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Alexis Ravelo (1971) es un escritor calvo que nació y sobrevive a régimen de cervezas y bocadillos de chopped en Las Palmas de Gran Canaria. De procedencia humilde, su primera novela, Tres funerales para Eladio Monroy, supuso un inesperado éxito que le ha llevado a escribir otros tres libros con el mismo personaje: Solo los muertos, Los tipos duros no leen poesía y Morir despacio. Ha perpetrado, además, otras dos novelas de semen y sangre: La noche de piedra y Los días de mercurio. Tres libros de relatos (Segundas personas, Ceremonias de interior y Algunos textículos) y media docena de libros infantiles completan hasta ahora su bibliografía, si exceptuamos volúmenes colectivos y antologías, como Relato español actual, de Fondo de Cultura Económica, y Por favor, sea breve 2, de Páginas de Espuma.

En el 2013 ganó el XVII Premio de Novela Negra Ciudad de Getafe con La última tumba.

Con su anterior novela, La estrategia del pequinés, obtuvo el Premio Dashiell Hammett 2014 a la mejor novela negra publicada en español, y otros galardones como el Premio Novelpol (ex aequo con Don de lenguas, de Rosa Ribas y Sabine Hofmann), el Premio Tormo 2014 y el Premio LeeMisterio 2013 al Mejor Personaje Femenino.

Imparte talleres de escritura en centros educativos, bibliotecas y prisiones, diseña y coordina actividades de animación a la lectura y colabora semanalmente en programas radiofónicos.

Ocupa un lugar relevante en la narrativa española actual y se ha destacado, de su estilo, su eficiencia narrativa y su habilidad para combinar la amenidad y la reflexión en argumentos de claro compromiso ético.

Sigue sospechando que Dios está de vacaciones.

 

Si alguien decidiera crear una lista de crímenes idiotas, un secuestro exprés en una isla solo figuraría después de un atraco a una comisaría o a un banco de semen, de ahí que constituya sin duda la fechoría más absurda del mundo. Y eso es precisamente lo que deciden llevar a cabo Lola, el Marqués, el Flipao y el Salvaje en un plan infalible que además es muy sencillo de ejecutar, al menos sobre el papel.

Pero Gran Canaria es una isla rodeada de agua por todas partes menos por una, que se llama Isidro Padrón, un hampón disfrazado de empresario que a su vez despacha con un ruso que no tiene nombre, y si lo tiene nadie lo dice, por lo que pueda pasar. Desbaratar el plan de cuatro malhechores de pacotilla entra dentro de lo factible. Para él es cosa fácil, aunque también en teoría.

Lo que todos ignoran es que en apenas veinticuatro horas ninguno de ellos será como es ahora porque habrán abierto la puerta del infierno.

Mézclese este meollo con ron canario, agítese bien y el lector tendrá como resultado un bebedizo torrencial, explosivo y tronchante de efectos balsámicos. Y es que si hay novelas que curan, Las flores no sangran es una de ellas. El genio de Alexis Ravelo convierte la novela negra en algo maravillosamente abetunado o negruzco, menos oscuro y más humano, con esperanza de sol y lamparones de sangre, pólvora y mojo, de vida al fin: ese charco que nadie sabe pisar sin salir manchado.

«... un escritor con oficio y con una endiablada facilidad para captar la atención del lector y llevarlo por el lado salvaje de la vida, que diría Lou Reed, aunque a Alexis Ravelo, seguramente, le gustaría más una cita salsera con la firma del gran Rubén Blades: “Si naciste pa martillo, del cielo te caen los clavos”.»

José Luis Ibáñez Ridao.

«El día del lector», en Julia en la Onda (Onda Cero Radio).

Hay otros escritores que pudiendo explotar lo que ya saben que gusta a los lectores prefieren reinventarse y adentrarse por nuevos caminos a la hora de encarar la narración. Alexis Ravelo se incluye en estos últimos.»

Santiago Gil. Canarias 7.

LAS FLORES NO SANGRAN

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Primera edición: enero del 2015

Segunda edición: febrero del 2015

Para Josep Forment, siempre con nosotros

© Alexis Ravelo, 2015

© de la presente edición: Editorial Alrevés, 2015

Diseño e ilustración de portada: Mauro Bianco

Editorial Alrevés S.L.

Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a • 08034 Barcelona

info@alreveseditorial.com

Producción del ebook: booqlab.com

ISBN digital: 978-84-15900-92-4

DL B 27200-2014

Código IBIC: FF

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

LAS FLORES NO SANGRAN

ALEXIS RAVELO

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A Montse Clavé y Paco Camarasa, jefes de una
peligrosísima célula de guerrilleros negrocriminales

A la memoria de Josep Forment, quien hizo de este libro
algo mucho mejor de lo que podría haber sido

 

 

todo lo que se pudre en ternura dará

JUAN GELMAN

 

 

Los hechos, personajes, empresas e instituciones que aparecen en esta novela pertenecen al ámbito de la ficción. Cualquier coincidencia con la realidad será fruto del azar.

 

 

Ahora que las cosas se van aclarando, ahora que todos los muertos tienen nombre y él comienza a entender cómo, por qué y, sobre todo, quién mató a quién, Serrano se pregunta algo que nadie le ha pedido que averigüe y que no acabará constando en los expedientes. Es una pregunta personal. No se la hace como policía, sino como ser humano, como hombre de casi cincuenta años que desea entender de dónde sale toda esta violencia, cómo es posible que la gente llegue a hacerse las cosas que se hace. Por eso quiere averiguar cuándo comenzó realmente todo esto, porque no acaba de creerse que toda esta matanza haya empezado, en realidad, con el secuestro. Por cierto, un secuestro exprés en Gran Canaria: el plan criminal más estúpido del mundo. En una lista de crímenes idiotas, solo figuraría después de un atraco a una comisaría o a un banco de semen. Pero, eso aparte, ¿cuándo se había iniciado realmente la cadena de hechos que había finalizado con todas aquellas muertes absurdas? La cosa no pudo comenzar simplemente ahí, cuando aquellos subnormales planearon un secuestro en una isla. Tuvo que empezar antes, tal vez en algún momento del pasado de algunos de los implicados. Quizá cuando Paco el Salvaje y sus cómplices se hacían bisnes en el sur de la Isla. O acaso el día en que el Yunque y el Martillo tomaron la mala costumbre de trapichear con dinero sucio. O incluso mucho antes y muy lejos, mucho más lejos, en México o Argentina, cualquiera de los lugares en los que Silva debió de acostumbrarse a usar armas y llevar a cabo interrogatorios con métodos expeditivos. Vaya usted a saber cuándo. Pero es a ese cuándo a lo que Serrano siente que no podría responder ningún expediente, ninguna instrucción procesal, ninguna sentencia. No obstante, es lo único que le permitirá entender cuál es el verdadero origen de toda esta violencia, todo este horror. Y él necesita averiguarlo. Necesita comprender para poder volver a casa y dormir y, al despertar, desayunar con sus hijos y su mujer y puede que hasta salir de paseo; tener, en fin, un domingo agradable en un mundo que, si logra entender esto, acaso pueda llegar a tener arreglo.

AL SERVICIO DEL TURISMO

Era Lola quien conducía. Llevaba puesta una gorra publicitaria bajo la cual se recogía el cabello. Tarareaba la canción que les ofrecía, a medio volumen, la radio. En el asiento del acompañante, Diego el Marqués guardaba el silencio burocrático de quien se dirige al trabajo. El coche era un simple Opel Corsa gris, uno de esos autos que no dejan memoria. Llegaron ante el hotel Arenas Beach, un cuatro estrellas con spa y resort, de lo más lujoso de Maspalomas. Diego le dio un beso largo y caliente a Lola y, antes de salir, le dijo:

—Quédate al loro.

—Pues claro, bobón.

Diego no esperó a verla arrancar y perderse en la rotonda. Vestido con pantalones de pinza, una camisa de color rosa palo y corbata a rayas negras y blancas, atravesó la entrada de automóviles y cruzó los jardines con fuentes y palmeras que el camino rodeaba. Se situó ante la entrada del edificio principal, en el bordillo de la acera, muy firme y con las manos cruzadas atrás, como si esperara a alguien, y se entretuvo silbando la melodía que había estado oyendo en el coche, a la cual no lograba poner título, mientras grupos de huéspedes entraban y salían del hotel, rumbo a la playa, al campo de golf, a sus habitaciones o, simplemente, a dar un paseo por las inmediaciones del Faro. A través de las amplias cristaleras, comprobó que los recepcionistas se afanaban en acabar con la cola de extranjeros que se les había organizado en el vestíbulo. Alguna guagua debía de haber llegado hacía poco con un regimiento de turistas recién aterrizados en la Isla. Al volverse para mirar hacia el frente, vio cómo se aproximaba un taxi y reconoció en él los colores de los matriculados en Telde. Eso quería decir que el vehículo venía del aeropuerto, así que, rápidamente, le hizo una llamada perdida a Lola, se sacó del bolsillo del pantalón una pequeña chapa de plástico y se la prendió en la camisa. La chapita decía:

Arsenio López Colorado Botones

Guardándose el móvil, se aprestó a abrir la puerta trasera del taxi, que acababa de pararse junto al bordillo. Del vehículo salió una señora rubia, floja y oronda, que le dio las gracias en inglés. El Marqués esperaba a una alemana, pero prefería eso, porque su alemán no era tan bueno.

Welcome to Arenas Beach, dame —dijo con la más seductora de sus sonrisas.

La señora se derritió un poco mientras su marido pagaba y salía por la otra puerta. El taxista había abierto ya el maletero con el mando interno y se disponía a salir, pero el Marqués le dijo:

—No te preocupes, querido. Ya me encargo yo del equipaje.

Con ademanes profesionales, se plantó en dos zancadas junto al portabultos y sacó las dos maletas, la mochila, la funda del ordenador portátil y el juego de palos de golf.

Let me take your luggage. Meanwhile, you can register at reception.

Don’t worry. It’s not necessary —dijo el hombre.

Please, sir, it’s my job.

Diego dijo esto con la cara suplicante de quien no quiere perder un empleo recién conseguido. La señora se puso de su parte.

It’s his job, darling —le dijo la vieja a su marido—. Let’s him do it.

Unos segundos más tarde, la pareja se dirigía al vestíbulo mientras el amable Arsenio se guardaba el billete de cinco euros que había recibido de propina. Inmediatamente, llegó Lola con el Opel. No paró el motor. Diego metió las maletas, el ordenador y los palos de golf en el portabultos y entró. En el instante en que los guiris fueron informados por un recepcionista de que el Arenas Beach no disponía de servicio de botones en el exterior del edificio, ellos ya estaban saliendo de Maspalomas.

FILISTEOS

1

Isidro Padrón Afonso vuelve a leer la entrevista. El titular es una cita escogida para hacer daño: «CANARIAS SE PARECE CADA VEZ MÁS A SICILIA». La entradilla, las cosas como son, proporciona algo de información objetiva: « LOS SINDICATOS DENUNCIAN IRREGULARIDADES EN LA ADJUDICACIÓN DE CONCESIONES». Hasta ahí bien. Eso no le molesta tanto, que denuncien lo que quieran. Lo verdaderamente nocivo es el antetítulo, que menciona a la empresa: «ISLOCASA EN EL PUNTO DE MIRA». El resto del artículo no es más que una entrevista con un representante de un sindicato minoritario, que denuncia lo que él considera «prácticas mafiosas en la adjudicación de subcontratas de servicios por parte de la administración». Se mencionan concursos públicos amañados, concesiones fraccionadas para eludir la obligación de sacarlas a concurso, adjudicaciones a empresas pertenecientes al grupo que no están al corriente en los pagos a la Seguridad Social o defraudan a esta contabilizando el pago de las horas extras como dietas. Firma Juan Miguel Luján. La misma mierda de siempre. La entrevista es larga y nadie la leerá entera. La gente solo retendrá el titular (Canarias se parece a Sicilia) y, sobre todo, el antetítulo, que avisa de que Islocasa anda en el punto de mira.

La han colgado hace media hora, en Canarynews. A Padrón le telefoneó para decírselo Nieves, del departamento de comunicación. Ahora, después de leerla dos veces, se levanta del escritorio sin apagar el ordenador, dando un suspiro de aburrimiento. Se vuelve hacia el amplio ventanal. Desde allí puede contemplar el sinfín de embarcaciones de recreo atracadas en el Muelle Deportivo, cuyos mástiles siempre le recuerdan a La rendición de Breda. Más allá está el puerto, con sus grúas y sus grandes cargueros y plataformas petrolíferas atracados o fondeando sesteantes en las inmediaciones. Esta ciudad que se muere poco a poco necesita a tipos como él, emprendedores que den negocio, no sindicalistas jacobinos muertos de hambre y tribuletes harapientos que se creen paladines de la puta justicia social.

No es la primera vez, y no va a ser la última, que se encuentra con algo así. Canarynews será un periodicucho digital, pero tiene sus lectores y, en cualquier caso, como suele decirle Nieves, lo que está en la red, está en la red. Basta con que algún medio más importante se haga eco para que se arme la escandalera. Y si se arma la escandalera, si la gente comienza a despacharse a gusto en Internet y se sigue hablando del tema y algún redactor lo saca en la tele, faltará un cuarto de hora para que algún fiscal o juez ambicioso comience a meter el dedajo. Y eso puede joderles la contrata que está a punto de convocarse. Ya todo está casi a punto. En un par de semanas, arreglarán con Sánchez Blay y él les dirá qué oferta tienen que hacer en el concurso de adjudicación. Pero si hay ruido en el canal, Sánchez Blay, ya bastante significado, con toda la oposición y la mitad de su propio partido mordiéndole el culo, preferirá hacerse el sueco. Al fin y al cabo, él no los necesita tanto. Siempre habrá alguien dispuesto a hacer ese negocio en lugar de ellos. Garcisán, por ejemplo, cuyo dinero tiene exactamente el mismo color que el suyo.

Así que es mejor cortar de raíz, atajar la cosa mientras sea de este tamaño, no andan los tiempos para boberías. Hace un rápido cálculo mental y decide que tendrá que intentar amarrarlo todo durante la mañana o, como tarde, a mediodía, porque a las cinco habrá visita.

Maquinalmente, se alisa la corbata mientras intenta recordar el nombre de la dueña de Canarynews. Luego alza la mano hasta el rostro de afeitado perfecto y se rasca el pómulo bronceado y flácido, observando su propio reflejo en el ventanal. Es el reflejo de un cincuentón de mediana estatura. Nada espectacular: un casquete de cabellos canosos sobre un cráneo redondo algo pequeño para el tamaño del torso ancho, recubierto por la capa adiposa que el sedentarismo y la buena mesa le han proporcionado. Pero ese cincuentón rechoncho lleva un traje de trescientos euros, un reloj de mil doscientos y una alianza de vaya usted a saber cuánto; y ese reloj, ese traje y ese anillo han sido comprados gracias a muchos años de esfuerzo y riesgos, así que no va a dejar que un periodista hijo de una tal por cual venga a intentar joderle le vida.

Vidanes. Eso es: Toñi Vidanes. Así se llama la tía de Canarynews.

Busca su nombre en el móvil y llama a su teléfono personal.

Hombre, Isidro, ¿cómo estás? —dice Toñi Vidanes después de dejarlo sonar unas cuantas veces.

Padrón Afonso procura aparentar normalidad. Esas cosas se hacen mejor de buenas maneras.

—Bien, mi niña, muy bien. ¿Y tú, cómo lo llevas, reina?

Aquí estamos, en la lucha. Con la que está cayendo, seguimos en la brega, que no es poco.

La muy cabrona tiene muy claro el motivo de la llamada, pero no será ella quien saque el tema. Esperará a que lo haga Isidro, así que él decide comenzar echando las nasas.

—¿Estás apurada?

Un poco, la verdad. Supongo que como todo el mundo, pero cada palo aguanta su vela. La mía es que tengo muchos acreedores y pocos pagadores. Aquí, entre nosotros, le debo ya a mi gente dos nóminas.

—¿Y por qué no lo dices, mujer? No sabía que la cosa estaba tan jodida. Mira, yo te llamaba precisamente para comentarte que queríamos montar una campaña con lo de Islatropic. Queremos fomentar el turismo interior, captar clientes nacionales. Y había pensado que el periódico tuyo sería un buen medio para empezar con la campaña. ¿Cómo lo ves?

Hombre, estaría fantástico.

Ahí está. Por un lado, es cierto que la cadena de hoteles que Isidro tiene por todo el Archipiélago está interesada en ese perfil de cliente. Pero, si no hubiera sido por lo de la entrevista, a Isidro jamás se le habría ocurrido contar con un digitalucho como Canarynews para comenzar la campaña.

—Pues perfecto. Dentro de un rato aviso a los de publicidad y marketing para que llamen a tu comercial y lo vayan cerrando. Por supuesto, si necesitas que adelantemos algo, no tienes más que decirme cuánto. Así te das un respirillo, mujer.

No sabes cómo te lo agradezco, Isidro.

—Nada que agradecer, mi niña. Ya sabes cómo va esto: hoy por ti, mañana por mí.

Hay un silencio e Isidro Padrón lo aprovecha para volver a sentarse ante el ordenador y mirar la pantalla que muestra la entrevista de Juan Miguel Luján. Sabe que, al otro lado de la línea, en su oficina, Toñi Vidanes está haciendo exactamente lo mismo. Luego la oye decir:

Pues perfecto. Podríamos vernos para comer y tratar los detalles. Así te veo el hocico, que hace tiempo que no coincidimos.

—Cojonudo —dice Padrón—. ¿Te viene bien en La Marinera, sobre las dos?

A las dos. Muy bien.

—Pues venga. Así me da tiempo de leerme a fondo el Canarynews, que hoy solo he podido echarle un vistazo por encima —añade con una carcajada de complicidad antes de despedirse.

Comprueba que el teléfono ha quedado bien colgado y masculla en voz alta:

—Hija de la gran puta. Me vas a decir a mí de qué color es la cabra, si tengo los pelos de la cabra en la mano...

No ha acabado de decirlo cuando su móvil comienza a vibrar. Es Marcos Perera, su socio.

—¿Cómo estás, querido?

Por aquí me ando —dice Perera, pronunciando la frase muy rápidamente, para enfatizar el calambur—. Oye, te llamo porque me llamó ahora El-que-te-dije. —Así es como se refieren a Sánchez Blay, sobre todo por teléfono—. ¿Viste lo del Canarynews ese de los cojones?

—Sí.

Nos la hizo bonita la Vidanes, coño. Nos salió rana. El-que-te-dije está acojonado y habla de echarse para atrás.

—¿Para atrás? Ni para coger impulso. Tú dile a El-que-te-dije que se esté tranquilo. Yo ya estoy en el tema. De aquí a diez minutos ya no va a haber de qué preocuparse.

—¿Tan fácil? No lo creo yo...

—¿Qué te juegas? ¿Una cena en El Zarcillo?

Venga, se dijo. Te doy diez minutos; no, media hora.

—Vale, pero con diez minutos me sobra: hoy voy a comer con Toñi.

Marcos Perera soltó una carcajada satisfecha.

Coño, Isidro, eres el demonio.

—Bueno, te dejo, que hay faena por delante.

Oye, una cosa —lo retiene Perera—. Esta semana tenemos visita, ¿no?

—Esta tarde. A las cinco. Para tomar las medidas de las cortinas. Me las traerán en el plazo habitual. ¿Te quieres venir?

No, qué carajo, tú sabes que, cuanto más lejos, mejor. Era solo por saber y hacer mis cálculos.

—Quédate tranquilo, que ya te digo yo los números mañana.

Perfecto. Cuídese, cristiano, y vaya por la sombrita.

Padrón deja el teléfono sobre el tapete con una sonrisa. Perera es uno de esos tipos de manual, que han llegado a lo más alto pero continúan llevando en su interior al pequeño niño maúro de pueblo que fueron, ese niño de raspones en las rodillas y cabeza afeitada en eterna lucha contra los piojos. Padrón lo admira: comenzó vigilando coches en solares vacíos y ha sabido hacerse dueño de media región. Sí, para esas cosas hay que tener suerte. Pero sobre todo hay que tener huevos. Y, de eso, Perera anda sobrado.

Vuelve a levantarse. Va hasta el aparador, introduce una cápsula en la cafetera automática y contempla el café, saliendo casi gota a gota. Después de servírselo regresa al escritorio, sopla un par de veces y lo prueba.

Mira por última vez las declaraciones del sindicalista. Luego refresca la página y comprueba, sin sorpresa, que la entrevista ha desaparecido de Canarynews. Para siempre.

2

Una licenciatura. Un máster. Tres idiomas. Alta capacitación en TIC, en Relaciones Internacionales. Becaria en una multinacional. Cuatro años de experiencia administrativa. Todo eso da lo mismo, porque te llamas Diana Padrón Castellano. Sí, esa Diana Padrón Castellano, hija de ese Padrón, Isidro Padrón Afonso, el gran hombre, el tiburón, el Yunque de Tafira, el que se puso las botas con la importación de carne, el que fundó Islocasa y ahora, junto con su amiguito Marcos Perera, el Martillo de Tejeda, mete cuchara en todo lo que huela a negocio, sobre todo a negocio público. Siendo hija de quien eres, quién va a fijarse en tus cualidades, quién tendrá en cuenta tu capacidad laboral, tu tendencia al esfuerzo o el número de horas seguidas que eres capaz de trabajar, si a quien ven no es a una trabajadora, sino a Diana Padrón Castellano, la hija de Isidro Padrón Afonso, la progenie del amo, la vástaga, la heredera. El mismo David, antes de recoger sus bártulos y marcharse, no se privó de decírtelo. «Esfuérzate lo que quieras —te dijo—, haz lo que te dé la gana, ponte a fregar pisos, a limpiar váteres, a cuidar leprosos, si quieres, pero mientras estés en esta isla, no vas a poder ser más que eso, la hija del mandamás; los empresarios te darán trabajo para estar a bien con tu viejo, las tías se te arrimarán para presumir de amiga o para envidiarte y criticarte o ambas cosas. Y los tíos... En fin, los tíos: el tío que se te acerque lo hará para dar un braguetazo o para presumir de haberse follado a la hija del Yunque».

Así te lo dijo, antes de darte una última oportunidad de irte con él. Pero no lo hiciste. Acaso porque una se acostumbra a todo y más a vivir como una marquesa; acaso porque era tarde para seguirlo hasta el otro lado del mundo cuando ya tres años de convivencia habían arrasado con la pasión; porque enfrentarse a las arenas movedizas allá, tan lejos, en Argentina, junto a alguien que ya no la despierta, intentar resucitar en el culo del mundo algo que ya no puedes ni mantener vivo aquí es como parir un hijo muerto; acaso porque en realidad, pese a que quieres ser Diana, no quieres dejar de ser la hija de Padrón en un mundo donde serlo te facilita tanto la existencia, aunque eso te avergüence y te pases la vida yendo por ahí de sencilla y de progre y de que yo no tengo dinero, el que lo tiene es mi padre, y tantas fachadas y tantas máscaras y ciento y la madre para al fin no ser más que eso: una pobre niña rica que quiere que la traten como a una más, pero que no comenzó precisamente de auxiliar administrativa en esas oficinas donde cuenta con despacho propio; y que no tuvo que hipotecarse hasta las cejas para pagar este ático en El Terrero, en cuya terraza toma un té Darjeeling, contemplando las azoteas de Vegueta, del Gabinete Literario, los campanarios de la catedral de Santa Ana, al inicio de esta tarde luminosa de mediados de julio.

Tanta tranquilidad en la terraza rodeada de maceteros en los que se alternan los helechos, los geranios, las orejas de gato y las buganvillas. Tanta frescura bajo el toldo donde tienes la mesita, donde pasarás el rato hasta la caída del sol leyendo esa novela de Murakami que tienes a medias. Tanta belleza llenándote los ojos más allá del murete y nadie con quien compartirla. Porque sí, anoche mismo estuviste de cena con las Tres Gracias (Espe, Judith, Magaly) y, en la madrugada, hubo un flirteo con un tipo cuyo número está grabado en tu móvil bajo un nombre que ahora mismo no recuerdas y al que nunca llamarás, y ni falta que hace, porque nunca faltarán amigas con las que salir o tipos con los que meter, si así lo quieres, pero desde que David se fue estás sola, como puede que lo estuvieras incluso antes, cuando estabas con él, cuando él estaba contigo, cuando parecían estar juntos aunque siempre hubiese ahí una pátina de frialdad, un dejo de aislamiento que lo erosionaba todo hasta crear un abismo de silencio, insalvable siempre, salvo en la cama, donde podían ser cada uno quien realmente era. Sí, pero, al final, ¿quién eras tú? ¿Quién has sido?, ¿quién eres?

Si fueras ahora adentro, si te quitaras el pijama y te miraras al espejo, verías a alguien de ojos azules y cabello castaño, la figura menuda y atlética de un cuerpo de veintisiete años disciplinado y nervioso, con pechos niños de pezones perfectos y una piel suave sin sombra de estrías que otras más jóvenes querrían tener. Una boca que ha besado a muchos hombres, de los cuales solo uno dejó en ella el espectro eterno de un beso, una boca en la que se pudren los besos que ya no le darás.

Sin embargo, la pregunta sigue siendo la misma: ¿quién eres?, ¿qué eres? ¿Eres esa boca, esa cintura adolescente, esos ojos y ese pelo? ¿Eres una licenciatura, un máster, tres idiomas, una vida laboral? ¿Eres la hija de Padrón? ¿Eres la ex de David? ¿La mujer joven que toma té en la terraza de su ático? ¿La privilegiada que conduce un coche modesto y viste con toda la sencillez posible, intentando fingir que es una más en una ciudad donde todos los privilegiados intentan fingir que son uno más? Quizá no eres ninguna de esas cosas, salvo Diana, la que toma té y se pregunta qué hora será ahora en Argentina y se responde que muy temprano, que David, que siempre se levanta tarde, estará allá, lejos, al otro lado del mar, durmiendo, seguramente acompañado. Ha tenido un año entero para buscarse a alguien con quien dormir y, conociéndolo, es seguro que no habrá tardado tanto.

3

Isidro Padrón da un beso en la mejilla a Toñi Vidanes, diciéndole que se cuide mucho, y sube en el asiento posterior del Audi. Deja a la rubia teñida allí, en pie, en la esquina con la calle Luján Pérez, observando cómo el cochazo se aleja hasta perderse entre el tráfico. Si tuviera rabo, pensó Padrón, lo estaría meneando como una loca. Lógico: después de esa reunión, se ha asegurado la supervivencia de su periodicucho durante dos o tres meses más.

—¿A la oficina, don Isidro? —pregunta Eusebio.

—No. Lléveme a casa, Eusebio. Hay visita.

El chófer asiente. Entiende perfectamente lo que Padrón quiere decir. Hace para sí mismo una rápida mueca en la que contrae los labios y regaña los ojos y, luego, se concentra en dirigirse a la salida a la autopista.

A Padrón le gusta conducir su propio auto, un BMW Z4 Roadster, de color burdeos. Lo ha comprado hace poco y le gusta pasearse con él con la capota plegada en esos días de verano. Pero cuando te reúnes con gente como Toñi Vidanes, no hay que escatimar en gastos, no hay que ahorrarse esfuerzo alguno en demostrar que tienes más pasta que nadie, que ellos no son más que gusanos comparados contigo, porque a veces los gusanos sienten la tentación de convertirse en mariposas y entonces hay que aplastarlos. Por eso siempre es mejor dejarles claro que ellos jamás pasarán de capullos. Así que ha preferido llamar a Eusebio para que lo lleve y vuelva luego a recogerlo tras el almuerzo. Además, esa tarde hay visita, esto es, toca que llegue un correo del Ruso y esa es otra de las ocasiones en que le gusta que Eusebio esté presente. En la entrada a la finca hay siempre un segurita de Keys, pero toda precaución es poca. La gente que le manda el Ruso suele ser respetuosa y correcta, pero nunca se sabe cuándo decidirán trabajar por su cuenta e intentar dar un palo. En realidad, no le gusta nada hacer negocios con el Ruso. Sin embargo, Perera tiene razón: es pasta calentita que entra sin esfuerzo alguno y encima se llevan una comisión. El dinero suele dar para ingresar nóminas y otros gastos corrientes, y él y Perera, a lo largo de varios meses, hacen pequeñas transferencias al Ruso por el importe total menos el quince por ciento. El trato es justo: ellos disponen de metálico y el Ruso lava ese dinero que sabe Dios de dónde viene. Todos ganan.

Fue Perera quien le presentó al Ruso, quien propuso el acuerdo, quien acabó de idear los detalles. Cualquier otro hubiera encargado a un contable de confianza la recepción del dinero y todo el asunto de las transferencias a aquella lista de nombres y empresas que figuraba anotada en una libreta que había en su caja fuerte. Pero ni él ni Perera son gente que delegue en subordinados asuntos que involucran sumas como esas. Ambos comenzaron desde abajo y saben que ese tipo de detalles no hay que dejarlos nunca en manos de terceros. Un tercero es siempre alguien susceptible de codicia, de hacer confidencias a amigos o a amantes, de intentar librarse de una causa judicial contando lo que sabe sobre sus jefes. Por eso, cuantos menos estén en ese secreto, mejor.

Cada tres meses, Padrón recibe visita, y eso quiere decir que se presenta allí la gente del Ruso, nunca más de cuatro, jamás menos de dos; la mayoría de los rostros cambia, Padrón casi no es capaz de distinguirlos: siempre facciones severas, como cortadas a cuchillo, cabezas casi rasuradas, camisas de seda lavada o algodón que no logran ocultar del todo los tatuajes que asoman por una manga o un cuello. La cara invariable, la que se repite siempre, es la del hombre de confianza del Ruso, un cuarentón que dice llamarse Iván, viste algo mejor que los otros y habla un castellano aprendido en la Costa del Sol o vaya usted a saber si en el propio Campo de Gibraltar.

Ese es quien lo acompaña al despacho y hace con él las cuentas. Los demás esperan fuera, en el patio, alrededor del coche, junto a Eusebio, que seguramente hace argollas simulando lavar el Audi o, al menos, sacudiéndole las alfombrillas, cualquier cosa que le evite compartir el incómodo silencio que los rapados imponen siempre. Luego, exactamente dos semanas más tarde, la visita vuelve a repetirse, pero esta vez Iván trae una bolsa de deportes en cuyo interior está el dinero objeto de todas esas transacciones acordadas quince días antes. Dinero en billetes arrugados que manos subalternas han intentado estirar; dinero manchado por se ignora qué sustancias; dinero usado para comprar drogas, sexo, armas o cualquier otra inmundicia y que ahora servirá para pagar algunas nóminas o disponer de metálico para cualquier otro menester, como la mordida que va a llevarse en breve El-que-te-dije; dinero que, además, produce dinero, porque Perera y él no renuncian jamás a su porcentaje.

Pensar en los enviados del Ruso le humedece de sudor la frente y el rostro. Eusebio, retrovisor mediante, se da cuenta antes que él.

—¿Quiere que ponga el aire acondicionado, don Isidro?

Casi no espera respuesta antes de conectarlo. En un minuto, el aire del interior del auto se semicongela.

—¿Me necesitará toda la tarde hoy?

—No. ¿Por qué? ¿Tienes algo que hacer?

—No, nada especial. Quería ir a ver a unos amigos, que acaban de tener un chiquillo. Pero puedo ir cualquier otro día.

—Solo necesito que te esperes a que termine la visita, para que me bajes luego a la oficina. Yo creo que a eso de las cinco o las seis ya puedes retirarte.

—Ah, perfecto. Entonces me dará tiempo. Muchas gracias, don Isidro.

—De nada, hombre. Total, tampoco tienes por qué hacer más horas sin necesidad.

Isidro Padrón se recuesta en el asiento y mira a través del cristal ahumado de la ventanilla con una sonrisita de fruición. Le gusta repartir esas pequeñas dádivas: regalar unas horas o un día libre a alguno de los empleados más cercanos, tratarlos con campechana cordialidad, regalarles algún bolígrafo, mechero o cualquier otro producto de merchandising publicitario de los muchos que le obsequian. Todos esos pequeños gestos que no pierde oportunidad de tener le hacen sentirse a gusto consigo mismo y, además, le proporcionan buena imagen. Gran Canaria es la isla del chisme y el culichicheo. Él es conocido, principalmente, por estar bien situado. Y si hay algo que no se perdona en un lugar como ese es el éxito. No hay bar en la ciudad donde no lo pongan cada día a parir, por un motivo u otro. Sabe que si alguien habla mal de él, si alguien pretende criticarlo por esto o por lo otro delante de alguno de esos empleados con quienes ha sido amable, este saldrá en su defensa, diciendo que es una persona cercana. Campechana. Sencilla.

En cambio, en el asiento del conductor, Eusebio hace cálculos e imagina que podrá estar en casa del Marqués antes de las siete de la tarde y que, con aquello que lleva en el bolsillo, podrá comenzar a joderle bien la vida al cerdo que lleva en el asiento de atrás.

POR ALGO LAS LLAMAN TRAGAPERRAS

1

El furgón entró en Playa del Inglés y recorrió varias calles entre hoteles, resorts, edificios de apartamentos y urbanizaciones de bungalós de arquitectura tan anodina como pasada de moda, leprosa en las fachadas, polvorienta en los balcones. Siempre era lo mismo: una localidad costera más, sacrificada al turismo de sol y playa, una de esas cacicadas de cemento, asfalto y metal que políticos descerebrados y empresarios sin escrúpulos habían perpetrado en los años setenta. El sur de Gran Canaria o el de Tenerife, la Costa Brava o la Costa del Sol: daba igual adónde se fuera, porque en el litoral de casi todo el país había pruebas de que cuatro hijos de puta se habían dedicado durante décadas a cagarse en el Paraíso.

Al llegar a las inmediaciones del centro comercial, tomó una de las vías laterales y se detuvo en zona destinada a carga y descarga. Diego el Marqués y Paco el Salvaje salieron de la cabina y se dirigieron a la parte de atrás del furgón. Mientras el Salvaje sacaba la carretilla, Diego consultó sus papeles y le informó:

—El bar se llama Copacabana.

Hasta después de las doce nadie entraría en el Copacabana, pero, como solía repetir el jefe, con el bar cerrado, sí que era seguro que no facturarían nada. El recinto no tenía más de cuarenta metros cuadrados, que solo daban para la barra, una minúscula cocina y dos mesitas adosadas a una pared lateral que alguien había decorado a base de banderitas de todos los países. El Copacabana se moría de asco en la parte alta del shopping center, sobreviviendo a duras penas gracias a la clientela nocturna de los locales de ambiente de la planta baja, que tomaba allí las primeras copas, más económicas y con menos probabilidades de ser de garrafón. Durante el día solo algunos guiris despistados o los dueños de las tiendas de souvenirs se acercaban a tomar café o cerveza, o a echar unas monedas en las máquinas tipo B que siempre prometían premio pero casi nunca lo daban. «Por algo las llaman tragaperras y no cagaperras», solía decirse Manolo cuando algún jugador se quejaba de no haber conseguido premio.

Él se sentía afortunado de trabajar diez horas diarias allí. Comparado con el trabajo de su primo Chano, que drenaba pozos negros, aquello no estaba tan mal y el sueldo le daba para pagarse el alquiler, mantener a su progenie y a su ex y correrse, de vez en cuando, una juerga. Además, la bebida era gratis. Por eso no se había cortado en cargarse bien el carajillo que estaba probando cuando llegó y le dio los buenos días el operario de Playgrama, un tipo apuesto, de unos treinta, con un mono gris y el anagrama de la empresa.

Más temprano en la mañana, mientras Manolo se preparaba para abrir, había llamado una tal Silvia para avisar de que vendrían. En el Copacabana había dos recreativas: la modelo Chicago y otra pequeña, una Mini Cirsa. Según el dueño, ambas llevaban siglos instaladas allí, desde mucho antes de que Manolo llegara a pedir trabajo con su tez macilenta de candidato a la cirrosis y sus ojillos de hambre. De hecho, cuando Manolo lo llamó para darle el recado de que vendrían a sustituir las máquinas, el comentario del jefe fue que ya era hora, que los cacharros aquellos eran casi de cuando la peseta.

Detrás del tipo joven apareció otro, un tío grandote y cuarentón, con menos cuello que un muñeco de nieve, sudando a chorros y conduciendo una carretilla con soltura de skater.

El primero puso sobre la barra unos documentos, con el membrete de Playgrama.

—La cambiamos enseguida. Me vas a tener que firmar unos papeles.

Manolo tomó nota del tuteo, pero lo asumió con naturalidad, porque el tipo parecía un sujeto simpático, de esos capaces de hacerse amigos de cualquiera en tres minutos. No obstante, se fijó más bien en el otro, que movía las banquetas para llegar con la carretilla hasta la máquina.

—¿Y la nueva? —preguntó.

—En el furgón —contestó el tipo simpático.

—¿Y por qué no la traen primero?

El del papeleo titubeó un instante. El de la carretilla, sin embargo, señaló el exiguo espacio a su alrededor y soltó un resoplido con cara de vinagre.

—Sí, la traigo primero... ¿Y dónde coño la meto?

—Venga, carajo, Palenque... No seas atravesao —dijo el otro.

El tal Palenque continuó con lo suyo, situando la pala de la carretilla bajo la máquina, buscando el enchufe, constatando con los dedos que la parte superior del armazón estaba recubierta por una capa de roña de años vieja y pegajosa, ese tipo de solidificación mugrienta de la desidia.

Manolo registró todos estos movimientos con el rabillo del ojo mientras examinaba los documentos que tenía que firmar. Pero el otro tipo dijo de pronto:

—Ah, se me olvidaba... También necesito que me rellenes estos papeles.

—¿Y esto? —preguntó Manolo, mirando el cuestionario en el que se solicitaban datos personales—. El jefe no está, yo no sé su número de carné, ni...

—No, no son los del propietario, sino los tuyos, como persona responsable en el momento de la entrega.

El camarero asintió, sacó un bolígrafo y comenzó a cumplimentar el estúpido formulario. Para entonces, el grandote ya había salido con la máquina y se había perdido pasillo adelante, hacia la zona de carga y descarga. El simpático se había aplicado a cumplimentar él mismo otro papelote. En algún momento, comentó con fastidio:

—Coño, cuánto papeleo... Esto es lo que más me jode. Como mi compañero es un cacho carne con ojos, siempre me toca a mí. ¿Te lo puedes creer?

Pero Manolo no hizo demasiado caso. Firmó el impreso y se lo puso delante, diciendo:

—Bueno, ya está. Espero que no haya que hacerlo todo dos veces. —El empleado se lo quedó mirando, confuso. Manolo aclaró—: Quiero decir: el papeleo debería servir para las dos máquinas, ¿no?

El de Playgrama miró al extremo de la barra, donde estaba situada la Mini Cirsa, y sonrió.

—No, hombre, qué va... Esto es un papeleo por local, no por máquina... Si tuviera que hacerlo así, con la de locales que me quedan por visitar todavía...

—No te quejes, que por lo menos estás en la calle. No como yo, que me paso la vida aquí metido, carajo...

—Eso sí —dijo el otro, dándole una copia de cada uno de los impresos.

Manolo se limitó a ponerlas bajo la caja registradora. Luego continuó tomando su carajillo, que se había entibiado.

El empleado estaba ya junto a la tragaperras pequeña, desenchufándola.

—Bueno, la voy a ir preparando en lo que viene el compañero —dijo—. Que, por cierto, está tardando... Este jodío... —Consultó su reloj con impaciencia—. Mira, voy para allá, no sea que se haya liado sacando la máquina del camión. Aparcamos en cuesta... —dijo dirigiéndose a la puerta.

Pero, antes de que saliera, Manolo soltó repentinamente la taza y le gritó:

—¡Eh! ¡Chacho! ¡Espérate ahí un momentito! —El interpelado se volvió, con una extraña expresión de sorpresa—. ¿Por qué no aprovechas el viaje y así terminamos todos antes? —preguntó Manolo, señalando la máquina pequeña.

—La carretilla la tiene el compañero...

Manolo hizo un gesto afable y se dirigió a la cocina, diciendo:

—Bah, no hay problema, compadre... Yo te presto la mía.

Paco el Salvaje aseguró la carretilla y echó un último vistazo al botín situado al fondo: con la modelo Chicago, eran cuatro máquinas tragaperras (a una por bar), seguramente llenas hasta las trancas, a juzgar por el peso. Descendió de la caja del vehículo y gastó solo un par de movimientos expertos en plegar la rampa y cerrar las puertas. Con la manga de la camisa se enjugó el sudor de la frente y contempló por unos instantes la fachada del centro comercial y, algo más allá, la playa, tranquila como lo está siempre cualquier playa un martes a media mañana, por muy turística que sea. Unos cuantos bañistas aislados, algunos corredores solitarios enchufados a sus auriculares, varias parejas de jubilados, todos guiris, todos ancianos, paseando por la orilla o por la avenida, donde los camareros comenzaban a instalar las mesas de terraza. Eso era todo, salvo los dos policías locales que conversaban con la dependienta de una heladería en el otro extremo del paseo. Mientras continuaran allí, pegando la hebra, no habría problema. El furgón estaba en el área de servicio del centro comercial y, en todo caso, él no era más que el empleado de una empresa de recreativos que hacía un transporte, cosa de cargar y descargar, señor agente, cinco o diez minutos todo lo más, mientras viene mi compañero. Raro sería que se pusieran tontos y le pidieran los papeles, sobre todo teniendo cosas más agradables que hacer, como hablar con la heladera, tan jugosita que parecía, al menos en la distancia.

El Marqués llegó al furgón llevando la otra máquina. El Salvaje corrió a abrir otra vez las puertas y a deslizar la rampa, pero no pudo evitar partirse la caja de risa.

—¿Y esto?

—Ya te contaré —dijo el Marqués, agobiado por el esfuerzo—. Y cuando te lo cuente, sí que te vas a descojonar.

2

En la casa roja, Lola estaba probando la carne con papas. Cuando sonó el teléfono, no necesitó mirar la pantalla para saber quién era.

—¿Cómo fue?

Con ruido de tráfico de fondo, el Marqués contestó:

—De puta madre.

—¿Vas a tardar mucho?

—Acabamos de coger la circunvalación.

—Perfecto. Dile al Salvaje que no corra. Hay radares por la Casa del Gallo. A ver si todavía van y les hacen una foto.

—De acuerdo. Nos vemos enseguida.

Lola colgó, apagó el fuego y tapó el caldero. Se felicitó por su decisión de hacer un plato de cuchara. Eran cuatro a comer y aún les quedaba mucha tela que cortar esa mañana.

Lola fue al recibidor y se encontró al Flipao, con su cuerpito flaco y paliducho, viendo un documental en la tele. En cuanto podía, Felo se enchufaba a los canales de documentales. De naturaleza, de historia, de literatura o de política, le importaba tres pepinos la materia: él sintonizaba el canal y se quedaba ahí, ante la caja tonta, absorto, durante horas. Ni se inmutó cuando Lola apareció en el umbral; continuó allí, sentado en el borde del sofá, con las manos juntas en actitud de oración y los codos apoyados en las rodillas.

—Ya vienen.

Él la miró un instante, abriendo mucho sus grandes ojos castaños (los ojos de Felo eran extrañamente hermosos, como si pertenecieran a otra persona), y preguntó:

—¿Cómo fue?

—De puta madre, por lo visto.

Averiguado esto, la atención del pibe volvió a la pantalla, donde una familia de hienas daba cuenta de los despojos de una cebra. Lola no tenía más que decirle y salió al porche. El sol calcinaba el amplio patio delantero, donde estaban su coche y el Opel Corsa del Marqués. Las buganvillas y los maracuyás de los parterres que circundaban la tapia se veían resecos. Esa tarde, cuando hubieran terminado el trabajo, le tocaría regar. Por lo pronto, se conformó con pulverizar algo de agua sobre el helecho de la entrada. Sería un verano duro para las plantas. Pero con lo que sacaran hoy podrían quedarse algo más en casa y prestarles más atención.

Lola acababa de cumplir treinta años y comenzaba a notar cómo la sangre se le amansaba, cómo le apetecía estar allí, en casa, dedicándose a las plantas. Y al Marqués, al parecer, le ocurría igual. Sin embargo, había que buscarse el sustento.

De ordinario hacían timos cortos, cosas rápidas que no daban mucho beneficio pero podían hacerse muchas veces sin que te pillaran. Cosas como lo de las máquinas implicaban al menos una semana de trabajo, la colaboración del Salvaje y el Flipao y mucho esfuerzo. Además, aquello no era la Península, no podías irte cien kilómetros más allá y volver a hacerlo. En la Isla se corría la voz enseguida y los primos se enteraban y no se dejaban tangar. Y, por supuesto, el Margarito les sacaba una pasta por el furgón. No: palos como aquel solo podían darlos una vez cada dos o tres años.

El asunto no era complicado, pero requería su preparación. Para empezar, Lola y el Flipao hacían la ronda fingiendo ser una pareja. Se iban al Sur, a los centros comerciales (siempre los más cutres), y tomaban cafés en bares y restaurantes que tuvieran recreativas. Anotaban los nombres de los negocios, los modelos de las máquinas e, incluso, sonsacaban a los camareros cuál era el día de la recaudación. Esto no era complicado si te hacías pasar por un ludópata de esos que creen tener un sistema para ganar y que se pasan la vida perdiendo.

Era importante que los bares estuvieran en los centros comerciales, porque así había una excusa para no llevar el furgón hasta la puerta. No obstante, por si las moscas, el furgón, como los monos de trabajo del Marqués y el Salvaje, llevaba rotulado el logo de Playgrama. Los monopolios son buenos: el hecho de que la mayoría de las recreativas de la provincia fuera de esa empresa facilitaba bastante la tarea.

La segunda fase era casi burocrática: Lola se encerraba en el cuarto de trabajo con el ordenador y se dedicaba a reunir información sobre los bares: teléfonos, nombres de dueños y encargados, horarios y demás mierda útil. Gracias a las redes, no era complicado averiguar estas cosas. Por último, diseñaba e imprimía albaranes y formularios, todos con el logotipo de Playgrama.

Lo demás dependía del día de recaudación en cada zona. Por ejemplo, si los de Playgrama recaudaban los martes, a primera hora del lunes, Lola telefoneaba al bar desde un teléfono seguro y, presentándose como Silvia, de Recreativos Playgrama, preguntaba por el jefe, usando el nombre de pila de este, como si lo conociera, como si hubiera confianza. A primera hora, los dueños nunca están. Por eso, porque el jefe no estaba y porque llamaban de Playgrama y porque aquella piba tan agradable y simpática tuteaba al jefe, el camarero o camarera, o quien carajo hubiese contestado, no tenía problema en hacerse cargo del recado de que a lo largo de la mañana pasarían por el local empleados de la empresa para, sin coste alguno, sustituir la máquina tragaperras por un modelo nuevo, más moderno, con premios mayores y más llamativa, ya se sabe, la tecnología avanza mucho y, en este negocio, esas cosas son fundamentales.

3

De pronto, todo comenzó a moverse en la casa roja: el furgón llegó y aparcó en el patio delantero; Lola y el Flipao salieron de la casa y fueron hacia allá mientras el Marqués y el Salvaje preparaban la rampa para bajar las máquinas.

Hablaron poco mientras las sacaban y las iban llevando, una a una, a la caseta. La tapia era alta y la mayoría de los vecinos no estaba, pero nunca se sabía: unos tipos destripando una máquina tragaperras en el patio de una casa de campo hubieran llamado la atención como un drag queen en un bautizo. Así que fueron a la caseta con las tragaperras, y el Marqués y el Flipao comenzaron a elegir llaves y ganzúas, al tiempo que el Salvaje volvía al patio para desprender de los laterales del furgón las grandes pegatinas con el logo de Playgrama. Las quitó con cuidado, casi con cariño, mostrando una delicadeza contradictoria con sus grandes manazas de luchador.

El Marqués y el Flipao se dieron algo más de brillo con las recreativas, pero también procuraron ser cuidadosos. La primera cerradura, la de la Chicago, cedió fácilmente, y Lola tomó los cajetines y se los llevó a la casa para comenzar a contar el dinero, mientras los otros dos comenzaban con la siguiente.