cover
portadilla

Muerte aparente
en el pensar

«[...] con razón dicen los poetas: “El espíritu es el dios en nosotros” y “la vida mortal encierra en sí una parte de un dios” [...]. Sólo queda, pues, una alternativa: o filosofar o despedirse de la vida y apartarse de ella.»

Aristóteles, Protréptico

«Se puede aprender mucho de ambos, del muerto aparente que ha vuelto y de Moisés que ha vuelto, pero de lo decisivo no es posible enterarse por ellos, ya que ellos mismos no lo han experimentado. Si lo hubieran experimentado, no habrían vuelto. Además, tampoco nosotros queremos experimentarlo en absoluto.»

Franz Kafka, Von Scheintod [De la muerte aparente]

Señoras y señores,

del filósofo griego Epicuro se ha transmitido el sentido de esta frase: quien habla a los seres humanos debiera pensar que un discurso corto y uno largo vienen a ser lo mismo. Cito ocasionalmente esta observación al comienzo de mis conferencias para explicar al público, la mayoría de las veces un tanto alarmado por ella, que ha de prepararse esa vez para la versión larga, que puede ofrecerse sin perjuicio en lugar de la corta. Hoy es un caso así. Para que sepan ya lo que les espera durante la próxima hora –y hay que considerar que, según informes de los expertos, la hora tubingense resulta algo más larga que sesenta minutos de tiempo estándar–, quiero hacer algo que parece que practicaron ocasionalmente rapsodas de épocas pasadas al comienzo de sus recitados: en la medida en que puedo preverlo, voy a anticipar punto por punto el contenido de lo que ha de esperarse aquí y a anunciar con todo el detalle posible lo que según el estado actual de la planificación habrá de escucharse. Con ello se disipa desde el principio toda tensión superflua y ustedes serán libres de seguir con toda tranquilidad el desarrollo del ponente, al conocer el inicio, la mitad y el final de su propósito.

He dividido mis consideraciones en cuatro apartados, de lo que ya pueden deducir, por lo demás, que no les hablo como miembro del gremio teológico. Como saben, dado que a los teólogos les gusta introducirse en la vida interior de Dios, en la que domina el número tres, prefieren articular sus pensamientos en tres capítulos, ocasionalmente también en siete, en tanto elevan su voz a imitación del creador, o en diez, si se asimilan al artífice de la tabla de los mandamientos. Por contra, yo lo intento esta tarde con la cuaternidad filosófica clásica, fundada en el supuesto de que para decir la verdad hay que saber contar hasta cuatro.

Así pues, con intención preparatoria, hablaré primero sobre la ciencia como antropotécnica ejercitante en general, perfilando objetiva e históricamente el tema. Para ello recordaré a dos figuras fundamentales del pensamiento filosófico: Edmund Husserl, que propugna un nuevo comienzo moderno de la filosofía como teoría precisa, y Sócrates, con cuya aparición hace casi dos mil quinientos años se instaura la búsqueda antigua de verdad y sabiduría, de la que surgió el fenómeno, virulento hasta hoy día, llamado «filosofía».

En el segundo apartado, todavía orientado más propedéutica que directamente al asunto, hablaré del múltiple condicionamiento del ser humano capaz de epojé (pido paciencia hasta que encuentre la ocasión de clarificar esa expresión posiblemente oscura). Respecto a ella sólo quiero indicar ahora que contiene una propuesta interpretativa del fenómeno, evolutivamente tan improbable y empíricamente tan masivo, del bíos theoretikós en sus numerosas variantes, cuya presencia inquieta moralmente y estimula cognitivamente a las comunidades humanas desde hace más de dos milenios y medio. Motivo suficiente para preguntarse por las condiciones de posibilidad del comportamiento teórico.

En el tercer apartado avanzaré hasta el núcleo del tema de hoy, ocupándome de la configuración o autogeneración del ser humano desinteresado. Esto exige que exponga (con la brevedad requerida, se entiende) las doctrinas, conocidas desde la Antigüedad, sobre la muerte aparente epistémica de los sabios. Habrá que mostrar por qué la idea de que el ser humano pensante ha de ser una especie de muerto en vacaciones es inseparable de la cultura de la racionalidad de la vieja Europa, sobre todo de la filosofía clásica, inspirada por Platón. Encontraremos ocasión para poner de manifiesto la famosa sentencia de Sócrates según la cual de lo que se trata para el verdadero amante de la sabiduría es de estar, ya en vida, tan muerto como sea posible; pues, de creer al idealismo, sólo los muertos gozan del privilegio de contemplar «autópticamente», algo así como cara a cara, las verdades del más allá. No se trata, naturalmente, de muertos en el sentido de las empresas de pompas fúnebres, sino de muertos filosóficamente, gentes que tras la deposición del cuerpo se convierten supuestamente en intelectuales puros o espíritus anímicos impersonales. Con sus insinuaciones, Sócrates, impulsor de la teoría, sugiere que el estar muerto puede aprenderse en cierto modo. Lo que se llama método no es, pues, simplemente el camino científico a las cosas, es también la aproximación al estado de casi-muerte promotor de conocimiento. Ya Platón conoció un adelanto de la muerte, pero no de la «muerte propia», que Heidegger reclamó en Ser y tiempo (1927) como su doctrina de la decisión por la existencia auténtica, sino más bien un adelanto de la muerte que vuelve anónimo, que supera todo lo privado e individual, con el que se paga el acceso a la gran teoría que permanece detrás. Esto significa, por lo demás, que el ars moriendi, tan alabado en otros tiempos, que pasaba por ser la disciplina reina de la ética tanto para los estoicos de la Antigüedad como para ciertos teólogos místicos de la baja Edad Media, no implica tanto como podía suponerse la asunción del heroísmo en la esfera de la vida contemplativa. Constituye, más bien, un capítulo central de la teoría del conocimiento. Bajo el supuesto platónico de que lo eterno e inmortal sólo se conoce mediante algo de igual condición, la búsqueda en nosotros de un órgano apropiado para ello adquirió la máxima importancia. Su éxito decide sobre la posibilidad de teoría auténtica, tal como la entendían los antiguos. Si en vida no pudiéramos activar ya un órgano así para lo imperecedero, sería vana la esperanza de conocimiento válido y permanente. Pero, si poseemos algo semejante, hemos de esforzarnos por hacer uso de ello tan pronto como sea posible. Esto equivaldría al ensayo de morir «anticipadamente», no para estar muerto más tiempo, sino para poner de manifiesto nuestra latente capacidad de inmortalidad mientras permanecemos encerrados en la envoltura mortal. En el contexto de tales cuestiones singulares y melancólicas hay que examinar los fundamentos metafísicos del racionalismo de la vieja Europa; y veremos que la palabra «metafísico» significa aquí tanto como «epistemo-tanatológico».

En el cuarto y último apartado trataré del atentado que contra el homo theoreticus de tipo tradicional han perpetrado epistemólogos modernos, junto con filósofos naturalistas, ideólogos y espíritus agitados de todo color. Tal suceso viene a significar lo mismo que el asesinato de un muerto aparente. La interpretación de este drama paradójico –del que no se sabe si representa más bien un homicidio o una reanimación– nos ocupará en la consideración final. Comentaré entonces una ambivalencia inherente a la cultura racionalista moderna desde que se desconectó de su larga fase de impulso metafísico. Por una parte, saludamos la remundanización del saber desmundanizado como beneficio civilizatorio y a la vez como oportunidad política, y celebramos la vuelta de los pensantes al círculo de los vivientes normales. Por otra parte, nunca hemos considerado lo suficiente qué significa que nuestras convicciones epistemológicas actuales se basen en un crimen no fácilmente clasificable: precisamente en aquel asesinato del muerto aparente por el que ahora también los seres humanos teóricos vuelven a aparecer como gentes cercanas, se llamen Albert Einstein, Max Weber, Claude Lévi-Strauss o Niklas Luhmann.

Soy consciente de adentrarme con estas consideraciones en un terreno pocas veces hollado y menos aún investigado. ¿Quién, siquiera, plantea todavía hoy la cuestión de por qué a la cultura teórica de la vieja Europa le importaba la atención a los eminentes muertos aparentes tanto como a la Iglesia medieval el culto a los santos? Así como estamos aún muy lejos de haber sacado todas las consecuencias de la frase «Dios ha muerto», somos muy poco conscientes todavía de todas las implicaciones de la frase «el observador puro ha muerto». La secularización de los procesos cognitivos exige claramente mucho más tiempo del que fueron capaces de prever la mayoría de los positivistas del siglo XIX, los físicos de partículas del XX o los neurocientíficos del XXI. Con el asesinato del monstruo sagrado, como se consideraba hasta hace poco al conocedor, sólo se iniciaron las cosas; las consecuencias todavía no pueden controlarse. Para cometer este delito se reunió a un gran número de delincuentes por los motivos más dispares y con los más diversos instrumentos –voy a enumerar diez en total–, de modo que resulta prácticamente imposible la atribución de un porcentaje preciso de culpa a cada uno de los agresores.

De hecho, este crimen es un caso de lo que habría que llamar «angelocidio», es decir, que no puede ser perseguido oficialmente, porque ni los fiscales ni los epistemólogos admiten la existencia de ángeles. No los consideran una clase de sujetos susceptibles de ser asesinados y no se investigan indicios de posibles delitos perpetrados contra ellos. La casuística del asesinato de ángeles se complica aún más por la circunstancia de que no pueda constatarse un corpus delicti. Hay, en efecto, toda una plétora de motivos y presuntos autores, pero ningún cadáver que se asemeje a un ángel. Al contrario, cuando se liquidan ángeles dedicados a la teoría quedan seres humanos reales, demasiado reales, en aulas, en laboratorios, en bibliotecas y en reuniones de facultad interminables. Sí, si hubiera algo contra lo que estas víctimas de la desangelización pudieran querellarse sería el hecho de que se les ha desplazado de una irrealidad selecta a la existencia profana. No todos los sujetos de reanimaciones saludan su retorno a la vida plena; tengo efectivamente la sospecha de que ciertos teóricos contemporáneos lamentan su rescate de la bella muerte de lo desinteresado al terreno de la política real cognitiva. Pero también en este punto pido paciencia hasta que el progreso de mis explicaciones depare la oportunidad de concretar lo que por el momento sólo puede ser insinuado.

Hay otra observación introductoria que me parece imprescindible. Dado que todo lo que sigue sólo puede ser correctamente entendido y adecuadamente ordenado si se toma en serio el concepto de «ejercicio» en toda la amplitud de sus significados, no puedo por menos de anticipar unas palabras sobre esta categoría de la praxis humana, olvidada por la modernidad teórica, cuando no incluso aviesamente arrinconada y menospreciada. En mi último libro, Has de cambiar tu vida. Sobre antropotécnica, al que desde su aparición hace pocos meses1 acompaña una ola de consideración positiva, he hecho el intento de devolver al concepto de ejercicio el alto grado de valor que tendría que habérsele otorgado desde hace mucho a causa de su importancia en el ethos de las grandes culturas; valor que sin embargo se le ha negado hasta ahora a causa de vacíos sistemáticos en el vocabulario de la filosofía moderna y de puntos ciegos en el campo visual de las teorías sociológicas sobre la acción dominante. En el libro citado muestro con cierta exhaustividad cómo los criterios tradicionales de clasificación de la acción humana –sobre todo la conocida diferenciación, en principio sólo de competencia monacal, entre vita activa y vita contemplativa– hacían invisible, cuando no incluso impensable, la dimensión del ejercicio como tal. En cuanto se acepta la afilada distinción entre «activo» y «pasivo» como si se tratara de una alternativa absoluta y exclusiva, desaparece de la vista un amplio contexto de comportamiento humano que no es ni meramente activo ni meramente contemplativo: yo lo llamo «la vida ejercitante»I.

Conforme a su naturaleza, la vida ejercitante constituye un ámbito de mezcla: aparece como contemplativa sin renunciar por ello a rasgos de actividad; aparece como activa sin perder por ello la perspectiva contemplativa. El ejercicio es la forma más antigua y de mayores consecuencias de una praxis autorreferente: sus resultados no confluyen en objetos o circunstancias externas, como sucede al trabajar y producir, sino que configuran al ejercitante mismo y lo ponen «en forma» como sujeto capaz de hacer cosas. El resultado del ejercicio se muestra en la «condición» actual, es decir, en el estado de capacitación del ejercitante, que, según el contexto, se describe como hábito, virtud, virtuosidad, competencia, excelencia o fitness. El sujeto, considerado como asiento de sus series de entrenamiento, afirma y potencia sus habilidades en tanto se somete a los ejercicios oportunos; entre éstos se encuentran los que tienen un mismo nivel de dificultad, que hay que valorar como ejercicios de mantenimiento, y aquellos con un grado creciente de dificultad, que han de considerarse ejercicios de desarrollo. La askesis clásica, como los atletas griegos llamaban a su entrenamiento (ofreciendo así un modelo de repercusiones históricas a los monjes del cristianismo temprano, que se denominaban a sí mismos atletas de Cristo), ya fue desde el principio algo híbrido. Se pierde de vista su valor propio en cuanto el ejercicio se introduce forzadamente en la distinción entre teoría y praxis, o entre vida activa y vida contemplativa. Lo mismo sucede con las distinciones que autores contemporáneos han introducido desde la teoría de la acción, contraponiendo, por ejemplo, la acción comunicativa y la instrumental, o incluso el trabajo y la interacción. También esas desmembraciones del ámbito práctico hacen invisible la dimensión de la vida en ejercicio.

De la extensión, densidad y exuberancia de formas de esta ascesis intento ofrecer una impresión en mi libro antes mencionado. Cito en él la muy pertinente observación de Nietzsche de que, contemplada desde el universo, la Tierra de la era metafísica aparecería realmente como el «astro ascético», en el que la lucha del pueblo de los ascetas religiosos, descontentos de la vida, contra la naturaleza interior sería uno de los «hechos más extendidos y duraderos que existen»2. Pero ahora habría llegado ya el momento de deshacerse de los ascetas negadores de la vida y recuperar las artes de la afirmación, demasiado tiempo fuera de uso.

El efecto que produjo esta intervención de Nietzsche fue sobre todo paradójico: de todos los trabajos de los habitantes de la Tierra «en sí mismos», de sus ascesis, sus trainings y sus esfuerzos por ponerse en forma, sean de tendencia afirmadora o negadora, los teóricos críticos y los psicólogos sociales, tan omnipresentes hoy como ayer, no saben absolutamente nada, ya que siguen llevando unas gafas que les impiden toda visión del fenómeno. No le va mejor a la vida ejercitante en el famoso libro de Hannah Arendt Vita activa: no aparece en él; extraña constatación en un estudio que promete clarificar la «condición humana»3. Los ciudadanos modernos, sin embargo, lo saben mejor desde hace mucho; no se dejan impresionar por la ceguera que se ha apoderado de los teóricos. Han abierto ampliamente las esclusas a la práctica de ejercicios oficialmente ignorados, y las ascesis de superación postuladas por Nietzsche se han convertido, bajo diversos nombres –ampliación de estudios, training, fitness, deporte, dietética, autodiseño, terapia, meditación–, en el modus vivendi dominante en las subculturas occidentales que dicen sí al esfuerzo y al rendimiento. Además, todo habla en favor de que las viejas grandes potencias del ejercicio, en Asia oriental, China e India sobre todo (tras el precedente de Japón), han consumado su reorientación hacia formas de training volcadas al mundo. Han dado vida a un nuevo régimen de prestaciones agresivo, que presumiblemente pronto superará todo lo que son capaces de conseguir los desfallecidos europeos.

Al poner el acento en el aspecto ejercitante de la existencia humana tengo en cuenta el hecho, aparentemente trivial pero en verdad de repercusiones incalculables, de que todo lo que hacen y pueden hacer los seres humanos pueden hacerlo más o menos bien y lo hacen mejor o peor. Los capaces y hacedores siempre están colocados en un ranking espontáneo de mejor o peor capacidad y acción; yo describo las diferencias de ese tipo como expresión de la tensión vertical constitutiva de la existencia humana. Un primer acceso al fenómeno de la verticalidad espontánea se sigue de la definición técnica del ejercicio que yo tomo como base: en cualquier comportamiento ejercitante se realiza una acción de tal modo que su ejecución presente co-condiciona sus ejecuciones futuras. Podría decirse, pues, que toda vida es destreza artística, aunque sólo la mínima parte de nuestras manifestaciones vitales se entiendan como lo que son desde siempre: resultados de ejercicios y elementos de un modus vivendi que se desarrolla en la cuerda floja de la improbabilidad.

En Has de cambiar tu vida4

Una extensión análoga de la zona de ejercicio –digo esto entre paréntesis– aparece en el libro citado cuando hago en él la propuesta de reformular la disciplina de la historia del arte como historia de las ascesis artísticas o virtuosas. Así como la historia de la ciencia presupone por regla general que ya existen los científicos que se ocupan de sus disciplinas, la historia del arte supone desde siempre que los artistas son los sujetos naturales de la actividad de la que surgen las obras de arte, y que ya existen, a su vez, esos actores. ¿Qué sucedería si en ambos casos giramos noventa grados el escenario conceptual? ¿Si observamos primero a los artistas en sus esfuerzos por llegar a ser artistas? Veríamos entonces todos los fenómenos de ese campo casi de lado y, junto a la conocida historia del arte como historia de las obras acabadas, conseguiríamos una historia de la formación profesional posibilitadora de arte y de las ascesis configuradoras de artistas. Del mismo modo, tras una maniobra análoga, podríamos seguir, a la vez que la acostumbrada historia de la ciencia como historia de problemas, discusión y resultados, el surgimiento de ejercicios posibilitadores de ciencia; y, con ello, narrar una historia de aquellas autosuperaciones, gracias a las cuales los usuarios hasta entonces de «lenguajes normales» preteóricos entran en la confederación del pensar teórico. Mutaciones de ese tipo señalan la tarea de la ascetología histórica.

En un comentario al libro Bild und Kult [Imagen y culto] (original: 1990, 6.ª ed. 2004; [Akal, Madrid 2009]) de mi colega de Karlsruhe Hans Belting, he insinuado a qué cambios de perspectiva puede conducir esto5. Me parece que como mejor se lee esta magnífica historia de la imagen «anterior al arte» es como una historia de las ascesis generadoras de imágenes. Si la tradición de la cultura europea de imágenes se hace comenzar con la pintura de iconos en el culto cristiano helenizado, como Belting ha propuesto plausiblemente, se topa desde el comienzo con una forma de ejercicio creador de imágenes, en la que arte y ascesis representan una unidad perfecta. El pintor de iconos sólo desarrolla durante toda su vida, de forma repetitiva y continuada, un registro básico de muy pocos motivos, en la creencia de que él mismo no es más que el instrumento de una imagen-luz sobrenatural que se vierte en la obra por su mano, y siempre orientado por el supuesto de que la auténtica imagen originaria también puede proyectarse en el mundo fenoménico sin mediación de mano humana, cosa que sin embargo ocurre muy pocas veces. Una efusión directa de este tipo sería una diapositiva divina que descendiera del cielo sin el rodeo por el pintor. Por lo que respecta a las imágenes pintadas por mano humana, sólo valen de algo en la medida en que se asemejan desinteresadamente a las imágenes originarias no pintadas. Cristo fue una diapositiva así, tridimensional y pasible; su imagen en el sudario de la Verónica fue eso mismo en proyección bidimensional e impasible. Partiendo del ejercicio pictórico que suponen los iconos «religiosos» se puede describir la historia de las artes europeas como la de un enorme acopio de ejercicios de capacitación, de virtuosismo formal y ascesis técnica, que culmina en las formas supremas conocidas. Este proceso escenifica la constante expansión de los medios artísticos, así como la inflación de ideas sobre la importancia del artista. La autorreferencia del gremio de los virtuosos aumenta crónicamente hasta que al comienzo de la Modernidad se llega al corte que provoca el declive de la conciencia de ejercicio en las artes plásticas.