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Título:

El peligroso encanto de lo invisible

© Philip Ball, 2014

Edición original en inglés: Invisible. The Dangerous Allure of the Unseen The Bodley Head, 2014

De esta edición:

© Turner Publicaciones S.L., 2016

Rafael Calvo, 42

28010 Madrid

www.turnerlibros.com

Primera edición: marzo de 2016

De la traducción del inglés: © José Adrián Vitier, 2016

Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.

ISBN: 978-8-416354-09-2

Diseño de la colección:

Enric Satué

Ilustración de cubierta:

Enric Jardí

Depósito Legal: M-8484-2016
Impreso en España

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

turner@turnerlibros.com

ÍNDICE

Lista de ilustraciones

Prefacio

I        Por qué desaparecemos

II       Fuerzas ocultas

III     Miedo a la oscuridad

IV     Rayos que conectan mundos

V      Mundos sin fin

VI     Todo en la mente

VII    Gente invisible

VIII   Punto de fuga

IX      Deslumbrados y confundidos

X       ¿Invisible al fin?

Notas

Bibliografía

LISTA DE ILUSTRACIONES

La portada del Hocus Pocus Junior.

Los rayos X en el ilusionismo victoriano.

El tratamiento con “magnetismo animal” de Mesmer.

El baquet de Mesmer. Imagen: Eric Le Roux: University Claude Bernard Lyon 1/History Museum of Medicine and Pharmacy.

Eliphas Lévi (1810-1875).

Helena Blavatski (1831-1891).

David Garrick como Hamlet, según un cuadro de Benjamin Wilson, 1756.

Caricatura del fantasma de Cock Lane.

Las hadas de Cottingley.

El editor de la Waverley Magazine, Moses A. Dow, con el espíritu de su hija.

La mujer de Hippolyte Baraduc minutos después de su muerte, supuestamente mostrando la partida de su alma. De Hereward Carrington, The Problems of Psychical Research Experiments and Theories in the Realm of the Supernormal, 1921.

La cámara oscura de Athanasius Kircher, El gran arte de la luz y la sombra, 1646.

La linterna mágica de Kircher.

Linterna mágica proyectando un demonio, de Giovanni Fontana, Bellicorum instrumentorum liber, Cod. Icon. 242 (Bayerische Staatsbibliothek, Múnich), 1420-1440, fol. 70r. Imagen: BibliOdyssey, peacay.

Anuncio publicitario del show Fantasmagorías de Paul Philidor.

El show de luces y linterna mágica de Robertson.

El fantasma de Pepper.

George Méliès, Le manoir du diable [La mansión del diablo], 1896.

La voz de su amo: el amo muerto habla a su perro. Imagen: Mary Evans Picture Library/Everett Collection.

Fotogragía de rayos X de la mujer de Wilhelm Röntgen, Anna. Imagen: Wellcome Medical Library.

Sir William Crookes (1832-1919). Imagen: Wellcome Medical Library.

Radiómetro hecho por William Crookes y Charles Gimingham.

El “espacio oscuro” de Crookes en un tubo de descargas de Geissler.

Balanza de torsión empleada por Dezsö Pekár, asistente de Loránd Eötvös

La médium victoriana Florence Cook (c. 1856-1904). Imagen: Mary Evans Picture Library/John Cutten.

Átomos de oro, sodio y radio como aparecen representados en Química oculta, 1908.

G. A. Smith, Los rayos X, 1897.

Reflexión, refracción y absorción de la luz por objetos opacos y transparentes.

Reflexión y refracción de un objeto transparente.

Haciendo coincidir el índice de refracción del aceite con el de una varilla de vidrio sumergida en él. Foto: George Roberts.

Griffin se enfrenta a los vecinos de Iping en El hombre invisible, 1933.

Abbot y Costello contra el Hombre Invisible.

Desvelación del secreto de la Mujer Invisible.

La Mujer Evanescente, del libro de ilusionismo de 1898 de Albert Hopkins.

Imágenes microscópicas de Robert Hooke de moho, copos de nieve, una pulga y los ojos de una mosca.

Gusano pelágico hidrotérmico: cortesía de FEI (\www.FEI.com), tomada por Philippe Crassous.

El átomo como un mundo invisible, de un libro popular de 1956.

Los átomos como “gente pequeña” en Lucy Rider Meyer, Real Fairy Folks, y una imagen antropomórfica moderna de las moléculas. Imágenes: (izquierda) cortesía de la Othmer Library of Chemical History, Chemical Heritage Foundation, Filadelfia; (derecha) reproducida por cortesía de Roz Chast.

Virus del mosaico del tabaco, virus del herpes simple, y un bacteriófago. Imágenes: (izquierda) Hans-W. Ackermann, Departamento de Microbiología, Facultad de Medicina, universidad de Laval, Québec, Canadá; (centro) Centros para el Control y Prevención de Enfermedades/Dr. Fred Murphy y Sylvia Whitfield; (derecha) Reo Kometani y Shinji Matsui, universidad de Hyogo.

a: La microscópica “fauna de estanque” de Londres, Punch, 11 de mayo de 1850. b: El microbio del cólera en el parisiense Le Grelot, 1884. c: Cartel de un teatro parisiense de 1883. d: “Gérmenes” representados en materiales didácticos actuales por los departamentos de Salud y Educación del Gobierno de Australia occidental.

Recreación de un nanorobot retirando plaquetas de las paredes de un vaso sanguíneo humano. Imagen: Hybrid Medical Animation/Science Photo Library.

Viaje alucinante (1966).

Insecto en los engranajes microscópicos de un aparato microelectromecánico tallados en un chip de silicio. Imagen: cortesía de Sandia National Laboratories, SUMMiT Technologies, www.mems.sandia.gov.

La Michigan Micro Mote.

Las “capas de invisibilidad” de Susumu Tachi. Imágenes: cortesía de Susumu Tachi, universidad de Tokio; (abajo) Liu Bolin pintado para desvanecerse en el entorno. Imágenes cortesía de Eli Klein Fine Art © Liu Bolin.

Recreación de Tower Infinity en Corea del Sur. Imágenes: GDS Architects.

El camaleón. Imagen: Ales Kocourek.

Un pez plano, casi invisible contra el lecho marino arenoso. Imagen: Moondigger.

Las láminas amontonadas de la proteína reflectina en células iridóforas crean colores reflectantes ajustables en el calamar. Imagen: cortesía de Rajesh Naik, Wright-Patterson Air Force Base; (abajo) Una polilla camuflada contra la corteza de un árbol. Imagen: Marc Parsons/ Dreamstime.com.

Si bien la cebra puede esconderse entre la vegetación de color claro, en una pradera sus franjas no aportan ningún efecto de camuflaje. Imágenes: (izquierda) Rei; (derecha) Gusjer.

“Fusión diferencial” de un animal de moteado o veteado, tomado de Hugh Cott, Coloración adaptativa en los animales; (abajo) “Máximo contraste disruptivo” ocultando los contornos de un animal, de Cott, Coloración adaptativa en los animales.

Contracoloración en una ilustración del libro de Cott.

Un barco pintado con “camuflaje deslumbrante” en la Primera Guerra Mundial.

La corbeta Visby, una fragata indetectable, y el caza F-22 Raptor de la fuerza aérea de Estados Unidos.

El escudo de invisibilidad de microondas creado por investigadores de la Duke University. Imagen: David R. Smith, Duke University, Carolina del Norte.

Un material con un índice de refracción negativo desvía la luz “incorrectamente”. Imágenes: Karlsruhe Institute of Technology/Optics Express; (abajo) Alineamiento de una molécula polarizada en un campo eléctrico.

Un metamaterial para guiar microondas, hecho de una red de tabletas engranadas de circuitos de cobre. Imagen: David R. Smith, Duke University.

La luz encuentra el camino de menor tiempo.

La desviación de rayos de luz por un escudo de invisibilidad.

(arriba) La capa alfombra; (abajo izquierda) el índice de refracción de la placa varía según el punto; (abajo derecha) una versión real de este diseño hecho de silicio. Imagen: Xiang Zhang/Lawrence Berkeley National Laboratory.

La “pseudo capa” de calcita. Imágnes: Baile Zhang, Nanyang Technological University, Singapur, y George Barbastathis, Massachussets Institute of Technology.

Un gato “desaparece” en una cavidad mediante prismas que dirigen la luz a su alrededor. Imágenes: Hongsheng Chen, universidad de Zhejiang, Hangzhou, i Baile Zhang, universidad Tecnológica de Nanyang, Singapur; (abajo) Espejos cuidadosamente dispuestos eran empleados para ocultar la mitad del cuerpo de una mujer en el truco victoriano de “la media mujer viva”, descrito en Albert Hopkins, Magia, 1898.

La capa de invisibilidad acústica. Imagen: cortesía de Martin Wegener, Instituto Karlsruhe de Tecnología.

Enmascaramiento espacio temporal.

Así podría funcionar una hipotética capa de invisibilidad por proyección.

PREFACIO

Esperaba tener ocasión de mencionar en algún punto del presente libro la deliciosa obrita de Yoshi Oida titulada El actor invisible. Nunca lo hice. Ahora comprendo que esto se debe a que corresponde hacerlo aquí, en las palabras preliminares, donde el autor aparece en escena en persona y se prepara para desaparecer. Al igual que el actor, el autor o autora deberán a continuación hacerse invisibles, y lo que queda es su actuación.

Oida tiene muchas cosas juiciosas que decir acerca de la actuación. En su libro hay lecciones para el escritor pero no creo haberlas comprendido cabalmente todavía, y mucho menos haberlas dominado. En el teatro kabuki, dice Oida,

hay un gesto que indica ‘mirar a la luna’, donde el actor apunta hacia el cielo con el índice. Un actor, que era muy talentoso, ejecutaba este gesto con gracia y elegancia. El público pensaba: ‘¡Oh, qué movimiento tan hermoso!’. Disfrutaba de la belleza de su actuación, y de la maestría técnica que desplegaba.

Otro actor hacía el mismo gesto, apuntando a la luna. El público no notaba si se movía o no con elegancia; simplemente veía la luna. Yo prefiero a este tipo de actor: el que muestra la luna al público. El actor que sabe hacerse invisible.

Esto se aplica a los escritores de ficción: están aquellos a los que admiramos por su estilo, y están aquellos a los que admiramos porque desaparecen para que todo lo que veamos sea la historia. Los primeros pueden ser actores consumados, pero los segundos son magos. Y pudiéramos preguntarnos, como se preguntan muchos novelistas, por ejemplo, acerca de Penelope Fitzgerald: “¿cómo lo hacían?”.

¿Cómo se traslada este concepto a la no ficción? Solo puedo decir con certeza que sigue estando presente el aspecto performático, y que sigue siendo cierto lo que dice Oida sobre la actuación: “Vuestro trabajo como actor no es mostrar lo bien que actuáis, sino más bien permitir, con vuestra actuación, que el escenario cobre vida”.

Sin embargo, también es cierto que el actor no logra nada de esto sin ayuda. Hay directores, técnicos e ingenieros, y personal de apoyo. No habría espectáculo sin ellos. Soy de veras afortunado por contar con un equipo tan fiable y experimentado: mi agente Clare Alexander y mis editores y mi correctora en Bodley Head, Katherine Ailes, Jörg Hensgen y Kay Peddle. También me he beneficiado de un generoso y muy cualificado grupo de asesores: agradezco sus juiciosos comentarios, correcciones y conversación en general, a Ruth Bottigheimer, William Brock, Huanyang Chen, Owen Davies, Claire Hardaker, Ulf Leonhardt, Richard Noakes, John Pendry, Roberto Piazza, Christopher Priest, Hollis Robbins, James Russell, David Smith y Francisco Vaz da Silva. Y por hacer una pregunta ingenua que puso en marcha toda esta actuación, estoy sumamente en deuda con Anais Tondeur. Mi familia no necesita ver la actuación, pues tienen que vivir todos los días con los ensayos. Ellos son la razón por la que los hago.

Philip Ball

Londres, mayo de 2014

I
POR QUÉ DESAPARECEMOS

Parecía que el anillo que llevaba era un anillo mágico: ¡te hacía invisible! Había oído de tales cosas, por supuesto, en antiguos relatos; pero le costaba creer que en realidad él, por accidente, había encontrado uno.

J. R. R. TOLKIEN

El hobbit (1937)

Tal vez toda la diferencia estribe en eso; tal vez toda la sabiduría, toda la verdad, toda la sinceridad, estén comprimidas en aquel inapreciable momento de tiempo en el que atravesamos el umbral de lo invisible.

JOSEPH CONRAD

El corazón de las tinieblas (1899)

En los cuentos antiguos –y a menudo también en nuestras nuevas historias– nadie se vuelve invisible sin un motivo. Una peculiaridad de nuestra época es que nos concentramos en los medios y no en el motivo. Los científicos y tecnólogos están hoy poco a poco descubriendo el modo de confeccionar lo que gustan de llamar capas de invisibilidad y el mundo los observa, mayoritariamente, entre divertido y asombrado. Pero en las viejas historias, en los mitos y leyendas y en los cuentos de hadas, la invisibilidad no era ni tan difícil de conseguir, ni tan aceptada como un logro. Volver algo invisible exigía conocimientos o favores especiales, pero una vez obtenida esa habilidad, la magia simplemente ocurría. El hecho en sí no sorprendía ni impresionaba demasiado; lo importante no era cómo sino por qué lo hacías.

Lo que suele olvidarse cuando se enarbolan leyendas y fábulas como antesala de un anuncio de algún avance tecnológico es que dichas historias no eran desafíos ingenieriles propuestos por nuestros antepasados. Aunque estuviesen llenas de dioses y diablos, gnomos y gigantes, en realidad tratan acerca de nuestro propio mundo y de las cosas que nos hacemos unos a otros. Es en este sentido que siempre hemos poseído el secreto de la invisibilidad, y siempre hemos sabido adónde podría conducirnos. Sabemos los poderes que confiere, y los peligros que comporta.

Estos son los temas de mi libro, y es por esto que deben figurar al comienzo, más que por cualquier propósito cronológico. Pues en la historia de la invisibilidad, el remate es anterior al principio: las más tempranas manifestaciones son las que nos dicen, en cierto sentido, todo lo que necesitamos saber sobre la invisibilidad. El resto es “tan solo” ingeniería. Pero es la ingeniería –el “cómo podemos hacer esto”– lo que revela con mayor elocuencia las complicaciones y repercusiones que aparecen cuando el mito se estrella contra la realidad. En la distancia que separa lo que tenemos de aquello a lo que aspiramos podemos vislumbrar lo que somos.

EL ANILLO MÁGICO

Si pudierais ser invisibles, ¿qué es lo que haríais? Lo más probable es algo relacionado con el poder, la riqueza o el sexo. A lo mejor las tres cosas, si hubiera oportunidad.

Si es así, no hay por qué sentirse culpable. O más bien, es sin duda bueno para el alma experimentar un poco de contrición, pero vuestra reacción no es perversa ni aberrante. Platón afirma categóricamente que esto es perfectamente normal. En la República, él (o más bien su interlocutor, Glaucón) explica que la invisibilidad no es un problema técnico sino moral.

Existen varios relatos sobre cómo Giges, un ancestro del rey Creso de Lidia, ascendió desde un origen humilde hasta fundar la tercera dinastía de los reyes lidios en el primer milenio a. de C. Todos ellos lo presentan como un usurpador y en varios se cuenta que la pasión que lo impulsaba era tan carnal como política. Giges, según es comúnmente aceptado, despojó de su trono y de su mujer a Candaules de Lidia. Según Heródoto, el viejo rey se lo buscó al ordenar a Giges, que era por entonces su guardaespaldas, que contemplase en secreto a su reina para que se viese obligado a reconocer su belleza sobresaliente.1 Giges obedeció contra su voluntad, mas la reina lo descubrió en su escondite y, enfurecida por la conducta vergonzosa de su marido, puso ante Giges la opción de matar al rey o la de ser ejecutado. Difícilmente se lo podría culpar por la decisión que acto seguido tomó.

Pero el relato de Platón no ofrece estas circunstancias atenuantes. Su Giges comienza siendo un pastor al servicio de Candaules. Un día, mientras Giges atendía su rebaño, un terremoto abrió una grieta en la tierra y Giges descendió por la abertura. En las profundidades vio un caballo hecho de bronce con una portezuela en el costado y, al abrirla, el cadáver desnudo de un hombre en su interior, con un anillo de oro en el dedo. Giges tomó el anillo y se lo puso.

Al regresar a la superficie, Giges se reunió con los demás pastores, como era su costumbre, para preparar el informe mensual sobre el estado de los rebaños del rey. Sentado entre sus colegas, hizo girar distraídamente la brida (el ancho reborde donde puede engastarse una gema) del anillo, y al hacerlo desapareció de la vista de los allí reunidos. Cuando hizo girar la brida hacia afuera, volvió a hacerse visible.

Aquello bastó para que Giges concibiera un plan atrevido y deshonesto. Se las arregló para ser uno de los mensajeros que entregarían el informe al rey, tras lo cual la versión de Platón se trueca abruptamente de fábula bucólica en tragedia de Sófocles. Tan pronto llegó al palacio, escribe Platón, Giges “cometió adulterio con la mujer del rey, atacó al rey con ayuda de ella, lo mató, y se adueñó del reino”. Estos crímenes, se nos da a entender con toda claridad, fueron perpetrados con el auxilio del anillo de invisibilidad.

La moraleja del cuento, dice Glaucón, es que con semejante talismán mágico, no habría nadie

tan incorruptible que perseverase en la senda de la justicia o lograra abstenerse de echar mano a las propiedades de los otros, cuando sería posible tomar impunemente todo lo que uno desease del mercado, entrar a las casas y tener relaciones sexuales con quien uno desease, matar a cualquiera, liberar a quien uno quisiese de la cárcel, y hacer todas las demás cosas que nos volverían semejante a un dios entre los hombres.

No imaginéis que Platón ve esto como una reacción antinatural o particularmente reprensible. Glaucón admite que sería ingenuo esperar del privilegio de la invisibilidad otra cosa que un abuso:

El hombre que no deseare obrar mal en esa oportunidad, y no tocase las propiedades de los otros, sería tenido por idiota y miserable. Se lo elogiaría en público, mintiéndose unos a otros, por miedo a recibir algún daño.

Los problemas que esto presupone para la rectitud de la autoridad estatal –donde “aquellos que practican la justicia lo hacen contra su voluntad, pues carecen del poder para obrar mal”– ocupan buena parte del resto de la República.

Así pues, para Platón la invisibilidad no es un poder maravilloso sino un desafío moral, probablemente superior a las fuerzas de cualquiera de nosotros. La invisibilidad corrompe; nada bueno podría venir de ella. Específicamente, la invisibilidad nos tentará con tres cosas: el poder, el sexo y el asesinato. Esta es la promesa que ha inducido a la gente a buscar la invisibilidad en todas las épocas, ya sea a través de conjuros mágicos o artes esotéricas o artilugios y ropajes que confieren la capacidad de desaparecer.

EL EROTISMO DE LO INVISIBLE

El ocultamiento era un atributo útil en el mundo antiguo, donde los peligros podían sobrevenir en cualquier sitio. El cristianismo primitivo tendía a denunciar como brujería un poder mágico como el de la invisibilidad; los ocasionales ejemplos de magia en la Biblia son presentados como trucos alevosos. Sin embargo, la invisibilidad era a veces permitida a los santos, quienes, a menudo creados mediante una piadosa reformulación del folclore local, gozaban de una permisividad no concedida a los personajes de las Escrituras. Los Diálogos del papa Gregorio el Grande en el siglo VI están llenos de estos dudosos milagros: un monje, por ejemplo, se vuelve invisible cuando un grupo de francos llega para saquear sus riquezas. Y se dice que san Patricio logró eludir a los magos druídicos de Irlanda con un hechizo de invisibilidad.

En los cuentos míticos y tradicionales, la invisibilidad casi nunca es una “facultad del cuerpo”. No es que la persona sepa cómo hacerse invisible, sino más bien que esta ventaja mágica le es conferida por una suerte de talismán, un objeto que es preciso usar. Más que de una desaparición, se trata de un ocultamiento. Muy a menudo el talismán es un gorro o una capa y de hecho ambas prendas parecen casi intercambiables. Esto se debe en parte a una peculiaridad lingüística, porque en los cuentos de origen germánico Kap (capa) podía fácilmente confundirse con Kappe (gorro).

Atenea dio a Perseo un gorro o yelmo de invisibilidad que le permitió escapar de las Gorgonas tras haber matado a su hermana Medusa; la propia diosa lo usó al combatir a Ares durante la guerra de Troya.2 El Tarnhelm de El anillo del nibelungo de Richard Wagner es un yelmo mágico que hace cambiar de apariencia y también vuelve invisible, y parece haber sido inventado por el propio compositor, pues no hay ningún objeto semejante en la leyenda original de los nibelungos. Pero, al haber sido forjado por el hermano del enano herrero Alberico, pudiera considerarse que tiene un precedente mítico en el Huliðshjálmr o “yelmo de ocultamiento” de los enanos que aparece en algunos cuentos nórdicos.

Un viejo soldado utiliza una capa de invisibilidad para seguir a las “doce princesas danzantes” en el cuento de hadas homónimo de los hermanos Grimm, y de este modo descubre por qué sus zapatillas de baile se desgastan durante la noche: las princesas salen a bailar en secreto con doce apuestos príncipes. Por resolver este misterio, al soldado se le concede la mano de la hija mayor, convirtiéndose en heredero al trono. La invisibilidad como vía de acceso al poder real nos recuerda la historia de Giges, mas no podemos dejar de percibir el elemento recurrente de voyerismo sexual (no nos extrañaría nada que “danzantes” fuese aquí un eufemismo), y el don de la invisibilidad vuelve a aparecer cargado de potencial erótico.

El mito de la invisibilidad a menudo está ligado al sexo y a la seducción. En la Ilíada, Zeus envuelve a Hera en una “nube dorada” (lo que no se ve se confunde a menudo con lo que no se debe ver) para poder acostarse con ella sobre el monte Ida sin que los demás dioses los espíen. Un anillo mágico permite a Owain seducir a la Dama de la Fuente en el Mabinogion galés. El sabio egipcio Nectanebo empleó sus poderes de invisibilidad para engañar al rey Filipo de Macedonia y a su mujer Olimpia y así pudo engendrar con la reina a Alejandro Magno. Según el folclorista Francisco Vaz da Silva, “las capas y los anillos de invisibilidad se utilizan sobre todo para entrar en un reino fantasmal donde el protagonista seducirá o liberará a una princesa, o traerá de vuelta a su amada encantada”.

Así es como el héroe epónimo utiliza su capa de invisibilidad en el cuento de hadas italiano Liombruno. El muchacho está a punto de desposar a la reina de las hadas Madonna Aquilina tras haberla salvado de casarse con el diablo a consecuencia de un pacto fáustico de su padre. Pero las subsiguientes fechorías del mancebo enfurecen a Madonna Aquilina, y esta lo destierra del reino de las hadas hasta tanto él no haya “gastado siete pares de zapatos de hierro”. Mientras vaga desalentado como peregrino, Liombruno hurta con engaños una capa a una banda de ladrones que se encuentra en un bosque (ese ubicuo lugar de encantamiento), haciendo que le permitan probársela y escapándose luego. Así oculto, es llevado por el siroco de vuelta al reino de las hadas, donde escala sin ser visto hasta la ventana de la reina y se esconde bajo su cama. Luego de tomarle el pelo comiéndose la cena de ella (o besándola, en las versiones más viejas y más eróticamente explícitas) mientras todavía es invisible, Liombruno aparece ante ella y ambos se reconcilian. Como narra una de las versiones, “se abrazaron con el más sincero amor, y sobre aquella cama hicieron las paces”.

La invisibilidad brinda acceso a sitios liminales, matizados de deseo, fascinación y posibilidad. Esta carga alegórica implica que la invisibilidad mágica nunca debe funcionar en la ficción como una mera facultad o recurso para que el relato siga adelante. No debe ser comprada a bajo precio, ni usada a la ligera. Es por eso que el Anillo Único en El señor de los anillos constituye un emblema más satisfactorio y válido como mito que las capas de invisibilidad en la serie de Harry Potter. Estas últimas, hechas del pelaje de una criatura del Lejano Oriente capaz de hacerse invisible, son baratijas, chucherías de magia incidental o incluso mundana. Pero la magia no debe ser nunca incidental ni mundana, ya que activa una delicada red de fuerzas y ha de tener, por tanto, consecuencias.3 El anillo de Frodo Bolsón termina por robar el alma de su portador y convertirlo en un lastimoso espectro malévolo. Tales son los efectos de la invisibilidad, cuando se representan verazmente sus aspectos simbólicos: nos transforma y nos traslada a otro reino. Aun cuando esto reporte alguna ventaja inmediata, más nos vale no permanecer invisibles demasiado tiempo. La invisibilidad es un estado en el que no hemos de demorarnos ni quedar atrapados. La “niña invisible” del cuento homónimo de Tove Jansson, publicado dentro de la serie de historias del valle de los Mumin, ha caído en dicho estado a consecuencia de la indolencia y la crueldad, y necesita ser devuelta a la visibilidad a través del amor; este es uno de los pocos cuentos infantiles modernos lo bastante sensato para sugerir que la invisibilidad no es un “súper poder” que sería divertido poseer.

NIÑOS INVISIBLES

Ni la antigüedad de las especulaciones sobre la invisibilidad, ni su ubicuidad como recurso en los cuentos infantiles debieran sorprendernos, ya que la creencia en la capacidad de volverse “invisible” parece ser una parte innata y normal del paisaje mental de los niños. Amigos y mascotas invisibles acompañan en algún punto a la mayoría de los niños, y más o menos hasta los cuatro años de edad los niños son capaces de desaparecer a voluntad (o eso sostienen ellos) simplemente cerrando o tapándose los ojos. Como muchas veces sucede con los usos infantiles, comprender esta irracionalidad aparentemente pueril bien puede arrojar alguna luz sobre nuestros propios procesos cognitivos. El psicólogo James Russell y sus colegas dicen que los niños pasan por un periodo de desarrollo “en el cual creen que el yo es algo que debe ser experimentado mutuamente para ser percibido”. Se podría interpretar esto como un postulado más general sobre la visibilidad social y su ausencia.

La creencia del niño en su propia invisibilidad con los ojos cerrados resulta un postulado complejo en términos epistemológicos. El niño no piensa exactamente que su cuerpo no esté la vista: si él o ella pueden ser vistos es algo distinto de si su cuerpo es o no visible. Esta sutil relación entre el cuerpo y el yo se evidencia cuando Russell y sus colegas hicieron pruebas con niños de dos a cuatro años, colocando máscaras sobre los ojos de los niños y preguntándoles: “¿Te puedo ver?”. En esa situación los niños generalmente decían “no”. Pero si se les preguntaba: “¿Puedo ver tu cabeza?”, solían responder afirmativamente. Daban las mismas respuestas en relación con una tercera persona que tuviese cubiertos los ojos:

–¿Puedo verlo?

–No

–¿Puedo ver su cabeza?

–Sí.

Otras pruebas indicaron que, para los niños, el acto de ver a una persona –es decir, de percatarse de la presencia de una persona– depende de la reciprocidad de las miradas: el niño cree que solo cuando un observador lo mira a los ojos puede registrar su presencia. En otras palabras, para que la persona sea vista, no basta que su cuerpo sea visible: ver es “un encuentro de miradas”. De este modo, la visibilidad de una persona, para un niño, deviene una elección y una situación que se define socialmente: requiere el consentimiento de ambos pares de ojos. Uno se pregunta qué nos dice esto sobre la imagen que tiene sobre su propia visibilidad un niño que evita asiduamente el contacto ocular, como en algunas formas de autismo.

Esta es una idea desconcertante y casi mareante: nos deja pensando no cómo puede un niño ser tan tonto como para creer que desaparece al taparse los ojos, sino más bien, cuán extraordinario es que el “yo” no esté asentado desde el nacimiento en el cuerpo físico, que tengamos que aprender a colocarlo ahí. Incluso en la madurez hacemos esto solo de manera parcial y condicional: sigue habiendo un yo que no se identifica del todo con el cuerpo. “¿Te gusta?”, podría preguntar yo, y ni por un momento pensaríais que estoy preguntando: “¿A tu cuerpo le gusta?”. En este sentido el yo es siempre inmaterial e invisible, pero aprendemos a aceptar que está encadenado a la carne y la sangre visibles.

Vista de esa forma, la habilidad de esfumarse en los cuentos de hadas –ya sea para ocultarse, espiar, o cometer fechorías– no es en absoluto un poder extraordinario, al menos tal como lo entienden los niños más pequeños. Es un poder que todos tenemos, pero al que hemos de renunciar junto con la infancia.

Y a él renunciamos. Pero el sueño y el deseo permanecen.

II
FUERZAS OCULTAS

Entonces encantadme, y volvedme invisible, para que pueda hacer lo que me plazca sin que nadie me vea.

CHRISTOPHER MARLOWE

Doctor Fausto

Volverse invisible es cosa muy sencilla, pero no es en absoluto permisible, porque de este modo podemos importunar a nuestro prójimo en su vida (cotidiana) […] y podemos también obrar infinidad de males.

El libro de la magia sagrada de Abramelin el Mago

Editado por S. Liddell Macgregor Mathers (1898)

Alrededor de 1680, el escritor inglés John Aubrey registró un hechizo de invisibilidad que parecía sacado de un cuento de hadas particularmente macabro. Un miércoles por la mañana antes del amanecer, uno debía enterrar la cabeza cortada de un hombre que hubiese cometido suicidio, junto con siete habas negras. Debía regar las habas durante siete días con buen brandy, tras lo cual aparecería un espíritu que cuidaría de ellas y de la cabeza enterrada. Al día siguiente germinarían las habas, y entonces uno tenía que convencer a una niña para que las recogiera y las pelara. Una de estas habas, colocada en la boca, te haría invisible.

Según Aubrey, dos mercaderes judíos intentaron esto en Londres, y como no lograron conseguir la cabeza de ningún suicida, en su lugar usaron la de un pobre gato sacrificado ritualmente. La plantaron junto a las habas en el jardín de un caballero llamado Wyld Clark, con la anuencia del mismo. El humor, deliberadamente inexpresivo, con que Aubrey relata el trivial desenlace sugiere que permaneció escéptico todo el tiempo, pues explica que el gallo de Clark desenterró las habas y se las comió sin ninguna consecuencia.

No obstante el riesgo de tan prosaicos fracasos, los textos mágicos medievales y de principios del Renacimiento rebosan de confianza en sus prescripciones, por extravagantes que fueran. Por supuesto que la magia funcionará, si sois lo bastante osados para atreveros. Esto no era simple verborrea. La eficacia de la magia era universalmente aceptada en aquellos tiempos. La gente común la temía y a la vez la anhelaba, el clero la condenaba, e intelectuales y filósofos, y un buen número de charlatanes y embaucadores, insinuaban que sabían realizarla.

A partir de estas fantásticas recetas se inicia la búsqueda del origen de la invisibilidad como posibilidad teórica y como tecnología práctica en el mundo real. Volver invisibles las cosas era una especie de magia; ¿pero qué significaba exactamente eso?

Los historiadores se enfrentan al enigma de por qué la tradición de la magia duró tanto y tuvo raíces tan profundas, aun cuando era manifiestamente impotente. Parte de este empeño es bastante comprensible. La persistencia de las medicinas mágicas, por ejemplo, no resulta tan misteriosa dado que en épocas anteriores no había alternativas más eficaces y que en el terreno médico siempre ha sido difícil establecer la causalidad: la gente a veces se mejora, ¿y quién sabe por qué? La alquimia, por su parte, podía sostenerse mediante trucos, aunque esa no es la única ni la principal explicación de su longevidad como arte práctico: los alquimistas hacían muchas otras cosas además de oro, e incluso sus recetas para crear oro a veces lograban modificar el aspecto de los metales de maneras que podían hacer creer que estaban en el camino correcto. En cuanto a la astrología, todavía estamos esperando señales de que sus fracasos debiliten la fe popular en ella.

¿Pero cómo fingir la invisibilidad? O bien uno es capaz de ver algo o a alguien, o bien no.

Bueno, pudiera pensarse que es así. Pero tal vez no sea el caso en absoluto. Los magos siempre han poseído el poder de la invisibilidad. Lo que ha cambiado es la historia que nos cuentan sobre cómo la logran. Pero lo que apenas ha cambiado son nuestras razones para desear que la logren y nuestra disposición a creer que es posible lograrla. En este sentido, la invisibilidad aporta uno de los testimonios más elocuentes de nuestra cambiante visión de la magia: no, como sostienen algunos racionalistas, un cambio desde una crédula aceptación a un obstinado rechazo, sino algo mucho más interesante.

CÓMO VOLVERSE INVISIBLE

Comencemos con algunas recetas. He aquí una pequeña selección de lo que sin duda fue en algún momento un conjunto de opciones más diverso, y que en su mayoría se han perdido. Así podréis haceros una idea de lo que se requería.

John Aubrey ofrece otra prescripción, un poco más inocua que la anterior y supuestamente de origen rosacruz (más tarde veremos por qué):

Tómese en la noche de San Juan, a las XII (medianoche), astrológicamente, cuando todos los planetas están sobre la tierra, una serpiente, y mátesela, y desuéllesela: ponedla a secar a la sombra, y maceradla hasta volverla polvo. Sostenedla en la mano y seréis invisible.

Si gatos negros es lo que queréis, consultad el célebre Grand Grimoire. Como muchos libros mágicos, este es un producto del siglo XVIII (o quizá incluso posterior), validado por un ostentoso pseudohistoriador. Se dice que su autor fue un tal “Alibeck el Egipcio”, quien supuestamente escribió la siguiente receta en 1522:

Tómese un gato negro, y un caldero nuevo, un espejo, un mechero, carbón y yesca. Recójase agua de una fuente cuando den las doce de la noche. Entonces enciéndase el fuego, y póngase el gato en el caldero. Sostened la tapa con la mano izquierda sin moveros ni mirar hacia atrás, sin importar los ruidos que oigáis. Tras haberlo hecho hervir durante veinticuatro horas, poned el gato hervido en un plato nuevo. Tomad la carne y arrojadla por sobre vuestro hombro izquierdo, diciendo estas palabras: ‘accipe quod tibi do, et nihil ampliùs’. [Acepta mi ofrenda, y no demores]. Luego, id poniendo los huesos uno por uno bajo vuestros dientes por el lado izquierdo, mientras os miráis en el espejo; y si no funcionan, arrojadlos, repitiendo las mismas palabras hasta que encontréis el hueso correcto; y en cuanto no podáis veros en el espejo, retiraos, caminando hacia atrás, diciendo: ‘Pater, in manus tuas commendo spiritum meum’. [Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu]. Este hueso debéis conservarlo.

A veces era necesario invocar la ayuda de demonios, lo que siempre era altamente problemático. Un manual medieval de magia demoniaca dice que el mago debe irse a un campo e inscribir un círculo en la tierra, fumigarlo y rociarlo, y a sí mismo, con agua bendita recitando el salmo 51:7 (“Purifícame con hisopo, y seré limpio”) Entonces conjura a varios demonios y les ordena en nombre de Dios que cumplan su voluntad trayéndole una capa de invisibilidad. Uno de ellos le traerá esta prenda y se la cambiará por una túnica blanca. Si el mago no regresa al mismo sitio en tres días, recupera su túnica y la quema, caerá muerto en menos de una semana. En otras palabras, este tipo de invisibilidad era herética y peligrosa. Acaso por eso las instrucciones para hacerse invisible en un libro, por lo demás nada esotérico, de administración doméstica del castillo Wolfsthurn en el Tirol han sido mutiladas por la censura de un lector.

Después de todo, si algo esperamos encontrar en un grimorio mágico son demonios. El Grimorium Verum [Grimorio verdadero] es otra falsificación del siglo XVIII atribuida a Alibeck el Egipcio; se lo llamaba alternativamente el Secreto de Secretos, un título genérico que aludía a un tratado enciclopédico árabe popular en la Edad Media. “Secretos” sugiere provocativamente un conocimiento prohibido, aunque de hecho esta palabra solía emplearse simplemente para designar cualquier conocimiento o habilidad especializada, y no necesariamente algo que se pretendiera mantener oculto. Este grimorio dice que la invisibilidad puede lograrse sencillamente recitando una plegaria en latín que en su mayor parte es una lista de los nombres de los demonios cuya ayuda está siendo invocada, y nos da una idea de por qué los hechizos llegaron a ser considerados una retahíla de palabras sin sentido:

Athal, Bathel, Nothe, Jhoram, Asey, Cleyungit, Gabellin, Semeney, Mencheno, Bal, Labenenten, Nero, Meclap, Helateroy, Palcin, Timgimiel, Plegas, Peneme, Fruora, Hean, Ha, Ararna, Avira, Ayla, Seye, Peremies, Seney, Levesso, Huay, Baruchalù, Acuth, Tural, Buchard, Caratim, per misericordiam abibit ergo mortale perficiat qua hoc opus ut invisibiliter ire possim […]

Y así por el estilo. La prescripción sugiere luego, de un modo más bien festinado, que uno, si así lo desease, puede incluir un conjuro con caracteres escritos con sangre de murciélago, antes de llamar a más demoniacos “maestros de invisibilidad” para “realizar todos esta obra como vosotros sabéis, para que este experimento me vuelva invisible de manera tal que nadie pueda verme”.

Un libro mágico no está completo sin un hechizo de invisibilidad. Uno de los más célebres grimorios de la Edad Media, llamado el Picatrix y basado en una obra árabe del siglo X, ofrece la siguiente receta.1 Tomas un conejo “en la noche vigesimocuarta del mes árabe”, lo decapitas con la cara hacia la luna, invocas al “espíritu angélico” Salmaquil, y luego mezclas la sangre del conejo con su bilis. (Entierra bien el cuerpo; si queda expuesto a la luz del sol el espíritu de la Luna te matará). Para hacerte invisible, unta tu rostro durante la noche con esta sangre y bilis, y “quedarás totalmente oculto a la vista de los otros, y de este modo podrás obtener cualquier cosa que desees”.

“Cualquier cosa que desees” era probablemente algo malo, porque así solía ocurrir con la invisibilidad. Un truco popular en el siglo XVIII, conocido como la Mano de Gloria, involucraba conseguir (no preguntéis cómo) la mano de un animal ejecutado y preservarla químicamente, para luego prender fuego a un dedo o insertar una vela encendida entre los dedos. Con este talismán podías entrar a un edificio sin ser visto y tomar lo que quisieras, porque o bien te habrías vuelto invisible o bien todos dentro de él habrían quedado vencidos por el sueño.

Estas recetas parecen demandar una cansina atención a los materiales y los detalles. Pero en realidad, como se demuestra en El libro de Abramelin (supuestamente un sistema de magia que el mago egipcio Abramelin enseñó a un judío alemán en el siglo XV) era bastante simple hacerse invisible. Bastaba con que uno escribiera un “cuadrado mágico” –una pequeña cuadrícula con números (o en el caso de Abramelin, doce símbolos que representaban demonios) que forman determinados patrones– y se lo colocase bajo el gorro. En otros grimorios el truco parecía igualmente sencillo, aunque desagradable: uno debía llevar el corazón de un murciélago, una gallina negra, o una rana bajo el brazo derecho.

Quizá las más evocativas de todas eran las descripciones de cómo fabricar un anillo de invisibilidad, popularmente llamado Anillo de Giges. El historiador francés del siglo XX Emile Grillot de Givry explicó en su antología esotérica cómo podía lograrse:

El anillo ha de estar hecho de mercurio fijo; hay que engarzar en él un piedrecilla encontrada en un nido de avefría, y alrededor de la piedra hay que grabar las palabras Jésus passant Images par le milieu d’eux Images s’en allait. Es preciso ponerse el anillo en el dedo, y si os miráis al espejo y no podéis ver el anillo es señal segura de que ha quedado bien hecho.

El mercurio fijo es un material alquímico no muy bien definido en el que el metal líquido se solidifica mezclándolo con otras sustancias. Pudiera referirse a la reacción química del mercurio con el azufre para crear el sulfuro rojo negruzco, por ejemplo, o la formación de una amalgama de mercurio con oro. La referencia bíblica es a la supuesta invisibilidad de Cristo mencionada en Lucas 4:30 (Pero Jesús, pasando por en medio de ellos, se fue) y Juan 8:59 (véase página 200). Y la piedra de avefría es un tipo de mineral, del que hablaremos más adelante. La invisibilidad se enciende y se apaga a voluntad rotando el anillo de modo que la piedra quede hacia afuera o hacia adentro (hacia la palma de la mano), del mismo modo en que Giges giraba la brida de su anillo.

Varias otras recetas en textos mágicos repiten el consejo de comprobar en un espejo si la magia ha funcionado. De este modo, uno puede evitarse la vergüenza que sufrió un español que, en 1582, decidió usar magia de invisibilidad para intentar asesinar al príncipe de Orange. Dado que sus hechizos no hacían desaparecer la ropa, tuvo que desnudarse, y en aquel estado se presentó en palacio y cruzó despreocupadamente las puertas, sin percatarse de que era perfectamente visible para los guardias. Estos siguieron al estrafalario intruso hasta que se hizo evidente el propósito de su misión, y acto seguido este fue capturado y azotado.

Algunas prescripciones combinaban la preparación alquímica de anillos y la invocación necromántica de espíritus. Hay una, que aparece en un manuscrito francés del siglo XVIII, que explica cómo escribir en un pergamino el nombre del demonio Tonucho, colocarlo bajo una piedra amarilla engastada en una alianza de oro, y recitar el conjuro apropiado para que el demonio quede atrapado en el anillo y pueda ser obligado a cumplir nuestras órdenes.

Otras recetas parecen aludir a distintas cualidades de invisibilidad. Uno puede no lograr ver un objeto no porque haya desaparecido o se haya vuelto totalmente transparente, sino porque esté oculto en la oscuridad o la niebla, de modo que el “velo” está a la vista, mas lo que esconde no. O puede uno quedar deslumbrado por un juego de luces (véase página 46), o experimentar alguna otra confusión de los sentidos. No hay una visión única sobre en qué consiste, o dónde reside, la invisibilidad. Estas ambigüedades son recurrentes a lo largo de la historia de lo invisible.

En parte por este motivo, pudiera parecer difícil discernir algún patrón en estas prescripciones; temas o ingredientes comunes que ofrezcan alguna pista sobre su verdadero sentido. Algunas de ellas suenan a hechicería caricaturesca de magos revolviendo calderos burbujeantes. Otras son satánicas, o bien altruistas y alegóricas, o simplemente insensatas o fraudulentas. Entremezclan piadosas dedicatorias a Dios con súplicas blasfemas a demonios de nombres toscos. Es precisamente esta diversidad lo que hace que la tradición de la magia sea tan difícil de aprehender: uno se pregunta constantemente si será un empeño intelectual serio, una pantalla de humo para charlatanes, o la superstición crédula de las creencias populares. Lo cierto es que la magia en el mundo occidental era todas esas cosas y por esa misma razón ha podido permear la cultura a tantos niveles diferentes y dejar huellas en los sitios más insólitos: en la física teórica y las novelas baratas, en los cultos de la mística moderna y en los glamourosos velos del cine. El sempiterno tema de la invisibilidad nos permite seguir estas corrientes desde su origen.

FUERON LOS DEMONIOS

La magia primero fue un adjetivo. Era la cualidad atribuida a aquellos que los griegos llamaban magoi, que vinieron de Persia y del Oriente con habilidades misteriosas, exóticas, que provocaban asombro y temor. “Aquellos itinerantes –dice la historiadora Barbara Maria Stafford– se especializaban en el acceso a lo invisible”. Pero lo que dio en llamarse magia se valía además de otros recursos: era un punto de encuentro entre ciencia y religión, entre la cultura intelectual y popular y también entre las creencias judías, musulmanas, orientales, cristianas y paganas. ¿Qué no podría salir de tan rica amalgama?

Sin embargo, hasta el siglo XIII, el consenso era que solo había un modo de hacer magia y que este era recurrir a la ayuda de los demonios. Los católicos y los protestantes de los primeros tiempos de la Reforma no admitirían estar de acuerdo en muchos puntos, pero los unía la arraigada noción de que los demonios existían: criaturas inmateriales, invisibles, hechas de alguna quintaesencia incorruptible, que obraban toda suerte de daños y maldades en el mundo. Cuando amenazaba tormenta, el aire se llenaba de demonios y entonces se tañían las campanas para espantarlos. Cuando sobrevenía la enfermedad, la hambruna o el desastre, los responsables eran los invisibles demonios. Estos eran maestros de la ilusión, como atestiguaba el teólogo francés del siglo XV Pierre Mamoris:

A partir de vapores y fumarolas los demonios pueden simular cuerpos, pueden lograr figuras y colores, pueden desviar las distintas especies de objetos del aire de modo que no los alcance la vista y el objeto permanezca invisible.

En su respetado manual Sobre el intelecto y los demonios (1492), el italiano Agostino Nifo dice explícitamente, apoyándose en la autoridad de los evangelios, que los demonios pueden volver invisible a un hombre.

Su omnipresencia explicaba toda suerte de sucesos ilícitos. Los demonios eran sexualmente voraces: venían de noche, a hurtadillas, en forma de íncubos y súcubos, a copular con hombres y mujeres, robando el semen y colocándolo en el útero sin el conocimiento de los individuos involucrados. Se dice que fue así como Merlín fue concebido, mitad hombre mitad espíritu. Las brujas copulan con diablos invisibles, nos dice el tristemente célebre Malleus Maleficarum (Martillo de las brujas), un manual de 1486 para cazadores de brujas, obra de los inquisidores Heinrick Kramer y Jakob Sprenger:2

Muchas veces se ve a las brujas en los campos, y bosques, prostituyéndose descubiertas y desnudas hasta el ombligo, meneando y moviendo cada parte de sus miembros, según la disposición de alguien entregado a ese acto de concupiscencia, y todo esto sin que pueda observarse cosa alguna sobre ella, salvo que, después del rato conveniente requerido para tal actividad, se ha visto un vapor negro del largo y la envergadura de un hombre, separándose de ella, y ascendiendo desde aquel lugar.

Sin embargo, el hecho de que estos demonios lujuriosos fuesen invisibles podía resultar conveniente. En El descubrimiento de la brujería (1584), el inglés Reginald Scot permanece imparcial y deja que los hechos narren el cuento de la visita de un íncubo:

Leeréis en la leyenda, cómo Íncubo se llegó en la noche hasta el lecho de una dama, y le hizo el amor ardientemente: ante lo cual, ella, ofendida, gritó tan alto que acudieron personas y lo encontraron bajo su cama en figura del santo obispo Sylvanus; después de esto el santo quedó muy desprestigiado, hasta que finalmente esta infamia fue purgada a través de la confesión de un diablo que tuvo lugar ante la tumba de S. Jeroms.

Cabe suponer que fue el propio obispo el que extrajo aquella confesión.

ES ALGO NATURAL

Tras los albores del Renacimiento, surgió un nuevo modo de entender la magia: a saber, que si bien esta apelaba a influencias invisibles, no eran necesariamente demoniacas. En la tradición conocida como magia natural, la propia naturaleza estaba imbuida de fuerzas invisibles, esotéricas, que provocaban efectos maravillosos. Estas fuerzas racionalizaban todo un conjunto de “artes filosóficas” que hoy ilustran la credulidad de aquella época: alquimia, astrología, adivinación. Pero los objetivos de la magia natural eran en primer término prácticos, casi mundanos: era un sistema mediante el cual podían lograrse cosas útiles, ya fuese la creación de metales y medicinas mediante la alquimia, la construcción de máquinas ingeniosas, o el ocultamiento de objetos. Según Pico della Mirandola, el precoz erudito italiano del siglo XV que tipificó el espíritu del humanismo renacentista, la magia natural era “el arte práctico del conocimiento natural”.

Resultaba innegable que en la naturaleza existen realmente fuerzas ocultas, en el sentido literal de ser invisibles o estar escondidas. Los prestigiosos teólogos del siglo XIII Alberto Magno, Guillermo de Auvernia y Tomás de Aquino creían que las estrellas ejercían una influencia oculta sobre los asuntos mundanos. Los escritores medievales debatían si estas fuerzas astrales definían nuestro destino o podían ser resistidas. Pero para estos escritores, lo “mágico” como tal seguía siendo en el mejor de los casos un engaño perverso, y en el peor una injerencia demoniaca.

XIII