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Primera edición digital: diciembre 2015
Fotografía de la portada: Hemeroskopion | Dreamstime.com
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: Juan Fernández Rivero
Revisión: Juan Francisco Gordo

Versión digital realizada por Libros.com

© 2015 Juan Antonio González
© 2015 Libros.com

info@libros.com

ISBN digital: 978-84-16616-32-9

Juan Antonio González

Historias de una casapuerta

A mis padres, dos funambulistas de la vida
que sabían que el equilibrio sólo se conseguía
a través del amor.

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5. Introducción
  6. De punta fina
  7. De posibilidades imposibles
  8. Carretera de doble sentido
  9. Empapelados
  10. Un lugar para la dignidad
  11. Los remiendos del olvido
  12. Etiquetas
  13. Helarte de tauromaquia
  14. Predicadores de sillones de piel
  15. Primavera de vientre inmaculado
  16. Tardes sin merienda
  17. Anhelos de luz
  18. El pintor del techo
  19. En las esquinas del tiempo
  20. Todos somos emoticonos
  21. Una carta sin palabras y una posdata
  22. Noches de caoba
  23. Quién tiene prioridad, o qué
  24. Arroz con marisco
  25. Ha callado la soledad
  26. La habitación de la espera
  27. Cien versos olvidados
  28. Un cambio de traje sin puntadas
  29. La bailarina de los pies callados
  30. …Es que no se puede ser bueno
  31. Cada noche beso tus ojos
  32. A contraluz
  33. La azotea
  34. Muros de papel
  35. El último es el primero
  36. Siempre hay día para todo
  37. Sin palabras
  38. Aún quedan banderas sin tela
  39. Balón de oro
  40. Lápidas de vanidad
  41. Las manos de la expresión
  42. Cien palabras y un silencio
  43. La muerte olvidada
  44. Tu compañera
  45. El reloj
  46. De pequeño pensé
  47. 2112
  48. Ausencia
  49. Cenizas de recuerdos
  50. Detrás de la puerta
  51. Vecinos de piso
  52. El parque
  53. El baile de las miradas
  54. Antónimos
  55. Atrapado por el tiempo
  56. Tacones al amanecer
  57. Abrázame
  58. Comida basura
  59. ¿Dónde están los límites?
  60. El conversador imaginario
  61. Instantes
  62. Aviones de papel
  63. El callejón de las luces
  64. Código binario
  65. El laberinto público
  66. Lágrimas de luces y sombras
  67. La isla de la esperanza
  68. La mecedora de las ocho nanas
  69. La huella de la huida
  70. Cinco segundos y un instante
  71. ¿Estamos en la posguerra de la Tercera Guerra Mundial?
  72. Las gemelas del mar
  73. La carta que siempre debí escribir
  74. La espera
  75. Encadenado a una condena
  76. Viajeros de media tarde
  77. ¿Sacamos del armario?
  78. Números heroicos
  79. Los silencios del tiempo
  80. La caja
  81. Feliz año
  82. Tres globos de colores
  83. Escondida tras la luz
  84. Encapuchado
  85. Déjame imaginar
  86. El abrazo de dos aguas
  87. La mudanza interior
  88. El báculo
  89. El corredor de la lentitud
  90. El refugio
  91. Perdida en el camino
  92. Enséñame a aprender
  93. Tu cuerpo abandonado
  94. La palabra
  95. María
  96. Adoración de lo efímero
  97. El andén
  98. Regresar
  99. En el amanecer
  100. La silueta deforme
  101. En el atardecer
  102. Dónde se han perdido las pancartas
  103. Se escribe con cuatro letras
  104. La fotografía
  105. Conversaciones amnióticas
  106. El espejo
  107. Ruido, mucho ruido
  108. Las manos olvidadas
  109. Miradas
  110. El clan de los «Sí, pero…»
  111. Premio Nobel del Amor
  112. Billetes de ida y vuelta
  113. El innombrable
  114. Mecenas
  115. Contraportada

Introducción

 

Si hay veces que resulta difícil escribir la primera palabra, esta ocasión es una de ellas. Difícil desde el mismo momento en el que se concentran muchos instantes en uno sólo. Y ese instante ha llegado.

Si no sabes cómo empezar, más vale que no comiences. Eso fue lo primero que me dije cuando me puse frente a un papel en blanco. Y no sé si lo hice bien o mal, o si supe comenzar o no, pero empecé a escribir sobre una hoja que de blanco terminó manchado.

Digo bien cuando hablo de papel en blanco, porque esta generación tan variopinta que componemos los nacidos en los primeros años de la década de los setenta sabe lo que es el papel. Lo sabemos todos, os estaréis diciendo. Sí, es cierto, lo sabemos todos, pero los nacidos en esa época sabemos bien a qué nos referimos cuando hablamos de escribir sobre una hoja en blanco, y por darle un cierto aire poético, hasta inmaculado.

Una generación que son muchas generaciones juntas y que conoce bien la vida que esconde un papel en blanco. Ese lienzo, por continuar poético, donde plasmar unas pocas palabras escritas a mano, con un bolígrafo que en su día era un BIC que terminaba su vida bien mordisqueado. Una hoja en blanco que años después llenamos con letras impresas por unas máquinas de escribir que golpeaban, no sin cierta violencia, la textura de una piel inmaculada.

Y es que con el tiempo, poco o mucho, ese papel en blanco se transformó en una pantalla blanca de ordenador. Una pantalla donde escribimos sin miedo a equivocarnos, porque cuando nos equivocamos y algo no nos gusta, en lugar de tachar, no nos duele en prenda borrar. Además, cuando borramos, lo hacemos sin ningún tipo de piedad, ignorando si alguna palabra borrada que se transforma en ese instante en una letra olvidada tiene sobre sí algo de sufrimiento por desaparecer.

En fin, pocos papeles en blanco quedan con borrones y tachaduras, porque estas últimas ya pasaron a mejor vida, salvo que llegue a tu vida un corrector y te ponga en pie de guerra y te descubra que para publicar lo escrito hay que empezar por corregir lo que un día escribiste y pensaste que por qué se iba a cambiar, si lo hiciste pensando que no estaba tan mal. Aunque ahora uno se da cuenta de que menos mal, que hay que dar las gracias porque siempre exista alguien a tu lado que te haga algunas correcciones y enderece ese camino que uno pensó que no era necesario modificar.

De borrones y tachaduras, porque para eso está la vida que no nos perdona, se llena Historias de una casapuerta. Relatos, reflexiones, poemas y pensamientos que estarán llenos de momentos, para recordar y olvidar; de personajes, escenarios y paisajes que he intentado dibujar en cada texto, aunque a veces me hayan salido garabatos, para ir descubriendo lo que cada uno esconde y lo que cada uno enseña sin mostrar.

Historias de una casapuerta no sé cuándo nace. Quizás ni importe. No sé cuándo nace porque si nace es para morir, y no me gustaría que este libro quedara muerto en vuestras manos. No sé cuándo nace, pero sí que tiene su germen en el blog personal que, bajo el nombre de Reflexiones en cada estación, lleva más de tres años navegando por esa red que llamamos Internet. Historias de una casapuerta es un recopilatorio de lo que en ese blog nació. Y aunque he introducido algunas modificaciones, a veces casi inapreciables, he querido respetar la esencia de lo que nace como un sueño, y seguro que encontraréis historias ubicadas en momentos ya pasados, que quizás hoy ya no tengan vigencia, pero en las que, a poco que os detengáis por un instante, hallaréis una semejanza con cualquier momento presente.

Ya va siendo hora de dar por terminada esta introducción, que quizás introduzca poco de lo que os vais a encontrar. Y quiero ir finalizando porque no quisiera que estas primeras palabras se convirtieran en otro relato más, pero antes de despedirme y dejaros a solas con Historias de una casapuerta, hay algo que quiero deciros antes de que se me olvide. Quiero que tengáis presente que lo que vais a encontrar en las próximas páginas no nace de escribir por escribir, porque quien se sienta frente a la nada y lo convierte en algo, o al menos lo intenta, lo hace con la sana intención de establecer un diálogo silencioso con el lector. Por ese motivo, Historias de una casapuerta es precisamente eso, un dialogo directo contigo, lector, que te atreves a dedicar parte de tu tiempo a vivir otras historias, y que quizás lo hagas con esa sana intención de alejarte por un momento de esta realidad. Pero además quiero deciros otra cosa, es un diálogo que nace con el deseo de que sea el propio lector el que tenga una conversación consigo mismo.

Ojalá lo disfrutéis, y si no es así, no dudéis en ponerme una hoja de reclamaciones.

De punta fina

 

Llovía. Las tormentas habían dejado de escucharse hacía un rato. En la calle, detrás del visillo de la cortina, anochecía. Los relámpagos habían desaparecido. Los destellos de luz que se veían en el horizonte, ahora se habían cambiado por las luces azules de tres coches de Policía que se encontraban dos plantas más abajo. Los cristales de las ventanas crujían por el viento. El sonido de las sirenas había dejado de sonar y ya sólo se escuchaban la lluvia y la aguja de un tocadiscos deslizándose por el final de una canción que no se sabía cuándo había terminado de sonar. Las cuarenta y cinco revoluciones de aquel disco de vinilo se habrían querido convertir en treinta y tres. My Way de Sinatra había llegado a su final. Una buena banda sonora para aquel instante.

El sargento Ramírez no quiso subir por el ascensor. Su corazón ya le había avisado alguna vez. Por su chaquetón negro de cuero se deslizaban las gotas de lluvia. Al llegar al rellano de entrada al piso, se lo quitó y lo dejó en el pasamanos de la escalera. El sombrero Fedora se lo dejó puesto. Ramírez fue el último en entrar en la casa. «Poca cosa, señor», le dijo uno de los hombres que estaban uniformados. El sargento miró por encima de sus gafas hacia un lado y otro de aquel salón. La oscuridad del exterior ensombrecía aún más el interior del piso. «No encendáis la luz», ordenó el sargento. Su voz estaba rota por una gripe que había tenido la semana anterior.

De repente, la melodía de un móvil se escuchó rompiendo el silencio de la casa. El sonido venía de la cocina. Ese silencio sólo quedó roto por la carrera de uno de los policías que trataba de llegar a tiempo para contestar la llamada. Llegó tarde, no pudo descolgar el teléfono. «Un número oculto, señor», le dijo otro de los hombres uniformados. «¡Averigüe quién es, dígame quién ha llamado!», dijo el sargento mientras su mirada perdonaba la vida de aquel agente que aún no llevaba el arma en la cintura.

Ramírez se quedó inmóvil por un instante. Bajo la luz tenue de una lámpara de sobremesa, un cigarro descansaba en el cenicero. Humeaba. Un hilo fino ascendía lentamente, dejando en el aire su olor. Las cenizas eran rescoldos de ese fuego letal. La pantalla del ordenador estaba apagada, pero el portátil aún permanecía encendido. Una luz roja parpadeaba con rapidez. No se detenía, y a cada instante que pasaba parecía que lo hacía a más velocidad. Había que detener aquella luz intermitente. Todo dependía de pulsar una tecla. «¡Pulse, rápido!», le dijo el sargento Ramírez a uno de los agentes. La pantalla del portátil se volvió a iluminar. De nuevo regresó a la vida después de permanecer latente en ese estado de hibernación artificial.

La pantalla del ordenador iluminó todo el salón, descubriendo junto a él un cuerpo ensangrentado. Aquella escena hizo que algún agente rompiera a llorar. Otro incluso salió fuera de la casa para vomitar. En la pantalla, dos palabras: «Mensaje enviado», y en la bandeja de salida del correo, un mensaje que acababa de emprender el viaje hacia su destino. Una carta estaba en ese instante viajando a otro lugar y, a su lado, estaba él, desangrado, con su última gota de sangre junto a él.

Aquel bolígrafo de punta fina descansaba al lado de un charco de sangre que había sobre el escritorio, sobre un papel en blanco, junto al ordenador que lo había asesinado. Hacía unos días que había dejado escritas sus últimas palabras y sus últimas gotas de sangre ya habían cuajado.

DEP

 

De posibilidades imposibles

 

No me creo la escena de sofá de Rajoy. Ni la falsa oratoria de un profesor de universidad, que es una mala copia del Sr. Keating. No me creo ese adelanto electoral de una presidenta que lo hace a su voluntad, sin mirar por el interés del pueblo en general. Ni me creo a la que se llama de izquierdas, una comunista que abandona su partido, en esa puerta giratoria que a muchos les da miedo llamar transfuguismo interno preelectoral. No me creo esa auto-etiqueta de servidores públicos, cuando más parece que son servidores de su propio interés particular.

No me creo ya nada. Lo siento. A estas alturas ya no hay remedio. Que nadie venga a venderme falsos mensajes de prosperidad, de libertad y de una democracia que mira al pueblo desde un balcón o desde un escenario. Ya no puedo creer a esos líderes que se esconden detrás de un atril o se rodean de sus acólitos, apóstoles figurantes disfrazados de su falsa esperanza y felicidad.

Nos hicieron creer que todos teníamos posibles en los bolsillos, que los proletarios del mundo eran otros. Nos hicieron creer que habíamos abandonado la miseria y la pobreza, y que nos habíamos convertido en la excelencia del primer mundo, donde los demás se tenían que mirar.

Pero el mundo se detuvo. Donde hubo luz se hizo la oscuridad. Sin avisar, al día siguiente de aquella fiesta nos despertamos con una extraña resaca. Todos nos levantamos hablando de la prima de riesgo, una mala pariente que de repente se había colado por la ventana de nuestras casas. Sin avisar, despertamos sabiendo que el FMI, al que muchos confundieron con el FBI, daba las instrucciones a nuestros políticos y que estos obedecían sin rechistar. Sí, esos mismos, esos que se habían comprometido con un programa electoral, con un compromiso al que decían venerar, un contrato que todos incumplieron, pero ninguno se hizo responsable de su falta de lealtad.

Y, mientras tanto, la vieja Europa agonizando sin saber dónde mirar. Lo único que sabían decir era que Alemania tenía que asumir su papel principal. Y más de una sonrisa se escondía en esos despachos de poder. Quizás los teutones rememoraron ese deseo histórico de ser los dueños de esta Europa descabezada.

De tener posibles en los bolsillos, regresamos a la miseria. Nos dijeron que habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades y comenzamos a vivir como en aquella época de la posguerra. Y ahí se encuentran Rafael, Julia, José, Agustín y Serafina, sentados en el sofá. Todos en silencio frente a la mecedora donde descansa doña Matilde, la matriarca, la que con su pensión está ayudando a todos a salir adelante.

Al final, y espero que este no sea el final, lo que está ocurriendo es que en este imposible social son los padres y los abuelos, los que nos trajeron a este mundo, los que están haciendo un imposible. Ellos son los que están sobreviviendo por encima de sus posibilidades, y todo por hacer que sus descendientes tengan algún posible en el bolsillo, para poder llevarse algo a la boca.

¿Y a eso lo llaman vivir por encima de sus posibilidades?

 

Carretera de doble sentido

 

¿Quién sabe?

Si todo es un ir y venir, un destino sin fin,

un cruce de direcciones que se encuentra en algún lugar.

¿Quién sabe qué?

Si a veces caminamos sobre pasos que nunca fueron dados,

en el asfalto gris.

 

¿Quién sabe lo que habla el silencio?

Si las palabras huérfanas quisieron volar,

en el viento de levante,

azotando sábanas que cuelgan de tendederos,

como metáforas de recuerdos que penden sobre el tiempo.

¿Quién sabe dónde va?

Si los caminos no los hicieron los pasos de otros

sino nuestros pies descalzos que aprendieron a caminar.

 

¿Quién sabe cómo mirar?

Si ninguno de nosotros

aprendimos a observar una fotografía en blanco y negro,

de carboncillo sobre papel couché.

¿Quién sabe qué?

Si las noches engañaron a los días

con un llanto sin lágrimas que descendieron en el atardecer.

 

¿Qué sabe quién?

Si fuiste tú el único que al oído me dijo:

«cuando tú has ido yo he vuelto de aquello que ya un día viví».

 

Empapelados

 

Las paredes empapeladas de ídolos. Actrices eternas. La mirada de la Bacall. Una Kim Novak de ojos felinos. Charo López desnudando el deseo de una época pasada. De una Transición que hoy miramos como una maldita etapa, como si fuera la única responsable de la porquería que hoy apesta en nuestra sociedad. El póster del cantante de toda la vida, de ese que quizás puso banda sonora a un primer beso. Y la fotografía de ese otro ídolo, ese que fue una voz efímera que cayó en el olvido y que sólo regresa años después en un programa de televisión, recordando ese NODO que ahora se viste de color y que dice que habla desde la democracia y la libertad.

Habitaciones empapeladas de sueños y fantasías. De estrellas que iluminan un cielo que miramos cada noche y en el que vemos esas otras que, fugaces, se marchan por el horizonte. Paredes empapeladas de esperanzas. Porque la esperanza siempre mira al futuro y nunca se detiene en el presente. Alcobas adornadas con imágenes de héroes que un día descubrimos que su valor no alcanzaba el más allá y que se transformaron con el tiempo en simples villanos. Fotografías que cuelgan en dormitorios de intimidad, que llenamos de miradas ajenas y convertimos en nuestras confidentes de tardes en soledad y de noches de insomnio, donde las horas recorren los minutos y los segundos las horas que no se detienen en la oscuridad.

Aquella juventud encontró, en una iconografía idolatrada, una válvula de escape para alcanzar los sueños y los deseos que siempre se guardaron en pequeños cofres, que escondimos en el fondo de un armario o bajo el colchón de una cama. Aquella juventud siempre deseó encontrar referentes ajenos donde apoyarse en cada nuevo camino que emprendía con la esperanza de no volver jamás hacia atrás.

Hoy son muchas las habitaciones que han perdido ese empapelado. Hoy esas habitaciones ya sólo conservan las huellas de aquellas fotografías, que estamparon los sueños de muchos y que quizás se perdieron por nuestra propia desidia o por cualquiera sabe qué otra razón.

Este año ha llegado cargado de citas y encuentros. Pero ya no seremos nosotros, ahora serán otros los que nos recuerden que el mundo se sigue llenando de empapelados, ahora serán otros los que empapelen nuestras calles, los que llenen las plazas y avenidas de retratos de rostros amables, de sonrisas que se esconden bajo una máscara pintada de timidez, prudencia y honestidad. Este año serán otros los que cuelguen de las farolas esas luciérnagas de miradas convertidas en Grandes Hermanos que invaden nuestra intimidad. Este año nadie se acordará de eso que alguien llamó contaminación visual, porque buscarán su justificación en esa propaganda barata que desluce la historia de las calles, las fachadas de los edificios y aquellos lugares que por unos días le negarán su propia vida interior. Este año nadie tendrá reparo en colgar en cualquier lugar esos selfies de líderes que se construyen sobre pedestales de cartón.

Este año la democracia se desbordará en cada cita electoral, municipales, autonómicas y nacionales que están a la espera de la decisión de un político, cualquiera, que desee encontrar un motivo para salir a los escenarios a difundir mensajes que después se tiran en botellas que naufragan en medio del mar. Y saltaremos de una campaña en otra sin descanso entre rostros que se venden por un puñado de votos, votos que para unos son la expresión popular y que, para otros, son el engaño y la estafa organizada del poder, ya sea de uno u otro color, que gobierna a un pueblo pero que no sabe dirigirlo hacia su propio destino.

Como nunca se termina de aprender, al día siguiente de cada cita electoral, quizás alguien nos recuerde que nos acabamos de hacer un haraquiri democrático. Y esos empapelados ya no nos volverán a mirar. Pensarán que habrá que esperar otros cuatro años para que se pueda volver a escuchar a la gente de la calle, a esa misma gente que un día caminando por su pueblo o su ciudad, se quedó observando el rostro de los empapelados, que durante años se escondieron en sus palacios de cristal.

 

Un lugar para la dignidad

 

Con la Iglesia hemos topao. Y no con tal o cual iglesia, sino con la de siempre. Con esa institución religiosa que tanta raigambre histórica tiene en esta nuestra vieja Europa. La que puso sus propios pilares en la construcción de ese otro mundo llamándolo nuevo y que se encuentra allende de otros mares. Esa otra iglesia cuyo ejército recorre el planeta como si sus soldados fueran conquistadores del proselitismo ideológico de una creencia sin fe. O, más bien, con una fe en la creencia de lo económico.

Y es que ahora, por tan sólo treinta euros, al parecer la Iglesia se ha convertido en dueña y señora de la Santa Mezquita Catedral de Córdoba. O por mil duros, como seguro uno de esos que llevan sotana habrá pensado. Hay que reconocer que estos de la Iglesia son gente ávida y espabilada, tantos siglos de historia y a nadie se le había ocurrido inscribir a su nombre tan majestuosa construcción. Lo evidente había dejado de serlo y ahora nos tiramos de los pelos por no haber estado más pícaros que ellos, y es que hay que ser fraile antes que cura.

Supongo que la jerarquía eclesiástica se acordó de aquello de que a Dios rogando y con el mazo dando, y pensó que si la Mezquita de Córdoba era patrimonio universal de la humanidad, más universal y humano —y espiritual— que la Iglesia no existe nadie y, por lo tanto, tendría más derecho que ningún otro a inscribir a su nombre dicho monumento, patrimonio de la humanidad.

Pues bien, desde aquí tengo que mostrar mi agradecimiento a la UNESCO por ser la responsable de decirnos qué es y qué no es patrimonio de la humanidad. Tengo que agradecérselo porque nos hacen sentir un poco dueños de algo, que en muchas ocasiones no tendremos ni la oportunidad de visitar. Y al menos nos queda el consuelo de que nos hacen sentir que somos dueños ignorados de algunas de las mejores maravillas de este planeta que al hombre o a la naturaleza se les ocurrió crear.

Pero si de patrimonio de la humanidad tenemos que hablar, a la UNESCO me dirijo para que, si tiene a bien, inicie los trámites para catalogar otro lugar como un gran monumento universal, ya que como él, existen pocos que puedan visitarse.

Eres ese lugar que a diario visitamos, y el día que no lo hacemos lloramos a rabiar. Eres ese lugar donde uno se encuentra consigo mismo, en pleno silencio y sólo roto por el sonido de pequeños recuerdos y de la lluvia que dejamos caer. Eres ese lugar donde la cultura corre sin cesar, porque no me negarás que sobre ti hay gente que lee, desde la prensa diaria y las revistas del corazón a la alta literatura de escritores de renombre o que lo buscan con tanto afán. Eres ese lugar donde todos somos iguales. El único sitio donde la dignidad se queda desnuda. Eres el vertedero del mundo desarrollado donde todos nos sentimos en esa soledad de no ser nadie o de que, de haberlo sido, sentados sobre ti la volvimos a recuperar.

Por ello, desde aquí pido a la UNESCO que declare a la taza del váter, o del water, como dirían los anglófilos, nuestro más emblemático y universal patrimonio de la humanidad. Por cierto, no vendría nada mal que el Papa Francisco intercediera ante las fuerzas divinas para que esta petición no quedara sólo en un milagro.

 

Los remiendos del olvido

 

Dicen que los olvidos no tienen puertas de regreso,

eso dicen los cerrojos oxidados

y las llaves que fueron lanzadas al mar.

Dicen que en la primavera florece el aroma y el color,

eso dicen las flores secas de invierno

cuando el frío llega en silencio.

Dicen que se escucha el acorde de una guitarra,

eso dicen las cuerdas, que las abandona,

y el traste que no soporta el dolor.

Dicen que existen pintores que tienen paletas con acuarelas,

eso dice el carboncillo

que dibuja el contorno de un recuerdo.

Dicen que la memoria guarda en algún lugar los olvidos,

eso dicen los recuerdos que aparecen como remiendos,

como remiendos de los olvidos que son descosidos por un momento.

 

Etiquetas

 

«Fabricado en China / Made in China», «100% algodón / 100% cotton», «Fabricado en Vietnam / Made in Vietnam», este tiene un 40% de polyester. Mira atento. Lee con detenimiento que se puede lavar en la lavadora, con agua caliente y que no supere los 30º. Con la plancha ten cuidado, no vaya a ser que la dejes mucho tiempo y quemes la prenda o le dejes algún cerco, para que al final te veas de nuevo en el probador, con otra camisa u otro pantalón. Pero este último es de otro modelo, porque ya lleva unos meses descatalogado.

En la etiqueta, en letras de tamaño de no sé cuántas pulgadas, toda esa información para que el consumidor encuentre protegidos sus derechos y sepa que ese artículo lo puede utilizar sin menoscabo de sufrir un disgusto, porque no vaya a ser que las prendas en cuestión hayan encogido su tamaño y queden al final para vestir a una banda de pitufos. Sigo leyendo la etiqueta: letras negras sobre blanco o, lo peor, palabras en blanco sobre un trasfondo pintado de negro. Me recompongo las gafas sobre la nariz, a mis cincuenta años la vista está cansada y, ahora, me ha dicho el oftalmólogo —al que alguna vez llamé oculista— que ese cansancio se ha encontrado con unas cataratas que apenas me dejan ver, porque para mirar no me dejaron aquellas lágrimas que ya cayeron y que nadie jamás había visto.

He llegado a casa, la jornada ha terminado. Hay que quitarse el disfraz de proletario, obrero, oficinista o pequeño burgués de una sociedad sin clases, pero en la que vivimos clasificados. Voy quitándome la ropa: el jersey, la camisa y una camiseta interior. El frío hace estragos estos días y hay que evitar que el cuerpo pierda su propio calor. Los pantalones cuelgan ya sobre el galán de noche, porque de día, de día pierde su galantería. De nuevo sigo mirando las etiquetas de todas las prendas. Creo que sufro los efectos del jet lag, que nos dejan a todos con esa cara de no estar en este mundo, de seguir en el aire, volando sin paracaídas que nos ayude a descender a la realidad.

Que quede claro que no existe sarcasmo en estas letras. Ninguna de ellas se adorna de ironía. Porque con la esclavitud no se ironiza ni se juega al sarcasmo cuando pienso a lo largo del día que, en este planeta, existen seres humanos con los ojos rasgados o la piel tintada de otro color que, sentados detrás de una máquina de coser de los años pum catapum chimpum, bajo las aspas de los ventiladores que cuelgan de los techos como helicópteros que recuerdan que el Tío Sam todavía sobrevuela sobre ellos y, con un ciento por cien de humedad en el ambiente, se encuentran haciendo eso que aquí llamamos trabajar porque nos da pudor decir que son unos esclavos. Y todo por proteger los falsos derechos de los consumidores de este mundo occidental, a los que nos resultan indiferentes los derechos de ese otro mundo al que miramos con recelo, porque es un problema que ni de cerca a cada uno de nosotros nos afecta.

Por cierto, me acabo de poner el pijama y, antes de entrar en la cama, he mirado la etiqueta: «100% algodón / 100% cotton». Al final he terminado aprendiendo inglés y, antes de cerrar los ojos, sentiré que no soy responsable de lo que ocurre en el mundo. O sí.

 

Helarte de tauromaquia

 

Detrás del burladero, los cuernos del hambre aún despuntan astifinos. Sin embargo, por esos corrillos taurinos, tabernas y tabancos, dicen que eso de la crisis ya comienza a ser agua pasada. Dicen también por ahí que ya aprendimos a atarnos los machos y que ya bregamos lo suficiente en esas corridas de plazas vacías, por no llamarlas malos tentaderos. Subalternos y apoderados dicen que ya hemos tomado la alternativa, que ya es hora de que armemos el taco. Y dicen por esos mundos de Dios que, ya en 2015 y 2016, veremos cómo por fin nos asomamos al tendido de la plaza, llenándola hasta la bandera, preparando nuestros pañuelos blancos en petición de rabo y oreja.

Durante estos años hemos visto pocas corridas de primera, porque nos hemos convertido en simples espectadores de pésimas tientas de tentaderos de carteles de tercera. Hemos comprobado cómo en ese orgullo torero, y a la primera de cambio, los viejos maestros de luces apagadas han saltado al ruedo, han entrado al trapo de unos que dicen ser figuras del toreo, pero que, para los viejos espadas, son simples novilleros. Esos antiguos maestros han pisado el albero gritando a viva voz que a ellos no les torea nadie y, en una mala tarde, han querido sortear la suerte del acoso y derribo, aunque ya no quieran reconocer que ni siquiera saben lidiar a unos simples cabestros.

Ahora, en este circo romano que los íberos transformamos en plazas, se ha cambiado el tercio. Hay quienes dicen ser figuras del toreo, que ya en su día hicieron un paseíllo, seguro que en plazas de segunda o incluso de pueblo. Pero todos, los unos y los otros, dicen que ha llegado la hora de la verdad, que hay que coger el toro por los cuernos, y que hacer de vez en cuando algún desplante no es sólo vergüenza torera, sino saber encontrar el camino de llegar a la suerte suprema.

En estos dos años que afrontamos hay quienes aún nos piden que les echemos un capote, que cada toro tiene su lidia. Y en esta hora taurina todos se quedan mirando al tendido brindando la muerte de un toro que para otros ha perdido su casta por una estampa de mansedumbre y trapío. Ahora, los viejos maestros, primeros espadas de luces apagadas, y los valientes novilleros y espontáneos que saltan a plazas de primera, quieren llegar a rematar la faena porque después de tantos años ahora dicen que no hay quinto malo y que hay que abrir la puerta grande, la del Príncipe, que ya es Rey, o la de las Ventas, que para eso nos han comprado. Y que de una vez por todas el toro le dé la vuelta a la plaza después de dejar su última sangre tras la última puntilla que ha buscado.

 

Predicadores de sillones de piel

 

He dudado. He dudado de tus principios. Estaré equivocado. Quiero estar equivocado. Dime que sí, que estoy equivocado.

He dudado. He dudado porque he prejuzgado. Sólo que en ese prejuicio existe algo más que un hecho que me hace pensar que te has disfrazado con principios con los que te gusta vestir tu conciencia, pero de los que en realidad te encuentras alejado.