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El retrato de Irene

Alena Collar

 

 

 

 

Baile del Sol
Baile del Sol

A mis padres. A María Virginia.

A todos los amigos/as que en Facebook me ayudaron con tanta generosidad cuando les pedí sugerencias musicales para escribir algunas partes de esta novela.

A Marian Izaguirre por “la calle Iparraguirre”…

 

I Parte
Como un lienzo inacabado

Capítulo I

Me llamo Álvaro y soy escritor. O mejor dicho, soy periodista. Y ayer colgué el retrato de mi abuela, Irene, en la pared.

En la pared de mi casa, que también fue la suya hasta que murió.

No quise ser diplomático, como fue mi abuelo. Estudié lo que mi padre.

A mis padres los mataron entre el 24 y el 28 de octubre del 73, no está muy claro, en Santiago de Chile.

Y ahora he encontrado estos cuadernos. Estos cuadernos que me agobian, me hacen daño, me conduelen.

Vivo en España. Y no sé qué hacer con estos cuadernos. Estos cuadernos tan gastados de tapas horribles, amarillas.

Mi abuela los escribió los últimos años de su vida. Tantos rincones ocultos de la memoria, tanta memoria recoleta.

He encontrado también algo anterior; muy fragmentario, una especie de diario que aclara y complica las notas de la narración posterior.

Ahora sé, se advierte de sus palabras, que con este último quiso aclarar esa fragmentación.

Ayer colgué otra vez en la pared el retrato de Irene. Ese que presidió años la casa de España y del que nunca me explicó quién lo hizo, ni por qué lo conservaba, ni por qué no quiso colgarlo en Chile. Aquí llevaba dos meses retirado de su sitio; Carmen me dijo que tenía miedo de que «alguien se lo llevara»; el polvo que había tomado en el armario me hizo estar un buen rato de limpieza.

Mi abuela hablaba muy poco. Era dueña de casi todos los silencios. No sé si llegué a conocerla bien. Zonas enteras de su vida alejadas de mí. Ahora tengo la impresión de que pretendía protegerme. Que no supiera. Que no me hicieran daño las cosas, que pudiera encontrar la belleza sin pasados que la dañaran. Sin embargo, la muerte de mis padres me arrasó la inocencia; crecí a destiempo. No sé si ella llegó a entenderlo. No lo sabía al menos.

Y ahora tengo este cuaderno. Delante. Ya cerrado. Después de una semana de lectura de esta letra rasgada. Firme. Después de otros tantos días de preguntas, de búsqueda de respuestas en quien aún podía darlas. Después de ordenar todo eso en este cuaderno; el mío, con toda esta historia. Toda la noche he estado pensado que es una historia más que solo me afecta a mí. La mayoría de las personas de quienes habla están muertas. ¿Qué más da ya todo?… Y, a la vez, toda la noche he estado pensado que quizá contando, dando a conocer su historia podré restaurar la Belleza; todo aquello que perdimos cuando, en tiempos tan distintos, ella y yo fuimos felices.

 

Imagino que todo empezó porque ella amaba los jardines…

 

Salvo Carmen (su amiga íntima), casi todos los personajes de esta historia están muertos. Ella, Rafael, mis padres, hasta Larráz, «el pobre Larráz», como ella lo llamaba.

Tengo estos escritos: fragmentarios, a veces con fecha en las anotaciones, otras sin ella; pensamientos que van y vienen, escenas inconclusas. Contradicciones en hechos o, al menos, hechos narrados a su manera, con una prosa que cambia, demasiado solemne a veces, otras, brevísima. Como si cortara a medias lo que dice. Recortes de prensa, fotos antiguas, apuntes de diario, reflexiones. Algunos textos largos, meditados, elaborados. He ido completando la parte de la que no hablan los cuadernos, las cosas que calló definitivamente; yo sí he hablado, he preguntado, he querido saber, he ido recomponiendo su relato; este que ahora dejo aquí es el nuestro, un rescate de lo que fue, de lo que pudo ser. Un rescate del olvido.

 

Rescatan del olvido, sí. A mí me dan un ayer no vivido, un ayer gastado por ella, un ayer roto. Pero que también es el mío.

Imagino que todo empezó porque ella amaba los jardines.

 

Eso dice.

«Esa quietud. Encontraba esa quietud en este lugar. Donde iba sola. Las tardes que no estaba él. Que no había venido. Que no salíamos en grupo.

Pasear me mantenía a salvo, pensaba. A salvo del mundo de fuera. De sus amigos y los míos, que sí, me agradaban, pero me cansaban también.

 

Esa quietud de mirar por mirar, pasear por las zonas umbrías, entreveradas de sol esquivo, abandonadas al paso habitual.

 

Adentrarme en los lugares ocultos, pisar la hierba a salvo del guarda, a veces llevar un libro, leer algunas líneas. Pensar.

 

Pensar solo en lo que el pensamiento errático quería desvelarme. Como una onda que se moviera acompasada y lenta, sin estridencias; apenas un murmullo, un recuerdo: como alas de gaviota que planearan.

 

El pensamiento iba, regresaba, se detenía en lo nimio; lo retenía o lo apartaba según me apeteciera. Pero era el mío, era libre y yo, dejándolo fluir, lo construía. Como un edificio imaginario al principio, pero, si el tiempo era suficiente, al final, como una arquitectura hermosa: llena de Belleza. Plena en sí misma. Autosuficiente.

 

Naturalmente iba sola. El jardín era, yo lo sentía así, solo para mí. Para mi soledad. Nunca hablé con nadie de esas estancias.

 

A lo largo de tantos años.

 

Como lo único que me pertenecía a mí por completo. En exclusiva. Sin tener que compartirlo. Mis estancias en el jardín, como empecé a llamarlas interiormente».

 

 

A mí también me gustan los jardines. Ella me enseñó a amarlos.

 

Sentado en el sofá del salón de esta casa. Esta casa tan grande. Enorme para los dos. Esta casa que ahora he puesto en venta y que tardaré meses en deshacer. No importa. Puedo así venir a recordar una historia que no viví: ¿Se puede recordar una historia no vivida?; más bien dejar que otros me la cuenten para vivirla hoy a mi manera.

En este sofá de rozaduras en la piel. Como las suyas, me temo. Roces del tiempo. De los años.

Memoria fragmentada mientras la tarde me invade y el sol resbala en los bibelots.

Carmen está a mi lado.

Ella es también memoria.

 

La miro. Carmen ha cambiado poco desde que la conozco; mejor, desde que tengo idea de conocerla: era yo muy pequeño y entonces era simplemente la «amiga de la abuela». Este pelo recogido en moño, un poco rebelde, canoso; esa falda tableada, esos zapatos… ¿Podría decir que denotando cierta coquetería?…

Esa imagen que desde crío me dio de seguridad, la impresión de saber lo que quería.

Al contrario de mi abuela, Carmen habla como una cotorra. Mezcla cosas, tiempos, personas…, pero de todo ese batiburrillo surgen también ideas, notas sobre gente que desconocí, hechos que nunca me explicaron y que tuvieron consecuencias.

 

—¿Café?…

—Y azúcar, hijo.

 

Le sirvo y se sonríe.

 

—¿Qué haces, Carmen?…

—Poner la radio…

—No han dicho nada…

—Bueno, pero pueden decirlo en las noticias.

 

Me mira y baja el sonido.

 

—Carmen…, será cuando sea.

—Pues estoy deseando oírlo, ¿tú no?…

 

No sé qué decirle.

 

—Yo lo que siento es que se muera en la cama, Carmen, después de tanto. Que se haya dado el gusto de morirse en la cama. Que haya servido de tan poco todo…, que tanto dolor acabe en que se muera en su cama.

—En su cama no, en el hospital.

—Es igual. ¿Sabes cuántas veces al venir a España soñé que lo mataban?… Soñaba… soñaba que estaba con mi padre y lo veía dispararle, saliendo de un edificio…, se caía y mi padre corría hacía mí sonriendo, y decía: «¿Viste?… Ahora ya no me moriré nunca»…

 

Se queda callada, bebe otra vez café.

 

—Supongo que sí, que para un niño era colocar las cosas a su sitio… como hacer justicia.

—Sí. Algo así.

 

Nos quedamos sin saber cómo continuar en este diciembre de frío. La radio no ha dicho nada; que el exdictador chileno está en estado crítico. Sin más. Apaga la radio. Vuelvo a lo que quería preguntarle; estos cuadernos, esta manera de restituirme la memoria. Aunque no me restituya las vidas.

 

—¿Tú sabías que Irene escribía?…

—De joven sí lo hizo. Publicó un librito hacia el año 35.

—Ya. De eso habla en los cuadernos.

—A Rafa y a Agustín no les gustó. Ya sabes, una mujer… y además, una cosa tan poética, tan poco militante… Ellos estaban muy metidos en política.

—¿Y tú?…

 

Me levanto y voy por azúcar.

 

Cuando vuelvo, Carmen está en otra parte, por decirlo de algún modo. La observo mirar. Los cuadros, los dos jarrones, uno amarillo y otro de tono salmón; fotografías, los estantes con libros, la porcelana de Marita. El retrato de mi abuela.

 

—Le gustaba esta casa. En Chile hablaba tanto de ella. Decía que se acordaba de su hermana poniendo flores en los jarrones y de su padre, de sus manos. Y de las reuniones cuando su madre tocaba el piano.

 

Me mira.

 

—Debía de ser una casa muy alegre; a mí cuando llegamos me asustó un poco.

—Tenías trece años, y es muy grande…

—Sí, supongo que era eso; es muy grande y nosotros solo dos… Tenía eco…

— ¿Eco?…

 

Me río.

 

—Sí, eco. En los pasillos, si hablas desde el principio del pasillo, la voz se oye como en eco… y no me gustaba nada; luego me acostumbré, claro.

—Pero la casa de Irene en Chile también era muy grande.

—Sí, pero estaba siempre llena de gente: mis padres, ella, el abuelo hasta que murió en el 70, amigos… Y el jardín le daba color…

—Qué maniática tu abuela con los jardines…, no sé qué encontraba en ellos…

—Decía que eran «un lugar salvo». Mira…

 

Me levanto.

 

—No tiene fecha —le digo al volver y abrir el cuaderno, uno de los más gastados, como si lo hubiera releído muchas veces—. Tiene una anotación tachada, ¿ves?… No se lee bien…

 

Carmen inclina la cabeza.

 

—Es una jota, y luego una d, pero no entiendo, igual es el nombre «jardín», parece como un pensamiento breve ¿no?…

—Está lleno de cosas así.

 

Se lo leo.

 

«Los jardines y el nacimiento del alba. Aquella juventud. Aquellos senderos, caminos, estatuas visitadas, hierba en ascenso, crepitar del día, tanta luz en los ojos. Tanta inocencia ante lo no dicho aún. Lo no nacido. Yo quería permanecer en el silencio de las mañanas quietas. En la salvación de la luz callada. En la umbría del paseo solamente con el rumor del agua. En ese silencio encontraba la paz. La belleza.

 

Cuando no quedó nada fuera de las estancias en el jardín y solo atesoré conmigo la memoria de un mundo en crepúsculo, lo reconocí como el único mundo habitable.

 

En el que nadie preguntaría nunca el porqué de nada. La causa de las cosas. Las consecuencias de los actos o de los olvidos. Las pequeñas traiciones o, simplemente, el desamor.

 

El jardín era el único lugar salvo».

 

 

—Hijo, tu abuela era una romántica en el fondo. Me acuerdo con la exposición de Rafael… —Me mira y duda—. ¿Tú sabes algo de Rafael?…

—Algo, sí —omito que quiero, que espero, que me rellene todas las lagunas de ese «algo» que he leído, sí, pero que quiero saber cómo, por qué, en qué momento ella pudo escribir aquellas palabras, «tantas consecuencias de actos que se ignoran, tantas traiciones pequeñitas».

—Era pintor, un buen pintor. La exposición la hizo… ¡Ay, caramba con las fechas!… Ya no sé si en el 35 o en el mismo 36… Y fuimos a verla, claro.

—Pero la abuela no pintaba.

—No, no, ella no. Aunque tenían esta casa llena de cuadros, a tu bisabuelo le gustaba mucho la pintura, igual más el grabado, pero ya ves que aún se conservan…

—Sí —le corto porque se embala—. Cuando vinimos había más; luego ha regalado bastantes cosas; a la prima Celeste…

—¿La pesada?… Porque mira que es pesada la prima Celeste, y eso que ahora tiene la cabeza medio perdida… Cuando tu abuela era joven, era una metomentodo; Celeste, digo. Por meterse, se metió hasta en las cosas de ella y Rafael. Y de Santiago conmigo… Menos mal que nos casamos y nos fuimos.

—Para, Carmen…

 

Voy a pedirle que me cuente lo de la exposición, pero mira el reloj y se levanta.

 

—Es tardísimo. ¿Vas a venir mañana?… Así seguimos hablando… hablando de la abuela.

 

Baja la voz y noto cómo le tiembla un poco.

 

—De Irene… hay tanto de ella… No sé si llegó a saber que yo la quería mucho…, éramos tan distintas… Claro, en la vida de todos los días, quiero decir —me mira a los ojos—. En la vida normal no es muy fácil decir te quiero, ¿verdad?…

—Yo tampoco se lo dije, Carmen —sonrío—. Pero supongo que lo sabía.

—Sí, igual sí.

 

Va hacia la puerta y me despide con un beso.

 

—Qué guapo eras de pequeño…, tan guapo como tu padre.

 

Hay una sombra que atraviesa la habitación cuando menciona a mi padre y ella lo nota.

 

—No he querido…

—No pasa nada —le doy un golpecito afectuoso en la cara—. Sé cuánto los querías; ellos a ti también, y me alegra ser así de guapo…

 

Cuando se marcha, tengo que encender la luz. Es ya de noche. Me asomo al balcón y abro el ventanal. Recuerdo las primeras mañanas en esta casa a finales del 73.

 

Era casi otoño. Antes de que empezara en el instituto. Antes de mi entrada «en la vida madrileña como uno más», según palabras de la prima Celeste, que vino a «dar su aprobación».

 

La casa no tenía jardín, como en Chile, pero sí terraza.

 

—¿Aquí vamos a vivir?

—Aquí, sí.

 

Ventanas en el salón.

 

—En aquel árbol hay pájaros.

—Cuando yo vivía aquí —me dijo—, venían todas las mañanas, sobre todo en primavera.

—¿Desde el parque del otro día?…

—Sí.

—Mira —me dice.

 

El libro de Juan Ramón Jiménez era nada menos que de 1922; me leyó despacio un poema: El viaje definitivo.

 

—Siempre hay pájaros cantando. Aunque no lo parezca — me dijo bajito.

 

Me acariciaba el pelo.

Tomé el libro y leí en silencio, para mí.

La miré.

 

—Sí. Aunque no haya ya nadie para verlos.

 

Enciendo un pitillo. Ahora es invierno y hay una luz tamizada, un perfume distinto. Y todavía hay pájaros.

Fumo despacio mientras me llegan aromas de esta casa; ese sabor añejo que ahora me gusta y que de pequeño, sin embargo, me daba miedo…

Recuerdo su conversación con Celeste, conmigo delante como mudo testigo, tan mayor y tan buena y tan tonta, con sus «y tú querrás ser como tu abuelo, diplomático», y las insinuaciones del colegio —«católico, por supuesto»— al que había que llevar «al niño».

—El niño no iba a un colegio católico, Celeste —le dijo—. Iba a la pública. Sus padres no eran creyentes.

 

Celeste me miró de reojo mientras yo, de espaldas, parecía no escuchar. Luego añadió con cierto retintín:

 

—Tú tampoco lo eras entonces… Irene.

—Es verdad.

—Tu madre sí, Irene, de misa diaria.

—Mi madre era lo que aprendió a ser, Celeste. Supongo que le fue mejor así.

 

Siempre había algo como un detenerse, como un callarse de pronto. Vi que me miraban y me hice el tonto; desde pequeño he tenido esa sensación con mi abuela. De algo que yo desconocía, como zonas íntimas a las que yo no debía entrar, zonas de tensión entre gentes que la rodeaban, palabras que se decían a medias, alusiones que se cortaban de súbito si estaba delante. Y al lado estaba mi vida normal, mi corriente vida en Chile, mis amigos del colegio, o jugar con mi padre al fútbol cuando salía del periódico donde trabajaba, o ir a buscar a mi madre a la emisora de radio… Hasta aquella noche.

Pero no es de eso de lo que quiero hablar. No es esa vida la que me interesa, sino la de Irene, quizá pueda explicar la mía. Las zonas de sombra. De lo que no se habla. De lo que detiene la voz. De lo que dicen los ojos cuando se apartan y miran a otro lado.

Capítulo II

Me he despertado temprano, después de una noche inquieta pasada entre sueños raros: figuras, personas que no he conocido realmente, paseos por esta ciudad en un tiempo remoto, voces y sonidos sin sentido, palabras cortadas en medio de frases absurdas.

Lo recuerdo de modo tan confuso al abrir los ojos que me entra dolor de cabeza.

Al levantarme, antes de la ducha, veo desde la ventana que las calles están envueltas en niebla.

Después del desayuno tengo una sensación febril, de haber pasado frío.

Me tomo la segunda taza de café, más despacio que la primera. Saboreándola junto al cigarrillo. Entonces suena el teléfono fijo, sobresaltándome y recordándome que tengo que dar de baja la línea.

 

Es Celeste quien llama. Al escucharla, escucho una voz alterada, fuera de la realidad, mezclando cosas. Me pregunto cómo ha influido la soledad, los años, en ella. Se expresa de forma inconexa, me confunde su charla. De ella sé que tiene una interna que la cuida, que vive sola y que hace años que no la veo. Poco más.

 

—Que me ha dicho Carmen que estás en casa de tu abuela para venderla.

—¿Para venderla?…

—La casa. Y que vas a estar unos días.

—Sí, hasta que recoja y la venda.

—Y claro, ahora a ver quién quiere comprar ese estafermo…

—¿Qué estafermo, Celeste?…

—¡Pues la casa, hijo, pareces tonto!… Bueno, tú, luces, no tuviste nunca muchas… Digo yo que si Santiago lo sabe.

—Pero, Celeste, ¿cómo lo va a saber Santiago si lleva diez años muerto, mujer?… No digas disparates…

—¡Huy, pero qué dices, yo de eso no me he enterado, a mí no me lo habéis dicho!…

 

No puedo evitar reírme y Celeste se enfada.

 

—¡Vamos, cuando yo digo que eres un sin alma!… Mira que reírte…

 

Decido seguirle la corriente porque si no va a ser imposible.

 

—Y, ¿qué querías?…

—Pues que me va a llevar a verte la tonta esta… que no me acuerdo cómo se llama.

—¿La chica que te cuida, dices, la interna?…

—Eso. Porque para una vez que vienes, que desde que te fuiste fuera ya ni vienes a ver a tu abuela…

 

Suspiro.

 

—Sí, Celeste, mal nieto soy…

 

Escucho una voz femenina a su lado, que de modo muy suave le insiste y al fin le pasa el teléfono.

 

—¿Señorito Álvaro?… Soy Katy, la chica que cuida a su prima…

—Dígame, sí…

—Que no se preocupe, que no vamos a ir, que es que su prima tiene manías y le ha dado por ir a verlo, pero ya me ocupo yo de distraerla. Que es que he salido un momento a comprar y a la vuelta estaba llamándolo a usted.

—¿Sabe si ha estado ahí doña Carmen?… —le digo.

—No, no, la llama todos los días, pero no ha venido.

—Bueno… Si va, le dice usted que a la tarde se venga por aquí un rato, que la invito a café.

—Lo que usted diga, adiós, y perdone… Le pongo con la señora.

 

Tarda. Debe de haber salido de la habitación, pienso. Al rato oigo pasitos pequeños, como un arrastrar de zapatillas. Se pone al teléfono.

 

—Esta tonta que no sé qué tiene que hablar contigo. Pues te decía que quiero ir a verte porque, claro, Carmen me ha dicho, y dice que andas como triste y preguntando cosas de tu abuela, y yo quería decirte que tu abuela hizo muy mal las cosas; así de clarito, desde el principio: lo primero aquella estupidez de irse a Irún y, luego, casarse con aquel perfecto idiota en vez de con su novio de toda la vida, que volvió el pobrecito de la guerra y se encontró compuesto y sin novia, y así le pasó, que estuvo años para reponerse, que tu abuela lo dejó por ese idiota. Ya se lo dije por teléfono, que no la vi, muy clarito cuando volvió para la muerte de su madre: «Tú te fuiste porque te dio la gana, ahora no vengas con esa cara de pena»…

—Bueno, Celeste…, ya me lo contarás despacio…, ¿eh?… Están llamando a la puerta y te tengo que dejar.

 

Colgué sin más. Nadie llamaba a la puerta, pero con Celeste es la única forma.

 

La casa de mi abuela parecía, o eso sentía yo, inquirirme de forma silenciosa. Esos techos altos, esos aparadores antiguos, esos recuerdos diseminados procedentes de su vida en Chile: aún estaba allí un horrendo jarrón de cuarzo amarillo, regalo de un viaje a Brasil que hizo con mi abuelo. Me parecía horrendo porque, de pequeño, al mirarlo de cerca, me reflejaba la cara en fragmentos, claro, y me asustaba. Las lámparas de araña plateadas, fotografías…

Cuando viví con ella casi nunca preguntaba por todo aquello: no me atraía, no me gustaba demasiado, no lo sentía como propio. Con el paso de los años, lo adapté como un paisaje cotidiano, pero no mío. Nunca se me ocurrió indagar, saber cómo era su vida cuando ella era joven; ahora pienso que fue una resistencia interior, del niño que fui y luego del adulto que se marchó, a reconocer en el pasado algo común conmigo. Aún hoy me cuesta trabajo. Cuando llegamos a España yo me sentía chileno; la familia de ella no era la mía. Mi familia eran mis padres, y estaban muertos, muertos de cuneta bajo balas y botas militares. Enterrados de mala manera en una tumba sin nombre.

Crecí un poco a contrapelo de su vida habitual. Las personas que nos visitaban, sus amigos, las cosas de las que hablaban, me llegaban de forma indirecta, a retazos; había que añadir a esto ciertos silencios en algunas conversaciones, cambios de tema en determinadas alusiones, gestos usuales de «delante de Álvaro, no».

 

Cuando empecé la universidad sí me pregunté la razón de aquellas parcelas de… de secretismo o de no acabar relatos delante de mí, solo que no soy, o no era, alguien que discutiera por eso; rara vez en algún asunto en concreto le dije a mi abuela: «¿De quién hablabais así?» o «¿Quién era fulano?». Mi abuela, a quien debo de parecerme más de lo que pensaba visto su diario, siempre respondía igual: «No importa, hijo, un amigo de cuando yo era joven».

 

Solo Carmen, en dos ocasiones, respondió por ella directamente.

La primera al llegar a España, cuando pregunté por el retrato. Mi abuela se había quedado callada y fue ella, Carmen, la que con toda naturalidad dijo:

 

—Lo pintó un buen amigo de tu abuela, Rafael. Para recordar lo guapa que era de joven. No estaba colgado en su casa de Chile.

 

La segunda ya empezando la universidad: estaba buscando como un bobo un álbum de fotos que había traído de las vacaciones y, al sacar varias cajas, se cayó una de ellas con un montón de papeles dentro; al recogerla y meterlo todo de cualquier manera, se vino al suelo una fotografía de gente desconocida para mí y, en ella, mi abuela estaba apoyada en el hombro de un tipo que no era mi abuelo. La foto era de un grupo. Mi abuela estaba sonriente, con un vestido de época, como de excursión, y la reconocí porque era la imagen del retrato. Del tiempo del retrato quiero decir.

Llevé la foto hasta donde ellas estaban hablando, al lado del balcón. Sentadas en estos sillones de piel y cuero que la han sobrevivido.

 

—¿Eres tú, abuela?…

 

Le tendí la fotografía.

Mi abuela no dijo nada.

 

—Sí, es tu abuela. Es en una excursión a Guadarrama.

—Y, ¿el tipo este tan sonriente?…

—Era Rafael, el que pintó el cuadro —volvió a decir Carmen.

—¡Anda!… ¿Es que era tu ligue?…

—Sí —se adelantó otra vez Carmen—. Fueron novios hasta la guerra.

—¿Y se metió por medio el abuelo?… Mira qué avispao

—Algo así —se volvió a adelantar Carmen—. Que se la llevó de calle… tu abuelo, digo… ¿Verdad, Irene?…

 

Me pareció, pero no le di mucha importancia, que a mi abuela no le gustaba mucho la conversación.

 

—Eso es, de calle. De calle y de barco… Bueno, de barco no, que ya nos habíamos casado al salir de aquí.

 

La verdad es que tampoco pregunté más. Para mí entonces era mera curiosidad por una fotografía.

 

—¿La meto en donde estaba?… Es que se me ha caído la caja…

—Ya hemos oído el ruido, sí —respondió—. Sí, métela ahí… o si no… trae, déjala aquí, luego la guardo yo.

 

La fotografía debía de ser del tiempo en el que en los diarios habla de las excursiones que hacían, de amigos suyos, de su hermana. Complica un poco el relato, porque primero explica asuntos de nuestra llegada a España y luego se dedica a hablar de su juventud y vuelve a nuestra llegada; tendría que pensar si es confusa aposta o porque le venían las ideas a la cabeza y las iba colocando así…

Pero me ofrece datos, alusiones que me hablan de ella de otra manera, una forma de ser desconocida para mí. Y que dan pie a otras preguntas.

No ha puesto ningún título a estos recuerdos que copio ahora. En otros hay fechas o los titula o hay datos alusivos, pero en varios no hay nada: solo una raya azul separando escritos.

 

***

 

«Álvaro, mi nieto, regresó a tiempo de inaugurar la terraza y de empezar el instituto, donde pude matricularle. Con Carmen y Santiago, ese verano había visitado Toledo, Segovia y Aranjuez; había tomado color moreno, había crecido en estatura. Tenía una sonrisa triste cuando me abrazó y me dijo: «Abuela, para estrenar», y me dio aquellos esquejes de rosas.

 

Pensé que su pequeña vida era eso aún: un esqueje, un proyecto, una semilla que plantar. No quise dejarme llevar por la imagen de otras rosas, tan lejos… ya secas, imaginaba. No quise pensar.

 

«El otoño vendrá con caracolas / uva de niebla». Recordé la frase los primeros días de lluvia de octubre. Desde el balcón de casa veía la amplia calle flanqueada de árboles; goterones y hojas caídas. El bullicio del tráfico. Pasada la novedad de nuestra vuelta, las visitas se espaciaron y entendí que era el momento de instalarnos en esa bendición que se llama rutina. La rutina como una necesidad. Como apaciguamiento. No había sido así siempre; si alguien me hubiera dicho de joven que iba a desear que los días simplemente transcurrieran, que se mantuvieran con los mismos hechos, con la misma costumbre, del mismo modo, me hubiera chocado, lo hubiera visto ajeno a mí.

No era mi vida rutinaria de joven; vivir no era una costumbre, sino un riesgo, un atrevimiento, una apuesta. Y cada día traía cosas nuevas, proyectos distintos, gente que conocer, lugares a los que ir, como aquella excursión a visitar pueblos abandonados en la que nos embarcamos con entusiasmo, unas cámaras rudimentarias de fotos y aquellas tarteras con tortilla y fiambres, y que nos hizo retratarnos en El Cardoso al lado de una iglesia en ruinas. No eran ya buenos tiempos para las misiones pedagógicas que había instaurado la República y solo pudimos ir a aquella excursión por cuenta propia, con un amigo de Agustín, profesor de Arte, pero al margen de aquellas salidas organizadas. A la vuelta se nos paró el automóvil a la entrada del Pardo y los empujones a aquel Ford 8 HP, con «visera interior para el sol», como rezaba el anuncio de la época, fueron también de época…

 

—No me digas que vamos a ir empujando hasta Madrid…

—Irene, no será que empujas tú mucho…

 

Rafael llevaba razón: las chicas no empujábamos…, pero nos reíamos, eso sí, delante de las caras de apuro de Agustín, del profesor y de Rafael. Al final, la carraca aquella empezó a renquear, pudimos subirnos otra vez y, con más toses y carrasperas que don José María Pemán, llegamos a Madrid.

 

—No sé si me hace mucha gracia que andéis en esos viajes con un coche tan desastroso.

 

Dijo mi padre cuando le contamos la aventura.

A mi padre no le terminaba de gustar aquel profesor de Arte.

 

—Profesor de nada.

 

Amigo de Agustín sobre todo, fino, delgadísimo, con un bigotito recortado, pañuelito en el bolsillo superior de la chaqueta, educadísimo, conocía muy bien cuadros, grabados e iglesias antiguas; especializado en el siglo dieciocho, tenía un discurso que a Marita la encandilaba. A mí no me caía mal, es simpático, le dije a mi padre.

 

—Es raro. Me refiero a sus ideas. No me gusta. Lo han visto en sitios que no me gustan. Con gente que no me gusta.

 

No acabé de entender hasta que mi padre me aclaró que el profesor parecía estar en muy buena sintonía con personas falangistas de la época.

 

—Es amigo de Ridruejo y de Sánchez Mazas. ¿Lo sabías?…

—No. No lo sabía. No hablamos de política.

—No hablarán contigo. Pero esas cosas se saben en Madrid.

 

Me preguntaba qué tendría que ver que fuera lo que quisiera para no poder ir con él de excursión. Le pregunté a Marita.

 

—Papá es un antiguo. Miguel, el profesor, es un adelantado a su tiempo y está en las nuevas ideas, es un vanguardista.

—Y tú, ¿compartes esas nuevas ideas?…

 

Mi hermana se echó a reír. «Yo comparto todo lo que se sale de la rutina», dijo. Y salió de la habitación en la que hablábamos.

 

Marita…

 

Aquella fuerza natural que era mi hermana. Aquella tarabilla de risas y jovialidad y buen humor y guasa. «Tienes mucha guasa, niña», le decía Agustín al inicio de su relación. Y ella se reía. Lo miraba, se reía y hacía un gesto de qué sabrás tú mientras seguía la charla, con unos y otros, en casa o en las reuniones que hacíamos o en el parque, junto al agua, y se quitaba los zapatos en aquellos días de mayo y se mojaba los pies a descuido del guarda; «Qué gusto, hija, qué fría»… Y me salpicaba. Y después al llegar a casa, «estoy agotada», se descalzaba de golpe y entraba así, en calcetines, en el despacho de papá a contarle algo o a pedirle permiso para una excursión, o se iba con mi madre a su cuarto a cotillearle entre risas cualquier cosa.

 

Marita, que me miraba un poco maternalmente, que me protegía sin decirlo de las posibles meteduras de pata de algún amigo que se salía de tono: «No vayas con Roque, no quiere nada bueno, aunque sea amigo de Agustín»; que se pirraba por los helados de fresa y la horchata de los merenderos; y que en las verbenas montaba en el tiovivo y a la salida, con el mareo, decía que su cabeza era un tobogán de buenas ideas…

 

Y mientras tanto, pensé, yo no sabía.

 

Yo no sabía lo que estaba sucediendo en la sombra. Detrás de mí. En ese plano al que nunca pude acceder; en esa realidad tan de ellos que solo con los hechos consumados se me enfrentó de golpe.

 

Como despejando la niebla de un jardín y dejando las estatuas al desnudo.

 

Ahora era distinto, al regresar con mi nieto; ya no deseaba más salidas. Idas y venidas. Gentes y relaciones. Tráfago. Ahora solo quería silencio. Y el jardín de la terraza. La luz filtrada. El olor a tierra mojada. Hundir las manos en las macetas. No tener que explicar más nada nunca a nadie. No tener que pedir explicaciones. Aceptar la vida así. Este silencio compartido. El sosiego del que sabe que ya no puede sucederle nada más. Que todos los actos que le han traído hasta aquí están cumplidos y que solo se puede esperar que el tiempo transcurra. Que las palabras ya no salvan porque no nos salvaron antes y es tarde. Que ya está todo dicho. Que ya no se dirá lo que nunca se dijo. Que nadie dará respuesta a las preguntas equivocadas. Ahora solo era necesario callar.

De joven no me asustaba explicar. No me molestaba, no me sentía indecisa o insegura. Con amigos porque los veía como iguales a pesar de ciertas tendencias al machismo de Agustín, que miraba hacia otro lado cuando «las chicas» nos oponíamos a alguna idea suya. Con Rafael porque no solía decir nada, simplemente dejaba que dijéramos y la mayor parte de las veces o cambiaba de tema o terminaba con su frase: «Será como tú dices». Y en casa había la confianza suficiente para no tener que justificar una opinión u ocultar algo.

 

Y sin embargo la falta de explicaciones de otras personas, de otros actos, dio lugar a decisiones en mi vida que me llevaron por caminos impensables».

 

***

 

Mi abuela al volver se empeñó en adecuar la terraza para simular un pequeño jardín. Cuando volví del verano —creo que ella me sacó de la casa consciente de que todo aquel visiteo de familia y amigos que yo no conocía de nada me ponía histérico— con Carmen y Santiago, ya estaba preparada para su afición… y la mía.

No recuerdo los esquejes que escribe que le llevé. Supongo que sería idea de Carmen. Pero de lo que dice se me abrieron preguntas. Mi abuela no era una persona decidida, ¿de qué habla cuando explica que «la falta de explicaciones de otras personas, de otros actos, dio lugar a decisiones en mi vida que me llevaron por caminos impensables»?…

 

Por eso quiero hablar con Carmen. Es curioso que ahora que no está mi abuela es cuando quisiera poder hacerle preguntas.

Capítulo III

Iba paseando por El Retiro. Paseo lento. Desconozco la mayor parte de su historia y, sin embargo, desde que llegamos a España es un lugar que me ha gustado. Tengo tantos recuerdos de pasearlo con la abuela…

A veces me contaba cómo era antes. En ese «antes» había siempre una cadencia de nostalgia que yo de niño no podía entender del todo: me hablaba de él como de un personaje con vida propia y, aunque esa calidez la sentí con nuestro jardín de la casa de Chile, aquí no era lo mismo.

Se detenía. Miraba como sin ver. Más lejos, más allá de donde estaba yo. Me parecía de pronto una extraña. Alguien lejano que hubiera llegado a través del tiempo para contarme historias que no eran mías.

Mi adolescencia no fue sencilla. Por una parte, ella me cuidaba, me respetaba en los silencios, en lo huraño de mi carácter, me llevaba de paseo y me contaba historias; y por otro lado, no podía evitar sentirla lejos: no me daba seguridad su presencia, sentía que estaba solo frente a mis miedos, no tenía ganas de compartir con ella mis recuerdos chilenos. Era como un compartimento estanco que hubiera cerrado al exterior.

Ahora, en esta mañana de paseo, después de la charla con Celeste, sin embargo, me venían a la cabeza frases, dichos, comentarios, que habían dejado su huella en mí casi sin saberlo.

Me fue difícil adaptarme al instituto. Llegamos a España en noviembre del 73, pero durante algunos meses estuve en casa de Carmen y Santiago. Me incorporé a las clases en el otoño del 74.

Entre 1974 y 75, y casi hasta iniciados los 80, en España los institutos estaban en manos de profesores del régimen. Imperaba la ley del «Tú te callas». Y uno se callaba casi todo. Se acababa de instaurar el BUP, la religión era obligatoria, lo fue hasta 1979. Las clases eran exposiciones doctrinales en las que teníamos que subrayar en los libros, repetir como loros lo subrayado, hacer ejercicios de memoria casi surrealistas y olvidarnos de querer entender algo. Salir de clase era una liberación.

Luego estaban los compañeros. Había allí de todo. Gente de clase trabajadora a la que repetían todos los días que ellos estaban allí por caridad cristiana; niñatos de jersey Lacoste, repeinados y oliendo a colonia, a los que incluso allí iban a buscar sus padres, pero sobre todo una masa anónima en la que procuré integrarme como supe, de gente que no estorbaba, no molestaba, decía que sí y estudiaba lo que podía para que no lo llevaran al despacho del jefe de estudios.

Regresar de aquel ambiente, en el que Franco —que moriría aquel año— era considerado el Caudillo y en el que los escasos profesores que pensaban diferente tenían que hacer ejercicios de equilibrista para que nos diéramos cuenta de ello sin que trascendiera, al de casa de mi abuela era extraño.

No entendí entonces que hubiéramos venido a España saliendo de lo que salíamos en mi país para meternos en un ambiente como este. Naturalmente que el régimen estaba dando las boqueadas, pero yo no percibía eso, solo me enteraba de los gritos histéricos de la profesora de latín cuando confundías un dativo con un acusativo.

De mi situación personal no conté media palabra. Topé incluso con algún compañero en situación contraria a la mía; un chico alto y rechoncho, granuloso, de pobladas cejas que se pasó de octubre a marzo explicando cómo su familia estaba preparando el regreso a Chile porque «ahora se podía vivir allí sin los marxistas». Topé, pero no halló en mí salvo un silencio absoluto. Lo escuchaba muchas veces, repetía como un loro lo que su madre decía en casa, nos explicaba que ahora «todo estaba en orden y como debe ser». Yo recordaba. Me alejaba del grupo en el que estaba, me escondía tras el libro de geografía que explicaba que Chile era un país andino y el color de su bandera… Y cuando llegaba a casa, la abuela me preguntaba qué tal y yo respondía que como siempre.

Y empezó a pasear conmigo. No sé si lo hizo como una manera de acercarse o porque ella también se sentía sola. Dos seres solitarios anclados en su propia memoria. Debíamos de resultar una pareja extraña en el Retiro. Un adolescente larguirucho y tan delgado que daba grima y una señora de mediana edad a quien ya se le notaban las canas.

Y me llevó al Prado.

Ver con alguien mayor que tú ese tipo de museo puede convertirse en un aburrimiento; ese mismo año habíamos ido con el instituto al Museo Sorolla y se formó tal caos entre el tono de voz chillón de la profesora, los vigilantes que no hacían más que sisear y los dos minutos en cada cuadro que salí pensando que era la última vez que iba a un museo.

Cuando dijo de ir, debí poner mala cara porque se sonrió. «No te preocupes, no te voy a soltar un discurso», me dijo.

Aquella visita la cuento entre las más curiosas de mi vida.

Irene no me «contó» ningún cuadro. Me llevó allí y me puso frente a ellos. Me dejó mirar. Me dejó interesarme por los títulos, acercarme, alejarme o pasar con desinterés en algunos otros. Al rato de estar allí, fui yo quien empezó a preguntar. Por algunas pinturas. Entonces buscó un folleto de la sala donde estábamos. «En casa lo lees, ahora sigue mirando».

Estuvimos dos horas y media. Mirando. Yo hacía algún comentario, naturalmente ingenuo: «Qué color más oscuro» (con los Grecos), «cuánta luz» (en algún Sorolla), «joder, qué gordos» (con algunos Rubens)…

De modo muy sutil, ella se iba alejando y paseaba delante, se acercaba a algunos y terminé por seguirla… Lo hizo bien, sin duda. Fue un recorrido apenas sin palabras, insinuante y silencioso.

A la salida me llevó a desayunar a una cafetería cercana. Me vio mirar los folletos. Entonces sí me preguntó.

 

—¿Te ha gustado?…

—Claro… Estoy buscando… Espera… Aquí no aparece…

—¿Quién?…

—El del jardín.

 

La vi sonreír.

—Rusiñol. Un pintor catalán. Podemos buscar algo sobre él, algún libro, si te gusta.

 

Fue así como se inició mi relación con la pintura. Por una visita sin explicaciones.

 

—¿Tú venías antes por aquí?…, ¿cuando eras joven?…

—Sí… —Miró lejos—. Yo venía mucho. Conocí a alguna gente que pintaba. Me gustaba ver como ellos lo veían. Y me gustaba también verlos a ellos pintar.

 

Ahora, en mi paseo, iba pensando en esa frase, «me gustaba verlos pintar» y sé que hablaba de Rafael, de su estudio de pintor. Hay varias anotaciones suyas sobre esa mirada con la que lo ve. La primera de ellas retrata una situación que a mí me parece como de desencuentro, como si algo fuera a suceder; una atmósfera opaca. Esta anotación, larga, tiene un título extraño, aparece tachado.

 

«El petirrojo»

 

«El círculo de amigos comunes de Rafael y Marita ampliaba los míos. Los de Carmen y Santiago, por ejemplo. A Rafael lo conocí así, por uno de esos círculos indirectos. Amigos de sus padres. Desde entonces habían pasado unos tres años. Rafael dio todos los pasos que se daban en esa época para ser oficialmente reconocido en casa. Estudiaba para terminar medicina.

Y pintaba.

Me gustaba verlo crear. Preparar un lienzo. Los pinceles. La espátula. Sacar de la nada un mundo de luz. Manchar y formar, delinear, apuntar las sombras, concebir los límites, instaurar el orden en la blancura. Detenerse. Secarse las manos. Aguarrás y trementina; me gustaba el aroma, las gotas que caían, los trapos manchados creando a su vez otro cuadro, este destinado a morir abandonado; imperfecto… Diversas categorías de pinceles, ver brochear espacios de color, ver difuminar, ver siluetear. Un mundo en formación. El silencio. Sus manos. A veces abría la ventana del estudio y se oía el rumor de las casas vecinas y de la vida cotidiana. Lejos. Compañía. O las mañanas quietas; un petirrojo en el alero.

Me quedaba fija en los naranjas y azules del pájaro. No se movía. Suspenso en su quietud. Figura del paisaje. Otra pintura fugitiva. A veces, como él, yo también salía silenciosa y lenta, entornaba la puerta y lo dejaba allí, iluminado por el sol en el cuadro; daba un paseo o volvía a casa sin decir nada. Otras, si estaba cansado, se paraba y proponía algo: un café, una vuelta por el barrio, una reunión con amigos. Pero… a menudo tuve la sensación de que no vio nunca al petirrojo.

Era como cuando en el jardín te das cuenta de súbito del silencio. Notar la ausencia de sonido. Mientras existe es natural, incorporado a lo habitual. Solo al cesar se advierte la extrañeza. Empezar una disonancia.

Y se instauró.

Ese tono menor en las relaciones. Bajar el diapasón.

 

A mi padre le gustaba la música. Con él frecuentaba conciertos en el Teatro Real y me había acostumbrado a conocer e incluso a estudiar algo de composición y obras y, en ellas, a distinguir diferencias de tonalidad de las partituras; solfeo sabía desde pequeña: di clase dos años con una amiga de mi madre, una señorita cursi, es verdad, pero que me incentivó la afición.

 

Ahora era como si en la partitura se colaran notas en falso. Como si bajara de pronto una octava, sin motivo. Como si no quedara eco después de un vibrato.

 

Pensé contárselo a mi hermana, pero me paró la sensación de que no iba a entenderme; con Agustín discutía, me enfadaba; con Rafael terminaba siempre en silencio, en desconcierto.

 

Fueron signos leves, tonterías. Ni siquiera riñas. Fueron como pisadas que se borran, notas que dejan de tocarse. Lo suficiente, eso sí, para pensar en hablar con él, cuando pudiera.

 

Estaba preparando una exposición, me dijo. Algo entre amigos. Iba a ir cierta gente de prensa que le podía ayudar si sacaban gacetilla. Además, añadió, había cosas que le estaban ocupando su tiempo, cosas que no me explicó; desvió la mirada.

 

—No son cosas de tu interés. Después de la exposición todo volverá a ser como debe.

—Se ha marchado el petirrojo… —dije mirando el alero.

—¿Qué petirrojo?… —me miró dejando de pintar.

—No tiene importancia».

 

***

 

¿Habría recuerdo gráfico de esa exposición?… Eso pensé al leerlo. Y ahora, en mi paseo, recordándolo, se me ocurrió que quizá Carmen o incluso Celeste, aunque fuera tan pelma, me podrían contar más cosas.

 

Pero la que vino a la tarde a casa fue Carmen. A tomar el café al que la había invitado.

 

—Mira —le dije—, me gustaría que leyeras esto…

 

Y le mostré el pequeño relato.

Al acabar, alzó los ojos.

 

—Es muy de tu abuela —me dijo—, muy de su estilo. Yo tengo muchas cosas de ella y son así. Para lo poético servía. Ahora, las cosas prácticas…

 

—¿Tienes cosas suyas?… Me podrías dejar…

—Podría, sí —me miró con atención—. Solo que… No sé, Álvaro… No sé muy bien qué te ha entrado por saber… ¿No te parece que hay cosas que es mejor dejarlas estar?…

—No sé, Carmen, ¿dejar estar qué?…

—El pasado no vuelve. Y como ella dijo una vez, si vuelve es para que lo enterremos de una vez.

—No me ha dado una ventolera, Carmen, es que, al encontrar los cuadernos, leyendo… Hay cosas de las que escribe que luego deja sin explicar, como si… No sé, como si ocultara algo… Yo que sé… Y me gustaría saberlo, sí. Mira…

 

Me levanté y le enseñé la foto aquella del grupo.

 

—Mira, Carmen, ¿te acuerdas?… Cuando pregunté, hace mucho ya, me sonó que me contestabais como sin decirme algo. Os pregunté por Rafael… Y la abuela…

—Irene desvió la conversación, sí, también era muy suyo eso… Si no le gustaba algo parecía sorda o cambiaba de tema; yo no, yo era mucho más franca. Esa foto es de una excursión que hicimos. Íbamos todos… Nos gustaba el campo, nos gustaba andar, nos divertía estar al aire libre… y eso que yo tenía mucha menos libertad que tu abuela, para salir, quiero decir. Esa foto… —dudó—. Debe ser de unos meses antes de la exposición de Rafael.

—¿Por qué te has callado?…

—Cosas mías… Estaba recordando y, mira, la verdad es que no siempre los recuerdos son agradables, hijo. Hay veces que me pregunto…

 

Se levantó.

 

—¿Qué te pasa?…

 

Fue hacia el retrato y se quedó mirándolo.

—Es un retrato estupendo. Tu abuela era así. No, no quiero decir solo en lo físico, entiéndeme. En lo que era… Me sabe mal no saber hablar como ella…, quiero decir…, ella era como el retrato: joven, inocente, siempre como esperando algo…, como sin defensas, pero esperando algo… ¿No lo ves?… Parece tan ingenua ahí, tan… sabiendo tan poco de lo que iba a pasar… Siempre que lo miro me da pena.

—¿Te da pena el retrato?…

—No —Me miró fijamente—. No, Álvaro; me da pena de nosotros. No te lo sé explicar mejor, pero es así. Me acuerdo y pienso que todo podría haber pasado de otro modo.

—La prima Celeste ¿iba con vosotros entonces?…

 

Se echó a reír Carmen.

 

—La prima Celeste, la pobre…, qué iba a venir, si estaba en un convento…

—Pero ¿cómo, qué dices?…

—Ay, Álvaro… Si es que no sabes ni la mitad de la historia… pobre… Mira, ya que te ha dado por investigar… habla con tu prima; te va a marear, eso sí, y tendrás que coger con pinzas lo que te cuente, pero… —me miró sonriéndose—. Pregúntale por el convento. La verdad es que has salido por peteneras, hijo. Hace años parecía que tu abuela no te importaba nada y ahora…

Música libre