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Benito Pérez Galdós

Episodios nacionales IV
La vuelta al mundo
en la «Numancia»

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-309-4.

ISBN ebook: 978-84-9007-225-7.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La obra 7

I 9

II 12

III 19

IV 25

V 31

VI 37

VII 43

VIII 48

IX 53

X 60

XI 66

XII 72

XIII 78

XIV 84

XV 90

XVI 96

XVII 102

XVIII 108

XIX 114

XX 121

XXI 127

XXII 132

XXIII 137

XXIV 143

XXV 148

XXVI 154

XXVII 158

XXVIII 165

XXIX 171

XXX 175

XXXI 177

Libros a la carta 183

Brevísima presentación

La obra

La vuelta al mundo en la «Numancia» es la octava novela de la cuarta serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.

La poética frase final del libro nos resume lo hermoso de este episodio galdosiano: «Lo que yo he visto y aprendido es que cuando a uno se le pierde el alma, tiene que dar la vuelta al mundo para encontrarla.»

En La vuelta al mundo en la «Numancia» el autor retoma al personaje de Diego Ansúrez, veterano marino cuya adorada hija Mara se fuga con el galán y poeta peruano Belisario. En su búsqueda, Ansúrez se reengancha a la Armada como tripulante de la «Numancia», fragata blindada con rumbo al Perú para reforzar la escuadra española en el Pacífico. Aquí Galdós, en boca del personaje, enfoca el relato histórico: la imprudencia de los diplomáticos hispanos, la inestabilidad política peruana, la alianza entre Chile y Perú y, como acto final, el sangriento combate contra las baterías del Callao. Resta, como largo epílogo, la mortífera travesía del océano hasta la feliz escala en Tahití y el triunfal regreso a la Península.

Pérez Galdós censura severamente la irresponsable política imperialista de la España de su tiempo y apela tanto a un ideal de fraternidad universal como a las señas de identidad que transforman el conflicto entre España y Perú en guerra fratricida. El autor también incluye estampas de la Lima poscolonial que no desmerecen de los costumbristas de su tiempo.

La historia finaliza con la llegada a puerto del personaje, en Cádiz, donde por fin encontrará a su hija, a su yerno y a su nieto.

I

Divagando por el Mare Internum en el falucho de Ansúrez, con pacotillas comerciales de Vinaroz a Denia, de Torrevieja a Ibiza, o de Mahón a Cartagena, pasaron Donata y Confusio luengos días apacibles, sin inclemencias azarosas del viento y las aguas. En la dulce soledad marítima, aprovechando el ocio de las bonanzas, contó Diego Ansúrez a sus amigos diferentes sucesos festivos y graves de su inquieta vida, desde que abandonó a la familia y al padre para lanzarse a correr ásperas aventuras de mar y tierra; y lo que mayormente sorprendió y cautivó a los amantes fue la forma o modo peregrino con que hubo de encontrar y conocer a la hembra que tenía por esposa, o cosa tal... El singularísimo hallazgo de mujer fue dispuesto por Dios con un golpetazo furibundo que a continuación se refiere.

En febrero del 49 fue a Játiva Diego Ansúrez a negociar cambalache de aguardiente anisado por pieles y arroz (que así el menudo comercio cambiaba las especies, empleando el dinero tan solo para las diferencias). Dos días no más estuvo allí; y cuando, ultimados los tratos y arreglos, a su vivienda se retiraba en noche tenebrosa por calles solitarias y torcidas, sufrió un grave accidente pasando al ras de los muros de un convento que llaman Consolación. Iba el hombre con el cuidado de la oscuridad echando las manos por delante, los ojos al suelo fangoso y a los traicioneros dobleces de las tapias, cuando de improviso le cayó encima un grande y pesado bulto... El golpe fue tremendo, más por la pesadumbre que por la dureza del objeto caído. ¿Qué era, vive Dios?

Si al recibir el topetazo pensó Ansúrez en el desprendimiento de un balcón o de un trozo de alero, no tardó en reconocer que el bulto podía ser un disforme lío de esteras que tuviera por ánima huesos, lingotes de hierro, quizás un par de macetas con plantas arbóreas. El grito sacrílego que dio al sentir el trastazo en su cabeza y hombro derecho, fue contestado por un lamento que del propio bulto salía, el cual no era rollo de esteras, ni colchón relleno de objetos duros, sino un ser humano, grande como lo que llamamos persona... Al quejido siguieron voces que indudablemente delataban espanto de mujer... Dolorido del cuello y de los lomos, inclinose Ansúrez vomitando blasfemias, y vio ropas negras y blancas... El bulto calló, como si de la conmoción de su caída perdiera el conocimiento, y el hombre, para verlo mejor, se puso de rodillas diciendo: «¡Ajos, cebollas, berenjenas y cohombros!... Yo pensé que era un pedazo de torre o un cacho de cornisa, y ahora veo que es usted una monja... Por poco me mata en su caída... Diré mejor en su fuga... ¿Se descolgaba usted con esa soga que tiene en las manos?... ¡Ajos y cebolletas! ¿Por qué no cogió un chicote de más poder?... ¿Se le rompió antes de llegar al suelo?... Ya pudo avisar, señora, y yo me habría puesto en facha para recogerla... Por las verijas de San Pedro, que me ha derrengado un hombro, y me ha roto una oreja... y en el quiebro que hice creyendo que se me venía encima una torre, pienso que me he roto por la cintura, del dolor que siento, ¡ay!... A ver, comadre, si puede levantarse... ¡upa! No puede... ¡Upa otra vez, valiente!...»

La señora monja parecía cuerpo muerto: sus manos ensangrentadas agarraban la cuerda tosca con presión formidable de los dedos, como si aún estuviera pendiente de ella; su rostro encendido, su boca entreabierta y muda, expresaban terror; sus ojos abiertos parecían privados de la visión... No tardó Ansúrez en acometer el más airoso lance de aquella singular aventura, y movido de su caridad o de su gallardía caballeresca, probó a levantar en peso a la caída y derrengada monja. Al primer esfuerzo, su energía titánica flaqueó por efecto del quebranto que en su propio cuerpo sentía; pero estimulados los músculos potentes por la más briosa voluntad que puede imaginarse, el atleta tomó en brazos a la señora y la llevó por el dédalo de calles, diciéndole: «Comprendo que su reverencia se ha escapado como ha podido... ¿Qué ha sido? ¿Malos tratos?... ¿ganitas de volver al siglo?... Serénese, y como no tenga su reverencia hueso roto, haga cuenta de que el salto ha sido feliz, y que no ha pasado nada.»

No era saco de paja la mujer caída; antes bien, notó Ansúrez la carnosa opulencia de las partes próximas al apretón de los brazos de él. Por dos veces tuvo que aliviarse del peso para tomar resuello, y al fin dio con su preciosa carga en la posada donde tenía su alojamiento. Grande fue el asombro del huésped y de los dos amigos que esperaban al patrón del falucho para emprender el viaje a Denia. El primer cuidado de todos fue tender el desmayado cuerpo en un fementido catre y proceder a su reconocimiento, por si las partes lastimadas en la caída reclamaban auxilio del médico. No fue cosa fácil el examen, porque la esposa del Señor opuso toda la resistencia que su remilgado pudor monjil le imponía. Declaró que bien podían reconocerle cabeza y brazos; pero que a la jurisdicción de las piernas no permitiría que llegase mirada de hombres, aunque en aquella zona tuviese todos los huesos partidos y deshechos... Respetaron los discretos varones estos refinados escrúpulos, y serenándose más a cada instante la buena mujer, les dijo que sentía magulladuras dolorosas y quebranto en diferentes partes de su cuerpo venerable; pero que no creía tener fractura en ninguna pieza de su esqueleto, agregando que sufriría con paciencia, y hasta con gozo, todas las averías de la máquina corpórea, con tal de ver para siempre conquistada su libertad. Mientras así hablaba la monja, pudo hacerse cargo el buen Ansúrez de que su rostro no carecía de belleza y gracias, y apreciar la excelente proporción de partes y formas ocultas por el hábito dominico.

La mujer y criada del posadero encargáronse de curar y bizmar las erosiones y rozaduras de la religiosa, y de aplicarle compresas de vinagre allí donde era menester. Luego, por indicación del marino, quitáronle hábito y toca, vistiéndola con las prendas usuales del traje popular valenciano. Esta rápida metamorfosis dio mayor tranquilidad a la fugitiva del claustro. Ansúrez, que gradualmente se hacía dueño de la situación, recomendó a la familia posaderil que guardara impenetrable secreto sobre aquel extraño caso, y a la señora propuso que se dejase llevar fuera de la ciudad, pues no estaría segura mientras no pusiese entre su persona y el convento grandes espacios de tierra y de mar. Aceptó la señora sin vacilación, que su espanto le daba prisa, y alas le ponía su atrevimiento. «Vamos, buen hombre; lléveme a donde quiera —dijo echándose del lecho y recorriendo la estancia con la cojera que le imponían sus doloridas coyunturas—. Lléveme lejos, lejos, a donde no puedan alcanzarme.»

Con el apremio que requerían las circunstancias dispuso Diego la partida. Pronta estaba la tartana. En ella metieron a la monja, acomodándola con almohadas y ropa de abrigo, y añadiendo mediano cargamento de provisiones de boca. Con Ansúrez y su venturoso hallazgo entraron en el coche dos amigos del primero: un marinero tortosino y un traficante balear. Partieron a escape... A las ocho de la mañana entraban en Denia, y sin detenerse en las calles corrían hacia el puerto. Antes de las nueve estaban a bordo del falucho, el cual, acelerando su despacho y listo de papeles y víveres, dio sus velas al viento, que era nordeste fresco y traía el lento son de las campanadas con que el reloj consistorial cantaba las once... Recostada en la borda, la prófuga lloraba de alegría, viendo alejarse el caserío dianense, las alturas del Mongó... Después las rocas y el faro del cabo San Antonio... Creía soñar...

II

La continuación de estas noticias biográficas dejó en la memoria de Confusio y Donata los puntos más salientes, a saber: la edad de la monja fugada no pasaba, según su cuenta, de los veintiséis años. En el siglo llamábase Angustias, y había nacido en un pueblo próximo a Granada, de familia buena y humilde. Mal sonaba en los oídos de Ansúrez el tristísimo nombre de la que, arrojada de los aires y cayendo sobre él como un bólido, fue coscorrón y donativo de la Providencia; y así, cuando llegaron a completa concordia y se avinieron a recorrer juntos la cuesta de la vida, resolvió él con franca autoridad rebautizarla y ponerle nombre de Esperanza, que al ser pronunciado ensancha el corazón en vez de oprimirlo... Al mes no entero de la evasión efectuaron sus bodas, sin más trámite que su firme voluntad de correr igual suerte en lo futuro; y el día de Navidad de aquel mismo año 49 dio a luz doña Esperanza, en Palma de Mallorca, una niña, que puesta debajo de la advocación y patrocinio de la Virgen del Mar, se llamó Marina, y por elipsis del habla familiar quedó para siempre con el breve nombre de Mara. Este hecho del nacimiento de la criatura demuestra que los desconciertos morales y canónicos podrán traer efectos revolucionarios en el terreno legal; pero no traen el acabamiento de la especie humana, la cual, contra viento y marea, continúa cantando bajito el himno de su fecundidad.

Supieron asimismo Donata y Confusio que el buen Ansúrez, hacia el 50, viéndose perdido en sus negocios de cabotaje, entró por segunda vez en el servicio de la Armada. Tres veces fue a las Antillas, corrió toda la mar Caribe, y por fin, en la Expedición científica al Pacífico, pasó de ida y de vuelta el temeroso Estrecho de Magallanes. En estos viajes, con descansos periódicos en Cartagena, transcurrieron diez años. El 60, cumplido el plazo de enganche, restituyose Diego a su hogar y familia, trayendo sus ahorros y algún dinero ganado en América con el toma y daca de pacotillas. Era su propósito emprender de nuevo el tráfico costero, y a este fin compró dos naves, abanderadas la una en Cartagena, la otra en Palamós. En el primer viaje de esta, entró de arribada en Amposta para el reparo de averías; y mientras permaneció en Tortosa, ocurrieron sucesos para él memorables: el suplicio de Ortega, la captura de los príncipes y el conocimiento con Donata y Confusio. Ya se ha dicho que estos navegaron con su generoso amigo, visitando puertos del archipiélago balear y de la Península; queda por decir que en un pueblecito del Mar Menor, cerca de Cabo Palos, conocieron a doña Esperanza, esposa putativa de Ansúrez, y a su preciosa hija Mara. En la primera vieron una señora muy reservada y seria, de belleza fría y sin encanto, la expresión del rostro más de escultura que de persona viva, la mirada brillante y quieta, como de imagen barnizada. En cambio, la chiquilla era una morenita salada y picaresca, pimpollo de gracias infantiles, que anunciaba la mujer pertrechada de seducciones.

En este punto se desvanece la Historia, y los sucesos se diluyen por la dispersión de los seres que los informan. Donata y su caballero se establecen en Cartagena, luego en Murcia. Leves divergencias de carácter y de gustos se manifiestan en ellos; a las discordias menudas suceden reconciliaciones tibias; la inarmonía crece; menguan los halagos; rómpese de súbito un vivo fuego de guerrillas; al desamor sucede la antipatía... y por fin, Donata corre a satisfacer sus ambiciones del alma en la servidumbre y compañía de un opulento canónigo, aristocrático y elegante. Deslumbraban a la discípula del Arcipreste de Ulldecona los ricos atavíos eclesiásticos, las áureas dalmáticas y casullas, las albas vaporosas, las sotanas de sarga, olientes a raíz de lirio, o a exquisito rapé del de la Orza del Papa. Fastuosamente vivía el capitular en un palaciote viejo, ornado de muebles arcaicos y de objetos primorosos. Toda la casa hallábase impregnada de una sutil fragancia de cedro, sándalo y otras maderas exóticas. La profusión de fino damasco en cortinas, colchas y almohadones, así como la riqueza de plata labrada, hacían creer a la simplona Donata que tenía por amo a un cardenal. Dolorido al principio, pronto consolado, contento al fin de su divorcio, Confusio partió a Madrid ansioso de contar sus buenas y malas andanzas al marqués de Beramendi y a Manolo Tarfe.

Si el 60 fue en gran parte venturoso para Diego Ansúrez, el 61 empezó desgraciado: florecieron y fructificaron sus negocios, y doña Esperanza, descubierta y reconocida por su familia, entró con esta en relaciones muy cordiales. Se le perdonaba su escapatoria del convento; se admitía como ley circunstancial la fuerza de los hechos consumados, y se declaraba triunfante el nuevo estado de derecho, olvidando su origen revolucionario y sacrílego. Tanto los hermanos de ella, Matías y Segunda Castril, como los demás Castriles, parientes próximos y lejanos, que residían en Loja, en Granada y en Iznalloz, proclamaron a una el indulto de Angustias y al cariño de toda la familia querían traerla, legitimando la situación creada por el tiempo y las pasiones humanas. Don Prisco Armijana y Castril, cura del Salar, tomó a su cargo las gestiones para obtener dispensa, y santificar la diabólica unión de la monja y el navegante. Pero las alegrías de Ansúrez por estas disposiciones y propósitos de la familia de su mujer, se nublaron viendo a esta rápidamente desmejorada en su salud, sin que los médicos supieran atajar la dolencia traidora.

En la creencia de que los aires del país natal serían eficaces para la enferma, Diego la llevó a Lanjarón, de allí a Granada, y por fin a Loja, donde Esperanza se repuso un poco. Vivían con Segunda Castril, esposa de un don Cristino López, propietario de un buen olivar y tierras de sembradura en término del Tocón. Contenta estaba doña Esperanza en la compañía de su hermana, y no cesaba de recordar con ella los tiempos infantiles, los rigores del padre, que, por la sola razón de tener abundancia de hijas y escasez de peculio, metió a una en las Franciscanas y a otra en las Dominicas de Granada. Con artificiosa vocación entró Angustias en la comunidad; por ser algo díscola y más que rebelde a la observancia reglar, fue trasladada al convento de Játiva, donde, como es sabido, meditó y llevó a feliz término su evasión por el tejado, sin más socorro que el de una soga. Esta hizo la gracia de rompérsele con una oportunidad que indudablemente fue obra del cielo. Cortaron los ángeles la cuerda, y a los diez meses nació Mara.

Entretenida fue para doña Esperanza y su hija la existencia en Loja, pues no faltaban los quehaceres domésticos ni las relaciones fáciles y amenas, y además gozaban de las delicias del campo en épocas de recolección, matanza o trasquila. Si distraídas y alegres vivían las hembras, don Diego (que así llamaban al navegante sus amigos de Loja, rodeándole de afectuoso respeto) se sentía confuso y atontado, pues ajeno hasta entonces a las querellas de la política, veíase transportado a un vertiginoso torbellino de pasiones y antagonismos locales. El vecindario de Loja habíase dividido en dos bandos, que se aborrecían, se acosaban y se fusilaban sin piedad: liberal era el uno, moderado llamaban al otro. No salía el buen Ansúrez de la perplejidad en que el sentido y la aplicación de esta palabra le puso, pues siempre creyó que la moderación era una virtud, y en Loja resultaba la mayor de las abominaciones y el mote infamante de la tiranía. Sin darse cuenta de ello ni poner de su parte ninguna iniciativa, desde los primeros días se sintió afiliado al bando liberal, por ser de esta cuerda todos los Castriles y Armijanas, y los amigos de estos.

No causaron al hombre de mar poca maravilla las noticias que le dio su concuñado don Cristino de la organización y disciplina masónica que se impusieron los liberales, para formar un haz de combatientes con que tener a raya el poder ominoso de la Moderación. Esta no era más que un retoño de la insolencia señorial en el suelo y ambiente contemporáneos; el feudalismo del siglo XIV, redivivo con el afeite de artificios legales, constitucionales y dogmáticos, que muchos hombres del día emplean para pintarrajear sus viejas caras medioevales, y ocultar la crueldad y fieros apetitos de sus bárbaros caracteres. Representaba el feudalismo la Casa y Condado de La Cañada, en quien se reunían el ilustre abolengo, la riqueza, el poderío militar de Narváez y su inmensa pujanza política. Hermanos eran el famoso Espadón y el caballero que imperar quería sobre las vidas, haciendas, almas y cuerpos de los habitantes de Loja. Sin duda, aquel noble señor y su familia obedecían a un impulso atávico, inconsciente, y creían cumplir una misión social reduciendo a los inferiores a servil obediencia; procedían según la conducta y hábitos de sus tatarabuelos, en tiempos en que no había Constituciones encuadernadas en pasta para decorar las bibliotecas de los centros políticos; no eran peores ni mejores que otros mandones que con nobleza o sin ella, con buenas o malas formas, caciqueaban en todas las provincias, partidos y ciudades de este vetusto reino emperifollado a la moderna. Los perifollos eran códigos, leyes, reglamentos, programas y discursos que no alteraban la condición arbitraria, inquisitorial y frailuna del hispano temperamento.

Contra la soberanía bastarda que la nobleza y parte del estado llano establecieron en Loja, la otra parte del estado llano y la plebe armaron un tremendo organismo defensivo. Por primera vez en su vida oyó entonces Ansúrez la palabra Democracia, que interpretó en el sentido estrecho de protesta de los oprimidos contra los poderosos. Democrática se llamó la Sociedad secreta que instituyeron los liberales para poder vivir dentro del mecanismo caciquil; y en su fundamento apareció con fines puramente benéficos, socorro de enfermos, heridos y valetudinarios. Debajo de la inscripción de los vecinos para remediar las miserias visibles, se escondía otro aislamiento, cuyo fin era comprar armas y no precisamente para jugar con ellas. Dividíase la Sociedad en Secciones de veinticinco hombres que entre sí nombraban su jefe, secretario y tesorero. Los jefes de Sección recibían las órdenes del presidente de la Junta Suprema, compuesta de dieciséis miembros. Esta Junta era soberana, y sus resoluciones se acataban y obedecían por toda la comunidad sin discusión ni examen. Engranadas unas con otras las Secciones, desde la ciudad se extendieron a las aldeas y a los remotos campos y cortijos, formando espesa red y un rosario secreto de combatientes engarzados en a autoridad omnímoda de la Junta Suprema.

A todos los afiliados se imponía la obligación de poseer un arma de fuego. A los menesterosos que no pudiesen adquirir escopeta o trabuco, se les proporcionaba el arma por donación a escote entre los veinticinco. Cada Sección estaba, de añadidura, obligada a suscribirse a un diario democrático, que era regularmente La Discusión o El Pueblo. Cuando alguna Sección trabajaba en faenas campesinas a larga distancia de la ciudad, enviaban a uno de los de la cuadrilla a recoger el periódico (o folleto de actualidad, cuando lo había); y en la ausencia del mensajero, los trabajadores que quedaban en el tajo hacían la parte de labor de aquel. Un tal Francisco Navero, apodado Tintín, repartía los papeles democráticos a los enviados de cada Sección. En estas había un individuo encargado de leer diariamente el periódico a sus compañeros en las horas de descanso.

La Junta Suprema limitaba a los asociados el uso del vino, y prohibía en absoluto el aguardiente. Gran sorpresa causó a don Diego saber que por esta moderación de los liberales se arruinaron muchos taberneros, y llegaron a ser escasísimos los puestos de bebidas. El número de afiliados creció prodigiosamente desde que comenzaron, en la ciudad y luego en cortijos y villorrios, los solapados trabajos de propaganda. La iniciación se hacía en lugar secreto que Ansúrez no pudo ver: allí se les leía la cartilla de sus obligaciones, y se les tomaba juramento delante de un Cristo que para el caso sacaban de un armario. Afiliados estaban no pocos servidores del conde de la Cañada. En el propio caserón o castillo roquero del cacique feudal se sentía la continua labor de zapa del monstruoso cien-pies que minaba la tierra.

La Sociedad, en cuanto se creyó fuerte, no quiso limitarse a la defensa ideológica de los derechos políticos. Los principales fines de la oligarquía dominante eran ganar las elecciones, repartir a su gusto los impuestos cargando la mano en los enemigos, aplicar la justicia conforme al interés de los encumbrados, subastar la Renta (que así llamaban entonces a los Consumos) en la forma más conveniente a los ricos, y establecer el reglamento del embudo para que fuese castigado el matute pobre, y aliviado de toda pena el de los pudientes. Con tales maniobras, no solo era reducido el pueblo a la triste condición de monigote político, sin ninguna influencia en las cosas del procomún, sino que se le perseguía y atacaba en el terreno de la vida material, en el santo comer y alimentarse, dicho sea con toda crudeza.

Frente a esto, la poderosa Sociedad buscaba inspiración en la Justicia ideal y en el sacro derecho al pan, y decretó la norma de jornales del campo, estableciendo la proporción entre estos y el precio del trigo. Véase la muestra. ¿Trigo a cuarenta reales la fanega? Jornal: cinco reales. Al precio de cincuenta correspondía jornal de seis reales, y de ahí para arriba un real de aumento por cada subida de diez que obtuviera la cotización del trigo. Accedieron algunos propietarios; otros no. Los jornaleros segadores se negaron a trabajar fuera de las condiciones establecidas, y en las esquinas de Loja aparecieron carteles impresos que decían poco más o menos: «Todos a una fijamos el precio del jornal. Si no están conformes, quien lo sembró que lo siegue.»

Clamaron no pocos propietarios, y al cacicato acudieron pidiendo que fuese amparado el derecho a la ganancia. La cárcel se llenó de trabajadores presos, y tal llegó a ser su número, que no cabiendo en las prisiones, se habilitaron para tales el Pósito y el convento de la Victoria. Pero no se arredró por esto la Sociedad, que en su tenebrosa red de voluntades tenía cogidos a todos los gremios. El buen éxito de la escala de jornales para el trabajo rural movió a la Junta a continuar el plan defensivo, justiciero a su modo. Peritos agrícolas afiliados a la Comunidad revisaron los arrendamientos, y en los que aparecieron muy subidos, se despedía el colono. El propietario quedaba en la más comprometida situación, pues no encontraba nuevo colono que llevara su tierra, ni jornaleros que quisieran labrarla. Igual campaña que esta del campo hicieron los peritos urbanos o maestros de obras en el casco de la ciudad. Casa que tuviera demasiado alto el alquiler, según el dictamen pericial, quedaba desalojada, y ya no había inquilinos que quisiesen habitarla, como no fueran los ratones. Llegó, por último, a tal extremo la unión, confabulación o tacto de codos, que ningún asociado compraba cosa alguna en tienda de quien no perteneciese a la secreta Orden de reivindicación y libertad.

Sorprendido y confuso el buen Ansúrez, oyó hablar de Socialismo y Comunismo, voces para él de un sentido enigmático que a brujería o arte diabólica le sonaban. Poseía el vocabulario de mar en toda su variedad y riqueza; pero su léxico de tierra adentro era muy pobre, y singularmente en política no encontraba la fácil expresión de sus pensamientos. Sabía que teníamos Constitución, reina, Cortes, partidos Progresista y Moderado; pero ni de aquí pasaba su erudición, ni entendía bien lo que estas palabras significaban... En tanto, ocurrían en Loja y su término sangrientos choques: una noche apaleaban a un asociado, y a la noche siguiente aparecía muerto en la calle un testaferro de los Narváez o un machacante del Corregidor. Las agresiones, las pedreas y navajazos menudeaban; la Guardia Civil acudía, siempre presurosa, de la ciudad al campo, o del campo a la ciudad; las voces de ira y venganza sonaban más a menudo que las expresiones de galantería dulce y quejumbrosa que caracterizan al pueblo andaluz en aquel risueño y templado territorio. La Naturaleza callaba cuando los corazones ardían en recelos, y las bocas agotaban el repertorio de las maldiciones.

Todo esto lo vio Ansúrez en la ciudad y en el cortijo del Tocón, donde pasó algunas semanas, huésped de su cuñado Matías Castril. Y para que nada le quedase por ver, llegó tiempo de elecciones, y los dos enconados bandos, furia narvaísta y furia popular, dieron la trágica función de disputas, celadas, recíprocos engaños, escandaleras y trapisondas horribles. Cruelmente y sin piedad se trataban unos a otros. Represalias morales había no menos duras que las de la guerra. Al grito de ojo por ojo que estos proferían, contestaban aquellos con el grito feroz de cabeza por cabeza. El inocente y honrado Ansúrez, testigo por primera vez de la bárbara porfía, que era por una parte y otra un burlar continuo de todas las leyes, exceptuando la de la fuerza bruta, no podía compararla con nada de cuanto él había visto en sus vueltas por el mundo. Más conocedor de la Naturaleza que de los hombres, veía en aquellas agitaciones, designadas con mote político, electoral, socialista o comunista, una vaga semejanza con las turbulencias de mar. Cerrando los ojos ante la terrible lucha del pueblo con el feudalismo, su cerebro le reproducía el silbar furioso de los vientos desencadenados, y la hinchazón de las olas que corren acosándose y mordiéndose hasta perderse en el horizonte sin fin.

III

Hallábase el navegante fuera de su centro, y la nostalgia del mar y del trajín costero entristecía sus horas. Por su gusto allá se volvería; pero su mujer le sujetaba con el descanso que la tierra natal y la familia daban a sus achaques, y su hija Mara con la intensa afición que iba tomando al suelo y a la gente de Andalucía. De tal modo reinaban en su corazón los dos seres queridos, hija y esposa, que al gusto de ellas subordinaba siempre su conveniencia y toda su voluntad. Las labores del campo, que al principio le interesaban y distraían, ya le causaban tedio. La mar inquieta era su campo, que él araba con la quilla de sus naves para extraer el fruto comercial, único verdadero y positivo. Según él, las bodegas de los barcos son como estómagos que reciben y dan toda la sustancia de que se nutre el cuerpo de la Humanidad.

A Loja iba algunas tardes con su cuñado Matías y dos compadres de este. La última vez que estuvo en la ciudad, pasó largo rato en el café, respirando espesa atmósfera de humo y rencores, y oyendo el mugido de las disputas, para él más pavoroso que el de las tempestades. Allí conoció a Rafael Pérez del Álamo, inventor y artífice principal de aquel tinglado de la organización democrática y socialista. Embobado le oía referir sus audacias, y tanto admiraba su agudeza como su indomable tesón. Aunque parezca extraño, Ansúrez sentía en sí mismo cierta semejanza con Rafael Pérez. Ambos luchaban con poderes superiores: el uno con los elementos naturales, el otro con los desafueros del orgullo humano. Y siendo en su interna estructura tan semejantes, diferían sensiblemente en la proyección de sus voluntades, llegando a ser ininteligibles el uno para el otro. Si Ansúrez no comprendía el heroico trajín de las revoluciones políticas, Rafael Pérez desconocía en absoluto los heroísmos de la mar. Falta decir que el organizador del pueblo contra las demasías del poder constituido era un pobre albéitar, que se ganaba la vida herrando caballos y mulas.

En la última visita que hizo al café, conoció también Ansúrez a uno de los principales mantenedores del feudalismo narvaísta, don Carlos Marfori, joven vigoroso y resuelto, emparentado con la familia del general. Distinguíase por la temeraria llaneza con que descendía de su posición para discutir con los caudillos de la plebe, cara a cara, las candentes cuestiones que enloquecían a todos. Invitaba Marfori a Rafael Pérez a tomar café juntos. Alardeaba el albéitar de convidar a don Carlos y a los caballeros y genízaros que le acompañaban. Bebían disputando, juraban, y confundían sus voces airadas sin llegar a las manos. Por la noche era ella. La contenida saña con que debatían el villano y el noble, estallaba en las oscuras calles. Por un daca esas pajas se embestían los dos bandos. Palos, cuchilladas y muertes eran la serenata usual de las noches que, por ley de Naturaleza, debían ser plácidas en aquel delicioso rincón de Andalucía.

Recluido en el campo, el pobre navegante sobrellevaba sus añoranzas con la paz y los goces de la familia. Doña Esperanza no empeoraba, y su mortal inapetencia se iba remediando con los guisos y golosinas de la tierra. La chiquilla era un portento de agudeza y precocidad, y el mayor alivio de las penas de su padre, que la amaba con delirio y no ponía freno a sus antojos. En Mara, el desarrollo espiritual y físico de la niña traía tempranamente las gracias de mujer hecha y bien plantada. El suelo y aire andaluz habían extremado la ligereza de sus pies, y la flexibilidad de su cuerpecillo en el baile, en los andares, hasta en el saludo. Habíase asimilado el ceceo de la tierra, el donaire anecdótico, el arte de las réplicas prontas, epigramáticas, chispeantes de sal y donosura. Mara reinaba en el corazón de todos, y era para sus padres el Sol de la vida.

Pasaron días; avanzaba el verano; la familia de Ansúrez, invitada por el cura del Salar, fue a pasar un par de semanas en la casa de este, que era de gran desahogo y abundancia. Mas no quiso Dios que los forasteros hallaran tranquilidad junto al generoso don Prisco, porque a los seis días de su llegada al Salar echó al campo la conjura democrática todas sus legiones, y la tierra de Loja fue como un volcán que por diferentes cráteres arroja su fuego. Ya sabía don Prisco que Rafael Pérez preparaba un alzamiento general, mas no pensaba que fuese para tan pronto. Diferentes rumores contradictorios llegaron al Salar. Según unos, el albéitar, preso y encarcelado por el Corregidor, se había escapado de la prisión, corriendo con sus leales amigos camino de Antequera; según otros, en Antequera prendieron al herrador, metiéndole en un calabozo subterráneo, y hacia allá iban decididos a salvarle sus más ardientes partidarios. De la noche a la mañana, no quedaron en el Salar más que mujeres, chiquillos y algunos viejos. Salió don Prisco en averiguación de lo que pasaba; aproximose a los arrabales de Loja; volvió a su casa sobrecogido y algo tembloroso, diciendo a su sobrina y a sus huéspedes que la insurrección no era cosa de broma, y que no tardarían en sobrevenir acontecimientos de padre y muy señor mío.

Aunque el reverendo Armijana era de los buenos amigotes de Rafael Pérez del Álamo, y sentía por la Sociedad toda la simpatía compatible con la prudencia sacerdotal, viendo las cosas tan lanzadas a mayores y la revolución sacada de la oscuridad masónica a la luz de la realidad, echose atrás el hombre, y no cesaba de pedir a Dios que devolviese la paz a los ciudadanos. «Camará —dijo a don Diego, refiriéndole lo que había visto—, esto no va por el camino natural, y para mí que al amigo Rafael se le ha metido algún diablo en el cuerpo... Arrimado al ventorro de Lucas vi pasar un porción de hombres que gritaban como locos. Daban vivas calientes a la Libertad y al Democratismo, y mueras fríos a doña Isabel, a los Narváez y al Corregidor. Cuando me vieron, soltaron el grito escandaloso de ¡muera el Papa!... Por la sotana que llevo, que quise protestar... pero no me atreví. Las turbas armadas empezaron a echar por aquellas bocas tacos y porquerías horripilantes, no solo contra el Sumo Pontífice, sino contra la Virgen Nuestra Señora; y Curro Tintín, el vendedor de periódicos, me amenazó con la escopeta y me dijo que se chiflaba en San Torcuato, el santo de mi mayor devoción, como hijo de Guadix que soy. Esto, amigo Ansúrez, pasa de la raya, y yo digo que si no nos manda tropas el Gobierno de O’Donnell es porque el gachó quiere perdernos, envidioso del poder de Narváez... Tropas, vengan tropas, o nos veremos muy mal, pero que muy mal.»

Apenas enterado de lo que ocurría, Ansúrez no pensó más que en trasladarse a Granada con su familia; pero cuantas diligencias hizo aquella tarde para encontrar caballerías o un carricoche, resultaron inútiles. A la mañana siguiente, se supo que toda la caterva de paisanos armados se encontraba en Iznájar, Aventino andaluz, donde la plebe se organizaría con marcial unidad y compostura para ir sobre Roma. Roma, o sea Loja, era desalojada por los narvaístas, que escapaban medrosos, llevándose cuanto de valor poseían. Con ellos abandonaron la ciudad el Corregidor y las escasas fuerzas de Guardia Civil y Carabineros que allí tenía el Gobierno. De este dijeron los moderados que estaba en connivencia con los insurrectos, y que todo era obra del masonismo, del protestantismo y de la marrullería de O’Donnell y Posada Herrera, en quienes el orden no era más que una máscara hipócrita para engañar al Trono y al Altar. ¿Qué hacían que no mandaban tropas? Esto llegó a ser en don Prisco idea fija. El buen señor terminaba todas sus peroratas, como todos sus rezos, con la devota exclamación de «¡Soldados, soldados!»

No cejaba el pobre Ansúrez en su afán de ausentarse con la familia, apretándole a ello el grave susto de doña Esperanza y su horror ante la tragedia. Al menor ruido temblaba la infeliz señora, creyendo escuchar cañonazos próximos; sus males se acerbaban, y el sueño no quería cuentas con ella. Por el contrario, la inocente Mara gustaba de la trifulca, ansiaba ver sucesos extraordinarios y encuentros formidables de hombres con hombres. Su viva imaginación extraía de los hechos más vulgares la leyenda poemática. A pesar de esto, viendo a su madre tan empeorada de puro medrosa, no cesaba de decir: «Vámonos, padre, y que nos acompañe María Santísima.» Y don Prisco, en vez de ora pro nobis, repetía: «¡Soldados, soldados!»

Buscando medios de transporte, se encontró al fin el borrico de un salinero: esto por el pronto bastaba. Ansúrez y su hija irían a pie hasta llegar a la Venta de Lachar, donde esperaban encontrar mejor acomodo de viaje. Fue con ellos el cura don Prisco hasta el camino real, y allí los despidió con frase zalamera, deseándoles la protección de la Virgen, y agregando que esta sería más eficaz si el maldito Gobierno enviara tropas en apoyo de los altos designios. Siguió adelante la caravana, doña Esperanza en su borrico, mal encaramada en un sillín de tijera; la hija y el marido a pie, por un lado y otro, sosteniéndola para que no se cayese, y delante el vejete salinero, que marcaba el paso con un tristísimo cantorrio entre dientes.

Diego Ansúrez, cuya mollera continuaba cerrada para las cosas de tierra adentro, no cesaba de meditar en ellas, buscando una clave de las absurdas contradicciones que veía. ¿Por qué se peleaban los hombres en aquel delicioso terreno, en aquellos risueños valles fecundísimos que a todos brindaban sustento y vida, con tanta abundancia que para los presentes sobraba, y aun se podía prevenir y almacenar riqueza para los de otras regiones? La sierra fragosa enviaba a las vegas lozanas el torrente de sus aguas cristalinas. Daba gloria ver la riqueza que descendía por aquellas encañadas, la cual asimismo prodigaba tesoros de sal, mármoles y ricos minerales. Las lomas de secano se cubrían de olivos, almendros y vides lozanas; en las vegas verdeaban los opulentos plantíos de trigo, cáñamo, y de cuanto Dios ha criado para la industria, así como para el sustento de hombres y animales... Si los que en aquella tierra nacieron podían decir que habitaban en un nuevo Paraíso terrenal, ¿para qué se peleaban por el mangoneo de Juan o Pedro, o por el reparto de los bienes de la Naturaleza, que en tal abundancia concedían el suelo y el clima? ¿Quién demonios había traído aquel rifirrafe de la política, de las elecciones, y aquel furor porque salieran diputados o concejales estos o los otros ciudadanos? Ansúrez no lo entendía, y razonando en términos más rudos de los que en esta relación histórica se indican, acababa por declarar que o los españoles son locos sueltos en el manicomio de su propia casa, o tontos a nativitate.

Renden la faición

Tan abrumado, tan fuera de su equilibrio natural estaba el navegante celtíbero, que no se daba cuenta del tiempo que en aquella lúgubre y calmosa expectación transcurría. Doña Esperanza languidecía por falta de alimento, sin que a la soledad de aquel mechinal desamparado se le pudiera llevar el socorro de médico y medicinas. Mara no se apartaba de ella; Ansúrez hacía sus escapadas al corralón solitario, donde únicamente hallaba un par de vejestorios que le ponían al tanto de los acontecimientos. Los insurrectos, reunidos en Iznájar, descendían orillas abajo del Genil, y en orden y aparato de guerra caminaban hacia Loja, de cuyo desamparado recinto se apoderaban, poniendo allí su capital democrática y el asiento de su fuerza civil y militar. Ya eran dueños de Roma; ya ocupaban y guarnecían el alto castillo, que de los moros conserva el nombre de Alcazaba; ya fortificaban los robustos edificios que fueron conventos, y abrían trincheras en todos los puntos indefensos de la ciudad. Considerable número de combatientes, que en totalidad no bajaban de cinco mil, se alojaban en la iglesia mayor, en San Gabriel, en Jesús Nazareno y en el santuario de la Caridad, donde residía la patrona del pueblo. Como no quitaba lo democrático a lo piadoso, casi todos los prosélitos del temerario Rafael Pérez confiaban en que nuestra Señora de la Caridad les diese la victoria sobre la insufrible tiranía. Contaron a don Diego aquellos vejetes que al huir de Loja los moderados quisieron llevarse a la santa patrona de la ciudad; pero que no les fue posible arrancar la imagen de la peana que desde inmemorial tiempo la sostenía. Ni con palancas ni con ninguna suerte de artificios lograron despegarla. Peana y Virgen pesaban tanto, que ni con cien mil pares de bueyes habrían podido apartarla ni el canto de un duro, señal de que la Señora no quería cuentas con los narvaístas, y protegía resueltamente al democrático albéitar Rafael Pérez.

Como Ansúrez no diera crédito a esta conseja, la confirmó con juramentos y arrumacos una gitana vieja que de Loja venía, agregando que Rafael tenía ya más poder que el santo ángel de su nombre.