9788499533544.jpg

Álvar Núñez Cabeza de Vaca

Naufragios

Créditos

ISBN rústica: 978-84-96290-86-0.

ISBN ebook: 978-84-9953-354-4.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La vida 9

Capítulo I. En que cuenta cuándo partió la armada, y los oficiales y gente que en ella iba 11

Capítulo II. Cómo el gobernador vino al puerto de Jagua y trajo consigo a un piloto 14

Capítulo III. Cómo llegamos a la Florida 15

Capítulo IV. Cómo entramos por la tierra 16

Capítulo V. Cómo dejó los navíos el gobernador 19

Capítulo VI. Cómo llegamos a Apalache 22

Capítulo VII. De la manera que es la tierra 23

Capítulo VIII. Cómo partimos de Aute 27

Capítulo IX. Cómo partimos de bahía de Caballos 30

Capítulo X. De la refriega que nos dieron los indios 33

Capítulo XI. De lo que acaeció a Lope de Oviedo con unos indios 36

Capítulo XII. Cómo los indios nos trajeron de comer 37

Capítulo XIII. Cómo supimos de otros cristianos 40

Capítulo XIV. Cómo se partieron los cuatro cristianos 41

Capítulo XV. De lo que nos acaeció en la isla de Mal Hado 44

Capítulo XVI. Cómo se partieron los cristianos de la isla de Mal Hado 46

Capítulo XVII. Cómo vinieron los indios y trajeron a Andrés Dorantes y a Castillo y a Estebanico 49

Capítulo XVIII. De la relación que dio de Esquivel 52

Capítulo XIX. De cómo nos apartaron los indios 56

Capítulo XX. De cómo nos huimos 58

Capítulo XXI. De cómo curamos aquí unos dolientes 59

Capítulo XXII. Cómo otro día nos trajeron otros enfermos 61

Capítulo XXIII. Cómo nos partimos después de haber
comido los perros 66

Capítulo XXIV. De las costumbres de los indios de aquella tierra 67

Capítulo XXV. Cómo los indios son prestos a un arma 69

Capítulo XXVI. De las naciones y lenguas 71

Capítulo XXVII. De cómo nos mudamos y fuimos bien recibidos 73

Capítulo XXVIII. De otra nueva costumbre 76

Capítulo XXIX. De cómo se robaban los unos a los otros 79

Capítulo XXX. De cómo se mudó la costumbre de recibirnos 82

Capítulo XXXI. De cómo seguimos el camino del maíz 87

Capítulo XXXII. De cómo nos dieron los corazones de los venados 90

Capítulo XXXIII. Cómo vimos rastro de cristianos 94

Capítulo XXXIV. De cómo envié por los cristianos 95

Capítulo XXXV. De cómo el alcalde mayor nos recibió bien la noche que llegamos 98

Capítulo XXXVI. De cómo hicimos hacer iglesias en aquella tierra 101

Capítulo XXXVII. De lo que aconteció cuando me quise venir 103

Capítulo XXXVIII. De lo que sucedió a los demás que entraron en las Indias 106

Libros a la carta 109

Brevísima presentación

La vida

Cabeza de Vaca, Alvar Núñez (1507-1558). España.

Era nieto de Pedro Vera, conquistador de las Islas Canarias. Fue educado por su tía y dejó la ciudad de Jerez (Andalucía) a los doce años de edad para unirse a los Medina Sidonia en Sanlúcar de Barrameda. De allí partió en 1521 una flota al mando de Fernando de Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo.

En 1527, a los veinte años, Cabeza de Vaca fue autorizado por Pánfilo de Narváez para embarcar. Administraba dos navíos, sus aparejos y víveres. La primera parada fue en La Española (República Dominicana y Haití). Allí desertaron más de 150 hombres. Los que continuaron fueron a Cuba y consiguieron reclutar más gente.

Cabeza de Vaca estuvo casi diez años andando desnudo y descalzo y recorrió más de 18 mil kilómetros. Durante su largo viaje fue comerciante y después esclavo. En esas circunstancias encontró otros españoles y años después lograron escapar.

Practicaron el curanderismo, entre otras costumbres indígenas.

Tras sus fracasos en la conquista de nuevas tierras, Cabeza de Vaca se convirtió en un conocedor del mundo aborigen.

Capítulo I. En que cuenta cuándo partió la armada, y los oficiales y gente que en ella iba

A 17 días del mes de junio de 1527 partió del puerto de Sanlúcar de Barrameda el gobernador Pánfilo de Narváez, con poder y mandato de Vuestra Majestad para conquistar y gobernar las provincias que están desde el río de las Palmas hasta el cabo de la Florida, las cuales son en Tierra Firme; y la armada que llevaba eran cinco navíos, en los cuales, poco más o menos, irían seiscientos hombres. Los oficiales que llevaba (porque de ellos se ha de hacer mención) eran estos que aquí se nombran: Cabeza de Vaca, por tesorero y por alguacil mayor; Alonso Enríquez, contador; Alonso de Solís, por factor de Vuestra Majestad y por veedor; iba un fraile de la Orden de San Francisco por comisario, que se llamaba fray Juan Suárez, con otros cuatro frailes de la misma Orden. Llegamos a la isla de Santo Domingo, donde estuvimos casi cuarenta y cinco días, proveyéndonos de algunas cosas necesarias, señaladamente de caballos. Aquí nos faltaron de nuestra armada más de ciento cuarenta hombres, que se quisieron quedar allí, por los partidos y promesas que los de la tierra les hicieron. De allí partimos y llegamos a Santiago (que es puerto en la isla de Cuba), donde en algunos días que estuvimos, el gobernador se rehizo de gente, de armas y de caballos. Sucedió allí que un gentilhombre que se llamaba Vasco Porcalle, vecino de la villa de la Trinidad, que es en la misma isla, ofreció de dar al gobernador ciertos bastimentos que tenía en la Trinidad, que es cien leguas del dicho puerto de Santiago. El gobernador, con toda la armada, partió para allá; mas llegados a un puerto que se dice Cabo de Santa Cruz, que es mitad del camino, parecióle que era bien esperar allí y enviar un navío que trajese aquellos bastimentos; y para esto mandó a un capitán Pantoja que fuese allá con su navío, y que yo, para más seguridad, fuese con él; y él quedó con cuatro navíos, porque en la isla de Santo Domingo había comprado un otro navío. Llegados con estos dos navíos al puerto de la Trinidad, el capitán Pantoja fue con Vasco Porcalle a la villa, que es una legua de allí, para recibir los bastimentos; yo quedé en la mar con los pilotos, los cuales nos dijeron que con la mayor presteza que pudiésemos nos despachásemos de allí, porque aquel era un muy mal puerto y se solían perder muchos navíos en él; y porque lo que allí nos sucedió fue cosa muy señalada, me pareció que no sería fuera del propósito y fin con que yo quise escribir este camino, contarla aquí. Otro día de mañana comenzó el tiempo a dar no buena señal, porque comenzó a llover, y el mar iba arreciando tanto, que aunque yo di licencia a la gente que saliese a tierra, como ellos vieron el tiempo que hacía y que la villa estaba de allí una legua, por no estar al agua y frío que hacía, muchos se volvieron al navío. En esto vino una canoa de la villa, en que me traían una carta de un vecino de la villa, rogándome que me fuese allá y que me darían los bastimentos que hubiese y necesarios fuesen; de lo cual yo me excusé diciendo que no podía dejar los navíos. A mediodía volvió la canoa con otra carta, en que con mucha importunidad pedían lo mismo, y traían un caballo en que fuese; yo di la misma respuesta que primero había dado, diciendo que no dejaría los navíos, mas los pilotos y la gente me rogaron mucho que fuese, porque diese prisa que los bastimentos se trajesen lo más presto que pudiese ser, porque nos partiésemos luego de allí, donde ellos estaban con gran temor que los navíos se habían de perder si allí estuviesen mucho. Por esta razón yo determiné de ir a la villa, aunque primero que fuese dejé proveído y mandado a los pilotos que si el sur, con que allí suelen perderse muchas veces los navíos, ventase y se viesen en mucho peligro, diesen con los navíos al través y en parte que se salvase la gente y los caballos; y con esto yo salí, aunque quise sacar algunos conmigo, por ir en mi compañía, los cuales no quisieron salir, diciendo que hacía mucha agua y frío y la villa estaba muy lejos; que otro día, que era domingo, saldrían con el ayuda de Dios, a oír misa. A una hora después de yo salido la mar comenzó a venir muy brava, y el norte fue tan recio que ni los bateles osaron salir a tierra, ni pudieron dar en ninguna manera con los navíos al través por ser el viento por la proa; de suerte que con muy gran trabajo, con dos tiempos contrarios y mucha agua que hacía, estuvieron aquel día y el domingo hasta la noche. A esta hora el agua y la tempestad comenzó a crecer tanto, que no menos tormenta había en el pueblo que en la mar, porque todas las casas e iglesias se cayeron, y era necesario que anduviésemos siete u ocho hombres abrazados unos con otros para podernos amparar que el viento no nos llevase; y andando entre los árboles, no menos temor teníamos de ellos que de las casas, porque como ellos también caían, no nos matasen debajo. En esta tempestad y peligro anduvimos toda la noche, sin hallar parte ni lugar donde media hora pudiésemos estar seguros.

Andando en esto, oímos toda la noche, especialmente desde el medio de ella, mucho estruendo y grande ruido de voces, y gran sonido de cascabeles y de flautas y tamborinos y otros instrumentos, que duraron hasta la mañana, que la tormenta cesó. En estas partes nunca otra cosa tan medrosa se vio; yo hice una probanza de ello, cuyo testimonio envié a Vuestra Majestad. El lunes por la mañana bajamos al puerto y no hallamos los navíos; vimos las boyas de ellos en el agua, adonde conocimos ser perdidos, y anduvimos por la costa por ver si hallaríamos alguna cosa de ellos; y como ninguno hallásemos, metímonos por los montes, y andando por ellos, un cuarto de legua de agua hallamos la barquilla de un navío puesta sobre unos árboles, y diez leguas de allí, por la costa, se hallaron dos personas de mi navío y ciertas tapas de cajas, y las personas tan desfiguradas de los golpes de las peñas, que no se podían conocer; halláronse también una capa y una colcha hecha pedazos, y ninguna otra cosa pareció. Perdiéronse en los navíos sesenta personas y veinte caballos. Los que habían salido a tierra el día que los navíos allí llegaron, que serían hasta treinta, quedaron de los que en ambos navíos había. Así estuvimos algunos días con mucho trabajo y necesidad, porque la provisión y mantenimientos que el pueblo tenía se perdieron y algunos ganados; la tierra quedó tal, que era gran lástima verla: caídos los árboles, quemados los montes, todos sin hojas ni yerba. Así pasamos hasta 5 días del mes de noviembre, que llegó el gobernador con sus cuatro navíos, que también habían pasado gran tormenta y también habían escapado por haberse metido con tiempo en parte segura. La gente que en ellos traía, y la que allí halló, estaban tan atemorizados de lo pasado, que temían mucho tornarse a embarcar en invierno, y rogaron al gobernador que lo pasase allí, y él, vista su voluntad y la de los vecinos, invernó allí. Dióme a mi cargo de los navíos y de la gente para que me fuese con ellos a invernar al puerto de Jagua, que es doce leguas de allí, donde estuve hasta 20 días del mes de febrero.

Capítulo II. Cómo el gobernador vino al puerto de Jagua y trajo consigo a un piloto

En este tiempo llegó allí el gobernador con un bergantín que en la Trinidad compró, y traía consigo un piloto que se llamaba Miruelo; habíalo tomado porque decía que sabía y había estado en el río de las Palmas, y era muy buen piloto de toda la costa del norte. Dejaba también comprado otro navío en la costa de La Habana, en el cual quedaba por capitán Álvaro de la Cerda, con cuarenta hombres y doce de caballo; y dos días después que llegó el gobernador, se embarcó, y la gente que llevaba eran cuatrocientos hombres y ochenta caballos en cuatro navíos y un bergantín. El piloto que de nuevo habíamos tomado metió los navíos por los bajíos que dicen de Canarreo, de manera que otro día dimos en seco, y así estuvimos quince días, tocando muchas veces las quillas de los navíos en seco, al cabo de los cuales, una tormenta del sur metió tanta agua en los bajíos, que pudimos salir, aunque no sin mucho peligro. Partidos de aquí y llegados a Guaniguanico, nos tomó otra tormenta, que estuvimos a tiempo de perdernos.

A cabo de Corrientes tuvimos otra, donde estuvimos tres días; pasados éstos, doblamos el cabo de San Antón, y anduvimos con tiempo contrario hasta llegar a doce leguas de La Habana; y estando otro día para entrar en ella, nos tomó un tiempo de sur que nos apartó de la tierra, y atravesamos por la costa de la Florida y llegamos a la tierra martes 12 días del mes de abril, y fuimos costeando la vía de la Florida; y Jueves Santo surgimos en la misma costa, en la boca de una bahía, al cabo de la cual vimos ciertas casas y habitaciones de indios.

Capítulo III. Cómo llegamos a la Florida

En este mismo día salió el contador Alonso Enríquez y se puso en una isla que está en la misma bahía y llamó a los indios, los cuales vinieron y estuvieron con él buen pedazo de tiempo, y por vía de rescate le dieron pescado y algunos pedazos de carne de venado. Otro día siguiente, que era Viernes Santo, el gobernador se desembarcó con la más gente que en los bateles que traía pudo sacar, y como llegamos a los bohíos o casas que habíamos visto de los indios, hallámoslas desamparadas y solas, porque la gente se había ido aquella noche en sus canoas. El uno de aquellos bohíos era muy grande, que cabrían en él más de trescientas personas; los otros eran más pequeños, y hallamos allí una sonaja de oro entre las redes. Otro día el gobernador levantó pendones por Vuestra Majestad y tomó la posesión de la tierra en su real nombre, presentó sus provisiones y fue obedecido por gobernador, como Vuestra Majestad lo mandaba. Asimismo presentamos nosotros las nuestras ante él, y él las obedeció como en ellas se contenía. Luego mandó que toda la otra gente desembarcase y los caballos que habían quedado, que no eran más de cuarenta y dos, porque los demás, con las grandes tormentas y mucho tiempo que habían andado por la mar, eran muertos; y estos pocos que quedaron estaban tan flacos y fatigados, que por el presente poco provecho pudimos tener de ellos. Otro día los indios de aquel pueblo vinieron a nosotros, y aunque nos hablaron, como nosotros no teníamos lengua, no los entendíamos; mas hacíannos muchas señas y amenazas, y nos pareció que nos decían que nos fuésemos de la tierra, y con esto nos dejaron, sin que nos hiciesen ningún impedimento, y ellos se fueron.

Capítulo IV. Cómo entramos por la tierra