INTRODUCCIÓN

Partimos de una duda simple, sin rodeos. ¿Es posible, hoy en día, vivir sin internet?

La pregunta, de entrada, puede parecer banal. Resulta evidente que sí: podemos vivir sin internet. De hecho, lo hemos hecho durante mucho tiempo. Pero cabe aclarar que a lo que me refiero en realidad es a si nos es posible vivir sin internet sin renunciar por ello a nuestra actividad habitual o a los vínculos sociales que hemos ido construyendo desde que nos acostumbramos a esta tecnología. Es decir, se trata de saber si es posible la desconexión sin poner en riesgo nuestra capacidad de trabajar, de relacionarnos con los demás, de conocer lo que ocurre en nuestra ciudad o de realizar un mero trámite.

La primera imagen que nos viene a la mente cuando pensamos en alguien que ha abandonado internet es la de una persona que, saturada por la sobreinformación de las ciudades y de la red, se ha retirado a un pequeño pueblo o al campo. Podríamos convenir que ahí esta clase de mediaciones resultan menos necesarias.

Para entendernos, no necesitamos Facebook para saber lo que piensan nuestros vecinos si los vemos cada día y conversamos con ellos, por ejemplo. Pero estos no son los casos que me interesan aquí. Sí me interesa, sin embargo, el urbanita, la persona que vive en la ciudad, que por sus circunstancias cotidianas ha pasado a depender de las nuevas tecnologías para lograr un correcto funcionamiento de su trabajo, de sus relaciones y de su vida en general. Me interesa saber si ese sujeto, de la noche a la mañana, sería capaz de desconectarse de internet.

La pregunta que he planteado al principio puede parecer banal también por otra razón. La mayoría de la gente encuentra ridícula la mera idea de querer abandonar la red. Por supuesto, si muchos se inclinan a creer que tal cosa no tiene sentido es porque internet ha supuesto un gran avance, mejorando o resolviendo muchos aspectos de nuestro día a día: nos permite comunicarnos con mucha más rapidez, mantenernos en contacto con la gente que tenemos lejos y estar al corriente de lo que sucede en todas partes. Nos permite compartir información de manera inmediata y localizar rápidamente el lugar al que nos dirigimos. Nos permite, en suma, estar conectados con todo lo que acontece en el mundo, y de una forma mucho más veloz y económica.

Todo esto lo sabemos de sobra. Los discursos que nos dicen que internet es una maravilla, que es la solución última a todos nuestros problemas, son omnipresentes. Están por todas partes, se cuelan por vía intravenosa a través de gurús millonarios vestidos de calle, y luego a través de sus seguidores. En el pórtico de este libro se recogen las citas más significativas de algunos de ellos: empresarios, tecnólogos, políticos, periodistas, psicólogos, y hasta el mismísimo papa de Roma. Todos unidos forman un coro que nos recuerda lo fabulosa que es la red.

Sin embargo, internet tiene también su pequeño catálogo de inconvenientes. No hay que olvidarlo. De vez en cuando habría que hablar de ellos, como se habla de sus virtudes. Quizá así podremos hallar cierto estado de equilibrio y poner las cosas en su sitio. ¿Quién no ha sentido alguna vez, saturado tras pasar horas y horas ante una pantalla, enlazando impulsivamente una página tras otra, el impulso de apagar el ordenador y tirarlo por la ventana? Por supuesto, hacerlo o no es una decisión muy personal, y cada uno coloca en su propia balanza las ventajas y los inconvenientes que le ofrece internet. Ahora bien, si los inconvenientes ganaran la batalla, si tras meditarlo mucho quisiéramos apagar la señal del wi-fi y olvidarnos de paso de nuestros teléfonos inteligentes, ¿podríamos hacerlo realmente sin consecuencias perniciosas? ¿O quedaríamos vencidos de inmediato por las repercusiones de la desconexión? Esta es la pregunta que aquí planteo, en esencia: cómo sobrevivir sin internet y no aislarse del mundo.

Para tratar de responderla podría haber optado por la teoría o por la conjetura. Podría haber optado por imaginar los problemas que la desconexión puede representar y por reflexionar acerca de posibles soluciones que pudieran plantearse en el mundo real, más allá de estas páginas. Pero se me podría tachar, con razón, de especulativo, utópico e irreal, porque no podría demostrar la eficacia concreta de mis propuestas. Por este motivo, he optado por seguir el camino inverso. Desde que sentí la necesidad urgente de indagar acerca de las repercusiones de la desconexión, me he dedicado a buscar regularmente a personas que han logrado vivir sin internet y, a pesar de ello, han seguido con su vida con normalidad.

Esta investigación ha sido una tarea ardua porque, obviamente, esta gente no es fácil de localizar. Los escritores somos los primeros que nos hemos habituado a encender nuestros ordenadores y hallar rápidamente la información a través de la red. Centrar el trabajo de campo en personas que han pasado a ser exconectadas y que, como consecuencia, han pasado a ser invisibles en Google, ha exigido adoptar otro método de trabajo. Por este motivo, el presente libro es fruto de una exploración y un viaje personal que se ha prolongado a lo largo de muchos meses. Y ha sido posible únicamente gracias a la ayuda de mucha gente a mi alrededor que, buscando en sus propios círculos y tirando de muchos hilos, han propiciado que pudiera encontrarme con algunas de estas personas exconectadas.

Como ya he escrito más arriba, este libro parte de la pregunta de si hoy es posible vivir sin internet sin perecer en el intento, es decir, sin tener que aparcarnos del mundo o sufrir repercusiones o efectos colaterales indeseados. Por ello, y a pesar de haberme llevado la grata sorpresa de encontrarme, a lo largo de este recorrido, con personas desconectadas de toda índole, he optado por compilar los testimonios de un tipo de exconectado muy concreto. Todos ellos comparten dos características determinantes. La primera es que durante los últimos quince años utilizaron diariamente internet, de tal forma que sus vidas profesionales y personales pasaron a depender mucho de esta tecnología. Todos ellos son lo que se denomina habitualmente nativos digitales, es decir, personas cuyo crecimiento personal y profesional ha ido acompañado del uso habitual de ciertas herramientas digitales.

La segunda característica es que, a pesar de haberse visto abocados de forma más o menos voluntaria a la desconexión, ésta no ha significado una pérdida sustancial, ni ha acarreado problemas significativos o un cambio de vida más allá del deseado. Al contrario, todos las experiencias recogidas en este libro son de personas que han logrado alcanzar sus objetivos vitales con éxito, tanto en la vertiente personal como en la profesional. Además, la mayoría vive en ciudades grandes o medianas, donde sin duda parece mucho más difícil vencer al influjo omnipresente de internet. Las ciudades son todas de distintos países de Europa, que es donde he fijado el territorio de mi investigación.

Por motivos que creo que ya han quedado claros, he optado por descartar testimonios de los llamados neorrurales, personas que han optado por retirarse al campo por motivos bucólicos y contraculturales, así como los testimonios de personas de cierta edad, las cuales crecieron sin internet y dispusieron de mucho tiempo para aprender a gestionar sus vidas sin necesidad de esta tecnología. La primera omisión pretende evitarle al lector la tentación de pensar que la huida de internet responde necesariamente a motivaciones bucólicas o nostálgicas. Las personas de las que hablamos, que inalterablemente han optado por permanecer en sus entornos urbanos, no se han desconectado por romanticismo, sino por cuestiones que tienen mucho que ver con la salud mental y la calidad de vida, dos aspectos que sintieron amenazados.

La segunda omisión debería alejar al lector de otra tentación, la de creer que la desconexión es fruto del desconocimiento o de una mala gestión de las nuevas tecnologías. Al contrario, todos los testimonios recogidos en estas páginas han crecido con internet. Como ya he mencionado, son nativos digitales. Y esto significa que han tejido sus redes personales y profesionales con la ayuda de las nuevas tecnologías y, muy especialmente, de internet. En muchos casos, eran usuarios de muchas y diversas plataformas y las utilizaban con desenvoltura. Cuando optaron por la desconexión, por lo tanto, sabían exactamente qué era lo que estaban haciendo y por qué. Y, asumiendo el reto, desconectaron el wi-fi y vendieron o reciclaron sus móviles con la frente muy alta y con la vista puesta en el futuro. Nunca en busca de un pasado nostálgico que jamás conocieron.

Falta un último apunte, y con él podemos empezar. Esta es una advertencia para los navegantes escépticos que acumularán interrogantes, dudas y críticas a medida que vayan pasando estas páginas. Gritarán al cielo, con cierta razón, que es una simplificación y una exageración tachar al santo internet de pernicioso. También son simplificaciones y exageraciones los discursos salvíficos que, como los que encierran las citas que abren este libro, prometen que internet será la solución a todos nuestros males. Pero aquí no se trata de crear dogmas ni de dejar dudas sin resolver. Por ello, remito a este lector escéptico a las últimas páginas, en donde se recogen algunas de las FAQ que tanto gustan en internet: las preguntas frecuentes que se derivan de la lectura de este libro.

PHILIPPE Y LA BÚSQUEDA DE EMPLEO

Philippe ronda los cuarenta años y es comercial. Durante mucho tiempo trabajó para una distribuidora francesa de productos informáticos, vendiendo paquetes de software. Pero hace cosa de tres años, esta empresa, con la que llevaba una década trabajando, debió reestructurarse y asumir que los programas informáticos ya no se vendían como lo habían hecho antes de la expansión de internet en los ámbitos comerciales. Los propietarios de esta empresa mediana, todavía estrictamente de capital francés, estaban ya en su cincuentena y eran, como suele decirse, de la vieja escuela. Cuando las ventas cayeron en picado entendieron la conveniencia de asociarse con un programador joven y cambiar el esquema de negocio, que debía enfocarse más a la creación de pequeñas aplicaciones de bolsillo que pudieran venderse a través de plataformas en línea. Gracias a este cambio, llevado a cabo todavía a tiempo, lograron salvar la empresa. Sin embargo, el proceso de transformación, que fue lento y doloroso, comportó entre muchas otras consecuencias una reestructuración de la plantilla, y el personal que sufrió las consecuencias en primer lugar fue el que estaba al frente de las ventas.

Así fue como Philippe, tras muchos años en el sector informático, se quedó sin empleo y comprendió la necesidad urgente de cambiar de campo. No le sería muy difícil. Philippe es un buen comercial. Lo detecté de inmediato en nuestro primer encuentro, en un bar cercano a la estación Part-Dieu de la ciudad francesa de Lyon, por su porte, su sonrisa y su convencimiento a la hora de estrecharme la mano. Cuando nos conocimos hacía ya un año y medio que trabajaba, también de comercial, en una empresa especializada en la construcción de mobiliario urbano. Había tenido que mudarse con su familia de Marsella a Lyon, pero eso no le supuso un gran problema logístico, puesto que sus hijos eran todavía pequeños y su esposa había decidido, desde que fue madre por primera vez, dedicarse a la casa y a los niños.

Por supuesto, el hecho de que le despidieran de una empresa especializada en software y, todavía más, el de haber vivido en primera persona las peligrosas repercusiones de la deslocalización que comporta internet para los entornos comerciales, tuvieron mucho que ver con la aversión que Philippe fue gestando poco a poco hacia las nuevas tecnologías. Tal como me explicó durante nuestra entrevista, todo empezó a materializarse durante los meses en que estuvo buscando su nuevo empleo.

Con un desconocimiento casi absoluto acerca del mundo del paro, lo primero que hizo, sin pensarlo mucho, fue consultar cuáles eran las ofertas de trabajo a las que podía aspirar en internet. Se centró durante algunos días en la plataforma Monster, un portal de búsqueda de empleo muy popular en Francia y en otros lugares del mundo. A partir de los requisitos que la plataforma solicitaba, fue dando forma a su currículo y empezó a enviarlo masivamente a todas las empresas que solicitaban un perfil como el suyo.

Pasaron unas semanas y no ocurrió nada. Ni un solo correo electrónico citándole para una entrevista, ni un solo mensaje en la plataforma, más allá de algunos avisos automáticos, vacíos y genéricos en los que le agradecían desganadamente haberse interesado por la oferta y por la empresa. Empezó entonces a obsesionarse poco a poco con la plataforma en cuestión, tratando de comprender por qué, a pesar de su amplia experiencia como comercial, no recibía ninguna respuesta. Revisó una y otra vez las fichas de los empleos a los que se había inscrito, fijándose en cada uno de los nimios requisitos que quizá no cumplía al cien por cien. O quizá sí los cumplía, pero, claro, al final todo esto depende del carácter subjetivo del tipo que se sienta ante la pantalla y decide, de entre los cientos de currículos que lee a medias, quién pasa la criba y quién no. Philippe también comparaba números, los de todos aquellos aspirantes que se hallaban en su misma situación, aspirando al mismo empleo. La crisis económica había hecho estragos y a veces se contaban por millares.

Al mismo tiempo, empezó a obsesionarse con el resto de plataformas que podían servirle para encontrar trabajo y que todavía no controlaba. En seguida, por una recomendación del propio Monster, se topó con LinkedIn, y ese fue el detonante que le llevaría en unas semanas a optar por la desconexión. En un primer momento, descubrir LinkedIn le pareció la solución a todos sus problemas. Cayó en la cuenta de que probablemente, de entre todos los aspirantes con los que competía, él debía de ser uno de los pocos que no contaba todavía con un perfil ahí. Pensó también que probablemente, tal como habían avanzado los tiempos, esa herramienta habría pasado a sustituir al currículo tradicional. Con razón no había recibido ninguna respuesta.

Lo que más urgía, evidentemente, era construir un buen perfil en esta recién descubierta plataforma, es decir, traducir su currículo a los protocolos que le marcaba la gente de LinkedIn. No fue una tarea fácil, porque Philippe no tenía un único currículo, sino tres o cuatro variantes que utilizaba en función del tipo de oferta y de sus requisitos. LinkedIn, por el contrario, le exigía unificarlo todo en un único documento que le describiera como un profesional de una única faceta. Y le exigía otra cosa, algo que de entrada le pareció todavía más brusco, más nauseabundo: tratar de definir con exactitud quién era él profesionalmente, definir a la perfección cuáles eran las etiquetas que le hacían vendible como mercancía.

Todo ello le llevó más o menos una semana, y luego dedicó otra semana más a conectar su perfil de LinkedIn con sus cuentas de Facebook y de Twitter. Se dedicó, como se dice habitualmente, a hacer crecer su perfil. Envió peticiones de amistad a sus conocidos. Solicitó masivamente referencias a antiguos colegas del trabajo, a los jefes que le habían despedido contra su voluntad, a los pocos clientes que no habían perecido a lo largo de los años. Algunos habían cambiado sus empleos y, con ellos, sus direcciones profesionales de correo electrónico, lo que hacía muy complicado contactar con ellos. Unos estaban en Facebook, otros eran accesibles a través de los servicios de Google y de otros tenía únicamente el teléfono. Fueron días largos y tortuosos en los que debió agrupar toda esta información para que un buen número de colegas y conocidos pudieran adornar su perfil y arropar sus candidaturas.

Y entonces, justo entonces fue cuando Philippe empezó a sentir verdadero vértigo. De pronto surgió una pregunta en su cabeza. Había pasado los últimos días construyendo su perfil y, sobre todo, rellenándolo con los contactos que tenía desparramados en el ordenador, en el teléfono e incluso en una olvidada agenda en papel de los viejos tiempos. Pero no todos habían contestado. ¿Por qué?

En realidad, de las casi quinientas personas a quien había enviado una petición de amistad, sólo unas cien habían dado señales de vida. Y de todas las recomendaciones que Philippe había requerido, muy pocas obtuvieron respuesta, y algunas de las que faltaban las consideraba cruciales. La pregunta fue entonces cuánto debía esperar antes de ponerse a responder de nuevo a ofertas de empleo. Porque lanzarse inmediatamente a enviar currículos significaba lanzarse de nuevo a un mundo competitivo sin poseer las credenciales oportunas. Pero, por otro lado, tampoco podía esperar demasiado. Necesitaba un trabajo, porque cada vez les costaba más, a él y a su familia, llegar a fin de mes.

Optó entonces por una solución a medio camino. Evaluaría bien las ofertas de empleo y sus plazas, y decidiría sobre la marcha en cuáles se zambullía sin pensarlo, con un perfil a medio hacer, y para cuáles prefería esperar unos días más, con la confianza de poder llegar a ser un candidato más atractivo antes de que expirara el plazo de presentación. Philippe me describió los días que siguieron como brutalmente alienantes. Al borde de la locura, él mismo se convirtió en un mecanismo giratorio, en el engranaje de una gran máquina que ya no controlaba ni comprendía. Su estado pasó a ser de constante expectación, a la espera de respuestas de las ofertas a las que se había inscrito y de que dieran sus frutos las solicitudes y las recomendaciones de LinkedIn, los saludos y recordatorios que había enviado en Facebook, las notas que había mandado por Twitter, los mensajes de texto y WhatsApp que había escrito desde el teléfono y los correos electrónicos que con gran afán había esparcido entre sus contactos.

A Philippe se le hizo patente aquello que, durante muchos siglos, tanto preocupó al cristianismo: lo que denominaron parusía. La parusía significaba la segunda llegada de Cristo, y una de sus características más llamativas era que podía darse en cualquier momento. Cristo podía llegar la semana próxima, en doscientos años o esa misma tarde. Por este motivo, los fieles debían estar siempre expectantes, obrando bien y redimidos, porque en el momento de la llegada más les valía estar libres de pecado.

A Philippe le ocurrió más o menos lo mismo. En cualquier momento de la semana, a cualquier hora del día, podía llegarle alguna de las respuestas que tan celosamente aguardaba en varios sitios web y en su teléfono móvil. Podía llegarle la anunciación de su segundo empleo. Y esta sensación, este acecho de algo que aguarda a la vuelta de la esquina, le llevó a un estado permanente de vigilia. A medida que avanzaban las semanas empezó a dormir cada vez menos y, salvo los raros momentos que compartía con su familia, principalmente durante las comidas, el resto del tiempo lo pasaba confinado en su despacho. Con la puerta cerrada, el ordenador en marcha y el teléfono siempre al alcance de la mano, Philippe sentía serias dificultades por separar el dedo del botón del ratón. Y a cada minuto, con varias ventanas abiertas en su ordenador, daba la orden de recibir en el gestor de correo electrónico y en las múltiples plataformas que cohabitaban en el navegador. En la mayoría de casos no recibía nada, en algunas ocasiones un correo basura o un mensaje sin importancia, y muy de vez en cuando una respuesta de las que aguardaba.

La obsesión y el encierro se hicieron tan patentes que su esposa empezó a inquietarse y trató de hablarle con sutileza de todo lo que veía que estaba ocurriendo. Pero a lo largo del proceso, Philippe había pasado a estar muy irritable y solía decirle, de malas maneras, que no lo comprendía, que el mundo se había vuelto muy competitivo y que él no podía permitirse el lujo de descansar o de relajarse. Ante el constante rechazo, su esposa, que se había estado dedicando principalmente a los niños, empezó a preocuparse seriamente por su marido, al que trataba de cuidar con delicadeza, manteniéndose en la sombra, fuera de los dominios obsesivos de Philippe, que habían pasado a ser en esencia su ordenador y su teléfono móvil. Consciente de la gravedad de la situación, y en un heroico intento de salvar su matrimonio, la esposa trató durante días de hacerle volver a sentir la calidez del hogar y las ventajas de compartir paredes con sus seres queridos. Se empleó en la cocina como nunca antes, preparaba platos exquisitos que Philippe prácticamente no apreciaba. Se colaba sigilosamente en su despacho y le llevaba bebidas calientes que él nunca agradecía. Y luego, en la intimidad del dormitorio, ofrecía atenta y caritativamente su hombro y su regazo, que Philippe siempre rechazaba.

Para Philippe, hacía días que el universo había pasado a ser exclusivamente tecnológico, y el mundo lo veía siempre bajo el prisma de la traducción digital. Su dedo repetía de forma mecánica la continua pulsación del botón del ratón del ordenador, hasta el punto en que ya no lo sentía ni suyo. Al contrario, sentía que el dedo se había convertido en una especie de prótesis a las órdenes de un monstruo o un sistema superior, el Monster del sistema laboral informatizado en el que el empleo y las motivaciones para encontrarlo perdían cualquier sentido.

Entonces, un día, en medio de aquellas pulsaciones mecánicas al botón, recibió un correo electrónico. Como siempre que ocurría, se sintió tembloroso y se le aceleró el corazón ante la llegada de un mensaje del mundo exterior. Podía significar la notificación de que cambiaría su suerte, de que podría al fin reanudar su vida mediante alguien que le ofrecía por fin un empleo. Pero no fue nada de todo esto. Era un mensaje de su esposa. Y contenía sólo dos palabras: te quiero.

Philippe me contó cuán revelador fue este sencillo mensaje para él. Le bastaron únicamente esas dos palabras para darse cuenta de que esa había sido la única expresión absolutamente real que había compartido con su esposa en las últimas semanas, y era un síntoma preocupante que hubiera tenido que materializarse a través del ordenador. Entonces se derrumbó. Apartó con ganas, por primera vez en mucho tiempo, la mano del ratón y se echó a llorar. Y lloró durante un buen rato, hasta que entró en las preferencias de su ordenador y de su teléfono móvil y bloqueó la conexión a internet. Y no la volvió a activar. Bajó al comedor, donde su esposa estaba jugando con sus hijos, la miró a los ojos y la abrazó. Yo también te quiero, le dijo.

A la mañana siguiente, Philippe se despertó con nuevos ánimos. Había tomado una decisión. Lo que tiempo atrás había sospechado acerca de la toxicidad de internet se había transformado en una convicción. Había llegado a un punto de no retorno en el que, a pesar de conocer con creces las ventajas de internet, estaba convencido de no poder paliar los inconvenientes. Por esta razón había tomado la firme decisión de no volver a depender nunca más de esta tecnología. Sabía que iba a ser duro, pero sabía también que el resto de su vida era demasiado importante como para ponerlo todo en juego, y que sería esta propia vida, vivida más intensamente, la que le proporcionaría las recompensas para seguir adelante.

En seguida intuyó que durante las próximas semanas sus labores diarias deberían transformarse radicalmente. Por supuesto, seguiría con la urgencia de hallar un empleo, pero inventaría nuevos métodos para lograrlo. Total, ya le había quedado bastante claro que hacerlo a través de internet no le había dado grandes resultados. Pero, además, tenía un segundo estímulo añadido para esos días que seguían, y era el de tener que pensar concienzudamente cómo sobrevivir al mundo actual sin internet. De entrada, le asaltaban algunas dudas. Una, cómo hacer entender a sus amigos, familiares y conocidos que ya sólo podrían ponerse en contacto con él mediante el teléfono y el correo. Tampoco es que la vida social de Philippe fuera muy excitante, a decir verdad. Desde que había decidido ser padre, había volcado su vida en sus hijos, y su tiempo libre lo dedicaba casi exclusivamente a su familia. Aun así, algo tenía que hacer para mantener el contacto con esos amigos y conocidos que quedaban desparramados por ahí.

La segunda duda fue cómo iba a mantenerse informado de lo que sucedía en el mundo y de lo que le ocurría a la gente que conocía o que había conocido años atrás. Lo primero parecía fácil. Sólo bastaba con mirar la televisión y volverse a habituar a leer el periódico en los bares, o a comprarlo de vez en cuando. Lo segundo, sin embargo, parecía más complicado. Se había acostumbrado bastante a las redes sociales y le gustaba estar al corriente de lo que hacía su gente, echar un vistazo a sus fotos y poderlas comentar y compartir.

Finalmente, la última duda, y quizá la más problemática en el contexto preciso en el que se encontraba, era cómo trasladar la decisión de la desconexión al terreno laboral. Philippe estaba convencido de que tarde o temprano acabaría encontrando un empleo, pero también sabía que nunca le contratarían si les hablaba de su recién estrenada convicción de que se es más feliz sin internet.

Con todas estas dudas en la cabeza, lo primero que hizo fue coger el teléfono inalámbrico de su casa, el fijo, bajar al comedor con la agenda de su móvil y aquella otra de papel que había sobrevivido al paso del tiempo. Llamó a sus padres para comunicarles su decisión. Luego siguió con el resto de su familia, con sus amigos de Marsella y con otros que se habían marchado a París o a otros lugares de Francia o del extranjero. A muchos de ellos hacía ya años que no les oía la voz, y le pareció reconfortante volver a hacerlo después de tanto tiempo.

La primera reacción, muy mayoritaria, fue la de decirle que todo aquello era una completa locura, que no tenía ningún sentido. Luego Philippe les explicaba todo lo ocurrido, y trataba de hacerles más comprensible y próxima su decisión. Algunos acababan por entenderle, más o menos, o no les importaba tanto el asunto como para darle muchas vueltas y preferían callar. Pero otros no. Otros insistían en su defensa dogmática de internet como baluarte del mundo contemporáneo.

Philippe todavía se ríe cuando lo cuenta. Suele decir que hay quien sigue estando plenamente convencido de que un día perdió la cabeza. Me contó, medio irónico, que llegó a pensar que algún día llamarían a su puerta dos gorilas con una camisa de fuerza, alertados por alguien de que debían encerrarlo cuanto antes en un manicomio.

Lo más paradójico del caso es que, desde el momento en que Philippe tomó su drástica decisión, sólo tardó aproximadamente una semana más en encontrar empleo. Vestido impecablemente con su mejor traje, con una sonrisa fruto de la determinación a contracorriente que había tomado, se dedicó a llevar a cabo una estrategia que había trazado meticulosamente. Seleccionó diez sectores empresariales distintos en los que pensó que su trabajo como comercial podía seguir teniendo futuro, y de cada uno de los sectores localizó una empresa concreta, mediana pero en todos los casos con un buen volumen de ventas. Redactó e imprimió diez currículos distintos, adaptados a cada uno de los sectores, en los que enfatizaba las aptitudes y logros que creía que serían más apreciados en cada caso. Y con ellos se dispuso a visitar a los respectivos responsables de recursos humanos. Ya no tenía que definirse bajo un perfil único y concreto.