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Michel Leiris
(1901-1990)

Poeta desde su juventud, fue minucioso intérprete de la experiencia humana. Participó en el movimiento surrealista hasta 1930 y colaboró en proyectos con los artistas e intelectuales más destacados del siglo XX: junto con Georges Bataille y Roger Caillois fundó el Colegio de Sociología, fue amigo de Pablo Picasso, Wifredo Lam, Alberto Giacometti y Francis Bacon; en colaboración con su esposa conformó una de las colecciones de arte contemporáneo más importantes de Francia.

Para leer a Michel Leiris

TEZONTLE

Traducciones

GLENN GALLARDO (La edad de hombre)

FLORA BOTTON BURLÁ (La regla del juego, Noches sin noche y algunos días sin día)

JORGE FERREIRO (Huellas)

MÓNICA MANSOUR (Palabras sin memoria)

VIRGINIA JAUA (Michel Leiris o la fusión del acto y la palabra)

Para leer
a Michel Leiris

Selección y presentación
PHILIPPE OLLÉ-LAPRUNE

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2010
Primera edición electrónica, 2014

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Sumario

Michel Leiris o la fusión del acto y la palabra, por PHILIPPE OLLÉ-LAPRUNE

Prosa

Ensayo

Poesía

Cronología

Bibliografía

Índice general

Michel Leiris o la fusión del acto y la palabra

PHILIPPE OLLÉ-LAPRUNE

Le courage est la seule vertu qui échappe à l’hypocrisie.

STENDAHL

“Veo en el uso literario de la palabra un medio para afilar la conciencia y estar más y mejor vivo.” Por medio de esas palabras tan sencillas, Michel Leiris nos indica la dirección de una obra literaria de resonancia única. Esa frase justifica su vocación y su trabajo como escritor. Más de diez años después de la muerte del autor, la obra no deja de afirmarse y su originalidad ya no representa una desventaja. Si Leiris fue a lo largo de toda su vida un escritor difícil y respetado, después de su muerte adquirió el estatuto de clásico contemporáneo, sin conocer el purgatorio tantas veces reservado a las obras exigentes.

La lucidez y la probidad son cualidades que el mundo actual tiende a suprimir del llamado universo intelectual. El gusto por un poder insignificante, las estrategias de promoción o el simple afán de lucro no son nada nuevos pero los escritores de nuestra época son más que nunca las víctimas potenciales de estas sirenas tan insistentes. Sin embargo, ciertas obras destinadas a actuar en contra de la erosión del tiempo revelan el desafío: proponen al lector unos textos que viven por sí mismos, que nos cuestionan y son el soporte de su propia presencia. El objetivo de este libro consiste en familiarizar al lector de habla española con una de esas obras todavía poco conocidas: los textos literarios de Michel Leiris.

Su trabajo de escritor se orientó en dos direcciones aparentemente distintas e incluso opuestas: la escritura de tipo literario, textos poéticos, autobiográficos o narrativos y numerosos ensayos, y la transcripción de su trabajo etnográfico. Este volumen pretende presentar el primer tipo de producción bajo todos sus aspectos y mostrar la evidente coexistencia de ambas vertientes de su obra.

Michel Leiris nació en París en 1901, en el seno de una familia acomodada de la Rive droite. Su padre administraba la fortuna de personas adineradas, entre ellas la del escritor Raymond Roussel. Su infancia, feliz y tranquila, ha sido largamente descrita en los textos autobiográficos. La escolaridad resultó mediocre pero el joven Leiris se familiarizó temprano con el mundo del arte, en particular con la ópera, la pintura y la literatura, situación bastante normal dada la época y el medio social. Leiris fue un joven disipado pero de una naturaleza tímida. Comenzó a sentirse acomplejado por su cuerpo, se encontraba a sí mismo bastante feo y torpe. Varias veces se expresó al respecto. Al igual que sus contemporáneos, el evento más importante y que cambió el curso de su vida fue la primera Guerra Mundial o, más precisamente, el fin de la guerra. Demasiado joven al momento del conflicto, Leiris no estuvo en el frente. El fin de las hostilidades atrajo nuevos aires a la cultura francesa. Regresaron la fiesta y el baile (el jazz sorprendió a Leiris, quien vio en él una manifestación del trance en el corazón de la sociedad occidental, un tema sobre el que trabajó mucho), el alcohol (el descubrimiento del whisky también marca a esa generación…) así como cierta liberación sexual que permite a Leiris conocer sus primeros amores. El arte de vanguardia refleja mejor esa mezcla de revuelta liberadora y anhelo creativo que tienen los jóvenes impresionados por lo absurdo de una guerra salvaje e inútil. Tzara ya había lanzado su movimiento dada y, al exponer la estupidez humana bajo la forma de una espectacular farsa, denuncia el conformismo en todas sus formas. El dada atrajo a numerosos creadores, impresionados por el vigor y la frescura de sus manifestaciones. Muchos grupos de jóvenes artistas sueñan con el renacimiento del arte y del pensamiento. El más famoso de esos movimientos surgió a continuación del dada: el surrealismo.

Antes de terminar la guerra, tres escritores aprendices se encontraron: Breton, Soupault y Aragon. Compartían muchos intereses y su revuelta fundamental les ofreció un evidente terreno común. Apenas tenían veinte años y se sentían fuertemente atraídos por la creación literaria. Jacques Vaché, dandy excéntrico y genial, encarnó una suerte de gran hermano hasta su desaparición prematura en 1919. Muy pronto Breton se propuso rebasar los objetivos y las creaciones del dada; el surrealismo nació con la creación de la revista Littérature y del manifiesto escrito por Breton en 1924. El grupo que dio vida y fuerza al movimiento se interesaba en el sueño hipnótico, en la escritura automática que abrió un campo nuevo a la creación literaria (el mundo del sueño y del inconsciente) y ante todo en conciliar los pensamientos de Marx y de Rimbaud: “cambiar la vida” y “cambiar el mundo”, que para ellos debían volverse una misma cosa. La creación puede ser colectiva o no. El aspecto “insumiso” simbolizó la idea constante de ese movimiento (difícil de llamar escuela) que brillará por mucho tiempo.

Una de sus fuerzas residió en saber cómo seducir y atraer a los grupos de artistas tentados por la aventura, como el grupo de la rue Blomet, reunidos alrededor del pintor André Masson. Los amigos más celebres del clan fueron Miró, Max Jacob, Dubuffet y un joven que se decía poeta: Michel Leiris.

Leiris conoció a Max Jacob gracias a unos familiares y fue él quien alentó los deseos de escribir del joven. Los primeros poemas poseen la huella del maestro, amigo de Appolinaire y cercano a todas las vanguardias. Max Jacob gozaba de gran prestigio y vivía retirado, lejos de París, luego de su conversión al catolicismo. Gracias a esa relación privilegiada, el joven Leiris participó en las discusiones del momento y comenzó a tejer lazos con algunos artistas, amigos hasta el final, como el escritor Georges Limbour y Roland Tual. Leiris también asistió a las famosas reuniones artísticas, “Los domingos de Boulogne”, organizadas por el galerista, coleccionista y vendedor de cuadros Daniel-Henry Kahnweiler. En 1926 se casó con su hija Louise, conocida como Zette. Ella dirigió durante mucho tiempo una de las principales galerías parisinas. Leiris vivía el remolino artístico de la época; muy pronto conoció a los más destacados y participó activamente en esa vida agitada. Frecuentaba a artistas tan diferentes como los pintores Picasso o Gris, el músico Satie o los escritores Tzara y Desnos. Así Leiris conoció a André Breton y formó parte de la más brillante vanguardia de la época, el surrealismo. Las preocupaciones de Leiris se acercaban mucho a las de sus amigos: los sueños como material de inspiración y el subconsciente como nuevo territorio de exploraciones artísticas, un gran disgusto por la sociedad occidental, una atracción hacia los juegos de lenguaje como herramienta de irrisión y de humor, una voluntad de cambiar el mundo de todas las maneras posibles. No se trata de favorecer una revuelta sin sentido sino de explorar todas las formas posibles de ser rebelde, un insumiso en la sociedad occidental del siglo XX.

Para Leiris, 1924 representó un año clave: se adhiere al surrealismo y conoce a su gran interlocutor, Georges Bataille, quien en esa época trabajaba como bibliotecario y aún no era conocido en los círculos artísticos. A pesar de ser sólo un poco mayor que Leiris, su cultura, su inteligencia ya tan original y su personalidad sedujeron al neosurrealista. Al contrario de Leiris, Bataille no buscó el grupo ni la actividad colectiva. Por otra parte, las preocupaciones políticas lo aburrían; acerca de Breton y de su movimiento sólo expresó desconfianza y críticas. Bataille se definió como un hombre de sociedad secreta, de trabajo realizado en la sombra. Durante los siguientes años las vidas y obras de Bataille y de Leiris entraron en resonancia, con algunos malentendidos o distancias pero con una gran confianza en el valor del Otro y en el espíritu alerta, en espera de la respuesta del amigo. Bataille le dedica a Michel Leiris su libro fundamental El erotismo y Leiris a Bataille su gran texto La edad de hombre. Ambos se encontraban en un momento de reflexión y de aprendizaje y fueron siempre más complementarios que rivales: Leiris ya poeta, futuro autor de textos autobiográficos ejemplares y de escritos notables sobre el arte y Bataille tentado por la reflexión, el ensayo y la escritura de textos eróticos que hoy en día son clásicos. Los dos practicaban un pensamiento original lejos de las ideologías y de los previsibles sistemas intelectuales. La vida de noctámbulo, el alcohol y un gusto común por las casas de citas los unen.

Para Leiris la aventura surrealista termina en 1929. Como muchos otros miembros del grupo, se cansa de los eternos juegos estériles, de la postura política de Breton y de la falta de profundidad de muchas actividades de los participantes. Rompe sin violencia ni enfrentamiento; sin embargo, la huella del surrealismo permanece en su obra, en particular en sus poemas, y en una cierta lealtad hacia el movimiento y el espíritu rebelde que encarna con tanta intensidad.

La atracción de Leiris por culturas lejanas lo llevó a la etnografía. Esa revolución en su vida comenzó en 1929, al trabajar en la revista Documents. Gracias al apoyo de su amigo Rivière (consigue un puesto de trabajo en el museo de etnografía del Trocadero, futuro Museo del Hombre), Marcel Griaule lo contrató para participar en la Misión Etnográfica y Lingüística Dakar-Djibouti en calidad de secretario-archivista e investigador. Esa misión tuvo por objeto investigar en el sitio y reunir piezas e informaciones de territorios poco conocidos. Durante casi dos años el pequeño grupo de científicos franceses realizó esa labor. Para Leiris representó una ocasión de aplicarse a tomar notas diariamente, y reportar tanto el desarrollo del trabajo como el estado mental experimentado. Esa extraña mezcla de notas científicas (el análisis del Otro supuestamente de manera objetiva) y de reflexiones autobiográficas perfectamente subjetivas marcó un signo que Leiris imprimió a su libro El África fantasma, publicado a su regreso. Leiris se avocó, después de esto, a obtener algunos diplomas y a adquirir las bases teóricas necesarias para entrar al mundo universitario que rige a los actores de las ciencias humanas y de la etnología. Se tituló en Letras en 1936 y luego obtuvo el diploma de la École pratique des hautes études. A partir de ese momento, su vida profesional se fundió con el Museo del Hombre, con la etnografía y con el mundo negro.

Sin embargo, sus horizontes personales seguían siendo diversos. En cuanto a las aventuras colectivas, como la creación del Colegio de Sociología con Roger Caillois y Georges Bataille, la idea consistió en trabajar sobre el “papel, en los hechos sociales, de los factores psicológicos, sobre todo inconscientes”. Se organizó una serie de conferencias en lugares públicos y, a pesar de su renuencia a hablar ante un auditorio, fueron ocasiones idóneas para que Leiris expusiera sus ideas acerca de lo sagrado en la vida cotidiana (mientras Bataille buscaba, en ese momento de su vida, las bases de una nueva moral para dinamizar la sociedad occidental, preocupación de tipo político poco común en su trayectoria pero impuesta en parte por la actualidad del momento, dramática y heraldo de la desdicha, como el porvenir lo demuestra).

En el transcurso de la década de 1930, Leiris vivió una de las experiencias capitales para su vida y su obra: empezó un análisis, aconsejado por Bataille, que interrumpió bruscamente; en seguida se avocó a la tarea de escribir su primer texto autobiográfico: La edad de hombre, publicado en 1939. La reedición del libro en 1946 estuvo acompañada con la publicación del prefacio De la literatura considerada como una tauromaquia (texto fundamental para entender su idea de la obra literaria). Existe cierta continuidad entre la confesión hecha al psicoanalista y las intimidades a veces brutales que confía al lector en su texto.

El otro gran descubrimiento fue justamente la tauromaquia: Leiris vio en ella otro momento de éxtasis, muy cerca de la posesión que estudió en el campo etnográfico y la exaltación provocada por el jazz, la poesía o la ópera. Asistió a numerosas corridas, en Francia y en España, en compañía de otros aficionados, como Picasso o Masson, y redactó Espejo de la tauromaquia y varios poemas acerca de ese espectáculo cargado de muerte, de sangre y de sacrilegio social. En el torero, Leiris veía una alegoría del escritor o incluso del hombre, en lucha permanente contra una muerte ineluctable. Leiris estuvo obsesionado con su propia desaparición, y por eso se asomó a la nada con repulsión y fascinación a la vez, como algunos experimentan el vértigo. Atraído por el suicidio en la década de 1930, llevó a cabo un intento en 1957. Los médicos lo salvaron gracias a una traqueotomía. Los escritos sobre ese acto y en especial sobre su regreso a la vida se encuentran entre los más conmovedores de la autobiografía.

Esa década se caracteriza más que nada como el momento de compromiso político de los escritores e intelectuales. Con el desarrollo del fascismo, la guerra civil española y el estalinismo triunfante en la URSS, el ambiente político era más que pesado. Michel Leiris expresó desde muy temprano unas opiniones muy definidas; sus simpatías tendían hacia la extrema izquierda e incluso formó parte, bajo la influencia del surrealismo, del Partido Comunista durante unos meses… Pero, evidentemente, Leiris era un insumiso, un hombre que rechaza lo militar en un partido político sin negarse el deber de adoptar una postura digna y fuerte. En 1925 se hizo notar durante una cena ahora famosa, cuando gritó a los que pasaban por ahí “¡Abajo Francia!”, lo que, en la época posterior a la primera Guerra Mundial, era visto como un insulto y casi provocó su linchamiento a manos de la muchedumbre furiosa. El compromiso político, indisociable del intelectual francés del siglo XX, en Leiris fue una constante: firmó peticiones y folletos, marchó en la calle bajo las banderas revolucionarias y participó en mítines y en viajes claramente ideológicos (China, Cuba), todo ello sin perder el sentido crítico. El “Leiris político” se definió como anticolonialista (postura ligada a sus preocupaciones científicas) y antifascista: se hace miembro activo del Comité de Vigilancia de los Intelectuales Antifascistas en 1934. La segunda Guerra Mundial no le permitió mostrar un heroísmo físico particular, como lo describe él mismo en sus textos. Fue enviado al sur de Argelia. Después de la derrota francesa, regresó a París y participó en los movimientos de resistencia de manera pacífica. El Museo del Hombre, donde trabajaba, fue el lugar donde se constituyó una de las primeras redes de resistencia, bajo el impulso de Paul Rivet (futuro creador del IFAL en México). Leiris, convencido de su incapacidad para participar en ese tipo de actividades, se refugió en la escritura y dio inicio a la primera parte de su gran obra: Fourbis (primer tomo de La regla del juego). Sin embargo, se negó a participar en cualquier publicación que simpatizara con la ocupación (como La Nouvelle Révue française) y ocultó en su casa a muchas personas perseguidas. La época de la guerra fue también la de nuevas amistades, como la que lo unió a Jean-Paul Sartre: cuando la ocupación llegó a su fin, éste lo invitó a participar en la creación de la revista Les Temps modernes.

En materia política, Leiris conservó esa postura hasta el final. Fue uno de los primeros en firmar, el 6 de septiembre del 1960, la Declaración acerca del derecho a la insumisión en la guerra de Argelia, más conocida como el Manifiesto de los 121, que alentaba la deserción de los reclutas franceses en el conflicto. Participó de manera activa en el movimiento de Mayo 68 y en 1980 rechazó el Gran Premio Nacional de las Letras. El espíritu rebelde de la época surrealista se manifestó en sus posturas. Como a muchos otros, le fascinó la revolución cubana y viajó dos veces a La Habana para participar en congresos. A su regreso de la isla en 1968 tomó cierta distancia con el régimen castrista luego de ser testigo del carácter represivo que finalmente adquirió.

También fue una persona fiel en cuanto a la amistad: la historia de su vida se caracterizó por encuentros, amistades, colaboraciones. Después de los nombres ya mencionados de Bataille, Masson o Max Jacob, conviene citar otras amistades que lo marcaron.

Desde su juventud, Leiris frecuentó pintores; el oficio de su esposa como galerista hizo posible compartir enriquecedores momentos con muchos artistas. Giacometti fue de sus primeros amigos, los artistas de la rue Blomet que luego participaron en la aventura surrealista. La amistad estuvo acompañada de intercambios ejemplares en el campo intelectual. Yves Bonnefoy escribió acerca de esa relación: “Michel Leiris se iba a volver un amigo de toda la vida, y ese rigor, esa inquietud, esa exigencia, ayudarían a Alberto (Giacometti), tan necesitado se encontraba, a identificar aún mejor arte y verdad”. Después del intento de suicidio de Leiris, el escultor fue sin duda uno de los más atentos y generosos. La huella escrita de esa amistad tan preciosa se encuentra en el texto Piedras para un tal Alberto Giacometti.

Bacon fue el último de sus grandes amigos. Se conocieron en Londres en 1966 durante un viaje de Leiris. El interés de Bacon por Bataille y su obra fue el primer pretexto para un acercamiento que duró hasta la muerte de Leiris. Muy pronto la obra de Bacon apasionó al escritor; en ella supo ver el furor y la búsqueda de sinceridad en el dolor que no le eran ajenos. Otro hecho notable: Leiris escribió varias veces sobre ese pintor. Los textos fueron reunidos bajo el título Francis Bacon o la brutalidad del hecho. Escribió el primero de ellos en 1966, justo después del encuentro, como si la urgencia del grito de los personajes de Bacon lo hubiera llevado a tomar la palabra. En el sufrimiento de los personajes del pintor inglés se aparece una humanidad que recuerda a la del lector de las páginas más torturadas del escritor francés. En esa coincidencia puede verse una exploración común del límite entre civilización y barbarie, entre el orden y lo amorfo.

Wifredo Lam y Michel Leiris se conocieron en casa de Picasso en 1938 y la amistad inmediata también desembocó en intercambios y recíprocas influencias. Viajaron juntos a Cuba, ahí realizaron una pieza juntos y observaron sus respectivos trabajos con un interés que va mucho más allá de la admiración o la curiosidad. Por su trabajo como etnógrafo Leiris observó atentamente el mundo caribeño. La búsqueda de Lam, especialmente después de la estancia en su país natal en la década de 1940, lo condujo a cuestionarse acerca de esa mezcla única de razas y de culturas. Lam, mezcla de negro y chino, y Leiris, espíritu francés por excelencia, compartían las mismas interrogaciones acerca del mestizaje de las culturas, del trance buscado por medio de las ceremonias vudú y una mirada a la estética llena de curiosidad. Hubo en Leiris un interés por subrayar en el trabajo de su amigo el valor del mestizaje, y de analizar en su obra las aportaciones no occidentales, cercanas a las razones que lo llevaron a estudiar sociedades mentalmente tan lejanas.

Otra amistad estrecha y profunda, ubicada también bajo el signo del mundo negro y del Caribe, fue la de Aimé Césaire. Se conocieron en 1946 gracias a Lam. A quien Breton llamó el “más grande monumento lírico de la época” ya era, al comienzo de su relación, un poeta famoso y político reconocido por su perseverancia. Podría creerse que una vez más el surrealismo asumió el papel de nexo. Ciertamente la poesía como una forma de lectura del mundo y la revuelta contra el inmovilismo los unió, pero fue la observación del mundo negro la que les ofreció un territorio común. El único texto que Leiris escribió sobre la poesía de Césaire aún no ha sido publicado. Sus estilos literarios están bastante alejados. El soplo de Césaire, tan potente en sus poemas y su teatro, no pasa por la producción literaria de Leiris, más preocupado por la sinceridad y la búsqueda de transparencia. Sin embargo, coinciden en materia política, en la observación de los fenómenos de mestizaje y en las irreprochables posturas morales que les inspiran una cálida amistad y un eterno respeto.

Al cabo de una vida que recorrió el siglo XX, que participó en los movimientos artísticos, intelectuales y políticos más brillantes de su época, Michel Leiris murió el 30 de septiembre de 1990 en su casa de campo de Saint-Hilaire. Hoy sus restos reposan en el cementerio del Père-Lachaise en París.

Los textos reunidos aquí tienen por objeto presentar lo que se ha llamado “la producción literaria de Michel Leiris”. La distinción entre textos literarios y textos científicos se justifica plenamente por sus funciones y sus formas tan distintas. Leiris redactaba los primeros en su domicilio y los segundos en su oficina del Museo del Hombre, como si se necesitara un entorno particular para cada uno. Sin embargo, al leer la obra literaria sorprende la presencia del etnógrafo que no puede permanecer callado. El método de trabajo en la redacción de los textos autobiográficos fue el mismo que para los científicos: redacta un texto definitivo a partir de fichas temáticas. Fue un poeta, pero debemos reconocer que Leiris antes que nada fue un observador. No sólo de él mismo, a través de su trabajo autobiográfico, sino de los seres humanos más lejanos: africanos y caribeños. Ambas prácticas tienen muchas cosas en común, aunque Leiris se negó a admitir una “etnografía de sí mismo”.

Cuando Leiris comenzó la redacción definitiva de El África fantasma, sabía que ese texto correspondía a su primera obra como etnógrafo y que esbozaba un camino literario que le llevaría a la Autobiografía. El carácter no científico de ciertos pasajes son una de las causas de su desacuerdo con el responsable de la expedición, Marcel Griaule. Al tomar las notas durante la misión Dakar-Djibouti, su preocupación se concentraba más en expresar sus sentimientos e impresiones personales que en conservar las huellas de la observación científica.

Hay en Leiris, al principio, una voluntad de exploración de lo lejano que alcanza sus aspiraciones poéticas; él mismo afirmó que se volvió etnógrafo gracias a Rimbaud, por su libertad de expresar el gusto por lo otro. Es cierto que también influyó su rechazo a la sociedad occidental. Al final de su vida lo confiesa: “Al principio, pensaba verdaderamente que las civilizaciones llamadas primitivas eran superiores a las nuestras. Era una suerte de racismo invertido”.

Luego su visión se hizo más aguda pero siempre ató cabos entre las preocupaciones científicas y las creaciones literarias, sin buscar contradicciones simplificadoras u oposiciones demasiado fáciles entre ciencia y literatura.

Su recorrido lo condujo a interesarse por los fenómenos del trance, de la posesión y de la relación con lo irracional. Le dedicó muchos trabajos tanto a los dogón (La posesión y sus aspectos teatrales en los etíopes de Gondar y La creencia en los chamanes zar en Etiopía del norte) como al vudú del Caribe, que estudió profundamente. Ese tipo de posesión se acercaba mucho a la búsqueda del poeta. Él mismo lo dijo en un texto burocrático redactado en tercera persona: “Al ser la poesía su interés, se encontraba en las disposiciones más adecuadas para estudiar la lengua iniciática de los dogón de Sanga y proceder luego al análisis estilístico de los textos recogidos. La importancia que acordaba al teatro y a los espectáculos en general sólo podía, por otra parte, llevarlo a examinar, con el deseo obstinado de discernir las sutilezas psicológicas, la especie de ‘comedia ritual’ (según los términos de Alfred Métraux) en la que participan los adeptos a cultos con base en la posesión como el de los zar de Etiopía y como el vudú haitiano”.

Si Leiris hace referencia a los fenómenos de trance, el lenguaje es el tema central de su exposición. En los diversos trabajos literarios se utilizan juegos de palabras y calambures (omitidos en este libro en virtud de la imposibilidad de traducirlos) y son el eco directo de sus reflexiones sobre la lengua secreta de los dogón, en parte basada en juegos de lenguaje: el sigo so.

El trance, la fascinación por la palabra y el gusto por otros lugares son los puntos de convergencia de las dos actividades de Leiris. Si buscamos una paternidad posible para su actitud, seguramente tenemos que buscar por el lado de Rimbaud: el papel revelador de la palabra poética y la aspiración a una forma de absoluto encarnada por lo lejano caracterizan los puntos comunes más notables.

Como para persuadir de la complementariedad de su doble búsqueda escribe en 1967: “De todo eso, resulta que Michel Leiris desea llevar a cabo, durante el tiempo que le sea posible, las dos actividades conyugadas que representan para él los dos lados de una investigación antropológica en el sentido más completo de la palabra: aumentar nuestro conocimiento del hombre, tanto por la vía subjetiva de la introspección y de la experiencia poética, como por la menos personal del estudio etnológico”.

Pudiese pensarse que la fractura se sitúa en la oposición entre literatura (cargada de subjetividad) y etnología (ciencia que aspira a la objetividad). Desde 1934, respondió a ello de manera definitiva en El África fantasma: “Al llevar lo particular hasta su extremo, se llega muchas veces a lo general; al exhibir el coeficiente personal a la luz del día se permite el cálculo del error; al llevar al colmo a la subjetividad, se logra la objetividad”.

Todo en Leiris apunta a separar esas dos actividades y a mostrar al mismo tiempo su convergencia: la coherencia de su trayectoria se sitúa antes de sus inquietudes, como para conjurar el caos que amenaza y la nada que invade todo.

Después del suicidio de Alfred Métraux (etnólogo, amigo desde el principio de su carrera en ese campo), en 1963, Leiris le rindió homenaje en estos términos: “Era lo que llamo un poeta. Por ello entiendo no tanto alguien que escribe poemas, sino alguien que quisiera lograr el retrato absoluto de lo que vive y romper su aislamiento al comunicar ese retrato”. Con esas palabras Leiris establece una vez más un puente entre sus dos actividades pero, sobre todo, nos da una definición de la poesía que rebasa por mucho el simple terreno literario. Es poeta quien cuestiona la realidad, rechaza el encerramiento al que estamos destinados a priori y busca compartir sus impresiones y sentimientos al romper esa barrera.

Leiris estuvo obsesionado con el lenguaje. Desde sus primeros escritos hasta las últimas notas de su diario, su reflexión y su trabajo buscaron en las palabras y por las palabras, las formas de expresar su revuelta y de poner a prueba la posibilidad de una revelación. Lo escribió en Biffures: “Todos los medios son buenos para tratar prácticamente el lenguaje como un medio de revelación”. Muy joven produjo textos poéticos y juegos de lenguaje, juegos de palabras como los propuestos en Glossaire: j’y serre mes gloses, en el que se divierte torciendo las palabras, transformándolas para que coincidan el sentido y el sonido; lo dice él mismo, “busco devolverles la fuerza”. Su incorporación al surrealismo resulta bastante natural aún si, desde el principio, él no cree en la escritura automática ni en ninguna espontaneidad en el arte. Su capacidad de pervertir el lenguaje se nota y lo llaman “especialista de la desintegración del lenguaje como desmantelamiento de la lógica”. Ese trabajo de triturar las palabras le proporciona un inmenso placer: “al probar el peso y el sabor de las palabras, al dejarlas derretirse en mi boca como unas frutas”.

Desde su niñez más temprana Leiris sintió una fascinación por el lenguaje. Su autobiografía nos revela los primeros recuerdos de palabras oídas y a veces mal entendidas. Ahí escribió: “al disecar las palabras que amamos, sin preocuparnos por la etimología o el significado admitido, descubrimos sus virtudes más ocultas y las ramificaciones secretas que se despliegan al interior del lenguaje, canalizadas por las asociaciones de sonidos, formas e ideas. Entonces el lenguaje se transforma en un oráculo y ahí tenemos (por muy tenue que sea) un hilo conductor en la Babel de nuestro espíritu”. La función misma de la literatura, la mejor manera de “afilar la conciencia para estar más y mejor vivo”, debe conducir a afilar las palabras, herramientas de la conciencia.

Si Leiris distingue la función de la literatura con claridad, no está seguro de su eficacia sobre el lector y prefiere pensar en su influencia sobre el autor. “En cuanto a la escritura, por ejemplo […] llegué a pensar que es como una droga. Pues la droga, ¡no tiene sentido! Simplemente uno se apega, ya no puede vivir sin ella”: he aquí una respuesta inusual a la célebre pregunta de los surrealistas: “¿Por qué escribe?”…

La revelación pasa también por la escritura de los sueños, ejercicio preconizado por Breton y los surrealistas y que Leiris practicó fielmente. En Noches sin noche y algunos días sin día, así como en su diario, los describió con una precisión y una honestidad que unen una vez más el poeta al observador de vocación científica.

Si el papel que reserva a la palabra se ubica en una tradición poética trazada por Rimbaud, el trabajo literario de Leiris que deja una huella profunda en el lector corresponde al autobiográfico. El primer texto de ese tipo, publicado en 1939, La edad de hombre, descubre los secretos y las fantasías más íntimas de un hombre joven; el texto describe los momentos de aprendizaje sin pudor ni disfraz. Siguen los cuatro tomos de La regla del juego: Biffures (1948) parte justamente del lenguaje, de las primeras palabras aprendidas durante su niñez para torcerlas, hacerlas resonar como si las oyera por primera vez. El libro es un relato de sí mismo, construido por las palabras, de una conciencia que sólo vive y existe a través de ellas. Fourbis (1955), más impregnado de realidad, se acerca a una autobiografía tradicional con historias y relatos cuyo centro es el narrador. Fibrilles (1966) se ubica bajo el signo de la voluntad de pertenecer al mundo, visible en parte por medio de la lucha política, y del malestar existencial, de la gran dificultad de vivir esa adhesión al mundo que lo lleva al suicidio. Ese intento fracasó, pero las páginas en que lo relata muestran una transparencia poco común. Finalmente, Frêle bruit (Débil ruido, 1976) está concebido bajo una forma menos lineal y Leiris recurrió a diferentes formas literarias (poemas, fragmentos narrativos…) para intentar hacer un texto que fuera la conclusión lógica de su proyecto: la búsqueda de sí mismo y la interrogación permanente acerca de la escritura y su dimensión artística.

En el célebre prólogo a La edad de hombre titulado “De la literatura considerada como una tauromaquia” se esboza con más sinceridad la visión de Leiris acerca de su proyecto autobiográfico. Como un científico que se tratara a sí mismo como conejillo de indias, como si fuera el objeto y el sujeto de la experiencia, quiere ser “el resonador de los grandes temas de la tragedia humana”. En su diario, en 1946, con motivo de la publicación del texto, confesó: “Un libro como La edad de hombre hace de mí una ciudad que entrega su mapa y sus llaves”. En todos esos escritos, Leiris exhibió el teatro de su vida y lo que sucede tras bambalinas sin falsos pudores; si quiere ser la muestra humana más representativa, no puede ocultar los secretos más íntimos ni los modos de funcionamiento del libro. La meta consistía en enseñar y no en jugar con el lector al contar las historias o al disimular la “maquinaria” de la obra. Sin embargo, el verbo fue una de sus mayores preocupaciones: “A partir del Yo de la poesía lírica he forjado el de la Autobiografía”.

Leiris también fue heredero de una larga tradición francesa, de una literatura que muy pronto se cuestionó acerca del yo en la escritura. Montaigne, en los Ensayos, cuestionaba el “extraño proyecto de pintarse a sí mismo”. Rousseau, en el siglo XVIII, una época de afirmación del individuo en la sociedad y en la literatura se mostró aún más preciso en Las confesiones y escribió: “quiero enseñar a todos mis semejantes un hombre en la plena verdad de la naturaleza, y ese hombre, soy yo”. El proyecto consistía en escribir por el ejercicio de la literatura la vida interior de un ser humano que no es otra persona que el autor; el héroe (o sujeto del libro), el autor y el narrador son sólo uno. La autobiografía se opone a las Memorias, verdadero punto de vista de un hombre sobre una época (la noción de Historia está muy presente), y al diario, ejercicio de escritura cotidiano. Se trata más de un intento de recreación de una vida a través de la mirada retrospectiva y literaria del escritor. Como dijo Philippe Lejeune, especialista francés en ese género literario (y gran observador de Leiris y su obra), así como pasa en la novela, el lector debe aceptar la idea de la mentira como base (se le van a contar cuentos), existe un “acuerdo autobiográfico” entre el autor y el lector. La idea de verdad en la autobiografía, de fidelidad hacia el pasado del autor tienen el mismo valor que la idea de verdad en una novela: el sujeto es otro. Se trata más de encontrar una coherencia, de sentir que el texto funciona, y no de aspirar a una objetividad que importa poco. La autobiografía es literatura y, como tal, no tiene que justificarse desde un punto de vista moral. Si el autor-narrador se vuelve el personaje de una forma literaria, la metamorfosis pertenece al mismo orden que la creación del personaje de ficción. Lo esencial consiste en convencer al lector de la veracidad del relato y no de la veracidad de una realidad pasada. Si la verdad se emite en un marco literario, responde a los criterios de ese dominio. El relato de su propia existencia es dedicado a un lector: “a mis semejantes”, como dice Rousseau. El escritor solicita la aprobación del lector para dejar de lado la idea de verdad y penetrar a través de la literatura en una mentira compartida.

Leiris, sin formular una teoría de la autobiografía, está consciente de la similitud de la apertura de las primeras páginas de un libro a los tres golpes que preceden el levantar del telón en el teatro. Cita en Biffures el ejemplo de un cuentacuentos que empieza sus historias con unas palabras rituales: “Señores, y ¡crac! y ¡crac!” como para decir: “A partir de ahora estamos en el mundo de la fábula”. Como aficionado a la tauromaquia, al teatro y a la ópera, a los espectáculos rituales en general, concede a su escritura un modo de funcionamiento idéntico, sobre todo en la autobiografía. Si bien cada uno sabe que se entra al mundo de la representación por medio de la lectura, no significa por lo tanto que la literatura consista en un ejercicio gratuito y sin consecuencias. Leiris ve en ella la marca de la gravedad de la existencia, la huella más profunda que se puede dejar para brindar un testimonio de “lo trágico humano”. Para afirmar la importancia de lo escrito y sobre todo del valor del escritor al aceptar desaparecer en la escritura, Leiris utilizó la metáfora del torero que lucha en la arena, ante la amenaza de los cuernos del toro, y cuyos movimientos tendrían la gracia inútil del bailarín de no ser por el riesgo permanente que pesa sobre él durante el ejercicio de su arte. El escritor debe ponerse en juego y en peligro al describirse; si el arte se pierde en lo anodino, se disuelve sin gloria. Por eso, entre otras razones, Leiris casi nunca practicó la escritura novelesca (con una sola novela, Aurora), pero como lector siempre respetó ese género literario. Toda la producción literaria de Leiris tendió a buscar la confesión sincera, la puesta en juego de su ser, y no la evasión o la fabulación propia de la ficción.

En el ensayo De la literatura considerada como una tauromaquia escribe: “La actividad literaria […] no puede tener otra justificación que la de esclarecer ciertas cosas para sí al mismo tiempo que volverlas incomunicables al otro, y una de las metas más elevadas que se le puede asignar a su forma pura, entiendo ahí a la poesía, consiste en restituir por medio de las palabras, ciertos estados intensos…”

Leiris no se mantuvo dentro de esas líneas y se describió acentuando sus debilidades, sus defectos y humillándose frente al lector para mostrar su deseo de sinceridad. La escala individual, la de la epopeya que nos propone, permite la identificación del lector de manera más evidente que en las dimensiones de la novela, muchas veces seducida por lo extraordinario. El tono de confesión propicia una relación particular con sus libros; la búsqueda forzada de la transparencia lleva al lector tanto a la admiración como a un sentimiento de fraternidad y de comunión. Dice: “Quisiera enfermarme de tanta sinceridad en el ejemplo único de un hombre que, en resumidas cuentas, rara vez tuvo ilusiones sobre sí mismo y supo mejor que nadie ver claramente dentro de él”.

Lo sabemos: el escritor, tentado por la confesión en sus escritos, se lanza a redactar su primer texto autobiográfico después de la suspensión del psicoanálisis con el doctor Borel. Quizás exista un deseo de ser perdonado o de redención en esa voluntad de exponerse, de esgrimir sus errores. Como dijo Jean Genet: “Escribir es el último recurso cuando uno ha traicionado”. Leiris no cree en Dios, pero puede pensarse que existe en él una voluntad de búsqueda del perdón, de expiación de las faltas y de obtener, al exponer crudamente su realidad, una forma de redención. Así como en un análisis las palabras dirigidas al interlocutor deben conducir a un mejoramiento del estado psicológico del paciente, y de la misma manera que el católico confiesa sus faltas al sacerdote y permite eliminarlas por ese ejercicio, el escritor dedicado a la práctica autobiográfica quizá desea suprimir algunos hechos de su existencia al exponerlos frente a unos desconocidos.

Tal búsqueda provoca un cuestionamiento complejo acerca de la verdad y la lucidez en la literatura. Ahí la verdad está sometida a criterios literarios: el objetivo del texto es funcionar y poco importan las mentiras mientras estén bien contadas. O mejor dicho: la única verdad posible consiste en la coherencia, es decir, en el hecho de que el texto sólo obedece a su propia verdad, no se justifica a partir de criterios morales exteriores. Sin embargo, resulta sorprendente constatar el cuidado especial de Leiris por la transparencia, en qué medida desea convencer de su buena fe, hasta llegar a las confesiones más íntimas para que no haya duda sobre la veracidad de su relato. Lo confesó al final de su vida: “Para mí, el deber de lucidez es un deber personal: pero no significa que sirva de algo”.

La tarea de transformarse en tema central de sus libros obedece también a un intento de considerar la literatura como un método de identificación entre la vida y el texto. Al describirse, al interrogarse acerca de él mismo y sus actos, Michel Leiris termina convirtiéndose en tema de un libro ilimitado, un héroe de la literatura al mismo tiempo que sigue siendo el autor de los textos. “Después de todo casi sólo existí sobre papel…”, afirmó. O bien: “Me percaté un día de que ese libro relacionado con mi vida se había vuelto mi vida misma”. En 1946 le previno a uno de sus más asiduos lectores “hacer un libro que sea un acto, tal es, en líneas generales, el objetivo que debía perseguir, cuando me puse a escribir La edad de hombre”. Un libro que fuera un acto: ése fue el sueño de Leiris durante toda su vida, producir un texto cuyas fronteras rebasaran lo literario o transformaran lo literario en algo que al principio no es, e imprimirle un sentido mucho más amplio. Si su existencia se fundió en un libro, o si su vida se volvió

un libro, entonces el libro se transformó en un acto. Encontramos ahí todas las fascinaciones de Michel Leiris, sus amistades, su recorrido, sus escapes y sus tentaciones: el surrealismo y su deseo de reconciliar a Marx y a Rimbaud, las evasiones y las exaltaciones (el arte, la posesión…), la introspección o la justicia social… Todas las preocupaciones del escritor se reúnen en esa voluntad omnipresente: que la literatura y la vida formen una sola y única entidad, que un libro sea un acto y que la vida se concentre en un libro.

El gran crítico y editor francés Maurice Nadeau dijo acerca de Michel Leiris: “El escritor reconcilió el sujeto y el objeto sin trampa ni trucos, a plena luz. Al seguir rechazando el mundo, en cierta medida se reconcilió con él”. Así fue él, insurgente y funcionario, científico y poeta, pleno de una lucidez poco común y de rompimientos ejemplares. Su vida y su obra se confunden poco a poco para dejar al libro el lugar definitivo que ocupaba antes. Pero la identificación vida-literatura representa una suerte de búsqueda del absoluto en el que cree sólo de manera intermitente, como si tuviera la voluntad de proponer una forma de perfección en su postura. Pero ahí queda lo esencial: darle sentido a su producción literaria, mostrar la coherencia de un autor que no encuentra en la fabricación de ficciones la satisfacción de sentir que trae por medio de su obra una respuesta a los cuestionamientos fundamentales del ser humano.

Si se afirma escritor, es por afirmarse enemigo del silencio, de la ausencia, del encerramiento mortífero, de la muerte misma: quiere comunicarse con su prójimo para denunciar mejor la desdicha común. Su originalidad lo lleva hacia la fusión del acto y de la palabra, como si la literatura que desafía el tiempo sólo pudiera existir en plena comunión con el ser y con la vida. Su obra celebra las manifestaciones del espíritu del hombre y su rechazo a la nada sin estar seguro de que sea de cualquier utilidad. En la fragilidad misma de su proyecto reside la grandeza de su empresa; lo acompaña la duda y lo obliga a perseverar en su búsqueda interior. Esa duda encarna el obstáculo y el motor de su trabajo en vocación literaria; conduce al autor hacia una mayor exigencia y a una dignidad más firme.

Pesimista al borde de la desesperanza, al final de su camino declaró: “si todavía puedo encontrar poesía en alguna parte, es que no todo resulta absurdo”. Dar al lector las razones de no desesperar es una de las aportaciones más significativas de Leiris, y lo hace al mostrar la verdad en toda su crudeza en vez de disfrazarla por medio de la ficción o de la fábula. Al colocar la escritura en el centro de su existencia, construyó su destino y afinó su conciencia, como si de esta manera pudiera hacer coincidir Vida y Texto, Acto y Escritura.

México, febrero de 2003

Traducción de Virginia Jaua