nos tiramos flores ni nos convertimos en noticia, y yo tengo fama de seria, pero si pudiera, arrojaría sobre las cabezas de aquellos colegas míos toneladas de ramos: sobre todos ellos, pero en especial sobre la sección de Sociedad (¡que habíamos vuelto a montar hacía solo unos meses, con mucha atención a los expertos en salud!), a los redactores de local que recorrieron sus ciudades tapados hasta las cejas, pero incansables, y, sobre todo, a los tres directores adjuntos, que trabajaron sin descanso y sin precedentes en los refugios, organizando el trabajo de casi cuatrocientos periodistas de una manera que nunca hubiéramos creído posible.

Y dejaría un ramo especial, grande y muy hermoso, para el periodista que acudió al lugar de los hechos y superando un miedo atroz por algo que mataba y que estaba en el aire, se esforzó en comentarnos durante días lo que veía, paseando por las calles semi desiertas de una ciudad china llamada Wuhan, recogiendo qué decían sus habitantes, como combatían el pánico… Se llama Jaime Santirso y es el autor de este libro. Santirso es joven, pero tiene las cualidades de periodista de toda la vida que yo más agradezco: trabaja sin darse mucha importancia a sí mismo, cumple escrupulosamente las reglas profesionales, sin olvidar una, duerme poco, tiene sentido del humor y escribe bien, muy bien. Sabe arreglárselas solo, lavar la ropa por la noche, inflarse a espagueti carbonara y buscar consuelo en charlas a miles de kilómetros de distancia con su jefa más directa, Patricia Gosálvez, quien, en la sección de Sociedad, también tiene sentido del humor, duerme todavía menos que él, le manda ánimos y cariño y completa sus crónicas cuando el cambio horario lo exige y él cae rendido. Patricia, a su vez, busca ánimo y apoyo en su jefa inmediata, Maribel Martín, que duerme todavía un poco menos, aguanta a la directora y a los adjuntos y tiene suficiente sentido del humor para echarse a reír a mitad de una conversación tensa. «Pero, oye, ¿tú te das cuenta de lo que estamos haciendo? Un milagroooooo».

Pues sí, aquello parecía un milagro, pero no lo fue. Fue consecuencia de la cohesión de un equipo de periodistas y de unos directivos empresariales que, en un momento de grave crisis sanitaria y de incertidumbre, pusieron el derecho a la información de los ciudadanos por encima de cualquier otro objetivo. Eso es algo que nunca olvidaremos quienes estuvimos allí.

Uno de los momentos del libro que tienen entre las manos que más me reconforta es cuando Jaime, asustado por un incipiente dolor de garganta y unas décimas, busca consejo en Madrid. Y el director adjunto, Jan Martínez Ahrens, le transmite seguridad: «Es muy normal, tranquilo, cuando se está muy estresado, a veces se tienen décimas». Jan tenía razón. Jaime tenía fiebre de puro cansancio. Pero Jaime no sabe que Jan no durmió aquella noche pensando en él y no se sacudió el miedo por su salud hasta que fue repatriado a España. Porque la decisión de enviarle allí, al lugar más peligroso del mundo en aquel momento, fue del equipo, pero fue Jan quien le envió el mensaje inicial: «¿Qué tal si te vas a Wuhan?» y segundos después: «Lo más rápido que puedas». Por eso El País fue uno de los primeros periódicos del mundo en dar una gran portada a la epidemia en Wuhan, el 23 de enero, y uno de los poquísimos que tuvo un corresponsal propio en la ciudad cuando se decretó su cierre a cal y canto: «China aísla a 21 millones de personas para evitar la expansión del virus». Había, según la oms, 644 infectados por la misma enfermedad en siete países diferentes. El primer caso en España se detectó el 1 de febrero en La Gomera. Y empezó una carrera sin descanso: durante más de un año, el coronavirus ocupó espacio, hora a hora, en la portada de la web de El País y en su edición de papel. El País no falló nunca en su cobertura de la peor pandemia conocida.

Jaime Santirso fue el primero en contarnos que existía una pandemia que podía matarnos y también el primero en contarnos cómo era eso de una cuarentena (publicó un diario durante las dos semanas en que los veintiún españoles evacuados de Wuhan estuvieron confinados en el hospital Gómez Ulla, de Madrid). Y también el primero en avisarnos de que tendríamos que dar gracias de corazón a unos sanitarios que iban a pasar por el mayor y más terrible desafío de sus vidas. Jaime ya lo había visto en Wuhan y no los olvidará nunca, escribe. Nosotros tampoco deberíamos. Y yo, además, no olvidaré nunca que Jaime estuvo allí. Gracias.

 

 

 

 

Quisiera llamaros a todos por vuestro nombre.

 

ANNA AJMÁTOVA

Réquiem

 

Prefacio

Si no podemos alzar la voz, susurremos

 

 

 

Toda historia tiene un principio y un final pero esta es diferente. No tiene principio porque es un misterio, no tiene final porque no ha acabado. Indagar su origen solo arroja una aproximación a un cuándo, finales de diciembre de 2019, y a un dónde marcado para la posteridad: la ciudad de Wuhan, en el interior de la República Popular China. Comencemos, por tanto, en aquellas fechas.

Faltaban un par de semanas para que acabara el año cuando en la capital de la provincia de Hubei se detectaron los primeros casos de una neumonía de origen desconocido. Recuerdo haber leído una breve noticia al respecto en algún medio digital chino, en alguna de las largas tardes que paso sentado en mi despacho en Sanlitun Soho. Se trata de un complejo de modernos edificios situado en el corazón comercial de Pekín, uno de los metros cuadrados más cotizados de la corteza terrestre, motivo por el cual apenas puedo permitirme una habitación de dos por dos sin ventanas, un pequeño armario en cuyo interior cumplo con la labor de añadir, cada día, una nueva hoja a nuestro íntimo diario colectivo: el periódico.

Un mes más tarde me convertiría en uno de los pocos corresponsales internacionales, apenas siete, que permanecieron en el epicentro de la plaga cuando el Gobierno chino decretó el cierre de la ciudad. Lo que sigue es una crónica de aquellos primeros días. Con el mundo convertido ya en Orán, encuentro en el arranque de La Peste mi justificación primera. «Por lo demás, el narrador no tendría ningún título que arrogarse en semejante empresa si la fuerza de las cosas no le hubiera mezclado con todo lo que intenta relatar». Todo lo que aquí está escrito, no obstante, es cierto, pues así sucedió. Le invito a mirar con mis ojos, escuchar con mis oídos, tocar con mis manos —no por ello deje de lavarse las suyas— y servirse de mi memoria para recordar qué ocurrió en Wuhan tras quedar aislada del resto del mundo, el cual todavía permanecía ajeno a la inminente catástrofe.

Memoria, decía. «Somos personas —anónimas, insignificantes— sin capacidad de recordar. Nuestras memorias individuales han sido programadas, suplantadas y eliminadas. Siempre son otros los que deciden qué debe ser recordado y qué olvidado, cuándo es tiempo de silencio y cuándo de algarabía». De estas palabras del escritor chino Yan Lianke emerge la segunda justificación. La memoria, pese a ser una herramienta de empleo individual, remite a la verdad histórica. En especial en el seno de aquellos colectivos para los que la segunda está amenazada y la primera pasa por ser su último reducto. Por ello he resuelto dejar constancia de la parte que me corresponde. Para que la historia se complete con la urdimbre de tantas voces «anónimas e insignificantes» antes de que sea demasiado tarde. Para que se cumpla el ruego final de Yan: «Si no podemos alzar la voz, susurremos. Si no podemos susurrar, guardemos silencio y conservemos la memoria y los recuerdos. Que nuestra memoria sea indeleble, para que podamos algún día transmitirla a las generaciones venideras».

Pero eso será más adelante. Entonces, con la nariz a dos palmos de la pantalla, opté por dejar correr aquella primera noticia. Todavía se conocían muy pocos detalles al respecto y la marejada informativa amenazaba por otros frentes: el juicio de la matanza de Ampatuan en Filipinas; la exención de aranceles a ochocientos cincuenta productos norteamericanos que presagiaba el fin de la guerra comercial entre China y Estados Unidos; el aplazamiento de la retirada de las aguas contaminadas de la central nuclear de Fukushima en Japón; el escandaloso divorcio del exrey de Malasia tras renunciar al trono; la condena al científico He Jiankui por modificar genéticamente tres embriones humanos; la fuga al Líbano del expresidente de Nissan Carlos Ghosn; el fin de la moratoria de los ensayos armamentísticos de Corea del Norte por el fracaso de las históricas negociaciones entre Kim Jong-un y Donald Trump… Todo estaba a punto de quedar sumido en la irrelevancia.

Dejé correr aquella primera noticia, pues confiaba en que también las olas de la actualidad acaban por devolver a la costa cualquier objeto valioso. Cuando, en efecto, regresó, lo hizo en forma de un maremoto que arrasó no solo con la normalidad de un humilde guardacostas, sino con la del planeta entero. Pero de aquella nadie, o casi nadie, lo sabía. «Ya es tiempo, quizá, de dejar los comentarios y las precauciones del lenguaje para llegar a la narración misma», se apremiaba Camus. «El relato de los primeros días exige cierta minuciosidad».

 

Parte I:
la llegada

I. Un nuevo virus

 

 

 

2020 empezó como lo hacen todos los años. Con la misma promesa de dispensar anhelos satisfechos; un fugaz frenesí, en realidad, antes de regresar a la monotonía ordinaria. O no. Unos pocos días después, el jueves 9 de enero, crucé Pekín para acudir al hospital a causa de una leve gripe que más adelante sería motivo de grandes inquietudes. Sentado en la sala de espera, comencé a escribir el primer artículo sobre el coronavirus publicado en las páginas del periódico.

«Un nuevo virus tiene a China en alerta», comenzaba aquel texto. La clave del hecho noticioso residía en que un grupo de científicos había logrado aislar la secuencia genética del patógeno causante de la misteriosa neumonía de Wuhan, la cual no respondía a las pruebas de cualquier dolencia conocida. La conclusión: se trataba de un nuevo coronavirus, el séptimo descubierto hasta la fecha. Cuatro de ellos provocan síntomas leves similares a los de un resfriado común. Los otros dos, en cambio, son por desgracia célebres. El sars, también originado en China, provocó la muerte de más de 700 personas en todo el mundo entre 2002 y 2003. En 2015, el mers se cobró 469 vidas.

Las pruebas médicas habían confirmado la presencia del coronavirus en al menos 15 de los 59 casos en observación. Los infectados tenían como vínculo común el mercado de Huanan, una zona en la que se comercializaba todo tipo de animales salvajes sin ningún control sanitario. El recinto había sido desinfectado y llevaba clausurado desde el 1 de enero. A tenor de los detalles facilitados por la Administración regional, la situación no parecía alarmante. «Hasta la fecha, ninguno de los enfermos ha fallecido e incluso ocho pacientes, los cuales ya no mostraban ningún síntoma, fueron dados de alta ayer miércoles». Y, por último, lo que pronto demostraría ser una mentira flagrante. «Las autoridades sanitarias locales han asegurado que no se ha detectado ninguna transmisión entre humanos».

Sobre el terreno se sabía desde hacía semanas que esto no era verdad. El médico Li Wenliang, quien más tarde se infectaría y fallecería convertido en un héroe, había dado la voz de alarma el 30 de diciembre y por ello fue obligado a retractarse. Ya el 24 de diciembre un hospital de la ciudad había hecho llegar a la Comisión Municipal de Sanidad de Wuhan una muestra del virus, cuyo examen reflejó muchas similitudes con el causante del sars. El 1 de enero, no obstante, un responsable de la Comisión habría ordenado detener las pruebas y destruir las muestras, así como cualquier otra información al respecto; según reveló el medio chino Caixin. Cuando el 8 de enero un equipo de expertos enviados por el Gobierno central visitó algunos de los centros sanitarios de la población, también se ocultó la existencia de personal médico infectado.

Pero si algo preocupaba entonces era la proximidad del año nuevo lunar, que en 2020 caía el 25 de enero, apenas dos semanas más tarde. Se trata de la festividad nacional más importante de China, unos días de descanso en los que la tradición manda regresar al hogar familiar; aunque muchos, cada vez más, aprovechan para irse de vacaciones al extranjero. Esto se traduce en la mayor migración humana del mundo, tres mil millones de desplazamientos en menos de un mes: el peor escenario para la propagación de un virus recién descubierto.

El patógeno siguió expandiéndose, y a mí no se me escapaba la ironía de informar desde un escritorio lleno de pañuelos de papel a medio usar. El 11 de enero, dos días después de aquel artículo inicial, se cobró su primera vida: un varón de 61 años que sufría de patologías respiratorias previas. Los 15 infectados se habían convertido ya en 41, 7 de ellos en estado grave. Las autoridades redoblaron su mensaje, ocultando la gravedad de los hechos. «No hay pruebas de que se transmita entre humanos», insistía un portavoz de la Comisión Municipal de Sanidad de Wuhan. «La gente que ha estado en contacto directo con los enfermos, personal sanitario incluido, no se ha contagiado». La realidad, sin embargo, siempre acaba por abrirse paso. El 13 de enero se registró en Tailandia el primer caso fuera de China, una mujer que había visitado Wuhan pero no había puesto pie en el mercado de Huanan. Las mentiras de las autoridades chinas comenzaban a desmoronarse.

El fin de semana siguiente las cifras oficiales dieron un salto, evidenciando que la situación estaba fuera de control. Las autoridades anunciaron 136 nuevos positivos, 59 el sábado y 77 el domingo, lo que elevó el número total de casos a 198. Era el principio de una curva estadística que crecía casi vertical. También se detectaron, además, las tres primeras infecciones en suelo chino fuera de Wuhan, lo que indicaba que el virus corría rampante dentro del país: dos en la capital, Pekín, y otra en Shenzhen, la pujante ciudad al otro lado de la frontera con Hong Kong. Tanto China como el resto de naciones asiáticas comenzaron a extremar las medidas de seguridad en aeropuertos y estaciones de tren. Imágenes difundidas en redes sociales mostraban un grupo de trabajadores sanitarios que vestían equipos de protección y revisaban, uno a uno, la temperatura corporal de todos los pasajeros de un avión presto a abandonar Wuhan. Esta escena, tan impactante entonces, pronto se volvería habitual.

Hubo que esperar hasta el 20 de enero para que el Gobierno chino admitiera, por fin, lo que ya era evidente: la infección se transmitía entre humanos. «El reciente brote de una nueva neumonía por coronavirus en Wuhan debe tomarse en serio», afirmó el líder Xi Jinping en su primera declaración pública al respecto. «Los comités del Partido, los gobiernos y los departamentos relevantes en todos los niveles de la Administración deben poner en primer lugar la vida y la salud de las personas». Documentos filtrados meses después a la agencia Associated Press revelaron que el Gobierno central ya sabía que se enfrentaba a una incipiente pandemia desde al menos seis días antes. Su protocolo de actuación interna había sido activado el 14 de enero de manera confidencial, sin alertar a los ciudadanos ni a la comunidad internacional. Hasta ese mismo día, también la Organización Mundial de la Salud (oms) sostuvo que «no había evidencias claras de la transmisión entre humanos». Seis días no son mucho tiempo, pero tuvieron lugar en un momento crítico: el despertar del brote. Estudios académicos posteriores estimaban que, de no haberse producido este retraso intencionado, el número de casos a nivel global se hubiera reducido hasta en un 66% durante la primera oleada.

Para cuando llegó la confirmación ya había más de 300 infectados y 6 muertos. Fuera de Wuhan se habían detectado al menos 38 casos repartidos en 15 grandes urbes chinas. La epidemia, además, había alcanzado las costas de cuatro países vecinos: Tailandia, Japón, Corea del Sur y Taiwán. El día anterior, la oms había realizado una visita al epicentro de la plaga junto con un grupo de expertos chinos liderados por Zhong Nanshan, científico octogenario convertido en héroe tras dirigir la acción gubernamental contra el sars tres lustros atrás. Los hallazgos fueron desalentadores: hasta 15 sanitarios habían contraído el virus, 14 de ellos infectados por un solo paciente, lo que abría la puerta a la existencia de supercontagiadores. La organización internacional comunicó que al día siguiente, miércoles 22, celebraría una reunión extraordinaria para decidir si declaraba una «emergencia de salud pública internacional». Por su parte, el Consejo de Estado chino, la mayor autoridad en la Administración del Estado, programó su primera rueda de prensa, en la que iba a dar detalles sobre la evolución del virus. Allí, entre muchos otros periodistas internacionales, iba a estar yo.