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Ma Jesús Comellas. Maestra y psicóloga. Es profesora emérita de la Universitat Autònoma de Barcelona, donde coordina el Grupo de Investigación, Orientación y Desarrollo (GRODE). Dinamiza el proyecto Espais de debat educatiu, dirigido a familias y impulsado por la Diputació de Barcelona en distintos municipios de la demarcación, y tiene una dilatada experiencia como asesora familiar en temas educativos.

 

¿Por qué algunos padres y madres se sienten inseguros ante la responsabilidad de educar a sus hijos? ¿Tienen dudas sobre qué enseñarles, qué valores transmitir o qué pueden exigirles según su edad y grado de madurez? ¿O quizás creen que la sociedad espera de ellos que sean unos padres perfectos?

La psicóloga Ma Jesús Comellas se propone devolver la confianza a padres y madres y lo hace a partir de una tesis bien simple: educamos a cada momento, desde que suena el despertador por la mañana y saludamos a nuestros hijos con un «buenos días» o con un «venga, date prisa» hasta que llega la noche.

Tal como sostiene la autora, la familia es el núcleo de afecto y cariño y, por lo tanto, donde reside la autoridad para educar. Porque educar es enseñar a vivir.

Educar no
es tan difícil
como creemos

Nexos, 2

Educar no
es tan difícil
como creemos

Illustration

Mª Jesús Comellas

Lectio Ediciones

© 2016, María Jesús Comellas

© de la traducción: Antonio Belmonte

© de esta edición: Lectio Ediciones

C. Muntaner, 200, ático, 8ª

08036 Barcelona

lectio@lectio.es - www.lectio.es

Eumo Editorial

C. de Perot Rocaguinarda, 17. 08500 Vic

www.eumoeditorial.com - eumoeditorial@eumoeditorial.com

—Eumo es la editorial de la Universidad de Vic—

Primera edición: septiembre de 2016

Diseño de la cubierta: Control Z - Comunicació

Foto de la cubierta: © iStock.com/Manuel Burgos

Maquetación: ebc, serveis editorials

Producción del ebook: booqlab.com

ISBN: 978-84-16012-91-6

Queda rigurosamente prohibida sin autorización escrita del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que estará sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

ÍNDICE

Prólogo

Los niños: ahora, antes y siempre

I       Primeras ideas generales

1. Hay que vivir y enseñar a vivir

2. Tenemos mucha experiencia y la podemos compartir

3. También hay profesionales a nuestro lado

4. ¿Una dosis de humor, aunque sea pequeña?

5. Somos adultos y asumimos ese papel

II     La familia: el mejor lugar para estar

1. Vínculos afectivos imprescindibles

2. Buen ambiente en las relaciones domésticas

¿Nos espanta la frustración?

¿Nos desorientan las emociones?

3. ¡Sí, claro! Como mandas tú…

¿Hablamos de normas y límites o, mejor, de criterios?

¿Y qué pasa si no lo hacen? Consecuencias

4. La protección en su justa medida: entre exigencia y flexibilidad

Sobreprotección: no, gracias

Pero, ¿qué harán, si no los ayudamos?

5. La sobreprotección es cosa de abuelos y abuelas

6. Y encontramos tiempo para hablar, leer, contar cuentos y jugar

III     Pero, ¿cómo afrontamos el día a día?

1. No nos despistemos, porque estamos educando

2. Participación y colaboración. Yo lo hago más rápido y mejor

3. Autonomía. ¿Para qué sirve?

Ya hemos llegado a los hábitos

4. No hacen falta castigos. Quizá haya que aprender a tomar decisiones

5. ¿Ir por el mundo con seguridad implica madurez?

IV    Cómo crecen los niños. Ideas para el día a día

1. Entre el despertar y la autoafirmación (de 0 a 6 años)

Perfil de la edad e ideas educativas

Reacciones frecuentes. Interpretaciones y temores

Síntesis y algunas ideas

2. Qué mayor soy. Satisfacción por crecer (de 6 a 12 años)

Perfil de la edad e ideas educativas

Reacciones frecuentes. Interpretaciones y temores

Síntesis y algunas ideas

3. ¿Y esto cómo acaba? Preocupación por el cambio (de 12 a 14 años)

Perfil de la edad e ideas educativas

Reacciones frecuentes. Interpretaciones y temores

Síntesis y algunas ideas

4. Por favor, ya no soy una criatura (de 14 a 18 años)

Perfil de la edad e ideas educativas

Reacciones frecuentes. Interpretaciones y temores

Síntesis y algunas ideas

5. Ya he entrado en el mundo adulto (más de 18 años)

Perfil de la edad e ideas educativas

Reacciones frecuentes. Interpretaciones y temores

Síntesis y algunas ideas

Para acabar, otra mirada

Prólogo

El título que se propone no tiene una intención provocadora, sino, más bien, tranquilizadora, aunque, por los comentarios recibidos, parece que no llega a convencer.

Surge de encuentros con familias que se sienten algo desbordadas en su quehacer educativo diario y esto hace que den a sus hijos una imagen de inseguridad y dudas constantes, muy distante de la serenidad en la actuación cotidiana que debería manifestar una persona adulta frente a las criaturas. Cuando necesitamos los servicios de un profesional, jamás aceptaríamos los de alguien que diera una imagen como la que proyectan los adultos de la familia.

¿Por qué se produce esta situación cuando las familias están más interesadas en el proceso de desarrollo y el proceso educativo de las criaturas? ¿Será porque los cambios sociales se atribuyen a las respuestas familiares? ¿Habrán tenido tantas dudas las generaciones anteriores?

La respuesta es general y contundente: no, no dudaban tanto. Estaban más seguras de lo que proponían, no se angustiaban si otras familias hacían algo diferente ni les preocupaban demasiado las protestas infantiles y adolescentes. Tenían claro que eran personas adultas y que estaban educando.

Se trata, pues, de buscar algunos de los factores que intervienen de forma evidente para dar otro enfoque a este debate social en relación con la imagen que se está dando de las familias y de su actividad educativa y mejorar la que tienen de sí mismas y la que proyectan en sus hijos.

Uno de los factores que incide en estos momentos es la gran cantidad de informaciones profesionales y libros de autoayuda sobre cómo afrontar las situaciones cotidianas y, en particular, los recursos para todo tipo de temas relacionados con la educación: cómo lograr algo, cómo criar a un bebé, cómo negociar con los hijos, cómo resolver conflictos con enfoques muy diversos y con mensajes sobre sus repercusiones en el proceso de desarrollo y de aprendizaje.

Todo esto no se percibe como información complementaria, sino como cambios imprescindibles que hay que incorporar a partir de la idea de que los tiempos han cambiado y de que las experiencias recibidas y el saber cotidiano no tienen cabida en el mundo actual.

Por lo tanto, la tarea educativa se interpreta casi como una profesionalización y por eso se dice que alguien «no sabe hacer de padre o de madre porque no ha estudiado para eso» y a continuación se proponen escuelas de padres y madres que les enseñen a desempeñar la tarea cotidiana de acompañar a sus hijos en el crecimiento vital a lo largo de la infancia y la adolescencia.

Este mensaje, desde luego, refuerza la idea de incompetencia y de dificultad y da origen a la búsqueda del consejo de expertos que transmitan mensajes de seguridad y prácticamente den consignas sobre cómo educar, sin tener en cuenta el contexto, las circunstancias ni los momentos vitales de cada familia.

Evidentemente, este panorama no solo fragiliza la imagen social de las familias, sino que condiciona la toma de decisiones ante situaciones cotidianas, de las que, de hecho, se tiene información, porque están enmarcadas en la propia lógica y el imprescindible aprendizaje de las decisiones cotidianas y domésticas: lavarse, lavar la ropa o limpiar la cocina, hacer la compra, los horarios escolares y los laborales, el transporte, etcétera.

¿Qué hacer? ¿Cómo responder a las demandas infantiles y, especialmente, a las adolescentes? ¿Cómo responder a los argumentos en contra que esgrimen los hijos? La respuesta unánime es que educar es muy difícil.

Ante esta situación, podríamos matizar, para no exagerar, que educar no es demasiado fácil, porque las relaciones humanas tienen ingredientes que les aportan complejidad y, por consiguiente, cierta dificultad, pero no podemos entrar en esta espiral, porque no estamos hablando de relaciones entre personas adultas y simétricas que deben tomar decisiones de grande alcance, sino de vivir y enseñar a las criaturas la manera de gestionar la aventura de aprender a vivir, a crecer y a adaptarse a este mundo.

No se trata, pues, de recibir formación para realizar la tarea educativa cotidiana de los padres y las madres, sino de recuperar la confianza y el placer de vivir y convivir en el seno de la familia de la manera más serena, amable, estable y afectuosa posible, para garantizar que las criaturas entiendan que están en buenas manos, que los adultos las cuidan y que su familia las quiere y busca su bienestar y por eso las protegen y les exigen una madurez progresiva y responsabilidades lógicas que propicien su desarrollo y mayor competencia.

Asimismo, otro de los objetivos del título es reforzar la idea de que las protestas infantiles y adolescentes no forman parte de una actitud de oposición irracional a las demandas adultas ni son un afán de poner en evidencia a la persona adulta, sino que pretenden mostrar la necesidad de que los mensajes adultos tengan estabilidad y constancia, factores clave para poder adquirir seguridad en la identidad educativa de la familia.

La idea del libro —y especialmente la del título— es, pues, devolver la confianza en el rol parental adulto, algo que en estos momentos se llama empoderar y que consiste, más bien, en no minimizar el rol ni el poder absoluto de acompañamiento a las criaturas con el máximo de serenidad para poder soportar las protestas infantiles, lógicas cuando la demanda no es satisfactoria o cuando la exigencia implica renuncias.

Los niños: ahora, antes y siempre

No cabe duda de que nuestro mundo ha cambiado, y mucho, si lo comparamos con el de hace unos pocos años, y hay que decir que en este mundo transformado de ahora los niños también han cambiado. Quizá por ello, curiosamente, cuando hablamos de los niños, nos remontamos a ese pasado no tan lejano con ánimo, tal vez, de establecer unos puntos de comparación que nos permitan acercarnos y entenderlos mejor.

Si bien no acostumbramos a oír comentarios nostálgicos sobre los vehículos que existían treinta o cuarenta años atrás, de la televisión de entonces, de los teléfonos ni de otros aspectos de aquella cotidianeidad, hoy en día sí que recurrimos a menudo a la evocación de una imagen bastante detallada —y quizá algo desvirtuada— de cómo creíamos que eran los niños de antes. Al hacerlo, hablamos de cómo éramos los que ahora somos adultos —padres y madres— y, sobre todo, de la forma de actuar de los que ahora son abuelos. A partir de estos recuerdos, construimos frases del estilo de «Cuando llegaba mi padre, todo el mundo obedecía», «Me lo decían una sola vez y ya sabía lo que tenía que hacer». Todo ello, no obstante, nos lleva a establecer una imagen parcial y desdibujada de esa infancia y, de paso, de la actual.

No podemos negar que algún aspecto de estos recuerdos es aún válido, pero hemos de valorarlo teniendo presente cómo era la sociedad de entonces, con qué recursos contaba, cuáles eran las tareas que se hacían en casa y en el contexto en que se vivía —bien diferente, según se tratara de un entorno rural o urbano—, las informaciones que se transmitían por radio o televisión y un largo etcétera de aspectos relevantes. Por lo tanto, habría que ver lo que estaba permitido hacer en un mundo mucho más pequeño que el actual, lo que hacían los adultos en casa y en la escuela y, sobre todo, el tipo de exigencias, además de la formación que se daba en un mundo donde todo era más rutinario y en una escuela en la que todo lo que se aprendía era válido para toda la vida, el período de aprendizaje era mucho más breve y se ofrecían muchas menos posibilidades que en la escuela actual. Una vez establecidas estas ideas, desde la perspectiva de hoy, nos haría falta, finalmente, considerar si todo nos puede resultar todavía útil todavía.

Así pues, o bien nos inclinamos a pensar que todo tendría que volver a ser como antes o, sencillamente, hemos de dejar de creer que en el pasado todo era más fácil, para no dejarnos llevar por una melancolía falsa.

Y es que probablemente no querríamos aquel mundo para nuestros hijos, ya que hoy los hemos de educar para vivir en un entorno nuevo y cambiante y enseñarles a espabilarse de cara a afrontar el mundo del futuro, que será, con toda seguridad, bastante más complejo y diferente del actual.

Para entenderlo, nos resultará útil mirar algunos de los aspectos que han favorecido estos cambios y tener claro cuál es el lugar de cada generación.

Demasiadas veces olvidamos que, a partir de la Declaración de los Derechos del Niño, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas (resolución 1.386 (XVI) del 20 de noviembre de 1959), los niños disponen de un espacio mucho más amplio que antes y se les reconocen unos derechos que, aunque sean respetados por muchas familias, no siempre son suficientemente valorados y menos aún de manera general y en todas partes. Esta declaración, no obstante, ha sido un factor que ha cambiado muchas de las actitudes adultas con respecto a los niños y ha provocado un considerable desconcierto y aturdimiento, a pesar de que en algunos momentos no seamos conscientes de ello.

En este marco, se habla del niño como una persona considerada sujeto de derechos desde su nacimiento hasta los dieciocho años, salvo que la ley de un país reconozca antes su mayoría de edad. Se habla de los derechos básicos a partir del principio de la no discriminación, sean cuales fueren sus circunstancias personales: el derecho a la vida y a tener un entorno que lo cuide y lo proteja de abusos y discriminaciones; el derecho a la educación en las condiciones más favorables para potenciar su desarrollo cultural y social, y el derecho a expresar sus opiniones y que sean escuchadas y guiadas para favorecer su maduración.

Esto no quiere decir que antes no existieran parte de estos derechos ni que ahora se respeten de manera segura y absoluta, pero, por lo menos, el hecho de hablar de ellos ha cambiado la manera de ver la infancia desde una perspectiva social. La imagen que tenemos de los niños y sobre todo de la adolescencia ha cambiado y, con la mejor de las intenciones, esto ha provocado unos cambios que han repercutido básicamente en las instituciones que se dedican a educar —la escuela, los lugares de recreo, las actividades culturales y deportivas— y, sin duda, en la calle y en casa.

A pesar de todo, los cambios no se han producido solo en relación con la duración de la escolaridad o la oferta de actividades ni con el hecho de que ya no se pueda aplicar el castigo físico, sino, sobre todo, con la actitud de las personas adultas frente a los niños. ¿Cómo hacemos que nos escuchen, si lo que les pedimos es un disparate? ¿Cómo decirles que no? ¿Dejarlos llorar se considera maltrato?

Esta larga lista de preguntas e inquietudes ha desestabilizado bastante a los adultos, no solo porque escuchan a sus hijos, sino porque los cambios comportan reflexión y revisión y parece que este reconocimiento de los derechos comporta «tener el derecho a exigir, poder enfadarse y protestar».

Yendo al otro extremo, ahora ya casi nunca se dice «Calla, que estamos hablando los adultos», ni, probablemente, «Espera, que estamos hablando», sino que se da prioridad a la criatura, aunque esta obligue a interrumpir la conversación de los adultos para escucharla. Hemos de evitar que se enfade y que proteste.

Seguidamente, los adultos refunfuñamos, porque no nos gusta lo que hemos hecho y generalizamos al decir: «Hoy en día no saben esperar» y «No puede ser que sean tan exigentes». Entonces, ¿por qué no les hemos pedido que esperen? De hecho, los niños hacen todo lo que les dejamos hacer, ¿no?

Sin duda, es importante que las personas adultas procuren ser mucho más dialogantes que antes, que den explicaciones y respuesta a las peticiones de los niños. Sin embargo, lo que ocurre es que, a menudo con la mejor de las intenciones, se acaban repitiendo los mismos argumentos para tratar de convencer y, por cansancio, las respuestas acaban siendo poco claras e incluso contradictorias. Por otra parte, demasiadas veces se nos escapan comentarios que ponen en evidencia nuestra insatisfacción, casi desesperación, ya que, con este discurso repetido, los niños no siempre obedecen o, por lo menos, no lo hacen tan deprisa como quisiéramos.

¿Qué hemos de hacer hoy en día cuando el niño no quiere comer, no quiere irse a dormir, no le gusta una cosa o nos hace esperar? ¿Cómo actuar cuando ya conoce todas nuestras explicaciones y cuando, además, las decimos con cierto desánimo?

Es evidente que nuestra manera de responder también influye en los niños. Quizá no nos demos cuenta, pero con esta actitud les transmitimos una imagen adulta muy frágil, que los deja más bien desvalidos: «¿Qué clase de adultos tengo en casa?» Los niños van aprendiendo que es posible que hagamos lo que nos piden por cansancio y entonces ellos interpretan que «en casa mando yo», «en casa hacen lo que yo quiero», y nosotros, ante esto, seguimos haciendo comentarios sobre los niños actuales, cuando, en definitiva, son fruto de nuestra respuesta y de lo que les dejamos aprender.

¿Cómo resolver esto? ¿Alguien conoce la solución y dónde encontrarla? Ya que formamos parte de un mundo en el que la comunicación es fácil, vamos a buscar un repertorio de informaciones en libros, programas de televisión, artículos de internet, comentarios y encuentros que nos ayuden a poner orden en esta situación educativa. Ingenuamente, buscamos aquí las respuestas, ¡por no decir las recetas! ¡Buscamos a alguien que nos diga lo que hemos de hacer!

¡Qué sorpresa nos llevamos cuando nos damos cuenta de que no hay una única idea, sino muchas, con nuevos enfoques educativos para la familia y también para la escuela, y que todas pretenden lo mismo: dar respuesta a estos nuevos tiempos, esperando que disminuya el malestar! Lo que nos desorienta más, no obstante, es que entre todas las propuestas hay algunas que todavía crean más confusión y enojo, y que comportan un debate estéril sobre la manera de buscar nuevas formas de hacer de padre y de madre.

En efecto, no hay duda de que la situación no debería ser tan confusa y que deberíamos centrarnos en valorar que lo que cuenta es tomar conciencia de que la respuesta la tenemos nosotros mismos, a nuestro alcance. Hay que actuar con coherencia y adaptar nuestra forma de vivir a lo que decimos. Hemos de ser capaces de ver que tenemos una responsabilidad a la hora de ayudar a que los niños crezcan, de mostrarles cómo ir por el mundo, de explicarles los motivos y las razones que nos llevan a tomar las decisiones que nos afectan como familia y como personas y, sobre todo, les hemos de dar la seguridad de que están en buenas manos.

No hay que dudar tanto sobre el lugar que hay que dar a los niños y, en cambio, hemos de ayudarlos a conocer el lugar que ocupan los adultos que los educamos. Decimos, pues, que a nosotros nos corresponde educar y que esto no es una asignatura ni un tema teórico, sino que se trata de vivir juntos día tras día y de mostrarles cómo y por qué lo hacemos así. Les debemos mostrar qué clase de familia es la nuestra, que puede ser igual o diferente de otras en algunos aspectos. En cualquier caso, es nuestra manera de vivir, de cuidarlos y de educarlos.

Habrá cansancio, sin duda, pero no sentimiento de culpa, inseguridades, discusiones, chantajes ni rencor al pensar que los niños nos hacen la vida imposible. Son criaturas y han de actuar según la edad que tienen. Ya irán creciendo poco a poco. Por ello, en muchos momentos, será interesante que hablemos entre nosotros y también con los profesionales más cercanos. Reflexionemos juntos para encontrar posibles respuestas a situaciones diversas y, sobre todo, procuremos no perder nunca el lugar y el rol educativo adulto apropiado para educar y disfrutar de la experiencia de ver crecer a nuestros hijos, de verlos madurar, serenamente y sin perder los papeles.

I

Primeras ideas generales

 

 

En este bloque se plantea únicamente el punto de partida de la mirada familiar con respecto a la educación.

Hacemos una pequeña reflexión relacionada con el malestar familiar derivado de la presión que desde hace tiempo recibe la familia y, sobre todo, las peticiones y los juicios de valor que se le exigen, sin pensar que, si bien es cierto que hay que hablar de educación y que en muchos momentos las reacciones infantiles y adolescentes no son apropiadas, el reto no es solo para la familia, sino para todos los colectivos que tienen responsabilidad en este ámbito.

También es cierto que el ritmo de vida y la idea de que todo hay que resolverlo inmediatamente provoca más impaciencia de la necesaria. Hace falta tiempo para pensar y, con toda seguridad, será necesario establecer prioridades para que, poco a poco, las criaturas crezcan y maduren.

La naturaleza es sabia y nos da bastante información. ¿Verdad que los dientes definitivos aparecen entre los cinco y los ocho años, por mucho calcio que demos a nuestros hijos, y que los olivos necesitan treinta y cinco años para madurar y que regarlos en exceso no logra avanzar su floración? Pues bien, nuestros hijos también necesitan tiempo, y todo lo que implique presionarlos y aturdirlos no contribuye más que a poner en peligro y descompensar su proceso.

Nosotros, posiblemente, también podemos establecer prioridades en cuanto a las urgencias, con la intención de vivir mejor el presente, y, sobre todo, hemos de procurar no sentir ni vivir mal algunos comportamientos infantiles que nos fuerzan y nos desestabilizan.

Es importante valorar la educación como una globalidad, ya que, si no, nos exponemos a tomar decisiones precipitadas bajo una mirada extremadamente clínica, a realizar diagnósticos poco atinados y, en conjunto, a apoyarnos en recursos externos y en la farmacología. Deberemos detenernos, primero, y valorar las necesidades de la criatura, según la edad y su carácter, con el objeto de proporcionarle las informaciones educativas más claras y naturales para su desarrollo.

El reto es suficientemente grande y los tiempos, muy diferentes para hacer análisis y comentarios simples.

1

Hay que vivir y enseñar a vivir

¿Por qué, cuando se habla de infancia o adolescencia, la familia siempre es el centro de todas las peticiones y a menudo también de las críticas, especialmente cuando se hace referencia a conductas, respuestas o temas relacionados con la salud, como los trastornos alimenticios?

Esto tiene cierta lógica, ya que la educación empieza en casa, que es a donde llega la criatura y el lugar en el que las relaciones logran una intensidad y una duración superiores, y también donde los vínculos tienen una fuerza que no se da en ningún otro ámbito.

Tener este protagonismo como familia ya nos gusta, ¡por supuesto! Queremos ser el lugar de privilegio con más sentido para los niños, el lugar en el que se encuentren mejor y se puedan sentir importantes.

A pesar de ello, esta importancia comporta, también, unas exigencias, que, evidentemente, aceptamos de buen grado. Sin embargo, ¿por qué motivo en muchos momentos nos hacen sentir mal?

Muy a menudo sentimos que se hacen peticiones a la familia; que esta recibe presiones y ha de escuchar comentarios procedentes de fuera, por parte de profesionales, que no acaban de darse cuenta de cómo son las personas que componen la familia, de sus necesidades ni, sobre todo, de sus posibilidades personales, laborales, de salud, etc. Y es que siempre hemos de tener presente que cada familia es un mundo.

Ciertamente, hay responsabilidades y actuaciones que son innegociables y que la familia ha de resolver, pero no todo lo que se le reclama lo es. Por otro lado, tampoco hay que hacer las cosas ni vivirlas de una misma manera, por lo que es necesario tener presente que, con demasiada frecuencia, se valora negativamente el hecho de que la familia no responda o que lo haga de una manera diferente de la que se propone.

Se precisa, pues, calma y sobre todo no perder de vista el papel fundamental de la familia, su día a día con criaturas de diferentes edades, necesidades y peticiones, para poder entender muchas de las situaciones que viven y muchas de las reacciones que tienen y, en consecuencia, también lo que hacen, lo que pueden hacer y lo que han de realizar desde casa.

Tiene mucho sentido el dicho popular de que «por la vida se pierde la vida». Basta con observar la planificación diaria de una familia, sus previsiones, para darse cuenta de que, al final de la semana, esta planificación se habrá tenido que alterar. La vida cotidiana se encarga de estropear las previsiones y obliga a activar nuestra capacidad de reacción, de poner en marcha una de las habilidades y competencias más importantes del grupo familiar: la readaptación.

Vivir con nuestros hijos pone a prueba nuestra capacidad para resolver con rapidez —algunas veces con reflexión y otras con improvisación— todas las situaciones que no han sido planificadas y que son mucho más urgentes. ¡Qué aprendizaje tan interesante! Es un reto real y verdadero. De repente, «las urgencias pasan por delante de situaciones que considerábamos como importantes», pues, si bien la familia tiene previsto cierto control de las cosas y una manera de mantener el orden y de conseguir cierta seguridad, repentinamente aparecen las urgencias, que nos impiden hacer las actividades cotidianas: ir de compras, asistir a una reunión… La vida es eso. No todo está programado y menos aún cuando hay niños, ya que se multiplican las situaciones en que hay que improvisar.

Vale la pena pensar que, en definitiva, es una suerte que no todo esté controlado ni previsto. Quizá por momentos añoremos algo de rutina y quisiéramos ver por un agujero cómo acabará esta aventura de educar y hacer crecer a nuestros hijos. Hay que valorar, también, que a pesar de que a veces esta situación vital es demasiado intensa, nos aleja del aburrimiento y aprendemos a desarrollar estrategias para resolver situaciones que, sobre el papel, no sabríamos cómo afrontar.

Hay que recordar también que la vida no gira solo alrededor de nuestros hijos. Aún no hemos comentado las obligaciones adultas: temas de salud, laborales, de relación con el resto de la familia, con otras organizaciones, modelos de familias complejos que comportan otras exigencias cotidianas.

También podríamos profundizar un poco más, si contamos cuántas personas integran el grupo familiar. Hay familias que tienen un hijo y otras que tienen dos, tres, cuatro o incluso más. Curiosamente, la situación parece más fácil en familias numerosas que en las que tienen un único hijo. ¿Cómo es posible? Quizá hagan una selección de obligaciones, quizá no pongan el listón tan alto, quizá reduzcan un poco la lista de las cosas importantes para poder priorizar las urgencias diarias y llegar al atardecer con cierta tranquilidad y, sobre todo, con menos sentimiento de culpa.

Lo que realmente es fundamental, además de resolver las urgencias, es que haya ilusión por vivir este proceso de ver crecer a los hijos, de ver cómo nos quieren, cómo confían en nosotros (las travesuras no tienen nada que ver y tienen derecho a hacerlas) y descubrir su capacidad de aprender (estrategias para espabilarse, preguntar, presionar y también obedecer), aunque haya momentos menos luminosos o fantásticos que hemos de relativizar.

La vida es dinamismo, creatividad, y nos permite descubrir que cada día puede ser diferente, algo nuevo, que no solo pasan cosas que hemos de resolver, sino que, además, por la mente de nuestros hijos pasan nuevas ideas que nos sorprenden, que nos muestran su capacidad de observar, de aprender de unos y otros y de captar pequeños detalles que son casi insignificantes para nosotros, pero que tienen más importancia de la que le damos, y que les sirven para interpretar nuestra forma de actuar y de ser.

Por eso, no tiene sentido decir —aunque en ocasiones lo hagamos, en broma— que querríamos tener un manual que nos orientara y nos dijese cómo actuar. Inmediatamente nos daríamos cuenta de que para nosotros o para nuestra familia los consejos no sirven. Por fortuna, tampoco se nos ha ocurrido pensar que querríamos que nuestros hijos tuvieran un botón para desconectarlos, aunque fuese por un instante. En momentos así, aunque podamos llegar al paroxismo, descubrimos nuestra capacidad para recuperar la situación. ¡Qué fuerza tiene la vida! Al vivir estamos educando.

Hay que reivindicar, pues, la posibilidad de gestionar nuestro espacio y nuestro tiempo familiar y, sobre todo, darle el valor que tiene como tiempo educativo, ya que no queremos convertir la educación en una asignatura con temas que hay que aprender teóricamente para saber educar. ¡Queremos vivir y educar para que puedan aprender a vivir!

Una vez establecida esta premisa, ya no es necesario constatar más que la familia no tiene un tiempo específico para educar, ya que la educación se pone en práctica en todo momento, tanto en casa como cuando se hace la compra, se pone una lavadora o se limpia la casa. Este es el modelo de vida que se transmite y eso es educar y, lógicamente, solo lo puede hacer la familia, pues como sus integrantes adultos tenemos cierta experiencia en la gestión de la vida, aunque en algunos momentos lo vivamos de manera algo precipitada: dormimos poco, no siempre comemos bien, no encontramos el momento de relacionarnos con los amigos, no vamos al cine, a veces estamos malhumorados y, en fin... Vamos cumpliendo años y la vida nos cambia a todos.

Esta aventura de enseñar a vivir, además, tiene una duración bastante larga —a diferencia del tiempo de la escuela, que solo dura trece años— y es muy diferente a medida que los hijos crecen, porque no siempre compartiremos sus decisiones y algunas de ellas incluso nos parecerán poco acertadas. A pesar de todo, siempre los acompañaremos para que aprendan constantemente y les transmitiremos nuestra experiencia para que les sirva de contrapunto, de modelo, para que, con el máximo de madurez, puedan decidir cuestiones personales, profesionales e ideológicas que no necesariamente han de ser las nuestras ni han de responder por lo que queremos. «Que con lo que hemos hecho puedan hacer lo que yo no hice», dicen muchos padres y madres. En este proceso, nunca nos permitiremos chantajearlos, sino que habrá que favorecer que asuman la responsabilidad por sus decisiones y que respondan de forma apropiada.

No es poco importante, pues, resolver el día a día. Es preciso que lo hagamos en casa y no es fácil ni rápido. Además del funcionamiento familiar, hay que favorecer que comprendan el social: aspectos formales según el lugar al que vayan, formas de cortesía, comportamientos en los lugares públicos, utilizar el transporte público, conducir, utilizar bien el lenguaje, reconocer los lugares más privados en los que se puede hablar y actuar de una manera más distendida… Esto constituye un mundo que hay que aprender y la familia, por su diversidad de movimientos y por su proximidad, lo puede y lo debe hacer, porque de nada sirve engañar a los niños haciéndoles creer, ingenuamente, que el mundo se adaptará a su ritmo, que ya los esperarán, que podrán negociar cuando busquen trabajo, que podrán discutir la nota de los exámenes o que, si se despistan, todo el mundo lo comprenderá y será flexible con ellos.

Esta es la mirada que habría que adoptar antes de pedir y exigir a las familias otras obligaciones que compliquen la dinámica familiar y debiliten su prestigio con mensajes y valoraciones negativas por lo que se supone que no hacen o no saben hacer, antes de exigirles resultados, hechos y comportamientos que no les corresponden.

Los sectores profesionales que tienen responsabilidad educativa han de ver qué hacer en cada ámbito. Observar cómo nuestros hijos aprenden a estar y cómo podremos compartir y colaborar, cada uno con su protagonismo, para evitar que queden tantos vacíos y situaciones descompensadas. Hay que valorar, sobre todo, además de los resultados escolares, una globalidad madurativa, afectiva, relacional y participativa a la hora de resolver las responsabilidades y esto lo pueden hacer todas las familias.

Por último, también estaría bien que, frente a comentarios críticos hechos por la publicidad o con enfoques profesionales diferentes y que hablan con demasiada frecuencia sobre las obligaciones familiares con escaso conocimiento y poca coherencia, nos posicionemos de una manera más explícita y valiente.

2

Tenemos mucha experiencia y la podemos compartir

No se trata de preguntarnos cómo hemos aprendido a hacer de padre y de madre ni quién nos lo ha de enseñar, pues no estamos hablando de una técnica ni de un oficio. Es preciso, además, que no perdamos los papeles, aunque en muchos momentos se han hecho y se siguen haciendo afirmaciones como la siguiente y se han organizado acciones encaminadas a mostrarnos que no sabemos: «Como no han ido a escuelas para padres y madres, ahora organizaremos una para que aprendan». Siempre hemos de pensar que esto se hace con la mejor de las intenciones.

Está claro que en encuentros como estos se habla de las supuestas necesidades de las familias, porque se han detectado algunas conductas o respuestas de los niños que es conveniente revisar.

De aquí vienen comentarios como: «Mira este niño, cómo pide… y se lo dan todo. ¿Por qué no lo dejan llorar? Ya se ve que no saben educarlo… ¿Y qué harán en casa, si se comportan así en la tienda?» (Esta afirmación no es cierta necesariamente, pues en casa se puede ser más contundente.) Si se deja que el niño proteste, se pueden sentir comentarios bien diferentes en otro sentido: «Pobrecito, ¿por qué no se lo dan? Total, lo quiere y para lo que vale… Es pequeño y no lo entiende.» Se haga lo que se haga, parece que siempre habrá un comentario crítico.

Tantos comentarios y respuestas nos hacen dudar sobre la mejor manera de responder en público, ya que percibimos el juicio crítico de las miradas y no tenemos serenidad para actuar como creemos que haría falta: «Si le digo que no, me verán como un ogro», «Si llora, alguien consolará a la criatura y después dirá: “¡Vaya manera de educar!”», «Si le grito, me dirán: “Ya no se hace eso...”» Y, aunque sepamos que deberíamos prescindir de todo el mundo, la capacidad de reacción tiene un límite y lo que hacemos no siempre nos satisface. Entonces, cuando estamos en casa, nos preguntamos: «¿Por qué he reaccionado así? Me es igual lo que digan.» Y la respuesta es que la presión no es buena consejera y el aturdimiento nos atrapa…

Por tanto, la respuesta en la calle o en la escuela no siempre es reflejo de lo que se hace en casa, pues los factores son otros. Quizá sea esta la dificultad actual.

Cuando estamos en casa, surge la inquietud, pues, con tantas opiniones y tantos modelos educativos, no parece que exista una manera habitual de responder a estas situaciones infantiles. Pero, ¿significa esto que no sabemos o, sencillamente, que ahora hay más diversidad de modelos y no una sola manera de educar? ¿O será que antes tampoco todo el mundo hacía lo mismo, pero no se sabía?

Estas maneras diversas de actuar no solo se ven en casa, sino también en la escuela y en todos los contextos sociales. No todo el profesorado da los mismos consejos, ni todos los maestros responden igual respecto a los niños, a pesar de que todos son profesionales.

Entonces, ¿por qué se impone la idea de que necesitamos ir a una escuela para aprender a actuar de manera apropiada? ¿Cuál sería el profesorado de esta escuela de padres?

Este enfoque es bastante cuestionable, en primer lugar, porque no tiene sentido que una persona experta haya de dar lecciones sobre lo que hay que hacer en casa, como si las familias fuesen ignorantes y otro tuviera que mostrar su experiencia. ¿Quién sería? ¿Una persona que conozca mucho de teoría y que nos dé lecciones y argumentos? ¿Con qué enfoque? Hay que decir que no es igual que plantar patatas... ¡Incluso esto no lo hace todo el mundo de la misma manera! ¿Cuál es, entonces, la mejor manera? Hay que aclarar que no estamos hablando de teoría, sino de la práctica y de niños y, por eso, si pudiésemos mirar por un agujero, veríamos que en todas las familias hay respuestas más o menos aceptables, a pesar de que la teoría no es bastante clara. La valoración de esta propuesta de ir a una escuela de padres refleja la lógica de lo que sucede:

Normalmente hay poca asistencia y nos hacen comentarios como: «¿Lo ves? ¡Se montan escuelas de padres para que lo hagan mejor y no vienen!» «¡Solo vienen las familias que no lo necesitan!» Pero, ¿quién dice que no lo necesiten? Porque luego, en casa, incluso en la de las personas profesionales, las actitudes se pueden valorar como más o menos apropiadas.

¡Madre mía! ¡Quizá no sea esta la respuesta! ¡Quizá no sea una escuela lo que nos hace falta! ¡Puede que no nos guste ser conscientes de nuestra ignorancia! Por otra parte, ¿hemos pensado alguna vez en cómo nos ven nuestros hijos, leyendo tanto y yendo tantas veces a clase? «Mamá, ¿por qué vas allí? ¿Es que no sabes cómo hacerlo? A mí me gusta lo que haces, porque nos quieres... ¿Qué te cuentan allí?», decía una criatura de diez años a su madre, que iba con prisas por acabar de cenar y asistir a la reunión.

Cuando escuchamos a las personas que acuden a esas reuniones, esas familias que «no lo necesitan», a menudo el balance es bastante curioso:

Hoy nos han dicho que esto no se ha de hacer y el mes pasado, en la charla, nos dijeron todo lo contrario... ¿A quién hemos de hacer caso? ¿Qué haremos ahora? ¡Cuántas preguntas se nos pasan por la cabeza y cuánta inseguridad nos han generado! Será mejor que volvamos a casa y continuemos haciendo lo que podamos, a pesar de la cantidad de dudas que tenemos ahora.

Pensemos con lógica. Para vivir y ayudar a crecer a nuestros hijos, ¿hacen falta estudios? ¿Verdad que hay personas que no saben leer y hacen muy bien de padres? ¿Las generaciones que nos han precedido lo han hecho tan mal que ni se plantearon que había que ir a una escuela especial para hacer de padre y de madre? ¿Cuánto hace que se insiste en este mensaje?

Cuanto más aumente la inseguridad, peor lo haremos, ya que nos faltará la serenidad necesaria para actuar y volveremos a tener dudas sobre cómo hay que reaccionar. Nuestros hijos no pueden esperar a que repasemos la lección de la semana pasada para saberlo.

Pero quizá hemos de pensar que, además de tener criterio, contamos con experiencia y conocimiento.

Es evidente que queremos hablar de educación, que sería importante que hubiese momentos o espacios de debate con un enfoque compartido, con un formato participativo y liderado por personas de proximidad, de cara a favorecer el intercambio de puntos de vista, de maneras de hacer y para poner en evidencia las diferentes maneras de vivir, porque educar es enseñar a vivir.

¿Por qué no se aprovechan, pues, las reuniones individuales, las de grupo, las ordinarias y también las extraordinarias que se celebran en la escuela para hacer este debate? ¿Por qué no se comparte con las familias que están en el mismo grupo o en grupos de otras edades y se explican las experiencias vividas e incluso el punto de vista del profesorado?

Seguro que nos sentiríamos mejor, si compartiéramos lo que ya sabemos con las experiencias de otras familias en situaciones parecidas, ya que entonces sí que podríamos encontrar ideas para decidir si es necesario cambiar. Este intercambio tiene mucho sentido: qué ideas tienen de la educación, de la televisión, cómo emplean los objetos —desde los cubiertos y las cazuelas hasta los móviles—, qué actividades extraescolares hacen y por qué, cómo los podemos ir a buscar... En definitiva, somos un grupo de familias que, con diferente formación, experiencia laboral, experiencias vitales e historias personales, compartimos durante unos años la experiencia de educar a nuestros hijos, que tienen la misma edad y comparten actividades y horas de aprendizaje.

Somos todos personas de proximidad, y mejorar nuestro conocimiento nos permite entender muchos de los comentarios que hacen nuestros hijos. No haría falta establecer desconfianzas mutuas, sino respeto, favorecer la comprensión de los diferentes enfoques y descubrir también que hay muchos puntos en común.