LONDRES BAJO TIERRA

 

PETER ACKROYD

 

 

 

 

 

LONDRES

BAJO TIERRA

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En nuestra página web: www.edhasa.com encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

 

Título original: London Under

 

Diseño de la cubierta: Jordi Sàbat

 

Primera edición impresa: mayo de 2012

Primera edición en e-book: junio de 2012

Edición en ePub: febrero de 2013

 

© Peter Ackroyd, 2011

© de la traducción: Gregorio Cantera, 2012

© de la presente edición: Edhasa, 2012

 

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ISBN: 978-84-350-4587-2

 

Depósito legal: B. 19. 161-2012

Capítulo 1

La oscuridad hendida

 

 

 

 

Más vale que abramos bien los ojos antes de poner el pie en cualquier acera de Londres porque, sin darnos cuenta, estamos caminando sobre la piel de la ciudad, un apretado amasijo de piedra que recubre ríos y laberintos, túneles y cámaras subterráneas, arroyos y oquedades, conducciones y cables, manantiales y pasadizos, criptas y albañales enterrados, todo un mundo enmarañado que nunca verá la luz del día. Incalculables son las personas que, sepultadas en las arcillas del período eoceno, se congregan a nuestro paso cuando nos desplazamos en uno de esos trenes subterráneos. Refugios y galerías con capacidad para albergar a millares de seres humanos en caso de desastre. Porque deambulamos por encima de lo que fuera la ciudad en el pasado, allí donde, bajo ocho metros de tierra amontonada y prieta, se guarda toda su historia, desde los tiempos prehistóricos hasta nuestros días. Superpoblado, entrelazado con la ciudad que contemplamos, el pasado se despliega bajo nuestros pies. Disfruta, por otra parte, de un microclima propio. A treinta metros por debajo de la superficie, la temperatura sube hasta los 19 grados Celsius. En tiempos pretéritos, hacía un poco más de fresco, pero el calor que desprenden los trenes eléctricos ha caldeado la arcilla por la que se abren paso las construcciones soterradas.

 

 

Vista en perspectiva del Túnel del Támesis, litografía de Thomas Hosmer Shepherd, 1851-1855. [1]

 

 

 

En uno de mis anteriores libros, tracé un esbozo de la ciudad tal como aparece a nuestros ojos. Mi propósito ahora es descender a sus entrañas, no menos atractivas y sugerentes. Como los nervios que recorren el interior de nuestro organismo, un piélago que no vemos ordena el discurrir de la vida en la superficie. Nuestro quehacer diario responde y obedece a estímulos e indicaciones que, como latidos, contracciones, flujos, señales de advertencia o de alarma, o un curso de agua, procedentes del subsuelo, inciden en nuestras vidas. Es una sombra, una copia exacta de la ciudad, que, al igual que Londres, ha ido ampliándose, a tenor de las leyes que rigen su desarrollo, sus estirones, por así decirlo. Si, sumidos como estaban en la niebla y la oscuridad, de los ciudadanos londinenses de la época victoriana se decía que serían incapaces de darse cuenta de si estaban en este mundo o en el otro, no menos puede decirse del mundo subterráneo, sorprendente y caprichoso, salpicado de pasadizos abandonados, de interminables túneles de ladrillo que no conducen a ninguna parte. Por debajo de Piccadilly Circus, se extiende una plaza abandonada y solitaria de enormes dimensiones, y surcada por miles de pasajes. Las calles que convergen en la encrucijada del Ángel, Islington, disponen de sus correspondientes réplicas bajo la superficie.

Es un mundo desconocido, aún no cartografiado por completo, de forma que no nos hacemos una idea muy ajustada ni de sus contornos ni de su alcance. Por supuesto que hay mapas de conducciones de gas, de líneas de telecomunicaciones, de cables de la luz y de la red de saneamiento, pero, por razones de seguridad, y para evitar un más que posible sabotaje, no están a disposición del público en general. El subsuelo de Londres es, pues, un lugar doblemente recóndito, una zona restringida y prohibida. Hay que decir, por otra parte, que tampoco es que se advierta un desaforado interés por saber cómo es ese vasto mundo subterráneo. De modo que, al miedo, viene a sumarse la indiferencia, porque nadie respeta aquello que no se ve. La mayoría de los peatones que deambulan por la ciudad nada saben, ni les importa, de las cavernas que se abren bajo sus pies: se conforman con alzar los ojos y mirar al cielo.

Porque, quién sabe, hasta puede que haya seres monstruosos allí. Desde que el mundo lo habitan seres humanos capaces de hacerse preguntas acerca de aquello que les rodea, y hasta donde sabemos, el tártaro siempre ha sido objeto de supersticiones y leyendas. El minotauro, por ejemplo, mitad hombre, mitad toro, permanecía encerrado en un laberinto enterrado bajo el palacio de Cnosós, en Creta. Precisamente, un perro de tres cabezas, Cerbero, era la criatura que guardaba las puertas del Hades en el mito clásico. La efigie del dios egipcio del mundo de los muertos, Anubis, era la de un hombre con cabeza de chacal: el paso por esa región daba lugar a sorprendentes transformaciones. A Anubis también se lo conocía como «señor del territorio sagrado», porque se pensaba que de ese mundo emanaba una presencia tanto espiritual como material. Los grandes pensadores y poetas de la Antigüedad, tanto Platón como Homero, Plinio o Heródoto, describían el mundo inferior como un lugar de sueños y alucinaciones. La mayoría de las grandes religiones han excavado templos y lugares de culto bajo la superficie de la tierra. Un halo de terror impregna toda caverna o cueva que se precie de serlo. Hace dieciséis mil años, las poblaciones errantes que deambulaban por Europa vivían al lado o a la entrada de cuevas, pero plasmaron sus pinturas en lo más hondo y oscuro de tales grutas: cuanto más abajo se llega, más cerca se está del poder.

En aras de la fascinación y el horror entreverados, el Bien y el Mal van de la mano. Porque si el mundo del subsuelo se nos antoja un lugar espeluznante y peligroso, también puede considerarse como un sitio en el que hallar refugio. Todo espacio subterráneo puede parecernos atractivo y aterrador a un tiempo. Bajo las calles, se esconden pozos de aguas curativas y lugares de culto. No menos cálido que el materno puede resultar el regazo del mundo inferior. Es una ensenada donde tomarse un respiro frente al mundo exterior, un lugar donde cobijarse en caso de zozobra. En la oscuridad, nadie puede vernos. Igual que las catacumbas de Roma sirvieron de escondite a los primeros cristianos, durante las dos guerras mundiales del siglo pasado millares de personas buscaron protección en otros subterráneos. Recordemos lo que le dice el señor Topo al señor Tejón en El viento en los sauces (1908):[2] «Sólo cuando tocamos fondo, sabemos perfectamente el terreno que pisamos. Nada más puede pasarte, nada ya puede acecharte». «Eso mismo pienso yo –repuso el señor Tejón–: sólo bajo tierra encontraremos la tranquilidad, la paz, la quietud». Por debajo del Londres que vemos, siempre ha habido un Londres subterráneo. El autor de Unknown London (Londres desconocido) (1919), Walter George Bell, refería: «He bajado más escalas para escudriñar la ciudad que yace bajo tierra que peldaños haya podido subir en la ciudad que está a la vista». Porque es mucho más lo que se esconde ahí abajo que lo que vemos por arriba. En una guía de Londres, se afirma: «Nadie que conozca esta ciudad a fondo se atrevería a rebatir que es en las profundidades donde hay que buscar sus auténticos tesoros».

También en el pasado se encerraba a los malhechores bajo tierra. En la Edad Media, a modo de cárcel, o mazmorra, bastaba con excavar un pozo o una hoya. En la Torre de Londres, cuanto más abajo llevaban a un prisionero, más lúgubre era el calabozo, y más difícil era salir de él. Uno de los lugares más siniestros de Londres es la prisión subterránea de Clerkenwell Green,[3] más conocida como «La Cárcel»: una serie de túneles húmedos y fríos dan paso a angostos calabozos y otras dependencias según el trazado cruciforme de lo que en su día fueran los sótanos de un edificio de mayores dimensiones. La mayor parte de los muros de ladrillo, en los que aún rezuma el sufrimiento de muchas generaciones, son de finales del siglo XVIII. Los arcos que conducen a las salas abovedadas son de la misma época. Hasta que cerró sus puertas, allá en 1877, sirvió como cárcel durante más de doscientos cincuenta años. Mucha gente piensa que se trata de un lugar poblado por fantasmas sobre el que pesa una maldición. Quizá no sea tan descabellado pensar que los espectros de los muertos deambulan errantes por el subsuelo. Por lo visto, siempre subterráneo, el río Estigia sigue su curso entre ambos mundos, el de los vivos y el de los muertos.

El mundo de las profundidades puede considerarse, pues, como un lugar imaginario donde se han trastocado las circunstancias normales en que se desarrolla nuestra vida diaria. En el siglo XIX, se pensaba que era el santuario al que se acogían delincuentes, contrabandistas y aquellos a quienes entonces se conocía como «maleantes»; de los sótanos y túneles que discurrían bajo la superficie, se decía que eran «las guaridas del vicio», donde encontraban refugio «la escoria de Londres, los desechos de la ciudad». Se pensaba entonces que albergaban unos «bajos fondos» de delincuencia que, sólo de noche, asomaban la nariz. Al decir de John Hollingshead, autor de Underground London (Londres subterráneo) (1862), aquellos túneles eran otros tantos «laberintos siniestros y peligrosos para los incautos que por ellos se aventuraban».

 

 

 

«El galopín», según Henry Mayhew, ilustración procedente de Trabajadores y pobres de Londres, 1851.

 

 

 

Pero el mundo subterráneo puede verse también como un lugar para soñar, un sitio para dar rienda suelta, por ejemplo, a esa querencia por esconderse tan propia de todos los niños del mundo. La idea de pasadizos secretos, de entradas y salidas disimuladas, de sitios donde agazaparse y ocultarse para que no nos descubran, como en el juego del escondite, posee un encanto imperecedero. Pero, ¿y si nadie da con nosotros? ¿Y si nos quedamos allí solos, mientras nuestros compañeros de juego salen al exterior?

 

 

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Siglos han tenido que pasar para que se formasen y, andando el tiempo, saliesen a la luz cámaras y túneles subterráneos. Así, hay enormes catacumbas en Camden Town, por debajo de Camden Market, igual que sabemos de pasajes prehistóricos que discurren por debajo de Greenwich Park. Un viajero alemán del siglo XVIII apuntaba: «La tercera parte de los habitantes de Londres vive bajo tierra», es decir, que los más desfavorecidos vivían en aquellos sótanos o «carboneras» que tanto abundaban entonces en la ciudad, a los que se accedía por unos escalones que, desde la calle, bajaban hasta un pozo que «al caer la noche, se cerraba con una trampilla», de forma que los pobres permanecían recluidos en las profundidades. Remedando las condiciones de la vida bajo tierra, los vagabundos de Londres solían vivir debajo de puentes y soportales.

Hubo un momento, durante su construcción en la década de 1770, en que las arcadas de los edificios Adelphi, al sur del Strand, sacaron a la luz un destello del mundo antiguo sobre el que se alzaban: una serie de bóvedas y arcos que, en su día, fueron identificados como «vestigios de la cloaca etrusca de la antigua Roma». En el siglo XIX, devinieron en refugio de delincuentes y mendigos. En los periódicos de la época, se aseguraba que «al abrigo de aquellos arcos tenebrosos», como los que daban a Lower Robert Street, se escondían asesinos de todo pelaje que se habían hecho dueños de pasadizos, túneles, peldaños de vértigo, vueltas, revueltas y altos soportales, por donde los caballos se negaban a aventurarse. Del techo, colgaban estalactitas. Incluso disponían de establos para vacas que jamás llegaban a ver la luz.

Lower Robert Street sigue siendo un lugar poco recomendable. Es una de las pocas calles subterráneas que aún quedan en Londres y, por supuesto, se dice que por allí se pavonea el fantasma de una prostituta asesinada. En sus Picturesque sketches of London (Esbozos pintorescos de Londres) (1852), Thomas Miller nos ofrece su versión de esa zona espectral que va del Strand al Támesis: «Por delante y por detrás, unos arcos ceñudos se extienden a derecha e izquierda, cubriendo muchas fanegas de un terreno donde nunca repiquetea la lluvia ni llegan los rayos del sol, donde el viento, remansado, aúlla y gime a la entrada, como si no se atreviese a soplar en aquella oscuridad». Otra estampa de los bajos fondos de Londres.

 

 

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Las características geológicas del terreno en el que se asienta la ciudad son la mejor forma de conocer un poco más a fondo el laberinto que discurre bajo nuestros pies. La cuenca donde se alza la ciudad de Londres se sustenta en un lecho de arena, grava, arcilla y creta que se apoya en rocas del período paleozoico asentadas hace cientos de millones de años, y que nadie ha llegado a ver nunca. En ellas reposan capas de materiales de origen remoto, lo que hemos dado en llamar suelo arcilloso muy compacto, coronado por unas arenas de color verde oliva que, a su vez, soportan enormes capas de creta que se depositaron cuando los terrenos sobre los que se alza la ciudad aún estaban cubiertos por el mar. Por encima de todo, la arcilla, una arcilla densa, viscosa y maleable, de color azul verdoso, que, en las capas superiores, vira a un rojo parduzco. Se formó hace más de cincuenta millones de años. Tal es la morfología del suelo en que se asienta la ciudad de Londres. No es otra la tierra que horadan los túneles por los que discurren las vías enterradas del tren. Es una arcilla tan compacta que ya no guarda ni rastro de humedad. Pero, si algún día desapareciese la presión que la mantiene en tales condiciones, se dilataría y, como gustan de decir los geólogos, «despertaría», lo que bien podemos interpretar como que «se nos echaría encima».

En última instancia, Londres se asienta sobre la mezcla de arena y grava que recubre esa capa de arcilla. No es otro el medio arenoso en el que se mueven los ascensores y las escaleras mecánicas que utilizan los pasajeros que acceden desde la calle. En los glaciares de la edad de hielo hay que buscar el origen de los ríos que todavía fluyen por debajo y que, desde las partes más altas de la cuenca de Londres, van a desembocar al Támesis. Vivimos, pues, en una región mucho más antigua de lo que nos imaginamos. Si Londres reposa sobre una capa de arcilla, Manhattan se alza sobre unas capas de roca dura, conocida como «esquisto de mica», lo que explica la profusión de rascacielos en esa última ciudad. ¿No habría que buscar ahí, por otra parte, las razones de las marcadas diferencias que se observan entre los habitantes de ambas metrópolis en cuanto a las pautas de comportamiento y la forma de ver la vida se refiere?

Mientras Londres se hunde lentamente en esa capa de arcilla, Manhattan no hace sino subir y trepar hasta el empíreo. De modo que los londinenses nos hundimos de forma paulatina en la arcilla y el agua, los viejos componentes más elementales de la ciudad. Ellos son el principio, y quién sabe si no habrán de ser también el fin. Porque el volumen de agua subterránea va en aumento, de forma que, a diario, hay que bombear más de cincuenta mil metros cúbicos para mantener la estructura en condiciones.

 

 

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No son pocas las criaturas que pueblan ese mundo subterráneo, entre las que abundan las ratas, las anguilas, los ratones y las ranas. La rata parda de Rusia es la especie más común. En los últimos años, se suponía que aún quedaban ejemplares de la rata de pelaje negro oriunda del país en algunas partes del subsuelo que se extiende a lo largo de Oxford Street y Canning Town, pero es muy probable que sea una especie que ya se haya extinguido. De las ratas, precisamente, Sigmund Freud decía que eran «animales infernales», un símbolo de lo misterioso más que de lo hórrido, un recordatorio de las tinieblas, de todo lo que nos infunde pavor. Porque el mundo subterráneo también puede considerarse como una representación del inconsciente humano, del origen oscuro y perturbador de nuestros instintos y deseos, al tiempo que nos ayuda a mantener la «realidad» de nuestra identidad.

No es fácil hacer un cálculo de cuántas ratas puede haber en ese mundo que se extiende por debajo de la ciudad, aunque bien puede decirse que la leyenda urbana que asegura que su población supera con creces el número de sus pobladores humanos es un tanto exagerada. En las alcantarillas, a veces se cuelan ultrasonidos que vuelven locas a esas alimañas que, muertas de miedo, acaban por estamparse contra los muros. Una escena difícil de imaginar. En cualquier caso, las fuerzas de la naturaleza se encargan de diezmarlas y, a no ser que consigan escapar, acaban por ahogarse durante alguno de los fuertes aguaceros que se abaten sobre la ciudad. Sus grandes competidoras son las cucarachas, que se alimentan en parte de excrementos humanos. La cucaracha oriental o común, Blatta orientalis, prolifera bajo las calles del centro de Londres. Es un insecto que vive y medra sin mesura. A veces, la prensa ha recogido especulaciones acerca de la supuesta presencia de cangrejos blancos en las paredes de los túneles del metro, pero, casi con total seguridad, se trata de rumores sin fundamento. No falta quien asegura haber visto escorpiones de hasta tres centímetros y de un color amarillo pálido en la línea de Central Line del metro. Esas criaturas anormalmente blanquecinas suelen dejarse ver en lo más hondo de las cavernas.

Atraídos por el calor y espoleados en busca de alimento, algunos perros callejeros se aventuran en las profundidades. Siempre hay alguna paloma picoteando en lo alto de los trenes en las estaciones al aire libre. En los túneles, donde cuentan con una población cautiva de la que alimentarse, ha aparecido una especie de mosquito que, de no ser así, jamás se habría asentado en Inglaterra. Dicha especie, conocida como Culex pipiens, surgió en estas latitudes a principios del siglo XX y, desde entonces, ha experimentado un crecimiento exponencial. En un documental del programa televisivo BBC Worldlife, se aseguraba que se trata de «un insecto que ha evolucionado de forma tan rápida que la diferencia entre los mosquitos de siempre y los que viven bajo tierra es tan notable a estas alturas que cualquiera diría que estuvieran separados por millares de años de evolución». Muy por debajo de la superficie que vemos, los mosquitos han vuelto, pues, a sus orígenes primigenios.

El mundo subterráneo es, por otra parte, el lugar al que van a parar nuestros excrementos, nuestros desechos. Tal vez ésa fuera la razón de que, en su día, los urinarios públicos estuviesen ubicados por debajo del nivel del suelo, a los que sólo se accedía tras bajar un tramo de escaleras. Los que trabajaban bajo tierra, mineros o poceros, eran personas de las que más valía apartarse: la cercanía al maligno en que desarrollaban su trabajo los tornaba inmundos. Todavía hoy decimos de los grupos políticos radicales, de aquellos que recurren al terror y a la violencia como armas, que se trata de movimientos clandestinos (underground).

Cuando, a mediados del siglo XIX, se contempló por primera vez la posibilidad de que los ferrocarriles circulasen bajo tierra, un conspicuo predicador, muy popular en aquellos años, proclamaba que «la entrada en funcionamiento de ferrocarriles subterráneos que circulasen por túneles excavados en las regiones infernales y molestasen al maligno bastaría para acelerar el fin del mundo». Cuando, por fin, esos trenes empezaron a circular bajo tierra, un redactor no dudaba en asegurar que el ruido que hacían sólo era comparable «a los alaridos de diez mil demonios».

También los muertos reposan bajo tierra, de forma que el mundo subterráneo es un lugar que infunde tristeza. En el siglo XIX, los cementerios que había al lado de las iglesias de la ciudad estaban llenos a rebosar. Disponemos de informaciones que ya en la Edad Media advertían de la presencia de vapores nocivos que salían a la superficie. Los focos de las pestes que asolaron Londres se extienden desde Aldgate hasta Walthamstow. Todavía hoy se asegura que, si se excava en esas zonas, «podemos traer la peste». Se trata de un atavismo no exento de fundamento, pues si bien la bacteria de la peste bubónica ha sido erradicada hace mucho tiempo, las esporas del ántrax pueden resistir durante centenares de años.

No hay oscuridad comparable a la que reina bajo tierra, una oscuridad más negra que boca de lobo, donde no vemos ni la palma de la mano delante de nuestras narices. Una negrura que se adueña de quien en ella se adentra, como si dejase de existir. Lo mismo que en esas pesadillas en que soñamos que morimos. Estamos suspendidos en una noche eterna. Pero no hay noche tan oscura como la negrura que reina bajo tierra. Nos deja paralizados: no sabemos cómo escapar y dejarla atrás.

Bien puede ser una visión del mismísimo infierno. En la imaginería de la justicia ultraterrena, el cielo está en lo alto y el infierno en lo más hondo. Se trata de una topografía que tenemos tan interiorizada como que el sol sale por el este y se oculta por el oeste. Orden y armonía son las cualidades del mundo de la luz. Lo que queda más abajo es amorfo, informe, vacuo. Las cosas olvidadas, las cosas que dejamos de lado, las cosas que ocultamos, ésas hay que buscarlas en lo más hondo.