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Prólogo
Trocitos de serpentina amarilla

En la primera página del capítulo 5 de Entre visillos, Natalia, su amiga Gertru y el padre de ésta salen de los toros. La gente empuja y Gertru intenta sujetarse del brazo de su amiga: «Es que me tuerzo un poco con los tacones, ¿sabes?», le dice «sin mirarla, atenta al equilibrio de su peineta». Lleva un vestido de glasé y Natalia comenta: «Qué incómoda debes ir con eso. No sé cómo puedes. No podías ni aplaudir». Y en ese mismo momento una señora se engancha «los colgantes de una pulsera gorda» con el encaje de la mantilla de Gertru. Tienen que pararse «a desprenderse».

Esta removida constelación de prendas que afectan al equilibrio y favorecen la inhibición se despliega en una sola página. Estamos en el capítulo 5 pero no es la primera vez –ni por supuesto la última– que una prenda o un adorno se manifiesta como incapacitante factor de estrés en este universo de muchachas arregladas. Nada más empezar la novela, Gertru desiste de ir a remar al río para no «arrugarse el vestido de organza amarilla» y Mercedes, nada más bajar a la calle en día de ferias, teme que un niño que ha tirado un petardo le haya hecho una carrera en la media. Todo lo que una chica se pone para estar mona puede echarse a perder. El contacto con la intemperie se vuelve un desafío. Incluso las rebecas, esas todoterreno, tienen sus siniestros secretos. La única mujer de mundo que aparece en la novela las sentencia en el penúltimo capítulo con complaciente fatalidad, como una de esas dolorosas verdades que se revelan cuando ya no hay remedio: «qué amor le tenéis las chicas de provincia a las rebecas [le dice a Gertru, que va a ser su nuera]. Estropeáis los conjuntos más bonitos por plantarles una rebeca encima. Encima de la blusa de seda natural, nada, mujer. ¿Tanto frío tienes?». No. Lo peor es que no lo hacen por el frío. El sufrimiento por la belleza es una de las cláusulas del rebequismo, pero lo que no sabía el rebequismo es que él mismo estaba pasado de moda. Entonces... ¿tanto esfuerzo para nada?

La mujer de mundo la tiene seguramente en la punta de la lengua pero se abstiene de pronunciar la palabra «provinciano»; diciendo «de provincias» se queda más tranquila. De hecho en la novela esta palabra sólo la pronuncia una persona, y es un hombre y un narrador, dos cualidades que le autorizan: y la dice nada más iniciar su intervención. El tren en el que viaja se ha averiado, y la gente se baja a la vía y forma «desde la máquina a los vagones de primera una especie de paseo provinciano». Volveremos después a este narrador, pero quisiera detenerme antes un poco en la abstención, el sobreseimiento o la ignorancia de la palabra. Hay en la novela sin duda varios personajes que la saben pero se la callan, por un motivo u otro: el poeta y aspirante a notario Emilio habla discretamente de «la limitación de una capital de provincia», pero añade acto seguido con optimismo que «aquí hay círculos agradables, gente con la que se puede tratar, discutir» y recuerda más adelante que grandes filósofos como Unamuno o Kierkegaard vivieron «en ciudades pequeñas». Elvira, que ha leído La náusea y afirma que tiene spleen, que se desanima y ahoga en la ciudad pequeña, como sometida a una constante crisis respiratoria, no la dice nunca, quizá por temor a verse abarcada en su inhóspito campo semántico. Natalia, que percibe tímida pero crecientemente lo que es ser provinciano, no tiene aún, a sus dieciséis años, palabra para esa intuición en su vocabulario, y su mirada, en todo caso, es más generosa. Esta generosidad, para la cual nombrar equivale demasiadas veces a echar el cierre con displicencia a la realidad, la comparte, ciertamente, la voz narrativa de la mayoría de los capítulos de la novela: esa tercera persona que ajusta su omnisciencia a los intereses de los personajes, que efectúa elegantes transiciones entre unos y otros, pero siempre nivelada con ellos, sin traicionarlos y sin nombrar, en general, lo que ellos no nombran. Es una voz que habla como ellos, que se fija en lo que ellos se fijan; es laísta y rebequista, y seguramente lo más duro que se le oye decir, muy al principio de la novela, es: «La calle era fea y larga como un pasillo».

La gente de fuera, la que no pertenece a la pequeña ciudad o trata de vivir como si no perteneciera a ella, también evita la palabra. A veces, por no decirla, incurre en crueldades mayores: «estas amigas tuyas, no sé, son como viejas», le dice a Goyita su amiga madrileña, Marisol. Miguel, otro madrileño, novio de Julia, guionista en precario, contempla el mundo que ésta habita con exasperación: «te debes pasar el día hablando estupideces». La mayoría de las chicas –y de los chicos– de ese mundo de lo que hablan principalmente es de tener novio o novia, es decir, de lo que es Miguel. Luego están los «modernos» como Yoni, artista ceramista que ha vivido con un tío diez meses en Nueva York y recibe discos de importación de Yves Montand y Juliette Greco, y su hermana Teresa, que está separada y es «lesbiana». (Compruebo, por cierto, en la base de datos de la Real Academia Española que esta palabra está registrada sólo dos veces en el español peninsular en los años cincuenta: una es en La colmena y la otra en Entre visillos; son las primeras documentaciones desde un poema culterano de Ruben Darío...) Estos hermanos independientes, que viven de su padre, el dueño del Gran Hotel, organizan fiestas concurridas y renombradas, pero en las que no todo el mundo se siente a gusto. Ellos han conseguido no creerse provincianos, y algunos intuyen que ha sido a costa de creer que los demás lo son. En este ambiente enrarecido y misteriosamente avanzado la palabra tampoco se pronuncia.

Los partidarios de esa tontería de llamar a las cosas por su nombre parecen convencidos de que las cosas, en efecto, tienen nombre, como si nacieran con él, y de que quien las nombra sin tapujos está, triunfando sobre los tabúes, más cerca de la realidad. Hay variados indicios en Entre visillos para refutar esta simpleza y para postular, en cambio, que quien más nombres sabe más cerca está, no de la realidad, sino de desrealizarla. El término «irreal» sobrevuela la novela, así como sus sensaciones y manifestaciones, pero tales experiencias se hallan reservadas, significativamente, a quienes más preocupa –de un modo u otro– el conocimiento de la realidad. A Elvira, la del spleen, le preocupa dramáticamente. Una tarde se asoma al balcón y se pregunta: «Los árboles, la tapia, la tienda del melonero, ¿por qué no se alzaban como una decoración? Era un telón que había servido demasiadas veces». A Elvira le gustaría que las vistas desde su cuarto fueran un decorado, para poderlas cambiar: hoy la vieja tienda del melonero, mañana «una gran avenida con tranvías y anuncios de colores»; el hecho de que la tienda del melonero sea real –y de saberlo– está en la base de su angustia. En el ático de Yoni en el Gran Hotel, en una de esas fiestas de «gente moderna» que no excluye el rebequismo, tiene de pronto la sensación de que la habitación se vuelve «completamente irreal, desligada de todo lo que podía interesarle» y siente deseos de «irse». Aquí, paradójicamente, es lo que no le interesa lo que parece «irreal». Elvira está hecha un lío: su pensamiento juega con lo real y lo irreal, según los humores –habrá que concluir– de su bazo, que es lo que etimológicamente significa la palabra spleen.

Frente a la confusión de Elvira, en esta como en otras cosas incapaz de decidirse, y con cierta tendencia, por cierto, a decidir mal, hay en Entre visillos un verdadero campeón de lo irreal, que tiene precisamente muy controlada la capacidad de decidir. Es Pablo Klein, ese extraño en la ciudad a quien la autora confía, algo enigmáticamente si uno lo piensa bien, buena parte de la narración de la novela. Es un hombre que «sabe» el nombre de las cosas y no se arredra a la hora de decirlo: es el que, nada más entrar en escena, llamaba provincianos a los pasajeros del tren. Su paso por la pequeña ciudad deja una revuelta estela de nombramientos: es él quien identifica los «problemas psicológicos» de Elvira, que no le impiden besarla; es él quien infunde «seguridad en sí mismo» en el frágil Emilio, a quien encuentra muchas veces engorroso; es él quien descubre y anima el talento de su alumna Natalia, con la que sin duda coquetea. Que sus devaneos empañen su voz es un acierto de Carmen Martín Gaite: la historia de la literatura está llena de maestros cargados de razón pero con pocos escrúpulos. Por lo demás, el papel profesoral de Pablo Klein parece extenderse más allá del instituto: abre los ojos a los ignorantes, desvelando en unos deseos, capacidades, secretos que ni ellos mismos sabían que tenían, arrojando a otros –los demasiado débiles para superar el examen– directamente al abismo. Es algo más que una encarnación andante del logos: también deja huella en el fango de la experiencia.

Sin embargo, no son estas cualidades las únicas que le convierten en un ser distinto, privilegiado. Hay otra para mí más importante. Pablo Klein maneja, como decía, con sumo control la facultad de decidir, hasta el punto de que puede permitirse –el mayor de los privilegios en una sociedad donde todos tienen un papel asignado– no ejercerla. Nada más llegar a la pequeña ciudad, un cochero le pregunta si es extranjero: «No sabía si decirle que sí o que no. Por fin le dije que no». Baraja dos mundos y los dos le pertenecen: puede elegir, pues, entre uno y otro sin dañar ni menguar su identidad. En el capítulo 4 «todavía no había decidido ni quedarme ni marcharme»; en el 7, Rosa, la animadora de la orquesta del Casino, le pregunta por sus planes «y yo le dije que no tenía ninguno, pero no se quería convencer»; en el último, todavía no ha conseguido librarse «de la sensación de provisionalidad que me producía todo lo que iba viendo y haciendo en este viaje». Quizá «viaje» sea la palabra clave. Es un hombre con la posibilidad de viajar. A lo largo de la novela otros personajes irán detectando esa posición accidental, tan rara y sospechosa en un medio donde el sedentarismo, como todo lo demás, está regulado. Teo, el hermano de Elvira, dice: «Da la impresión de que todo esto del puesto de alemán le importa un bledo, que es un pretexto, un juego, algo casual»; a su madre le parece que es «gente que no se sabe a lo que viene»; a Natalia, en cambio, le encanta que tenga ese «aire de estar en otro sitio».

Pablo Klein se pasa la novela haciendo cosas porque «no tenía nada que hacer», yendo a sitios «aunque no fuese más que para echar una mirada». Está pero no está, está pero sólo echa una mirada, está pero es como si no estuviera... Es el personaje que con más frecuencia tiene «la sensación de estar en el teatro», el que con más frecuencia pronuncia la palabra «irreal». Ser «gente que no se sabe a lo que viene» es una atribución que asumiría gustoso: no saber no como limitación, sino como superación; no estar no como ocultación o falta, sino como signo de libertad. Todo esto tiene algo, por supuesto, de prerrogativa o fantasía masculina, y es esencialmente irreal. Tiene mucho que ver con imponerse al mundo, con crear reglas propias y esa cosa sexy de parecer que la voluntad no participa, que el poder sale así, sin trabajo, como naturalmente. Tal como está ordenado el mundo, en las ciudades pequeñas y en las grandes, no es de extrañar que a Pablo Klein le salgan admiradoras.

En el penúltimo capítulo de la novela, Natalia acude de mala gana a la fiesta de pedida de Gertru, ocasión gloriosa para el rebequismo. Observa con indignación que del cuarto de su amiga han desaparecido los libros y que a ella esta catástrofe le parece parte natural del destino de la joven casada. Entre exhibiciones de regalos y conversaciones sobre criadas, llega un momento en que Natalia cierra los ojos. Ve entonces a las visitas «rodeadas de trocitos de serpentina amarilla, desenfocadas». Capítulos antes, subida a la torre de la Catedral, le decía a su hermana Julia: «¿Verdad que se está muy bien tan alto?». Natalia, como Pablo Klein, tiene problemas de perspectiva. Se siente mejor en el picado que a la altura del ojo humano; cerrando los ojos consigue tener visiones propias; aprende a desenfocar. Se está iniciando en la irrealidad. Las últimas páginas, en la estación de tren, la dejan, si bien prendada de su mentor, dispuesta a seguir sus pasos fugitivos. No sabemos si conseguirá, como él, tener ese aire especial de «estar en otro sitio», pero tenemos la sensación de que está en el camino. No olvidemos que la irrealidad es en esta novela de 1957 –tan celebrada por su realismo en las historias de la literatura– una conquista.

Luis Magrinyà

ENTRE VISILLOS

Para mi hermana Anita, que rodó las escaleras
con su primer vestido de noche, y se reía,
sentada en el rellano.

PRIMERA PARTE

Uno

«Ayer vino Gertru. No la veía desde antes del verano. Salimos a dar un paseo. Me dijo que no creyera que porque ahora está tan contenta ya no se acuerda de mí; que estaba deseando poder tener un día para contarme cosas. Fuimos por la chopera del río paralela a la carretera de Madrid. Yo me acordaba del verano pasado, cuando veníamos a buscar bichos para la colección con nuestros frasquitos de boca ancha llenos de serrín empapado de gasolina. Dice que ella este curso por fin no se matricula, porque a Ángel no le gusta el ambiente del Instituto. Yo le pregunté que por qué, y es que ella por lo visto le ha contado lo de Fonsi, aquella chica de quinto que tuvo un hijo el año pasado. En nuestras casas no lo habíamos dicho; no sé por qué se lo ha tenido que contar a él. Me enseñó una polvera que le ha regalado, pequeñita, de oro.

–Fíjate qué ilusión. ¿Sabes lo que me dijo al dármela? Que la tenía guardada su madre para cuando tuviera la primera novia formal. Ya ves tú; ya le ha hablado de mí a su madre.

Que si no me parecía maravilloso. Me obligaba a mirarla, cogiéndome del brazo con sus gestos impulsivos. Se había pintado un poco los ojos y a mí me parecía que se iba a avergonzar de que se lo notase. Luego me contó que se pone de largo dentro de pocos días en una fiesta que dan en el aeropuerto, que ella ya sabe cómo lo van a adornar todo, porque Ángel es capitán de aviación y uno de los que lo organizan; que han estado juntos comprando bebidas, farolillos y colgantes de colores. Me explicó con muchos detalles cómo es su traje de noche; se soltaba de mí entre las explicaciones y daba vueltas de vals por la orilla, sorteando los árboles y echando la cabeza para atrás. Se paró en un tronco y me fue haciendo con el dedo una especie de plano de la entrada al aeropuerto y de los hangares donde van a dar la fiesta. Quería que me lo imaginara exactamente para que le diera alguna idea original de cómo lo adornaría yo, por si le sirve a Ángel lo que yo diga. No comprendía que no hubiera convencido a mis hermanas para ir yo también, tan fantástico como será. No le quise contar que he tenido que insistir para convencerlas precisamente de lo contrario. Le dije sólo que soy pequeña todavía. Quería que hablara ella y me dejara a mí.

–Tú me llevas dos meses, Natalia. ¿Es que ya no te acuerdas? –dijo. Y se reía–. ¿Tan mayor te parezco ahora?

Estábamos en el sitio de las barcas y hacía una tarde muy buena. Yo quise que remáramos un poco, pero Gertru tenía prisa por volver a las siete, y además no quería arrugarse el vestido de organza amarilla. Yo me senté en la hierba contra el tronco de un árbol, y ella se quedó de pie. Se agachaba a recoger piedras planas y las echaba al río; brincaban dos o tres veces antes de hundirse, parecían ranitas, y a mí me gustaba mirar los círculos que dejaban en el agua. Me dijo que por qué estaba tan callada, que le contase alguna cosa, pero yo no sabía qué contar...»

Tenía las piernas dobladas en pico, formando un montecito debajo de las ropas de la cama, y allí apoyaba el cuaderno donde escribía. Sintió un ruido en el picaporte y escondió el cuaderno debajo de la almohada; dejó caer las rodillas. Había voces en la calle, y una música de pitos y tamboril. Asomó una chica con uniforme de limpieza.

–Pero señorita Tali, ¿no sale al balcón?

–¿Cómo? –puso una voz adormilada.

–Que si no se asoma. Llevan un rato bailando las gigantillas aquí mismo debajo; se van a marchar.

–Bueno, ya las vi ayer. Ahora voy, es que me he despertado hace un momento.

–Pues su tía ha preguntado y le he dicho que ya estaba levantada. No vaya a ser que se enfade como el otro día.

–Gracias, Candela, ¿qué hora es?

–Ya han dado las nueve y cuarto.

–Ya me levanto.

Descalza se desperezó junto al balcón. Había cesado la música y se oía el tropel de chiquillos que se desbandaban jubilosamente, escapando delante de las máscaras. Natalia levantó un poco el visillo. A los gigantes se les enredaban los faldones al correr. Perseguían a los niños agarrándose la sonriente cabezota para que no se les torciese, y con la otra mano empuñaban un garrote. Las manos era lo que daba más miedo, arrugadas, pequeñitas, como de simio disecado, contra los colores violentos de la cara. El tamboril volvió a tocar mientras se alejaban. Hacia la calle del Sol se dirigían; por donde la riada de niños los iba desviando, en torpes esguinces, de una acera a otra. Detrás, los hombrecitos de la música: uno le daba al tambor y otros se agachaban a recoger perras y pesetas dentro de la boina. Natalia vio venir entre el barullo, sorteando chavales, a Mercedes y Julia con otra chica de beige. Se separó del cristal y se puso a vestirse.

–¡Bruto! –le gritó Mercedes a un niño que iba haciendo estallar fulminantes.

–¿Qué te ha hecho? –preguntó la de beige volviendo la cabeza. Y vio al niño que escapaba haciendo de avión, mientras Mercedes se miraba la media junto al calcañal.

–Un bestia. Me ha tirado un petardo de ésos. Igual me ha hecho carrera.

–A ver. Carrera no parece. No la dejan a una ni andar. Dichosas gigantillas.

Alcanzaron a Julia, que había seguido andando despacio, y cruzaron la calle las tres juntas. El runrún del tamboril se alejaba con las risas de los niños. La amiga dijo:

–Pues oye, ¿sabes tú quién me ha parecido una chica que venía de comulgar?

–¿Quién? No sé.

–Goyita.

–Me choca, lo sabríamos –dijo Mercedes.

–Pueden haber llegado anoche.

–Claro que sí que sería ella –intervino Julia–. ¿Por qué no van a haber llegado? ¿Porque no lo sepas tú? No sé por qué lo tienes que saber todo tú.

La calle era fea y larga como un pasillo. Empezaban a levantarse las trampas metálicas de algunos escaparates y se descubrían al otro lado del cristal objetos polvorientos y amontonados. El dueño de la pañería había salido a la puerta y estaba inmóvil con dos dedos en el chaleco mirando al chico que allí delante, bajo su vigilancia, sacudía en la luz una pieza de tela. Cuando tocaron la acera, las saludó sin moverse con un gesto del mentón. Ellas se venían quitando las rebecas.

–Buenos días, don José.

–Mujer, pues debíamos haber esperado a la salida por si acaso era ella. ¿Cómo no te fijaste seguro?

–Es que vi cuando se metía en su banco, y luego me la tapaba el púlpito casi del todo.

Llegaron al portal. Se pararon y la amiga bostezó.

–Me he levantado yo hoy con un dolor de cabeza... –hizo un ademán de irse–. Bueno, chicas...

–Hija, qué prisa tienes.

–Claro; vosotras, como ya habéis llegado a casita...

Mercedes dobló la mantilla y le clavó en la mitad una horquilla dorada. Dijo:

–Súbete a desayunar con nosotras.

–No, no, que ya os conozco y me entretenéis mucho.

–Bueno, y qué tienes que hacer. Que suba, ¿verdad, Julia?

–Claro.

–No, de verdad, me voy, que hoy dijo mi madre que iba a hacer las galletas de limón y la tengo que ayudar.

–Pues vaya cosa, llamamos a tu madre, total no te retrasas más que un ratito. Ni que fuera tanto lo que tiene que hacer.

–Que no, anda, que no empieces. ¿Vais a ir luego por casa de Elvira?

Mercedes se salió del portal y la cogió por un brazo. Se puso a tirar hacia dentro y la otra se debatía riendo a pequeños chilliditos.

–Ay, ay, bueno, ya, que me tiras...

–Venga, déjanos en paz, si estás muerta de ganas...

Julia, apoyada en la pared, las miraba sin intervenir.

–Anda, no hagáis el ganso –dijo–. Os mira la gente.

La amiga, ya libre, se arregló las horquillas, sofocada.

–¿Pero tú ves las trazas que me ha puesto? No debía subir.

Subieron. Iba haciendo remilgos todavía por la escalera.

–Mira que eres faenista. Luego se me hace tarde. Si no fuera por lo bien que se está en el mirador...

De aquel mirador verde decían las visitas que era un coche parado, que allí sabía mejor que en ninguna parte del mundo el chocolate con picatostes.

–Candela, ponga otra taza para el desayuno. Se queda la señorita Isabel. Si está caliente, nos lo trae ya.

La doncella soltó el trapo del polvo y cerró una puerta que daba al pasillo; se veían dos camas a medio hacer. Retiró el cogedor a lo oscuro.

–Ahora mismo.

En la habitación del mirador estaba todo muy limpio. Allí se barría y se quitaba el polvo lo primero. Era grande y estaba separada en dos por un biombo de avestruces. La parte del fondo era más oscura. Había un piano y retratos ovalados. En la consola brillaba un reloj con pastorcitas doradas debajo de su fanal. El mirador quedaba en la parte de acá, que era donde se estaba, donde la radio, el costurero y la camilla, donde la butaca de orejas y la lámpara en forma de quinqué. Era un mirador de esquina. Tenía en la pared un azulejo representando el Cristo del Gran Poder de Sevilla, y debajo un barómetro.

–Siéntate, Isabel.

Isabel se había quedado de pie junto a la camilla cubierta de tela rameada. Dijo:

–Nosotras ya hemos puesto las faldillas de invierno. Dice mamá que éstas de cretona le dan un poco de frío por las tardes.

–Pues sí. Temprano empieza, con lo bueno que hace. Si hace calor...

–Ya; es que es una friolera, ¿mi madre?, uh, algo de miedo.

–Pues lo que es aquí hasta dentro de veinte días por lo menos, ¿verdad?, no sacamos la ropa de la naftalina. Es llamar al mal tiempo. Pero siéntate, mujer. Yo ahora mismo vengo.

Julia miraba a la calle a través de los cristales. Se volvió un instante hacia su hermana.

–Toma, llévame el velo y la chaqueta si vas para allá.

–Sí, voy un momento a ver qué hace Natalia.

Isabel se sentó. Se puso a mirar un pequeño folleto de papel anaranjado con orla de estrellitas que estaba abierto en el costurero: «Día 12 – Inauguración de la feria. A las nueve, dianas y alboradas. Las populares gigantillas recorrerán la ciudad. A las once, solemne misa cantada en la Santa Basílica Catedral con asistencia del Gobierno Civil y otras autoridades. A la una...». Lo cerró y se puso a hacer con él un cucurucho. Se curvó el dibujo de un banderillero que aparecía en la portada de atrás y las letras del anuncio «Coñac Veterano Osbor...».

–Y a mí que este año no me parece que estemos en ferias.

Julia no se volvió ni dijo nada. Daba el sol en la casa de enfrente, en unos escudos que tenía la piedra. Isabel vino y se acodó a su lado; le pasó un brazo por los hombros.

–Qué callada estás, mujer.

–Sí, no sé qué me pasa, estoy como dormida.

–La viudita del Conde Laurel.

Delante del mirador se ensanchaba la calle en una especie de plazuela triangular. Había un coche de línea con el motor en marcha y lo rodeaban algunas mujeres de oscuro que hablaban con los viajeros por las ventanillas abiertas. Auparon a una niña para que le diese un beso a uno de los de dentro. En un cartel que había arriba, sujeto a la baca, ponía los nombres de los pueblos.

–Porque tu novio no viene este año a las ferias, ¿no?

Julia se encogió de hombros y puso un gesto de fastidio.

–Hija, no sé. Que haga lo que quiera.

–¿Qué es? ¿Que estáis reñidos?

–No, no es que estemos reñidos. Estamos como siempre.

–¿Entonces?

–Estamos siempre medio así –dijo Julia haciendo un gesto de desaliento con la mano–. Por las cartas se entiende uno tan mal...

–Desde luego. Los noviazgos por carta son una lata. Ya ves lo que me pasó a mí con Antonio. Dos años, y total para dejarlo.

Julia se puso a morderse un padrastro, con los ojos bajos. Se le empezaron a caer lágrimas en la mano.

–Claro que fui yo la que le dejé. Me aburrí de esperar, hija, y de calentarme la cabeza. Con un chico de fuera, todo lo que no sea casarse en seguida... ¿Pero qué te pasa, mujer, estás llorando?

Había bajado la barbilla hasta apoyarla en el pecho y lloraba con los ojos cerrados. Cuando oyó la pregunta de Isabel y sintió que la presión de su brazo se hacía más estrecha, se tapó la cara con las manos.

–Es que si vieras lo cansada que estoy –dijo con la voz ahogada–, si vieras..., ya no puedo estar así.

De pronto levantó la cara y se limpió los ojos bruscamente. Dijo con urgencia, sin volver la cabeza:

–¿Viene Mercedes?

–No. ¿Por qué?

–No le digas nada de esto..., si no te importa.

–No, mujer. Descuida. Pero, dime, ¿qué es lo que te pasa?

–Nada –la voz se le había vuelto más tranquila–. Que nos entendemos mal, que me vuelve loca en las cartas, con las ventoleras que le dan de que le quiero poco, y siempre pidiéndome imposibles, cosas que yo no puedo hacer. Que no se hace cargo... Fíjate: por ejemplo, se enfada porque no voy a Madrid. Si mi padre no me lleva, ¿qué querrá que haga yo? Pues con eso ya, que no le quiero.

–Ah, eso siempre, eso todos. ¿Por qué te crees tú que reñimos Antonio y yo? Pues por eso, nada más que porque no me daba la gana de hacer lo que él quería.

–No, si nosotros no creo que terminemos. Si me quiere mucho.

–Tú, de todas maneras, no seas tonta, no te dejes avasallar. Yo por lo menos es lo que te aconsejo. Si te pones blanda es peor. ¿Que riñes? Pues santas pascuas. Ya ves yo, me pasé un berrinche horrible. Acuérdate, la primavera pasada, que ni ganas de ir al cine tenía; pero luego se alegra una, yo por lo menos...

Se oyó un chirrido cercano y luego las tres campanadas de menos cuarto en el reloj de la Catedral. Julia tenía los ojos fijos en la baca del coche de línea atestada de bultos y cestas.

–Si pudiera venir por lo menos un día o dos, ahora por las ferias... Hablando es otra cosa. De cartas se harta una, cuando te contesta a una de enfadada, ya ni te acuerdas de por qué era el enfado, porque a lo mejor ya has recibido luego otra suya, y estás contenta. Te aburres de escribir, te aseguro...

–Pero ¿y cómo viene tan poco a verte? ¿No puede?

–No. Siempre tiene cosas que hacer. Ya te digo, dice que es más lógico que vaya yo, que a él aquí no se le ha perdido nada, y que en cambio yo allí podría hacer muchas cosas y que sé yo qué. Ayudarle, animarle en lo suyo aunque sólo fuera.

–Pero y tú, ¿cómo vas a ir, mujer?

–No. Eso no. Podría ir a casa de los tíos como otras veces que me he estado meses enteros. Pero bueno es mi padre. Como que me va a dejar ahora, como antes, sabiendo que está él allí.

–Él ¿qué hace?, ¿cosas de cine, no?

–Sí.

–¿Es director?

–No, director no. Ha estudiado en un Instituto de Cine, que les dan el título y tiene mucho porvenir, una cosa nueva. Él escribe guiones, los argumentos, ¿sabes?, o por ejemplo para adaptar una novela al cine. Porque tienen que cambiar cosas de la novela. No es lo mismo. Cambiar los diálogos y eso. Pero también hace él argumentos que se le ocurren.

–Sí –resumió Isabel–. Son esos nombres que vienen en las letras del principio de la película.

–Sí. Lo que pasa con ese trabajo es que hay que esperar mucho para colocar los guiones y ver mucha gente; conocer a unos y otros. Pero luego, cuando se tiene un nombre, ya se gana muchísimo, fíjate.

Julia hablaba ahora con cierta superioridad y la voz se le había ido coloreando.

–Y documentales y todo. Teniendo suerte...

Las cestas se bambolearon en el techo, cuando el coche de línea arrancó. Dobló la esquina y llegaron al mirador algunas voces agudas de adiós. Las mujeres de luto se quedaron quietas un momento hasta que ya no lo vieron. Luego se dispersaron lentamente.

–Pues Mercedes decía que os casabais este año que viene para verano, ¿no? ¿No te estabas haciendo ya el ajuar?

–Sí. Me lo estoy haciendo a pocos. Ya veremos. A él todo esto del ajuar y peticiones y preparativos no le gusta. Dice que casarse en diez días, cuando decidamos, sin darle cuenta a nadie. Ya ves tú.

–Uy, por Dios, qué cosa más rara. Lo dirá de broma.

Entró Candela con la bandeja del desayuno, y la puso en la camilla. En el pasillo, Mercedes estaba discutiendo con Natalia, sin entrar.

–Mentira, no has desayunado. En la cocina no hay ninguna taza sucia. Te vienes al mirador con nosotras, por Dios, qué manía de estar siempre en otro lado, como la familia escocida.

Isabel y Julia se volvieron y se sentaron a la camilla.

–No le digas a Merche que estaba triste y eso –dijo Julia deprisa en voz baja, mirando a la puerta–. Son cosas que se dicen por decir, que unos días te levantas de mejor humor que otros. Como ella a Miguel no le tiene mucha simpatía...

–Por favor, mujer, qué bobada, yo qué le voy a decir.

–No te vayas a creer que no le quiero por lo que te he dicho. Yo no le cambiaba por ninguno.

–Pues claro.

–Es que ella siempre está con que no le quiero. A lo mejor a ti también te lo ha contado, se lo dice a todo el mundo.

Entró Mercedes. Natalia entró detrás.

–Buenos días.

Vio el rostro de la chica de beige. No sabía si la conocía o no. Se parecía a otras amigas de las hermanas. Todas le parecían la misma amiga.

–¿Conocías a Natalia?

Isabel miró el rostro pequeño, casi infantil.

–Pues creo que la he visto alguna vez en la calle, de lejos. Me parecía que era mayor. ¿Cómo estás?

–Bien, gracias –dijo ella, bajando los ojos.

Cogió el programa de las ferias y con una tijera de bordar le empezó a hacer dientes y adornos por todo el filo meticulosamente. Las briznas de papel se le caían en la falda.

–También es raro, ¿verdad?, que nunca nos hayamos conocido, con tantas veces como vengo a vuestra casa.

–¿Ésta? –la señaló Mercedes con el pitorro de la cafetera–. No me extraña; si nosotras la conocemos de milagro. Esto es más salvaje...

Isabel se sonreía, sin quitarle ojo. Detallaba las cejas espesas, los grandes ojos castaños.

–Uy, por Dios, ¿no oyes lo que dicen? ¿A que no es para tanto?

–Me da igual. No, no me pongas café. Si ya he tomado.

–Bueno, pero estate quieta con esas tijeras, ¿qué estás haciendo? Lo pones todo perdido de papelines.

–Ah, mira, las tijeritas pequeñas –dijo Julia–. Las estuve buscando ayer. Luego me arreglas un poco las uñas, ¿eh, Isabel?

–Sí, mujer, encantada. Pero tengo que llamar a mi madre. ¿Vas a ir al Casino a la noche?

–Creo yo que daremos una vuelta. ¿Tú qué dices, Julia?

–A mí me da igual. Total, está siempre tan ful...

–Sí, es verdad, no sé qué pasa este año en el Casino. Y cuidado que la orquesta es buena, pero no sé.

–La mezcla –saltó Mercedes con saña–. La mezcla que hay. Decíamos de la niña del wólfram. La niña del wólfram, la duquesa de Roquefeler, al lado de las cosas que se han visto este año. Hasta la del Toronto, ¿para qué decir más?, si hasta la del Toronto se ha vestido de tul rosa. Y por las mañanas en el puesto. Así que claro, es un tufo a pescadilla...

–No, y que hay demasiadas niñas, y muchas de fuera. Pero sobre todo las nuevas, que vienen pegando, no te dejan un chico.

Isabel, al decir esto, volvió a mirar a Natalia y le sonrió.

–Sí, vosotras, vosotras, las de quince años sois las peores.

Ella desvió la vista.

–A ésta la pondréis de largo.

–No quiere.

–¿Que no quiere? Será que no quiere tu padre, más bien.

–No. Soy yo, yo, la que no quiero –aclaró Natalia con voz de impaciencia.

–Hija, Tali, no hables así. Tampoco te han dicho nada. ¡Jesús! –se enfadó Mercedes.

–Bueno, es que es pequeña. Tendrá catorce años.

–Qué va. Ya ha cumplido dieciséis. Ella que se descuide y verá. De trece años las ponen de largo ahora. Pero se ha emperrado en que no, y como diga que no... Fíjate, si ya le había traído papá la tela para el traje de noche y todo, aquella que trajo de Bilbao, ¿no te la enseñé a ti?

–Uy, mujer, pues qué pena. ¿Es que no te hace ilusión?

–Tiempo tiene, dejarla –dijo Julia, y Tali la miró con agradecimiento–. Tiempo de bailar y de aburrirse de bailar. Precisamente...

–Dieciséis años no los representa, desde luego. De todas maneras, cuánta distancia entre vosotras. ¿O es que hubo hermanos en medio?

–No, sólo uno que nació muerto. Y desde ése hasta Natalia, nueve años.

Mercedes se quedó mirando a Julia y le pesó el silencio que se hizo. Sabía que Isabel podía estar calculando los años de ellas.

–Mamá murió de este parto, ¿lo sabías, no? Eso de los partos qué horrible, ¿verdad? –dijo aprisa–. Menos mal que ahora se muere menos gente.

–¿Qué es, que padecía del corazón?

–Sí. Del corazón. No llegó a conocerla a ésta.

–Gracias a tu tía. Es un sol vuestra tía, es como madre, ¿no?

–Fíjate.

Natalia se quitaba uno por uno, a pequeños pellizcos, los pedacitos de papel pegados a la falda. Siempre que estaba ella hacían las mismas preguntas y contaban las mismas historias. Siempre este largo silencio después de que se nombraba a mamá. Este ruido de cucharillas. Hoy cogería la bici y se iría lejos. Hoy iba a hacer muy bueno.

–¿Esta mermelada es la de pera?

–Sí, la ha hecho tía Concha.

–Os sale mejor que en casa. La de casa está demasiado espesa, empalagosa; no sé en qué consiste.

–Ya ves tú. Y es la receta igual.

–Pues yo creo que sí voy a ir esta noche al Casino –decidió Isabel–. Lo que es que me tendría que lavar la cabeza. Se me pone en seguida incapaz. Ya se me ha quitado casi toda la permanente.

Se exploraba el pelo con los dedos, por mechones. Julia acercó su silla y se lo tocó por detrás.

–A ver. Con Dop. Nosotras tenemos Dop; ¿por qué no te la lavas aquí?

–No. Iré a la tarde a la peluquería. Oye, que todavía no he llamado a mi madre, ¿qué hora es, tú?

Mercedes abrió las hojas del mirador y se asomó, inclinando el cuerpo hacia la izquierda. Se veía, cerrando la calle, la torre de la Catedral y la gran esfera blanca del reloj como un ojo gigantesco.

–Menos tres minutos –dijo metiéndose–. Me vuelve a atrasar.

Y adelantó su relojito de pulsera, sacándole la cuerda con las uñas, cuidadosamente.

Dos

Llegué hacia la mitad de septiembre, después de un viaje interminable. El tren tuvo dos averías, la segunda pesada de arreglar, ya a pocos kilómetros de la llegada, en medio de unos rastrojos, y en ese rato, que fue largo, se puso el sol y me dio tiempo a terminarme los pitillos. Había sido una tarde de mucho calor. Salí al pasillo. Un pastor, inmóvil, estaba mirando los vagones con las manos apoyadas en su palo y algunos de los borregos que se habían quedado por el sol tenían una sombra grotesca y movediza de patas muy largas. La sombra de algún perfil o un brazo de los viajeros asomados se movía también sobre la tierra. En el límite, a cosa de un kilómetro, vi unos pocos llanos y, apenas levantadas del sembrado, las casas de un pueblo chico. A un muchacho pecoso que andaba por allí con tirador en la mano le llamaron desde una ventanilla, le preguntaron que si podía traer unas gaseosas. «Mande, ¿es a mí?» «Unas gaseosas, digo, o algo para beber.» No respondió y se echó a correr por el sendero camino del pueblo. Los viajeros, aburridos, empezaron a bajarse a la vía, y se formó desde la máquina a los vagones de primera una especie de paseo provinciano. El padre de una chica de rosa, que iba en mi departamento, se encontró con un amigo; se pusieron a lamentarse de no haberse encontrado en todo el trayecto. El de mi departamento venía de San Sebastián, decía que la mujer y los hijos se pasaban todo el santo día inventando gastos y diversiones. De tiendas y de meriendas y de cines. Uno que papá veinte duros, otro que nos vamos en bici a Igueldo, otro que venía tarde a cenar... «Y cuando llovía, no sabías dónde meterte con aquel gentío. Ni sitio para sentarse a leer el periódico. En el hotel te comían las moscas, en el café una cocacola diez pesetas, los cines abarrotados...» Iba contando estas cosas con los dedos, disparándolos al aire sucesivamente en firmes sacudidas, empezando por el pulgar. Sacaron las petacas y fumaron. El otro señor había estado en un balneario y decía que allí se comía muy bien y que era vida tranquila y sana. Le preguntó que si venían en segunda. «Sí. No encontramos primera con las dificultades de última hora. Ahí, en ese vagón, donde está asomada mi chica.» La chica de rosa miraba hacia el pueblo con ojos de aburrimiento; el amigo de su padre puso un gesto ponderativo al volverse hacia arriba y mirarla, dijo que era muy guapa, que no se acordaba de ella. «Goyita, este señor es don Luis, el del almacén de curtidos.» «Encantada.» Sonreía al decir can, con los labios estirados. «Vaya, y qué, ahora a hacer estragos en las fiestas del Casino, ¿eh?, ¿o ya tienes novio tú?» «¿Ésta?, ¿novio? A buena parte va. Más le gusta bailar con unos y con otros. A ésta con novio, la mataba, fíjese. La mataba.» «Hace bien, ya lo creo, en divertirse todo lo que pueda. Juventud, divino tesoro. A ti te tengo que presentar yo a mi hijo el mayor, el que estudia Derecho. Menudo elemento también para eso del baile. A lo mejor lo conoces.» Ella hizo un gesto ambiguo con la boca. «No sé. A lo mejor.»