Portada: Ante todo criminal. Juan Aparicio Belmonte
Portadilla: Ante todo criminal. Juan Aparicio Belmonte

Créditos

Edición en formato digital: septiembre de 2015

 

En cubierta: fotografía de © iStock.com/SensorSpot

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Juan Aparicio Belmonte, 2015

Autor representado por The Ella Sher Literary Agency

 

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Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-16465-59-0

 

Conversión a formato digital: María Belloso

 

A Eva

Índice

Dedicatoria

Índice

ANTE TODO CRIMINAL

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ANTE TODO CRIMINAL

1

«Si no la hubiera besado, ella aún viviría», le vino esa frase a la cabeza y rompió a llorar. «Es necio pensar eso», trataba de consolarle la mujer rubia, acariciándole más el rostro que la vanidad. Pero la frase se repetía en el cerebro de nuestro hombre de manera persistente, como el sabor del tabaco negro en el paladar. Sin ese beso, ella aún viviría, y probablemente él no estaría rodeado de alfombras ni vería las vigas de roble cruzando el techo remotísimo de aquel privilegiado ático del centro. Resultaba evidente. La había conducido a una fiesta salvaje sin ignorar las consecuencias que podía tener para ella una atmósfera como esa. Él había sobrevivido a una pelea no tan divertida en la que cinco personas casi le matan con botellas que estallaron contra el suelo de tarima rayada y las paredes de gotelé afilado, y hasta tuvo que romper unas bragas con los dientes para salir de una asfixia inoportuna. Y después de sobrevivir, ensangrentado y sonriente, como la víctima de un atentado terrorista que sale ileso de milagro, con más euforia que miedo, había conducido a la pobre mujer a una fiesta aún más despiadada en la sierra, repleta de criminales encubiertos.

—Si no la hubiera besado, ella aún viviría —repitió.

—Que no, que no —insistió la rubia, entre risas—, que eso es una tontería...

—No me vuelvas a contradecir, maldita sea: ella está muerta porque ese beso la convenció de que debía acompañarme.

Estaban borrachos, tirados en el suelo de un ático del centro con vistas al Palacio Real, con peligrosas ganas de montárselo juntos, y por eso aquella joven se reía de un recuerdo que para él era muy serio. Los nervios y la risa son una pareja tan fatal como inevitable. Pero más que la risa de la rubia, a él le asustaron sus labios y sus pechos visibles bajo la blusa blanca y holgada, con escote, una invitación para que su mano se adentrara en ella sin reparar en las consecuencias. Estaban borrachos, sí, tumbados en una alfombra de lana que desprendía pelusa y contra la que él pegó su boca arenosa. Con ganas de aventura. Estaban a punto de iniciar una novela negra o erótica, dependía solo de ellos. Fue erótica, al menos en el primer capítulo, y lo hicieron sobre la deshilachada pero cara alfombra nepalí —similar a las que colgaban de las paredes— contra la que él había intentado en vano reprimir su ardor. Lo hicieron, el amor o la cosa, hasta en cuatro ocasiones y a gritos, sin hacer caso de las impertinentes protestas que llegaron, ineficaces como balas de agua, desde el piso de abajo, golpes en el techo y la pared de los vecinos, que él se figuró gordos, pendencieros, borrachos y casi tan cardiacos como él mismo, ensañándose a topetazos con los muros y provocando nubes de cal. Volvió con aquella teoría obsesiva: él tenía una amante ocasional de la que estaba más o menos enamorado —una comisaria de policía, ¿cabe mayor estupidez?—, a la que llevó a una fiesta y luego a otra para celebrar alguna nadería. Fiestas peligrosas, sadomasoquistas o peores. Al día siguiente supo que ella había fallecido en el incendio que se produjo en la segunda casa, una mansión de la sierra con demasiadas cortinas y demasiados libros, y muchos individuos de aspecto patibulario con ganas de bronca. Acudió al entierro con tal remordimiento que no pudo saludar a los destrozados padres ni a su acusador exmarido (un abogado corrupto al que el juez de vigilancia penitenciaria concedió permiso para asistir al sepelio).

Rememorar todo aquello le hacía sentirse culpable no tanto por el suceso en sí, sino porque estaba tergiversando la tragedia para dar pena y volver a montárselo con aquella rubia tan atractiva. Ella comenzó a roncar y nuestro hombre se incorporó. Recuperado de la congoja, limpio de pesadumbre tras una ducha de agua templada que le sentó mejor que el medio litro de Coca-Cola Zero que cogió de la nevera, abandonó el piso sin despedirse, un poco harto de tanta pared negra, tanta alfombra nepalí y tanta música chill out.

Al llegar abajo pulsó el telefonillo de varios vecinos.

—¿Quién? —respondió uno.

—Tu padre, imbécil, tu padre.

2

Y aquí Sara Lagos dejó de leer la novela, en la página 12, no por cansancio ni por aburrimiento sino porque su marido entró en casa con una expresión de preocupación distinta de la habitual: esas ojeras subrayaban una mirada enrojecida por una conjuntivitis o un derrame ocular que daba grima, la corbata de Hermès a rayas rosas y negras hacia atrás, por encima de un hombro, el cinturón desabrochado, el cuerpo desgarbado, como un muñeco articulado que pudiera desmontarse en cualquier momento. Dejó caer la cartera con sus asuntos jurídicos y se desplomó cuan largo era sobre la alfombra, se diría que abatido por un susto mortal, mientras los violines de Prokofiev hacían vibrar el suelo desde los bafles gigantescos del salón.

—A ver, qué ha ocurrido esta vez —dijo Sara, a la vez que bajaba la música con el mando a distancia y se incorporaba del sofá.

Cuando tocó a su marido, lo descubrió demasiado frío o demasiado caliente, no sabía bien, raro en cualquier caso, como si su temperatura corporal demostrara que, en efecto, algo extraordinario (y malo) le estaba sucediendo.

—Esteban...

Aunque estaba acostumbrada a los cadáveres, a verlos, tocarlos y levantarlos, tembló como si la música de Prokofiev también surgiera de su cuerpo. No era lo mismo tratar con el cadáver de un desconocido que con el de su marido: la muerte solo iguala a los extraños.

—Esteban, por favor, qué te pasa.

Abrió los grifos del agua caliente de la cocina y el baño. Subió el termostato de la calefacción hasta los 40 grados centígrados. El aire se llenó de vapor. Le puso a su marido un abrigo de plumas por encima. La obsesión de Sara era que expulsara mediante el sudor toda la química que, presumió, habría consumido en la fiesta del Colegio de Abogados de la que venía. Él apenas se movía. De su nariz brotó un reguero de sangre refulgente. Sara le tocó el cuello y aún vivía, vaya que sí, pero la arritmia era exagerada, contagiaba a la misma yema de sus dedos. Marcó el número de Urgencias. Malditos abogados, malditos cocainómanos. Él se dio la vuelta y, boca arriba, sonrió.

—¿Qué haces? ¿Por qué me abrigas? —musitó—. Tengo calor.

—Dios mío. ¡Estás borracho perdido! ¡Menudo susto me has dado! —Sara se indignó—. He llamado a la ambulancia. Pensaba que tenías una sobredosis de coca o algo peor.

—Bueno —dijo él, muy sonriente—. De eso también había, pero en fin, ya sabes, soy más de drogas legales, como el alcohol, o blandas, como el hachís...

La casa era una sauna y unas perlas de sudor dibujaron el itinerario de la carrera de Sara para cerrar los grifos y apagar la calefacción. Ayudó a Esteban a incorporarse. Él puso un brazo sobre su hombro, mojando el tirante de su camisón, y mientras ella le sacaba el lazo de la corbata, él se desabrochó la ropa. Se dejó guiar hasta el dormitorio conyugal abandonando por el camino los zapatos, la camisa y los pantalones. Se derrumbó sobre la cama y cuando Sara le quitó el segundo calcetín —se había puesto uno de cada color, el muy payaso— sonó el timbre de la puerta: la ambulancia. Qué vergüenza tener que explicar a los enfermeros que todo había sido producto de la precipitación, que su marido no estaba sufriendo un colapso por sobredosis de droga, que la sangre de la nariz fue a causa del golpe que se había dado contra el suelo. Sara se lo estaba explicando al camillero, que la miraba contrariado, cuando llegó hasta ellos la risa de Esteban desde el dormitorio.

—Ja, ja, ja...

Al enfermero aquellas risotadas le parecieron la constatación de que se habían burlado de él.

Y mientras descendía los escalones del edificio, Sara le escuchó mascullar:

—Valiente cretina.

Regresó al dormitorio y se topó con Esteban al borde del llanto, riéndose en la cama con la novela, la misma que ella había estado leyendo hasta que él llegó.

—Ja, ja, ja, ja... —Leyó en voz alta—: «Al llegar abajo pulsó el telefonillo de varios vecinos. ¿Quién?, respondió uno. Tu padre, imbécil, tu padre». ¿Qué mierda es esta?

Esteban rodó de un lado para otro del colchón hasta que rebasó sus límites y se golpeó contra el radiador. Y no, su inmovilidad esta vez no era una broma. Y la sangre tampoco manaba de la nariz sino de la brecha enorme de su frente, sobre la ceja izquierda.

Tenía las órbitas de los ojos en blanco, como dos cáscaras de huevo.

—¿Esteban?

No respondió.

—Oiga, oiga. —Sara bajó las escaleras del edificio lo más deprisa que pudo—. Que esta vez sí, que esta vez sí que necesita ayuda. ¡Oiga, enfermero!

Y la novela allí, en el suelo, abierta por la página 15.

3

Nuestro hombre se dio cuenta de que lo peor de ser infiel era que abonaba la desconfianza hasta hacerla crecer como una flor tan venenosa e invasora de los pensamientos que estos se transformaban en sospechas, viniera o no a cuento, como si el mal ejemplo que su adulterio representaba implicara dejar de creer en los seres queridos. De manera que empezó a ver en Marisa, su mujer, señales de una traición similar a la que él había cometido aquella mañana turbulenta. Y cualquier gesto o palabra equívoca, cualquier cosa fuera de lo habitual que ella hiciera —pero también la misma rutina—, le parecía sospechoso y digno de ser investigado. Estuvo barajando la idea de contratar a un detective para que la siguiera por dondequiera que fuera, a todas horas y a todas partes, hasta que leyó un extraño y providencial panfleto que alguien deslizó por debajo de la puerta de su casa y cambió de opinión. El texto era una suerte de relato publicitario sobre un hombre con una situación marital complicada que hallaba la felicidad gracias, precisamente, a la ayuda de un detective. No tuvo más que proporcionar online su número de cuenta para contratar a un profesional con la encomienda de seguirle a él y no a Marisa. Un detective que le sirvió para cerciorarse de que estaba a salvo: su vida era, al parecer, tan anodina como la de casi todo el mundo, y así se mostraría también para cualquier espía que le siguiera oculto en las sombras de lo cotidiano, caso de que Marisa, muy proclive a los celos, contratara uno.

Los informes del detective eran tan prosaicos que ni él conseguía terminar su lectura, y eso que hablaban de él, su tema favorito, pero con tan poca pericia literaria que anduvo aquellos días muy deprimido. O sea que aquel tipo que de tanto en tanto pedía un cigarrillo por la calle a algún transeúnte cabizbajo, aquel personaje que, atribulado, dudaba y tardaba mucho en comprarse unas zapatillas deportivas, era él. O sea que aquel individuo plano que iba del hospital a casa y de casa al hospital, también era él. El detective no mencionaba lo más atractivo de su vida: a saber, que era perseguido por una rubia adinerada y muy celosa, que bebía desde por la mañana temprano sin que se le notara, con aplomo viril, que con la excusa de fumar salía del hospital y echaba unas monedas en la tragaperras de la cafetería adyacente —y solía ganar— y que se fumaba un par de canutos en la azotea con un cierto aire teatral de príncipe de la ciudad, asomándose a ella sin vértigo, como si fuera suya, haciéndola suya con su contemplación desde la soledad y frente al viento afilado de los tejados e indiferente a ese piar desafinado de los pájaros cantarines, pero enfermos de contaminación. Se enfadó muchísimo. Y no le abonó el servicio a la agencia de detectives no tanto porque anduviera justo de dinero, sino porque se tomó aquellas banales historias presuntamente inspiradas en su vida como una ofensa, un ataque a su amor propio ya de por sí soliviantado por los problemas que le estaba deparando el revolcón con la rubia que todavía, varios días después de que la hubiera mandado a paseo, le importunaba por teléfono con agresiva tozudez.

—¿Por qué llamaste imbécil a mi vecino?

—¡Por los golpes! —se justificaba nuestro hombre.

Pero daba igual, le llegaban por el altavoz unos insultos terribles, muy imaginativos, que lo dejaban temblando.

Se sentía doble o triplemente acosado. Acosado por ella. Acosado por el remordimiento y la confusión, que eran la misma cosa. Y acosado por el detective acreedor. Se juntaron los tres —o cuatro— acosos en un mismo restaurante italiano. Allí estaba él tomando un vino en espera de que le sirvieran el primer plato —pizza margarita con cayena para levantar el ánimo—, intentando suturar las heridas de la culpa, cuando apareció la rubia. Le acusó a gritos de ser un tipejo, y cosas peores, mientras los clientes y los camareros la miraban estupefactos, dijo que no solo la había seducido con malas artes sino que había puesto a todo el vecindario en su contra tocando en el telefonillo cuando se marchó. Un camarero quiso apaciguarla, pero ella gritó aún más, y él se limitó a sonreír mirando a un lado y a otro en respuesta a los ojos que le suplicaban: «Haga algo, por Dios, dígale alguna palabra agradable para que se calme y podamos seguir disfrutando de los tagliatelle y el carpaccio».

Entonces supo que el tipo con gorro y bufanda negros de lana sentado al fondo del restaurante era su detective. Le contemplaba sin dejar de tomar notas en su libreta. Parecía llevar escrita en su indumentaria pasada de moda y roída las palabras «investigador de tercera división». Esa semana esperó con impaciencia su informe, pero no mencionó nada del escándalo en el restaurante toscano (con postres sardos). ¿Se podía ser más inútil? Fue iracundo a su encuentro. El detective estaba debajo de su casa, en el bar de la esquina, tomándose la manzanilla con que solía retarle, o eso creía nuestro hombre, mientras él se bebía la cerveza o el vino del aperitivo.

Al verlo —se colocó a su lado en la barra, casi hombro con hombro—, el detective no dio muestras de inquietud ni sorpresa. Parecía un oligofrénico de libro, alguien cuya inteligencia apenas le daría para completar una sopa de letras o un rompecabezas de cinco piezas.

—Sé muy bien lo que usted pretende —dijo el detective, haciéndose el interesante y bebiendo de su petaca.

—¿El qué?

—Como que se lo voy a decir...

Indignado, nuestro hombre le arrebató la petaca. Como sospechaba, contenía manzanilla fría. La reacción del detective fue quitarle la copa de vino con gran violencia, lo que provocó que su contenido se derramase sobre la barra y que varias salpicaduras llegaran a su camisa recién estrenada.

El detective se carcajeó con una risa que le recordó al hipo de un asmático. Y nuestro hombre se fue del bar perplejo y algo asustado, reprimiendo las ganas de pelea.

4

Sara encontró en la lesión de Esteban la excusa perfecta para solicitar una excedencia —para estar a su lado y cuidarlo—: lo necesitaba, necesitaba el descanso. Se había propuesto dejar de beber y lo estaba logrando, pero no era nada fácil resistir la tentación en el mismo ámbito que la había empujado a hacerlo a escondidas en alguna que otra ocasión. Un interrogatorio se llevaba mejor achispada, una mala mirada de un compañero trepa o misógino, también. Y mientras Esteban respiraba a su lado con la frente vendada y el tobillo derecho escayolado, como si fuera el enfermo de una película cómica de poco presupuesto, incluso un dibujo animado hecho persona, cogió mi novela de la mesilla para seguir leyendo. No le movía a ello tanto su vocación de lectora de ficción, escasa, como la certeza del hallazgo de un crucigrama policial que solucionar, la intuición de que en mi novela estaba la clave de la misteriosa desaparición de un millonario que en su día me contrató para que impartiera clases de escritura creativa a su ingenuo pero talentudo hijo único. Las similitudes de ese millonario con el de mi novela, publicada dos años después de la desaparición del preboste, eran muchas, y a Sara le resultaba asombroso que nadie hubiera reparado en ellas. Manzaneda, el millonario perdido, Peral, el millonario de mi novela, manzanas y peras, qué burda pero lógica transposición para un escritor sin excesivo talento. Estaba, por qué no, ante una obviedad que solo ella conocía y que cuando la enunciara apoyada en pruebas se convertiría en una verdad mayúscula del sistema judicial, en una evidencia tan rotunda como la teoría heliocéntrica de Galileo; Sara sospechaba que yo había publicado mis andanzas criminales sabedor de que, sometidas al proceso de novelización, se transformarían indefectiblemente en un secreto para un país como el nuestro, de tan escasos y malos lectores. Sabía que, si seguía leyendo, llegaría a la narración del asesinato de un millonario —el de la novela— y quería comprobar hasta qué punto esa narración podía aclarar el suceso real, hasta qué punto el uso de tan oscuro acontecimiento para construir un artefacto de ficción había comprometido a un hipotético criminal que como novelista presumía de su inspiración autobiográfica.

 

Caminaba por la Feria del Libro, entre la multitud, y Esteban la acompañaba ayudándose de las muletas con las dificultades propias de un anciano más que de un lesionado. Ese renqueo no parecía que fuese transitorio, como si ya nunca pudiera recuperarse de sus heridas. Por fin, Sara me localizó, metido en una caseta como un animal de zoológico, encerrado, esforzándome en disimular el aburrimiento y la impaciencia. Casi daban ganas de lanzarme cacahuetes, me contaría Sara muchos meses más tarde. Nadie se acercaba para pedirme que le firmase un libro.

Sara dejó a Esteban en un chiringuito, sentado y con una cerveza rebosante y un suplemento cultural sobre la mesa —en portada, el debut de un escritor norteamericano con acné—, pero no fue suficiente para aplacar su curiosidad.

—Pero ¿adónde vas? —le preguntó cuando ella se alejaba.

Le gritó que había visto a una amiga de la infancia, que la perdonara, y él se quedó satisfecho con su respuesta. Sumergida en la muchedumbre, como un pez en un cardumen, solo al llegar a mi caseta recuperó su condición individual. Me mostró la novela resobada, algunas de cuyas páginas había doblado en las esquinas para señalar pistas en su investigación privada; más que un pasatiempo ahora que no estaba en comisaría, era una obsesión a la que dedicaba todas las horas de la vigilia, salvo cuando el cansancio la abatía o su hijo o Esteban exigían su atención. Iba tejiendo una tela de araña en torno a mí a partir de los datos de mi libro, datos que comparaba, contrastaba o relacionaba con los que había recopilado en prensa. Y cuando le pedí el nombre para firmarle el ejemplar, cayó en la tentación de asustarme con un comentario que me transmitió sus sospechas. No era un mal momento para hacerme saber que iba a por mí —mi reacción estaría condicionada por la abundancia de ojos alrededor, el temor a ser visto dejándome llevar por la ira o la agresividad detendría una reacción peligrosa—, que me tenía enfilado con el cañón de su obsesión, y pronto dispararía. En ocasiones, se lo decía su experiencia policial, era bueno que la presa supiera que un cazador lo estaba persiguiendo, porque los nervios bloquean, provocan huidas que son más bien un irse despavorido hacia la trampa, el conocimiento de la persecución quiebra un comportamiento más o menos discreto y eficaz para mantenerse a salvo de la ley. Así que cuando le firmé el ejemplar, me susurró con una sonrisa cruel que estaba al tanto —esa fue la expresión que empleó— de mi intervención en la desaparición del millonario Marcos Manzaneda, y tosí como si mi estómago quisiera vomitar el susto. También golpeé el mostrador provocando que los diez ejemplares que posaban en vertical cayeran al suelo arenoso y sufrieran el pisoteo displicente de dos o tres transeúntes con prisa.

—¿Perdón?

Recogió con parsimonia mis libros y los situó de nuevo ante mí.

—Arriesgaste demasiado al poner el asesinato con letra impresa en tu novelita.

—Pero ¿qué dice? ¿Quién es usted?

Y regresó al cardumen como respuesta —la acusación ya no se borraría de mi memoria—, apretada masa de paseantes que se conducían como peces en su pecera, de un lado para otro, hipnotizados por su voluntaria y alegre condición de muchedumbre, abarrotando el espacio que había entre la caseta donde yo firmaba y la del cuarto de baño, tras la que ella desapareció de mi vista.

Al llegar a la mesa donde había dejado a Esteban, lo encontró muy concentrado en la pantalla de su teléfono móvil de enésima generación. Estaba analizando una foto que había hecho por la mañana en la terraza de casa, fruncía el ceño, daba vueltas al cachivache buscando nuevas perspectivas.

—Oye —dijo—. ¿Tú no piensas que el chiquitín tiene la cabeza un poco grande? Mira la foto, es de hoy mismo...

—Todos los hombres de mi familia son cabezones —respondió Sara—. Así que no me extraña nada.

—No me refiero al niño, sino al perro... Fíjate, fíjate, compara esta foto con esta otra de hace un mes... Podría padecer hidrocefalia. Es una enfermedad común en esta raza.

 

Sara pasó los días leyendo y releyendo mi novela para no pensar, pero pensaba, vaya que sí, en la posibilidad de que el perro estuviera enfermo, y le asombraba el dolor que le producía esa posibilidad. Era tanto lo que su hijo Julián se había encariñado con el animal que ella, de natural refractaria a los animales domésticos, también lo había hecho, y al cabo de unas cuantas páginas constataba que no había comprendido o captado nada de lo leído. Alzaba los ojos de la novela y miraba a su perrito blanco —el maltés más alegre y bello del mundo—postrado, adormilado, y Sara pensaba que tal vez fuera cierto, que tal vez su cabeza había adquirido un volumen enfermizo.

—¿Por qué Messi no quiere jugar conmigo? —le preguntó su hijo.

—Porque está cansado.

Y cuando ya no fue capaz de engañarse ante la evidencia de falta de concentración en la lectura, bajó con el niño al parque, pero enseguida le agotó perseguirlo para que no se abriera la cabeza lanzándose desde el tobogán o aupándose en el columpio. Regresó a casa, sentó al niño frente a la televisión y encendió el ordenador para repasar algunas entrevistas y críticas sacadas de internet sobre la última novela de ese individuo —yo—, que ya se sabía vigilado y perseguido —vaya que sí— pese a que en su día fue descartado por el juez como sospechoso en la desaparición de Manzaneda.

En mi novela el asesinato del millonario se produce de manera brusca y cómica, al menos para quien disfrute del humor negro, casi al final, y Sara, impaciente, se saltó varias páginas para llegar a ese episodio: cuando el animoso preboste conduce al protagonista por un pasillo de libros en dirección al despacho, este, embriagado por unas extrañas drogas que le ha proporcionado su amante, la mujer del millonario, saca un martillo y golpea al preboste en la nuca en una reacción tan sorprendente como fatídica. El millonario se desploma y culebrea por la moqueta añadiendo rojo al rojo, con los espasmos de una ballena que quisiera regresar al mar. Sacando fuerzas de un último aliento de vida, mira hacia su agresor con expresión grave para decir:

—Lo sé todo, farsante. Todo... —Y repite con la nariz contra la moqueta—: Todo...

Aparece su mujer —su inminente viuda— y lo remata ahogándole con una bolsa de plástico de la cadena de supermercados Sánchez Romero. Luego la pareja asesina hace el amor con el cuerpo enfriándose a su lado, y ella, enloquecida, le pide al protagonista que le bese las manos, que se las muerda, y como colofón, que arranque la insignia del Madrid de la chaqueta del millonario para oprobiarlo incluso cadáver. Él se niega; es más, se aparta y, aturdido, llega al enorme salón museo del chalé y, entre toses, se derrumba sobre una copa que es imitación exacta del trofeo de la primera Liga ganada por el Madrid en el año 1932. Allí, con los pantalones a la altura de los tobillos, encogido como un niño y rodeado de fotos de la historia madridista, se da cuenta de que se ha convertido en un asesino y, peor aún, asume que su amante lo ha conducido a la perdición con mala fe.

Y se produce el suceso que mantuvo a Sara Lagos siguiendo con el dedo índice las líneas de la página: la pareja asesina introduce el cadáver en el maletero de un Mercedes rojo del año 1982, pero remozado en su tapicería y mecánica, y callejean hasta llegar a un viejo y pequeño almacén textil reconvertido en loft en una de cuyas esquinas, bajo la pata de un catre destartalado, hay un agujero al que se accede activando un sistema de apertura hidráulico y allí depositan el martillo criminal dentro de la bolsa de Sánchez Romero. Luego conducen hora y media hasta un matadero de la sierra que es propiedad del fallecido y allí despiezan y trituran su cuerpo protegidos por trajes de látex, durante casi veinte horas de exhaustivo trabajo en el que ambos se animan con cocaína. Los supermercados de Madrid reciben, entonces, la carne del millonario y esta desaparece en los estómagos de las clases medias y bajas de la región, en las comidas y las cenas familiares de la Nochebuena y la Navidad, y en los sumideros de los váteres cuando los comensales se desprenden de la parte no nutritiva de tan caníbal e insospechado menú.

El proceso está contado con minuciosidad, deteniéndose el narrador en el funcionamiento del sistema de alcantarillado de Madrid, y Sara podía imaginarse hasta la náusea el subsuelo de la ciudad como un intestino por el que circulaba la porquería criminal y perfecta que generaban sus habitantes. Allí, perdido en el vertedero que se esconde bajo el asfalto de su ciudad, se hallaba también el cadáver del millonario que un día desapareció, un cadáver irrecuperable, convertido ya en aguas fecales. De no ser ficción lo que decía mi novela, claro. «De ser ciertas mis sospechas», pensó Sara.

5

La presencia de aquel detective frente al domicilio de nuestro hombre fue constante los días siguientes y su mujer, Marisa, comenzó a tenerle miedo, porque el oligofrénico se apostaba en la acera de enfrente e iluminaba con una linterna de coche la ventana del salón hasta que, negro y silencioso, un vehículo largo lo recogía a altas horas de la madrugada en dirección a una urbanización de chalés de la opulenta zona norte. A veces, contagiado por el temor de Marisa, nuestro hombre salía de casa disfrazado o lo hacía por la puerta del garaje evitando el portal, pero el oligofrénico siempre daba con él.

—¿Has contratado a ese individuo para que te siga? —le preguntó ella con asombro—. ¿Por qué has hecho eso?

—No lo sé, la verdad. Tal vez por curiosidad malsana.

—¿Cómo que por curiosidad malsana?