Narrativa izana

Colección dirigida por Justo Sotelo

 

© CRISTIAN JARA, 2014

© Diseño de cubierta: ANA SALGUERO

© Foto del autor en solapa: VALENTINA MORENO

 

© AMBAMAR DEVELOPMENT S.L., 2014
www.izanaeditores.com

Avenida de Machupichu, 17-3

28043 MADRID

Tel.: 91 388 00 40
e-mail: izanaeditores@izanaeditores.com

 

Diseño y Preimpresión: Antonio García Tomé

ISBN: 978-84-945221-8-5

 

Todos los derechos reservados. No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

 

“Por más que tendamos hacia la bondad o hacia la perfección, no podemos evitar a veces pequeños actos de crueldad o de malevolencia, que son como emergencias de nuestra vieja naturaleza ancestral, cuando nuestra conducta no estaba controlada por nuestra inteligencia”

JULIO RAMÓN RIBEYRO

 

“Hay un pensamiento que hace sombra a todos los demás:

Por qué no he hecho esto hace mucho tiempo.”

KJELL ASKILDSEN

narrativa izana

CRISTIAN JARA

Los canallas y otros relatos

 

87393

1
Olvido

Renegaba por su falta de experiencia, le dolían los amores tardíos y todas aquellas historias maquilladas que morían a primera vista. Olvido tenía cuarenta y nueve años y nunca un hombre la había tomado en serio.

Pero esta vez, dejando a un lado las dudas se atrevió a la ilusión.

Desde temprano, ya con el sol colado con hervor cogió la escoba y se hizo cargo de los secretos de casa: bajo los muebles, eso, bajo las camas, ahí también, ¿de la cocina se hizo cargo?; , pero el patio lo dejó para después. Se lo quería tomar con calma. Luego; pensó. No lo hizo pese a que su madre se lo había advertido antes de enfilar con el carrito de la compra al mercado. “¡El patio, hija!” No. Olvido no lo hizo.

Acto seguido desabotonó el atuendo que elegía para la limpieza: una bata celeste cielo que años atrás había brillado de color azul intenso.

Sin perder tiempo, siguió al cuarto de su madre para apreciarse toda en ese espejo mejor. Con qué dolor presionó los dedos en su papada. Y luego, hundió otros dedos más en el colchón de su barriga, en su cintura fofa, como quien se convence de que la comida suele hallar su espacio favorito donde a uno más le importa; donde duele de verdad.

Esos ojos verdes dominados por pobladas cejas, encajaban perfectos en la tersura de su cutis que, sumado al molde carnoso de sus labios, conformaban un desperdicio en todo ese malentendido de carnes henchidas.

Duchándose imaginó cobijo y una escena de amor dentro de una cama de dos plazas con sedas; porque la imaginación era su fuerte; así libre retozaba haciéndose de cuenta: plena. Y es que ella también lo había anhelado. Así: que la seducían al fin y al cabo. Así: con un pretexto cualquiera. Así: que la mimaban con locura ¿Y si Eulogio era? ¿Y si todo lo dicho, hoy iba en serio? Hubiera querido tener una amiga próxima para decirle: “mira a ver a ti qué te parece” o en todo caso: “¿tú que piensas?” Y a lo mejor: “¿crees que tal vez con él?”, “en una de esas quizás resulta que sí”, “mira como es la vida y una es tonta que lo imagina mal”, porque le afloraban dudas. Volcánicas interrogantes salpicaban como lava en su pecho. Ninguna respuesta. No. Sabía sin embargo, que lo deseaba su alma y era mejor sucumbir al aire del abandono; al aire que la envolvería: dejarse llevar.

Ese ruido de la puerta tan fuerte advertía la presencia de su madre que había llorado junto con ella quince años atrás ante el cadáver de su padre. Quien más si no. Vaya por Dios con tanta compra todos los días.

–Ya estoy aquí, hija

Salvo el patio, todo relucía, eso. La madre colocó el carrito de la compra detrás de la mesa. Quería que Olvido explicara, debido a que no había movido un dedo en el patio; pero se negaba a desatar discusión por una circunstancia de esas. No. Se mordió la lengua y cogió un cuchillo afilado y rápido peló cuatro patatas. Mientras llenaba la olla con agua, se escuchó un grito proveniente del baño:

–¿Mamá puedes cerrar la llave que me estoy duchando?

–Ya voy. Ya voy. ¿No te dije acaso que hicieras el patio?

Olvido sintió la caricia del champú humedeciéndole la cabeza, resbalaba por sus ojos como la espuma que abandona las olas del mar; se hundía por la arena de sus frondosas caderas. Un aroma a hierbas se mezclaba con los vapores calenturientos del agua.

–Limpiaré el patio más tarde –se adelantó a decir.

–Que yo sepa los viernes tú nunca te metes a duchar: no te toca–dijo la madre.

Olvido cerró la ventana porque se colaba el frío. –Ya te lo había dicho, mamá.

–Te compré tus dulces, hija. ¿Los quieres ahora?

Miró los dulces contenida, apenas los acarició, como si ese día en particular estuviera destinada a la prohibición de metérselos a la boca.

Tras controlar su peso en la báscula se dio cuenta: pesaba dos kilos más. Se empezó a ver ancha de caderas, con ese atuendo que no había vuelto a usar desde la boda de su prima. Necesitaba ropa. Comprar, pensó; pero ya lo haría más adelante.

Ropa talla XXL, se dio cuenta y se sorprendió cuando notó que el vestido planchado le apretaba el pecho y le ceñía la cintura. “XXL”, pensó. Meter la barriga: que esfuerzo tan inútil.

–¿Se puede saber dónde vas vestida así? –dijo la madre –Ya te había dicho que tengo hoy una cita, mamá.

La madre cortó con el cuchillo una barra de pan y con un cucharón sirvió sopa.

En la radio de fondo acompañaban sucesos de última hora. Un accidente en la ciudad: dos muertos. Un maltrato: una muerta más. Una catástrofe: más de cien fallecidos. Un recién nacido, apenas uno: la vida empieza a quedar lejos.

–Vaya por Dios –dijo la madre.

En cuanto terminaron de comer, a manera de premio la madre sacó del frigorífico bizcocho de naranja relleno con crema chantilly. Olvido apenas lo vio se frotó las manos. Con delicadeza de cirujano hundió la primera cucharilla en el esponjoso pastel que le hizo agua la boca. Ya después, continuó liberada. Siendo ella. Con esa desesperación porcina que la caracterizaba: ella misma.

A escasos minutos de la hora pactada para su encuentro, se empezó a maquillar. Desde la ventana del baño contempló el cauce de aquel ancho río que atraviesa el pueblo. Le encantaba descubrirlo así: quieto, como una triste canción y poblado por un reino amarillo de patos y hojas caídas que le otorgaban al paisaje un aspecto que cualquier pintor impresionista habría sabido valorar. Se dio cuenta también de que estaba vacía aquella banca de madera que adornaba el largo paseo recientemente asfaltado, por donde alguna vez había soñado caminar con el hombre de su vida. Se lavó los dientes. Su ropa se había impregnado de un fuerte olor a comida. Su madre tocó la puerta:

–¿Qué haces? ¿Por qué te encierras?

–Un momento. Estoy ocupada. ¿Qué no ves?

Tras verla así maquillada con esas tonalidades de ocre lamiéndole los ojos, a la madre le sobrecogió un sentimiento de pena y se acordó, en medio de su pena, de cuando su hija reía pequeña y gordita como un bombón. La veía un poco así, como una niña grande que no se había despegado de su falda en la vida. No obstante, mal no le había sentado que nuevamente alguien mostrara interés por ella y a ver si era verdad. Eso quería. Que fuera. Pero antepuso la prudencia a la hora de inquirir cómo es que Olvido había conocido al muchacho en cuestión. Tampoco sabía a qué familia pertenecía, si era del pueblo o forastero. En cierta forma gusto le daba que su hija se distrajera así, pero cuando a su nariz llegó el aroma desprendido por aquel perfume dulzón, estornudó fuerte. Eso sí que no le gustó. Ese olor insinuante. Provocador. Una tentación. Tanto, como la manera en que se había pintado los labios, Olvido. Vaya por Dios.

–¿Y quién es? ¿Cómo se llama? –la madre no se contuvo.

–Eulogio –dijo Olvido con los ojos como dos estrellas.

Pero la cita se había retrasado. Tanto así que la madre se acomodó en el salón para procurarle compañía.

–Creo que al final te vas a quedar en casa haciendo lo que te faltó del patio.

Ya para entonces Olvido había empezado a sudar. Sus axilas olían a cebolla. Su cara y su pecho brillaban.

–Ya te dije que lo haré mañana –dijo atisbando desde la ventana–. No quiero seguir hablando de ese tema.

Pasadas las cuatro de la tarde sonó el timbre. Olvido de un salto se levantó del sofá y se fue a mirar al espejo.

–Espera hija. Todavía no salgas –dijo la madre–. Si quieres hablo yo.

Asombrada escuchó a su madre, indicándole desde la ventana a Eulogio que aguardara en el portal hasta que su hija terminara de prepararse.

–No vaya a ser que por apresurada dejes pasar esta oportunidad –se giró a decir la madre.

–¿De qué hablas? Ya bajaré cuando lo crea conveniente.

–Pues eso es precisamente lo que le acabo de decir al muchacho. Es muy guapo, hija.

En el fondo sabía que su madre tenía razón. Por eso le hizo caso. Por eso, aguardó en el baño.

De tanto raspar con una uña la pared del portal, a Eulogio la cutícula se le había doblado y ligeras gotas de sangre le empezaron a manar del dedo. Cuando vio bajar a Olvido solamente deseó tenerla a su lado. Quería abrazarla, acariciar esos hombros pecosos y no perder tiempo en protocolos absurdos y promesas que nunca iría a cumplir; sino más bien ir directamente al grano: sumergirse en el detalle del único interés que lo había convocado, sinceramente.

El perfume de rosas quedó impregnado en el portal. En los altos asomaba la madre sonándose los mocos con un pañuelo blanco; estornudando sin cesar, haciendo adioses.

Ambos, a cada paso, parecían hechizados por una fuerza natural. Poco importaba el camino que eligiera cualquiera de los dos, porque cualquiera de los dos, ese día, gozaba de licencia para indicar los pasos a seguir.

–¿Vamos al río a ver los patos? –propuso ella sonriendo.

Eulogio consintió a cambio de pasar por el bar de un amigo, luego.

Cautivados por el silencio fueron andando tranquilamente. Eulogio la tomó de la mano y ella se dejó llevar.

Recién por la noche Olvido regresó a casa afectada por un fuerte catarro. Entrecruzados en su memoria navegaban decenas de momentos frescos que ella había decidido enmarcar como los momentos inolvidables de su vida. El alcohol se ahogaba en el aliento de su boca cada vez que eructaba con ligereza. Las luces de casa ya estaban apagadas, aunque en el cuarto del fondo, un televisor resplandecía. Olvido escuchó la estruendosa carcajada de su madre que, en ese momento, celebraba las ocurrencias de un humorista que no dejaba de llamar a una puerta con decisión, pero ella, que no tenía motivos para carcajearse, se dio cuenta que en el cuerpo, aun conservaba aroma de hombre. Raro era aquel perfume que se mezclaba con el humo desprendido de todos los cigarrillos que, vaya por Dios, se fumó Eulogio. No sabía qué decidir en adelante porque a lo mejor ya no tendría sentido, como antes, porque ya tenía experiencia y porque por encima de todo, ella sabía cuál era su terreno en la vida.

Reflexionó en torno a esa idea acordándose del hotel. Ninguno se había tomado en serio aquello de la protección a la hora de meterse a la cama chirriante de una sola plaza.

Pocos segundos antes de eyacular Eulogio había hundido las manos en esas grotescas carnes para salir de ella como una espada filuda y dolorosa. Seguidamente las gotas de su esperma chispearon con parsimonia en el suelo.

Eso no le gustó nada a ella. En todo caso, hubiera preferido que erraran juntos, como dos novatos. Quería que el placer los condujera hasta el intento alocado, aun cuando ambos tuvieran conocimiento de lo que suponía ese riesgo.

–No me interesa –confesó Eulogio–. Mejor que lo sepas. Vístete ya de una vez.

Pese a todo seguía maravillada con aquel encuentro. Porque pese a todo, siempre lo había intuido así. Cabía una remota posibilidad, pero era eso: remota. Dejó el bolso en el sofá. Caminaba como si sonara música en su interior. Sus zapatos de tacón, dos clavos que herían el suelo y que se oían por doquier como un lamento. Su cuerpo, oliendo a él. Su pelo, cortinas agitadas, despeinadas, todavía. No quiso ducharse. No. Ya lo haría mañana. Se metió al baño y desde la ventana contempló aquella banca de madera que adornaba el paseo asfaltado. El río dormido; negro, como el cielo, que también se había ido a dormir ya. Se puso la bata de celeste cielo. Asomó al patio y lentamente se puso a fregar.

4
Invitados sorpresa

El doctor Carrascal y su mujer se presentaron tan de sorpresa que Diego se adelantó a decir:

–Avisarme con tiempo la próxima vez. Así lo hablo con Cecilia y se quedan aquí a dormir. No es grande el espacio, pero nos podríamos acomodar.

El doctor Carrascal se lo tomó casi como una ofensa. Con la expresión seria de su rostro ovoide, aclaró que tanto él como su joven mujer, buscaban a Diego con la finalidad de entregarle el dinero que le enviaba su padre; nada más que eso, haciendo un esfuerzo casi sobrehumano el doctor se puso de pie. Muy serio, de su cartera sacó un billete.

–Gracias doctor –dijo Diego, recibiéndolo.

El largo viaje tanto para el doctor Carrascal como para Madeleine, (así se llamaba su mujer), había resultado inesperado, pero se lo estaban tomando como una verdadera aventura y no pretendían incordiar a nadie.

–Hoteles hay por todas partes –dijo muy seguro de sí, el doctor.

–Póngase en mi lugar, doctor –insistió Diego–. El piso lo alquila mi novia. Hace unos meses que recién he venido a vivir acá.

–¡Por favor muchacho! No me malinterpretes. Entiende que estamos de paso. Ya tu padre me había comentado de tus apuros económicos.

Casi por inercia, aunque no era más que incomodidad por aquel último comentario, Diego ofreció café. Mientras conversaban temas que giraron alrededor del cambio climático, la importancia que no se le sabía dar a la salud y esas enormes listas de espera en hospitales y clínicas; Madeleine fijaba su atención en los cuadros, adornos y pequeños electrodomésticos apretujados en ese minúsculo estudio. Comparándola con el doctor, a Madeleine uno le calculaba unos veinticinco, veintiséis años, no más. Era de baja de estatura, exageradamente tímida y de rostro bovino, el pelo largo, por causa del viento recio de aquella tarde se le veía más voluminoso y crespo. En cambio el doctor Carrascal era de aquellos que a las primeras de cambio caían en gracia. Sus comentarios cantinflescos desembocaban en risotadas a partir de ciertas anécdotas vinculadas a su profesión de ginecólogo; todo un personaje el doctor Carrascal, pero aunque quisiera; esos pantalones vaqueros, esa camiseta verde y aquel corte al ras de cabello; le impedían ocultar sus setenta reposados años y su pansa soberbia que se le bamboleaba cada vez que se ponía de pie o se acomodaba en el sofá. En cuanto cruzó la pierna, Madeleine y él, se mostraron atentos el uno al otro, como si se entendieran mejor con la mirada.

–Pero hay una cosa que sí te quiero pedir –dijo el doctor–. Y quiero que seas sincero si no lo encuentras viable.

Más curioso que acorralado, Diego prestó atención.

–Dígame usted.

–¿Crees que podríamos lavar aquí la ropa? Es que tenemos que seguir viaje y ya llevamos días con la ropa asquerosa.

–Bueno, sí–se apresuró a contestar Diego.

Y de inmediato se dio cuenta que aquella solicitud era necesaria para quienes han vivido intensos días de viaje; para quienes la preocupación por la vestimenta es tema secundario. Así también, pensó que si al doctor y a su mujer les hubiera ocurrido un contratiempo mayor, sólo recién entonces les ofrecería dormir en casa. Seguidamente reflexionó acerca de lo muy sensibles que se vuelven las personas ante la tragedia propia y ajena. Y de los estúpidos que son ciertos pensamientos cuando de por medio surge el sentimiento de culpa.

Madeleine tras recibir la señal de aprobación del doctor, en menos de lo que canta un gallo se puso de pie para sumergirse como buzo en todas esas prendas masculinas y femeninas que brotaban de aquella enorme maleta roja, cuyo interior guardada la ropa de ambos. Por ninguna esquina mostraba abolladuras. Tenía siete cremalleras y un candado enorme.

Una vez que la máquina terminó de centrifugar, Madeleine se subió el pantalón para que se ciñera bien a su cuerpo y caminó al baño a retirar las humedecidas prendas de la lavadora. El doctor, en tanto que Madeleine acomodaba la ropa en el tendedero del balcón, cogió la maleta y empezó a meter una por una las arrugadas y pestilentes prendas que Madeleine no había considerado lavar en ese momento.

–¿Pero qué hace? –preguntó Diego.

–Allá ya lo lavamos –dijo el doctor–. No te queremos incomodar. Supongo que querrás hacer tus cosas.