Portada: El libro de la fiebre. Carmen Martín Gaite
Portadilla: El libro de la fiebre. Carmen Martín Gaite

Créditos

Edición en formato digital: enero de 2016

 

En cubierta: fotografía de Carmen Martín Gaite

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Herederos de Carmen Martín Gaite, 2007, por cesión de Grupo Anaya, S. A. - Ediciones Cátedra

© Del prólogo, Jenn Díaz, 2016

© Edición a cargo de Maria Vittoria Calvi

© Ediciones Siruela, S. A., 2016

 

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Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-16638-39-0

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Prólogo

Nota a la edición

 

EL LIBRO DE LA FIEBRE

Cita

A modo de prólogo

Allegro, molto vivace

Andante

Prólogo
Cinco horas con carmiña

Cuando llegué a El Boalo, Carmiña hacía quince años que había muerto. Cuando yo la empecé a leer, hacía siete. Durante los ocho años que van de aquella primera lectura a la primera visita a su casa, Martín Gaite ha sido alguien fundamental en mi vida. Lo digo como advertencia, por si me excedo en los elogios, me vuelvo un poco romántica y no me queda margen —entre sensiblería y sensiblería— para hablar como es debido, sin la extravagancia del amor.

Tras leer con devoción todos sus libros, me quedaba volver al principio, a este libro febril de una febril y joven Carmen Martín Gaite. Aunque quizá ya va siendo hora de matar a la madre —me lo recordó Ana María mientras nos preparábamos para ir a comer a El Refugio—, aún no me había atrevido a releer los libros que me convirtieron en lectora no solo de sus libros, sino de todos. En mi vida antes de Carmen, solo me había interesado por algunas novelas obligatorias en el instituto, pero había pisado muy pocas librerías.

Quizá sí, quizá debería ir matando a la Gaite, meterla en cajas y seguir adelante con mis imperfecciones y mis manías, pero para mí Carmiña, las manos de Carmiña, son como las de una verdadera madre —manzanas cortadas—. Es difícil leer de nuevo este libro cuando una —es decir, yo— ya admira y quiere y se retuerce de gusto con las letras de una escritora como Carmen. Lo que señalo, lo que me llama la atención, no son más que insignificancias literarias con poco valor real, objetivo. Cuando se repasan las fotografías de la infancia, no se mira el enfoque ni la perspectiva, ni siquiera la luz. Así es como leo yo los libros de Martín Gaite que leí hace ocho años: buscando aquello que me deslumbró y dándole mayor atención a lo que me pasó desapercibido. Repaso, en el reencuentro, nuevas citas de las citas que ya creía viejas, y busco entre los sueños y lo fantástico de Carmen Martín Gaite lo que haya de verdad en sus palabras. Lo que dicen los demás de ella ya me lo sé. No necesito que más personas que la conocieron me digan cómo era: ya lo sé, un poco. No me doy cuenta, muchas veces, en mi ambición por acercarme todo lo posible hasta la escritora, de que leerla es más que suficiente para lo que preciso de ella. Aunque ahora, en la distancia, en el placer de la relectura, sigo buscando aquel abrigo que encontré la primera vez.

Esta lectura a tientas, desordenada y torpe, es lo que le auguro al lector que todavía no conoce a Martín Gaite, al lector que quizá haya decidido empezar por el principio y acercarse a una escritora convaleciente; le auguro un futuro reencuentro con estas mismas páginas, pero una sensación de nostalgia y pérdida muy grande —exactamente el estado en el que me encuentro—. La sensación de deuda y de lástima; una pena alegre.

Y hablo de deuda, sí. Porque a Carmiña le debo una buena y sólida puerta hacia mi edad adulta, el gusto por los cuadros de Edward Hopper, el descubrimiento de Natalia Ginzburg, algunas palabras como pesquisa y, sobre todo, cada uno de los libros que he escrito. No es poca cosa para alguien a quien jamás vi en persona. Pero he visto a Ana María, su hermana, y he visto sus boinas y algunas de sus bolsas; hasta me he atrevido a tocar sus objetos personales. He mirado con atención los cuadros que colgaban de sus paredes, los lomos de los libros que tenía en su amplia biblioteca. He besado a Fabio, la fidelidad convertida en jardinero. Y me he empapado de todas las anécdotas familiares que Ana María quiso contarme cuando me acerqué el pasado julio a su casa de El Boalo. Pero, por encima de todo, he leído cada uno de los libros que ha escrito. No es poca cosa para alguien que empezaba a interesarse por la literatura como no se había interesado antes por ninguna otra cosa.

Entonces, cuando empecé a leer Nubosidad variable, no sabía nada de su casa ni de la Torci. No sabía nada de lo que significaría para mí Belfondo ni la búsqueda del interlocutor. Aún quedaban ocho años para el recibimiento en Madrid y para volver a enfrentarme a las mismas palabras, pero diferentes.

Cinco fueron las horas que pasé en El Boalo, como si el tiempo lo hubiera dictado Miguel Delibes. Cinco horas, y fueron suficientes para saber que no era solo una intuición, que Carmiña, fuera de los libros, había sido tal como la había imaginado: un ser fantástico. El testimonio me lo dio —nos lo da— su hermana, que cuida la memoria de Carmiña como se cuida un tesoro. Y los que no pudimos conocerla se lo agradecemos. Agradecemos cada uno de los objetos que ha guardado y dispuesto para quien quiera verlos. La casa de Carmen Martín Gaite, el lugar de descanso, donde se bañaba y se refugiaba, está abierta para todos aquellos que, como yo, después de haberlo leído todo, necesitan un poco más. Ese poco más no es nada si lo comparas con las incontables horas que puedes pasar en compañía de un buen libro, no es nada si lo comparas con la ayuda que un libro como este te prestará para que te atrevas a escribir. De acuerdo, una casa no es nada, pero sacia una curiosidad y una necesidad extraña —la admiración devota te lleva a su terreno—.

Lo que puedo decir de Carmen Martín Gaite roza lo personal, lo familiar. Poner unas líneas por delante de lo que ella escribió es, para mí, impúdico —un atrevimiento—. Todo cuanto pueda escribir aquí, ahora, se aleja de lo académico, de lo formal; se queda sin valor literario y lo pongo todo perdido de egoísmo y sentimentalismo. Sabrán cómo perdonarme quienes hayan llegado hasta aquí, quienes confiaran en que podría decir algo que solo yo pudiera decir sobre este libro.

Lo que puedo decir de esta novela hecha de retazos no es mucho —el margen, entre sensiblería y sensiblería, se me está acabando—. Si puedo añadir algo coherente, diré que El libro de la fiebre no es otra cosa que un primer tiento a la metaliteratura. Carmiña mezcla sus delirios oníricos con su estado de enferma y, a la vez, reflexiona acerca de la escritura. Para una escritora joven como lo era ella entonces y como lo soy yo ahora y cuando lo leí por primera vez, esta clase de libros no tienen otra función que la de avanzar y hacer avanzar hacia la normalidad de ser escritor. Clarice Lispector en Un soplo de vida y Carmen Martín Gaite en El libro de la fiebre muestran una de las claves más sagradas de la literatura, de aquellos que se dedican a interpretarla: que a todos, mejores o peores, más profesionales o menos, nos crea una gran inseguridad escribir.

Jugar, entonces, con la ficción, hablar con el propio personaje o dejar que los críticos vengan a visitarte a tu lugar de reposo en medio de la enfermedad no es más que una excusa para desahogarse del inmenso vacío y silencio en que se instala el escritor. Cada vez que Carmiña deja de hablar de los personajes que campan a sus anchas por sus sueños y sus alucinaciones, cada vez que Carmiña habla de su libro, de cómo quiere escribirlo, de la desazón que le produce que todo cuanto quería escribir lo olvide; cada vez que se habla de El libro de la fiebre como del libro que sería, el escritor novato, el que no sabe cómo seguir adelante y duda a cada momento, se reafirma. A eso, también me enseñaron los libros de Carmen Martín Gaite, a tener un poco de confianza.

Después, tras ese pequeño empujón que necesita el escritor primerizo y que este libro da, solo queda seguir. Si hace falta, por imitación. Y eso fue lo que yo hice: me compré cuadernos, boinas, bolígrafos; puse nombre a los libros que quería escribir, anoté todo en libretas, recurrí a mi propia isla de Bergai; di rienda suelta a los recuerdos de infancia, me dediqué a observar lo cotidiano y a no menospreciarlo. Leí. Escribí a tontas y a locas, como hace ella en este libro, y me permití equivocarme y mejorar. Al lector de este libro con pretensiones de escritura le auguro, en el futuro, la misma deuda que la mía.

Por eso es tan difícil hoy hablar sobre Martín Gaite, hablar sobre Martín Gaite entre las páginas que sostendrán las palabras que un día me facilitaron el camino hasta aquí. Quizá no es más que ese cierre espléndido que merecen las relaciones estrechas. Quizá ahora, tenía razón Ana María Martín Gaite, sea momento de matar a la madre, seguir sin ella. Pero quién podría matar a una madre como Carmiña.

 

JENN DÍAZ