9788490075999.jpg

Ricardo Palma

Tradiciones limeñas

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-901-0.

ISBN ebook: 978-84-9007-599-9.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 11

La obra 11

Introducción 13

«¡Pues bonita soy yo, la Castellanos!» 15

Los caballeros de la capa 18

I. Quiénes eran los caballeros de la Capa y el juramento que hicieron 18

II. De la atrevida empresa que ejecutaron los caballero de Capa 22

III. El fin del caudillo y de los doce caballeros 28

Un pronóstico cumplido 32

I 32

II 34

La monja de la llave 37

I 37

II 39

III 40

El encapuchado 43

I 43

II 44

III 45

IV 46

V 47

VI 47

«¡Beba, padre, que le da la vida!» 49

La fundación de Santa Liberata 53

I 53

II 53

III 54

IV 55

Muerta en vida 58

I 58

II 59

III 60

IV 61

Lucas el sacrílego 63

I 63

II 64

III 66

Rudamente, pulidamente, mañosamente 69

I. En que el lector hace conocimiento con una hembra del coco, de Rechupete y Tilín 69

II. Mano de historia 71

III. Donde el lector hallará tres retruécanos no rebuscados, sino históricos 73

IV. Donde se comprueba que, a la larga, el toro fino en el matadero y el ladrón en la horca 74

V. En que se copia una sentencia que puede arder en un candil 75

El resucitado 77

I 77

II 78

III 80

El virrey de la adivinanza 82

I 82

II. ¡Fortuna nos dé Dios! 82

III. Gajes del oficio 84

III. Sucesos notables en la época de Abascal 86

IV. Que trata del ingenioso medio de que se valió un fraile para obligar al marqués a renunciar el gobierno 87

V. La curiosidad se pena 89

La trenza de sus cabellos 91

I. De cómo Mariquita Martínez no quiso que la llamase La Pelona 91

II. De cómo la trenza de sus cabellos fue cauda de que el Perú tuviera una gloria artística 93

Santiago el volador 96

La niña del antojo 103

La llorona del viernes santo 107

Tras la tragedia, el sainete 113

I 113

II 116

Tres cuestiones históricas sobre Pizarro 118

I 118

II 120

La misa negra 124

Altivez de limeña 128

El mejor amigo..., un perro 131

I 131

II 132

III 133

IV 134

V 135

Una moza de rompe y raja 137

I. El primer papel moneda 137

II. La «Lunareja» 139

III. El fin de una moza tigre 142

La excomunión de los alcaldes de Lima 143

I 143

II 144

III 145

IV 147

El rosal de Rosa 148

Los ratones de fray Martín 151

La carta de la «libertadora» 154

I 154

II 155

III 156

IV 157

Los incas ajedrecistas 158

I. Atahualpa 158

II. Manco Inca 160

La tradición de la saya y el manto 163

Libros a la carta 167

Brevísima presentación

La obra

Este volumen es una antología de las muchas tradiciones que Ricardo Palma (1833-1919) escribió sobre Lima. Destacan por su valor literario y antropológico, ya que retratan una sociedad que a finales del siglo XIX luchaba todavía por construir su propia identidad. Palma hace un repaso al pasado colonial con sus cuentos de fantasmas, aparecidos, a los virreyes inmorales, las mujeres atrevidas, los santos y pícaros. Con Palma se revitaliza el género del costumbrismo popular, que de otro modo hubiera desaparecido. Esta edición incluye una introducción de José Carlos Mariátegui.

Introducción

La época del coloniaje, fecunda en acontecimientos que de una manera providencial fueron preparando el día de la Independencia del Nuevo Mundo, es un venero poco explotado aún por las inteligencias americanas.

Por eso, y perdónese nuestra presuntuosa audacia, cada vez que la fiebre de escribir se apodera de nosotros, demonio tentador al que mal puede resistir la juventud, evocamos en la soledad de nuestras noches al genio misterioso que guarda la historia de ayer de un pueblo que no vive de recuerdos ni de esperanzas, sino de actualidad.

Lo repetimos: en América la tradición apenas tiene vida. La América conserva todavía la novedad de un hallazgo y el valor de un fabuloso tesoro apenas principiado a explotar.

Sea por la indolencia de los gobiernos en la conservación de los archivos, o por descuido de nuestros antepasados en no consignar los hechos, es innegable que hoy sería muy difícil escribir una historia cabal de la época de los virreyes. Los tiempos primitivos del imperio de los Incas, tras los que está la huella sangrienta de la conquista, han llegado hasta nosotros con fabulosos e inverosímiles colores. Parece que igual suerte espera a los tres siglos de la dominación española.

Entre tanto, toca a la juventud hacer algo para evitar que la tradición se pierda completamente. Por eso, en ella se fija de preferencia nuestra atención, y para atraer la del pueblo creemos útil adornar con las galas del romance toda narración histórica.

José Carlos Mariátegui

«¡Pues bonita soy yo, la Castellanos!»

A Simón y Juan Vicente Camacho

Mariquita Castellanos era todo lo que se llama una real moza, bocado de arzobispo y golosina de oidor. Era como para cantarla esta copla popular:

Si yo me viera contigo la llave a la puerta echada, y el herrero se muriera, y la llave se quebrara...

¿No la conociste, lector?

Yo tampoco; pero a un viejo, que alcanzó los buenos tiempos del virrey Amat, se me pasaban las horas muertas oyéndole referir historias de la Marujita, y él me contó la del refrán que sirve de título a este artículo.

Mica Villegas era una actriz del teatro de Lima, quebradero de cabeza del excelentísimo señor virrey de estos reinos del Perú por S. M. Carlos III, y a quien su esclarecido amante, que no podía sentar plaza de académico por su corrección en eso de pronunciar la lengua de Castilla, apostrofaba en los ratos de enojo, frecuentes entre los que bien se quieren, llamándola Perricholi. La Perricholi, de quien pluma mejor cortada que la de este humilde servidor de ustedes ha escrito la biografía, era hembra de escasísima belleza. Parece que el señor virrey no fue hombre de paladar muy delicado.

María Castellanos, como he tenido el gusto de decirlo, era la más linda morenita limeña que ha calzado zapaticos de cuatro puntos y medio.

Como una y una son dos,

por las morenas me muero:

lo blanco, lo hizo un platero;

lo moreno, lo hizo Dios.

Tal rezaba una copla popular de aquel tiempo, y a fe que debió ser Marujilla la musa que inspiró al poeta. Decíame, relamiéndose, aquel súbdito de Amat, que hasta el Sol se quedaba bizco y la Luna boquiabierta cuando esa muchacha, puesta de veinticinco alfileres, salía a dar un verde por los portales.

Pero, así como la Villegas traía al retortero nada menos que al virrey, la Castellanos tenía prendido a sus enaguas al empingorotado conde de •••, viejo millonario, y que, a pesar de sus lacras y diciembres, conservaba afición por la fruta del paraíso. Si el virrey hacía locuras por la una, el conde no le iba en zaga por la otra.

La Villegas quiso humillar a las damas de la aristocracia, ostentando sus equívocos hechizos en un carruaje y en el paseo público. La nobleza toda se escandalizó y arremolinó contra el virrey. Pero la cómica, que había satisfecho ya su vanidad y capricho, obsequió el carruaje a la parroquia de San Lázaro para que en él saliese el párroco conduciendo el Viático. Y téngase presente que, por entonces, un carruaje costaba un ojo de la cara, y el de la Perricholi fue el más espléndido entre los que lucieron en la Alameda.

La Castellanos no podía conformarse con que su rival metiese tanto ruido en el mundo limeño con motivo del paseo en carruaje.

—¡No! Pues como a mí se me encaje entre ceja y ceja, he de confundir el orgullo de esa pindonga. Pues mi querido no es ningún mayorazgo de perro y escopeta, ni aprendió a robar como Amat de su mayordomo, y lo que gasta es suyo y muy suyo, sin que tenga que dar cuenta al rey de dónde salen esas misas. ¡Venirme a mí con orgullos y fantasías, como si no fuera mejor que ella, la muy cómica! ¡Miren el charquito de agua que quiere ser brazo de río!

¡Pues bonita soy yo, la Castellanos!

Y va de digresión. Los maldicientes decían en Lima que, durante los primeros años de su gobierno, el excelentísimo señor virrey don Manuel de Amat y Juniet, caballero del hábito de Santiago y condecorado con un cementerio de cruces, había sido un dechado de moralidad y honradez administrativas. Pero llegó un día en que cedió a la tentación de hacerse rico merced a una casualidad que le hizo descubrir que la provisión de corregimientos era una mina más poderosa y boyante que las de Paseo y Potosí. Véase cómo se realizó tan portentoso descubrimiento.

Acostumbraba Amat levantarse con el alba (que, como dice un escritor amigo mío, el madrugar es cualidad de buenos gobernantes), y envuelto en una zamarra de paño burdo, descendía al jardín de Palacio, y se entretenía hasta las ocho de la mañana en cultivarlo. Un pretendiente al corregimiento de Saña o Jauja, los más importantes del virreinato, abordó al virrey en el jardín, con fundiéndolo con su mayordomo, y le ofreció algunos centenares de peluconas porque emplease su influjo todo con su excelencia a fin de conseguir que él se calzase la codiciada prebenda.

—¡Por vida de Santa Cebollina, virgen y mártir, abogada de los callos! ¿Esas teníamos, señor mayordomo? dijo para sus adentros el virrey; y desde ese día se dio tan buenas trazas para hacer su agosto sin necesidad de acólito, que en breve logró contar con fuertes sumas para complacer en sus dispendiosos caprichos a la Perricholi, que, dicho sea de paso, era lo que se entiende por manirrota y botarate.

Volvamos a la Castellanos. Era moda que toda mujer que algo valía tuviese predilección por un faldero. El de Marujita era un animalito muy mono, un verdadero dije. Llegó a la sazón la fiesta del Rosario, y asistió a ella la querida del conde muy pobremente vestida, y llevando tras sí una criada que conducía en brazos al chuchito. Ello dirás, lector, que nada tenía de maravilloso; pero es el caso que el faldero traía un collarín de oro macizo con brillantes como garbanzos.

Mucho dio que hablar durante la procesión la extravagancia de exhibir un perro que llevaba sobre sí tesoro tal; pero el asombro subió de punto cuando, terminada la procesión, se supo que Cupido, con todos sus valiosos adornos había sido obsequiado por su ama a uno de los hospitales de la ciudad, que por falta de rentas estaba poco menos que al cerrarse.

La Mariquita ganó desde ese instante, en la simpatía del pueblo y de la aristocracia, todo lo que había perdido su orgullosa rival Mica Villegas; y es fama que siempre que la hablaban de este suceso, decía con énfasis, aludiendo a que ninguna otra mujer de su estofa la excedería en arrogancia y lujo: —¡Pues no faltaba más!

¡Bonita soy yo, la Castellanos!

Y tanto dio en repetir el estribillo, que se convirtió en refrán popular, y como tal ha llegado hasta la generación presente.