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Pedro Antonio de Alarcón

Moros y cristianos

Créditos

ISBN rústica: 978-84-96290-05-1.

ISBN ebook: 978-84-9953-351-3.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

I 9

II 11

III 15

IV 17

V 19

VI 23

VII 27

VIII 29

IX 33

X 35

XI 37

XII 41

XIII 43

XIV 47

XV 51

Libros a la carta 55

Brevísima presentación

La vida

Pedro Antonio de Alarcón (Guadix, Granada, 1833-Madrid, 1891). España.

Hizo periodismo y literatura. Su actividad antimonárquica lo llevó a participar en el grupo revolucionario granadino «la cuerda floja».

Intervino en un levantamiento liberal en Vicálvaro, en 1854, y —además de distribuir armas entre la población y ocupar el Ayuntamiento y la Capitanía general— fundó el periódico La Redención, con una actitud hostil al clero y al ejército. Tras el fracaso del levantamiento, se fue a Madrid y dirigió El Látigo, periódico de carácter satírico que se distinguió por sus ataques a la reina Isabel II.

Sus convicciones republicanas lo implicaron en un duelo que trastornó su vida, desde entonces adoptó posiciones conservadoras. Aunque no parezca muy ortodoxo, en el prólogo a una edición de 1912 Alarcón es considerado un escritor romántico.

Esta obra es un retrato de las relaciones entre el Islam y Occidente. Moros y cristianos tuvo una versión en zarzuela, estrenada en 1905 con guión de Maximiliano Tous y música de José Serrano.

I

La antes famosa y ya poco nombrada villa de Aldeire forma parte del marquesado de Cenet, o, como si dijéramos, del respaldo de la Alpujarra, hacia Levante, y está medio colgada, medio escondida, en un escalón o barranco de la formidable mole central de Sierra Nevada, a cinco o seis mil pies sobre el nivel del mar y seis o siete mil por debajo de las eternas nieves del Mulhacen.

Aldeire, dicho sea con perdón de su señor cura, es un pueblo morisco. Que fue moro, lo dice claramente su nombre, su situación y su estructura; y que no ha llegado aún a ser enteramente cristiano, aunque figure en la España reconquistada y tenga su iglesita católica y sus cofradías de la Virgen, de Jesús y de no pocos santos y santas, lo demuestran el carácter y costumbres de sus moradores, las pasiones terribles cuanto quiméricas que los unen o separan en perpetuos bandos, y los lúgubres ojos negros, pálida tez y escaso hablar y reír de mujeres, hombres y niños...

Porque bueno será recordar, para que ni dicho señor cura ni nadie ponga en cuarentena la solidez de este razonamiento, que los moriscos del marquesado del Cenet no fueron expulsados en totalidad como los de la Alpujarra, sino que muchos de ellos lograron quedarse allí agazapados y escondidos gracias a la prudencia o cobardía con que desoyeron el temerario y heroico grito de su malhadado príncipe Aben-Humeya; de donde yo deduzco que el tío Juan Gómez Hormiga, alcalde constitucional de Aldeire en el año de gracia de 1821, podía muy bien ser nieto de algún Mustafá, Mahommed o cosa por el estilo.

Cuéntase, pues, que el tal Juan Gómez, hombre a la sazón de más de media centuria, rústico muy avisado aunque no entendía de letra, y codicioso y trabajador con fruto, como lo acreditaba, no solamente su apodo, sino también su mucha hacienda, por él adquirida a fuerza de buenas o malas artes, y representada en las mejores suertes de tierra de aquella jurisdicción, tomó a censo enfitéutico del caudal de Propios, y casi de balde, mediante algunas gallinas no ponedoras que regaló al secretario del ayuntamiento, unos secanos situados a las inmediaciones de la villa, en medio de los cuales veíanse los restos y escombros de un antiguo castillejo, morabito o atalaya árabe, cuyo nombre era todavía La torre del moro.

Excusado es decir que el tío Hormiga no se detuvo ni un instante a pensar en qué moro sería aquél, ni en la índole o prístino objeto de la arruinada construcción; lo único que vio desde luego más claro que el agua fue que con tantas desmoronadas piedras, y con las que él desmoronara, podía hacer allí un hermoso y muy seguro corral para sus ganados; por lo que desde el día siguiente, y como recreo muy propio de quien tan económico era, dedicó las tardes a derribar por sí mismo, y a sus solas, lo que en pie quedaba del vetusto edificio arábigo.

—¡Te vas a reventar! —le decía su mujer, al verlo llegar por la noche lleno de polvo y de sudor, y con la barra de hierro oculta bajo la capa...

—¡Al contrario! —respondía él—. Este ejercicio me conviene para no podrirme como nuestros hijos los estudiantes, que, según me ha dicho el estanquero, estaban la otra noche en el teatro de Granada y tenían un color de manteca que daba asco mirarlos...

—¡Pobres! ¡De tanto estudiar! Pero a ti debía de darte vergüenza de trabajar como un peón siendo el más rico del pueblo, alcalde por añadidura.

—Por eso voy solo... ¡A ver!... Acércame esa ensalada...

—Sin embargo, convendría que te ayudase alguien. ¡Vas a echar un siglo en derribar la torre, y hasta quizás no sepas componértelas para volcarla toda!...

—¡No digas simplezas, Torcuata! Cuando se trate de construir la tapia del corral pagaré jornales, y hasta llevaré un maestro alarife... ¡Pero derribar sabe cualquiera! Y es tan divertido destruir!... ¡Vaya!..., ¡quita la mesa y acostémonos!...

—Eso lo dices porque eres hombre. ¡A mí me da miedo y lástima todo lo que es deshacer!

—¡Debilidades de vieja! ¡Si supieras tú cuántas cosas hay que deshacer en este mundo!

—¡Calla, francmasón! ¡En mal hora te han elegido alcalde! ¡Verás como, el día que vuelvan a mandar los realistas, te ahorca el rey absoluto!

—¡Eso lo veremos! ¡Santurrona! ¡Beata! ¡Lechuza! ¡Vaya!: apaga esa luz, y no te santigües más..., que tengo mucho sueño.

Y así continuaban los diálogos hasta que se dormía uno de los dos consortes.

II