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Primera edición digital: noviembre 2016
Imagen de la cubierta: State Library of New South Wales | Foter.com
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: Juan Francisco Gordo
Revisión: María Baz

Versión digital realizada por Libros.com

© 2016 Susana Vázquez
© 2016 Libros.com

info@libros.com

ISBN digital: 978-84-16881-82-6

Susana Vázquez

Renacer de sus cenizas

A ustedes, por enseñarme el valor de los pequeños detalles.

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5. Primera parte. La boca del lobo
  6. Segunda parte. Dudas
  7. Tercera parte. Coincidencias
  8. Mecenas
  9. Contraportada

Primera parte

La boca del lobo

1. Con los brazos abiertos

Junio, 1901

Se dejó acunar por el balanceo de la berlina. El viaje en tren había sido largo y extenuante, por lo que intentó relajarse durante el último tramo. El cese del trote le indicó que había llegado a su destino. Manuel bajó del pescante con torpeza y le abrió la puerta. Ella asomó tímidamente la punta de una de sus botas de ante marrón que había adquirido como novedad en la famosa casa de moda parisina de Frederick Worth. Para no ensuciarse de polvo, recogió la falda dejando al descubierto los ligeros volantes. Con la otra mano sujetó su sombrero negro de ala estrecha decorado tan sólo con una delicada pluma escarlata.

Hacía tres años —concretamente una calurosa mañana de agosto de 1898— que Lucía dejó Barcelona y se marchó a París acompañada de su ayuda de cámara. Allí desarrolló su talento en el arte de la pintura. Se matriculó en la Academia francesa de Bellas Artes, donde aprendió y se codeó con artistas de renombre.

Eran cerca de las ocho de la tarde del 19 de junio de 1901. Lucía se disponía a entrar en el hotel cuando Manuel se adelantó, abrió la puerta e invitó a la joven a entrar a su hogar. De pronto, una avalancha de voces conocidas dieron la bienvenida a la joven.

—¡Sorpresaaa! —gritaron, a la vez que cientos de papeles de colores caían desde lo alto del primer tramo de escalera.

Sus ojos, ágiles, atisbaron rostros que creyó haber olvidado. Los huéspedes no querían perderse la primera impresión de boca de la protagonista. Pero sólo una persona se adelantó a todos ellos recordándoles que, a pesar de hospedarse en el Cospedal, ella era la encargada de aquella festiva acogida y nadie tenía más derecho a ser la primera en dirigirse a su hija.

—Te estábamos esperando. ¡Ni te imaginabas este recibimiento!

—Menuda sorpresa, madre, gracias por esta calurosa bienvenida —le dijo—, no era necesario. ¿Y padre?

—No tardará en llegar. Tenía negocios importantes que solucionar. Ya sabes que…

—Lo primero es lo primero. Lo sé, madre. No lo he olvidado.

Doña Teresa le regaló una sonrisa satisfecha acompañada de una fugaz caricia en sus mejillas.

—Me alegra comprobar que no has olvidado los consejos de tu familia. Al final es lo queda en la memoria y lo que se transmite de padres a hijos. La pintura es sólo eso, imágenes interpretadas indistintamente por los ojos que las contemplan. ¿Cuál es el fin? ¿Debatir el significado entre unos y otros? ¿Con qué objetivo? ¿Contemplar la belleza?

—No todo lo retratado es bello, madre. Yo misma he plasmado…

—Ay, querida, dejemos este debate sin sentido para otro momento. Debes cumplir con todas estas personas que han dejado sus quehaceres para unirse a tu fiesta.

La dueña del Cospedal dejó a su hija con la palabra en la boca como solía hacer cuando no le entusiasmaba el tema de conversación. Se escabulló al ver a la señora Asensio —una huésped histórica—, que en aquellos momentos entraba un tanto sofocada. Pero antes de que doña Clotilde Asensio la secuestrara con ayuda de su madre, Paula se lanzó a su cuello y le dio un emotivo abrazo:

—¡Querida amiga, cuánto tiempo! —le dijo mirándola de arriba abajo—, estás guapísima con ese conjunto tan espectacular. ¿Es de la casa Doucet? Aunque no entiendo nada el francés ¡he visto en Mode Illustré diseños espectaculares! —Paula estaba tan emocionada con sus recortes de revistas que no pudo ocultárselo a su amiga—. Y ya sabes, Lucía, que no dejo de soñar con cada uno de esos vestidos. ¿Me has traído algo? ¡Dime que sí!

—¡Mi añorada Paula! Me encanta saber que no has perdido el gusto por la alta costura —le dijo respirando tranquila por la aparición de su ángel de la guarda. Siempre la salvaba de momentos incómodos—, pero me gustaría averiguar si has recibido mi correspondencia, porque yo la tuya no.

—¡Lo siento, Lucía! Sabes que me cuesta mucho escribir una hoja entera y tú tenías cosas más interesantes que explicar. Aquí todo es muy aburrido. ¡Claro que leía tus cartas! ¡Cada noche! Pero no ignores mis preguntas y respóndeme —le exigió su amiga.

Al ver que era imposible cambiar de conversación decidió no dejarla en ascuas:

—Mmmm… Puede que sí te haya traído algo.

Paula se emocionó y le regaló a su amiga un sonoro beso.

Los invitados empezaron a entrar en el comedor. Una serie de mesas ovales reposaban repletas de aperitivos. Lucía se disponía a entrar en la sala cuando notó que alguien le cogía suavemente su brazo intentando retener su atención.

—¡Mi querida Lucita! ¡Has cambiado mucho estos cinco años! Estás hecha una mujer.

—¡Abuelo! ¿Dónde se había metido?

Lucía no pudo contenerse y estrechó a su abuelo paterno con un tierno achuchón.

Don Joaquín de Cospedal era esa clase de hombres que no pasaban desapercibidos, no sólo por su buen porte a los sesenta y un años recién cumplidos, sino también, y lo más importante, por su cordialidad con los demás. Adoraba a su familia y sobre todo a su nieta, con quien mantenía una especial complicidad. Si además le sumamos que llevaba en la sangre gallega ese poder de líder empresarial, todo el conjunto hacía de él una de las personas más influyentes e importantes en la historia barcelonesa desde que mandó construir el hotel.

El Cospedal, situado en el barrio de Sarriá, fue levantado sobre las ruinas del antiguo convento Sagrado Corazón, destruido en 1842 tras los bombardeos en Barcelona de manos del general Espartero y que luchó contra los ciudadanos en desacuerdo con su política librecambista.

Joaquín de Cospedal compró el terreno alentado por su hermana Marisa —que viajó a la ciudad por amor— quien le convenció de la compra asegurándole que Cataluña, y en concreto Barcelona, volvería a la normalidad y la burguesía catalana disfrutaría de su momento de esplendor. El abuelo de la familia, que dejó Coruña en 1850, no se lo pensó dos veces y compró el terreno al ayuntamiento de Barcelona por un precio bastante asequible. Un joven funcionario acudió de inmediato a la zona ruinosa y concretó con Joaquín el precio establecido. Al gallego no le hizo falta regatear, ya que se le concedía el terreno por un valor inferior al que tuvo en su momento, y además lo que quedaba del monasterio: la sala capitular que decidió restaurar para proporcionar a sus huéspedes un lugar de rezo y recogimiento, algo que no estaba de más en aquellos tiempos.

Al principio creó un hogar lo bastante sencillo donde poder criar a su hijo. Años después de la compra supo que ya había llegado la hora de convertirlo para lo que realmente lo había adquirido: un acogedor y lujoso hotel.

—Me estaba acicalando en mi habitación. Quería estar perfecto para recibir a mi Lucita —le dijo acariciando con su grueso índice la pronunciada barbilla de su nieta—. No sabes cuánto te he echado de menos. Estos últimos años han sido los más aburridos de mi vida.

—¡No será para tanto! Seguro que ha tenido tiempo para jugar a las cartas o hablar de política con Faustino y Camilo. ¿Ya no recuerda las tardes que pasaba a su lado pintando mis dibujos mientras usted y sus dos amigos intentaban arreglar el mundo entre habano y coñac? Por cierto, ¿dónde están sus queridos compañeros de tertulia? He visto a Clotilde Asensio pero no a su Faustino. ¿Acaso se ha quedado en Gerona por motivos «farmacéuticos»? —acentuó con sarcasmo.

—Vaya, veo que los franceses te han enseñado mucho más que arte. Pues Faustino está en un congreso y Camilo debe estar de camino. Se quedará un par de semanas con nosotros —concluyó el abuelo.

—Me alegro de veras que después de tantos años confíen aún en nuestra familia y en el trato que les ha dado.

Joaquín besó a su nieta en la frente y le ofreció el brazo para acceder al gran comedor. Nuevos huéspedes se mezclaban con los de toda la vida y con los Cospedal. Al entrar en la sala, Lucía tropezó con sus sobrinos, Tito y Sofía, que corrían alrededor de las mesas simulando ser una locomotora. Candela, madre de los pequeños, no tardó en replicarles:

—¡Niños, venid aquí ahora mismo! Pronto servirán la cena. ¿No queréis saludar a vuestra tía?

Los pequeños pararon en seco, deshicieron el tren y miraron a su tía curiosos.

—¡Pero qué grandes estáis ya! ¡Venid a darme un beso! —Lucía se agachó y abrió los brazos.

Los niños se miraron y al final se acercaron tímidos.

—¿Os gustan los trenes? —preguntó buscando la mirada azul de sus sobrinos.

Tito afirmó con la cabeza y preguntó a Lucía si había venido desde tan lejos en un tren como el suyo. Sofía la examinó y le dijo:

—Has venido en uno de esos que echan humo. ¿A que sí?

—Pues sí. Sofía tiene razón.

—¡Yo tendré uno muy largo y llevaré gente! —dijo Tito ilusionado.

—Cuando seas mayor y tengas un tren para ti solo yo seré tu pasajera preferida y tendrás que llevarme donde yo te pida, ¿vale?

—¡Vale!

Lucía le frotó su pequeña cabecita con cariño.

—¿Y yo? —preguntó Sofía.

—¡No! ¡Tú no! —increpó Tito.

Cuando Lucía quiso evitar una discusión fraternal ya era demasiado tarde, Sofía se defendió sacándole la lengua y Tito la empujó enfadado.

—¡Sentaos de una vez! —Candela cogió a los dos niños de las manos obligándolos a sentarse. Sofía junto a su madre. Y Tito, con lágrimas en los ojos y los brazos cruzados, bajó la cabeza mientras su padre lo ayudaba a acomodarse. Una chiquillada que pronto se le pasaría, como de costumbre.

—Niños, portaos bien, ¿queréis? —pidió la abuela Teresa.

—Déjalos mamá, ya se les pasará. Lucía siéntate o nunca servirán la comida. Además, ya hemos entretenido bastante a los demás comensales, ¿no crees?

Miró a su hermana sorprendida por su repentina amonestación y se sentó entre ella y la silla vacía de su padre. Candela inició una retahíla de ocupaciones aburridas que formaban parte de su monotonía diaria y de las que se sentía orgullosa: la dirección de su servicio, la educación personal de Sofía, el exceso laboral de Mario, el nuevo colegio donde internarán a Tito en poco más de un año…

—Ya has comprobado la actitud de Tito, siempre haciendo travesuras a su hermana.

—Candela —le interrumpió Lucía—, Tito es sólo un niño. Es normal que disfrute con sus travesuras. Yo a su edad hacía lo mismo. Me gustaba vestirme con tus vestidos y sentirme mayor. En cambio tú no lo entendías. Me chillabas. Y yo, incrédula de mí, me asustaba porque pensaba que ya no me querías y me ponía a llorar.

—Entonces aparecía yo —concretó Emilio, que acababa de llegar acompañado de uno de los más importantes banqueros de Barcelona y su hijo, Isidoro y Andrés Arias.

—¡Padre! ¿Dónde se había metido? Se ha perdido mi efusiva bienvenida…

—Tampoco tan efusiva —remató Teresa con cara de disgusto al ver a su hija mayor preocupada por aquel suceso de la infancia.

Lucía se levantó y saludó a Isidoro:

—Buenas noches, don Isidoro. Tiene muy buen aspecto. —Se mostró educada, como siempre, aún notando la mirada de Andrés por encima del hombro del banquero.

—Mi joven Lucía. ¡Estás radiante! Veo que Francia te ha sentado de maravilla.

—¿Y su esposa? No la veo…

—Mi madre se encuentra indispuesta esta noche. Jaqueca.

Andrés se adelantó como siempre a su padre y besó la mano de Lucía sin bajar su mirada. No hacía tanto tiempo que se habían visto. El año anterior el joven Arias se presentó por sorpresa en la Academia de Arte con la excusa de negociar con algún adinerado parisino. Lucía estaba convencida de que la visita fue preparada por sus padres. Nada mejor que obtener noticias directas a través de él.

—Reitero la frase de mi padre: estás radiante. E incluso yo diría más: la sala se alumbra mejor gracias a tu presencia.

Se soltó de su mano fría y húmeda y miró a su familia que esperaba una apropiada contestación.

—Gracias por tus halagos —le dijo sonrojada— pero no creo que mi presencia tenga tanto poder como para alumbrar a los aquí presentes. Ya me conoces. No me satisface, a diferencia de muchos, ser el centro de atención.

Teresa interrumpió el elogiado trato a su hija pequeña e invitó a los dos hombres a compartir la mesa. Los Arias accedieron de inmediato.

El abuelo que ya estaba cansado de escuchar tanta galantería con el estómago vacío pidió a Paula que sirvieran lo antes posible.

—Hijo —increpó el abuelo—, ¿qué es lo que te ha llevado tanto tiempo fuera?

Emilio se sentó junto a Teresa.

—Nada interesante, padre. Negocios, como siempre.

—¿Negocios también un día como hoy? Tu hija ha viajado desde muy lejos. Deberías haberla recibido con el resto de la familia…

—Padre, a veces los negocios no se pueden posponer, y usted lo sabe mejor que nadie —contestó Emilio, que con una simple mirada pidió a su padre que cambiara de conversación. Don Joaquín contentó a su hijo. Alineó sus cubiertos como cada vez que se disponía a saciar su apetito y centró la atención en su nieta.

—Lucía, querida, cuéntanos anécdotas de tu estancia en París —le pidió a la vez que observaba a Paula llenar su plato con una espesa crema de verduras.

La joven pintora agarró la mano de su padre que notó áspera. Se fijó en las durezas de sus largos dedos. Entonces observó su rostro, tenía ojeras y el escaso cabello que recordaba prácticamente había desaparecido. Sólo unos pocos pelos blancos disimulaban su inevitable calvicie. ¿Era la dichosa crisis económica la causa de que su padre estuviera tan desmejorado? ¿O había algo más que le preocupaba? ¡Hasta su abuelo parecía más joven que él! Dejó de pensar en ello y empezó a contar una resumida historia de aquellos años en su querida ciudad de la luz. Hablaba de Degas y sus bailarinas; de los retratos de Ramón Casas, su gran amigo en aquel mundo de hombres; e incluso de su compañera en la academia, Daniela, una joven italiana que más que la pintura le interesaban los pintores franceses y su forma de vida bohemia.

Mario Granero, el marido ejemplar de Candela, que ya había estado en la capital francesa, quiso saber si aún existían locales de renombre.

—Mi querido Mario, siento decepcionarte pero no he tenido tiempo para visitar ciertos lugares. Ojalá hubiera podido. Me hubiera gustado retratar a nobles bebiendo absenta y brindando sus copas de champagne con los más desafortunados de la ciudad. Seguro que Andrés, que conoce muy bien París, ha estado en alguno de los sitios por los que tanto interés muestras. —El joven levantó la vista de inmediato—. ¿Andrés? Explícale a mi cuñado si estos últimos años han cambiado mucho los cabarets de moda.

—Vaya, Lucía, me sorprende que pienses que un hombre como yo visite esa clase de tugurios.

Mario lo miró incrédulo y Lucía no pudo contenerse.

—¿Quieres decir que si yo, interesada en retratar a bohemios de todo tipo, hubiera entrado en ese tipo de tugurios, como tú los denominas, me hubiera convertido inmediatamente en una…? ¿Cómo me llamarías? ¿Prostituta?

—Lucía… —Emilio quiso interrumpirla pero no pudo.

—O peor aún, ¿quieres decir que mi cuñado, que visitó esos sitios en otra época, se convierte así en un vividor?

—Lucía, ya basta —ordenó Teresa en voz baja mientras miraba de un lado a otro de la sala. Esta vez fue Andrés quien se sonrojó.

—Perdonad pero creo que habéis interpretado mal mis palabras.

—Yo creo que no y…

—Lucía, deja que se explique —le pidió Mario, deseoso de escuchar la defensa del banquero.

—Sí, por favor, hijo, explícales a nuestros amigos que tu intención no era ofenderlos.

Andrés se sintió observado por los presentes.

—Durante mi estancia en París no tuve tiempo para asistir a esos lugares y preferí aprovechar el poco tiempo libre en visitar a Lucía. —Se volvió hacia ella—. Y sí, considero que son locales que más que a cabaret y restaurantes se asemejan a tugurios. Me parece horrible que los mejores artistas de la ciudad hayan creado sus grandes obras en ese mundo de alcohol y opio. Pero no por ello dejo de admirarlos. Sus cuadros me parecen extraordinarios, su forma de vida ya no tanto.

»Y no, a usted, don Mario, no lo considero un vividor. Y a ti, Lucía, ¡por favor! Nunca hubiera pensado tal cosa. Me duele que pienses eso de mí.

Lucía, que no soportaba el sarcasmo de Andrés, se centró en su plato. Y los allí presentes cambiaron de tema.

En esos precisos instantes entró Paula seguida de otra camarera con las bandejas del segundo.

Paula Vidal, que se hizo muy amiga de Lucía cuando entró en el hotel, era la camarera con más práctica. Llevaba en el Cospedal desde los diez años. Antes de acabar trabajando en el hotel, ella y su hermano Julián vivieron bajo la caridad del padre Ceferí.

Su madre los abandonó en el umbral de la parroquia y desde entonces se dedicaron al mantenimiento de la iglesia. Un domingo de 1888, Joaquín, que ya conocía las tareas de los pequeños, propuso a su amigo Ceferí encargarse de los dos niños ofreciéndoles labores más activas y remuneradas en su hotel. Días después el cochero fue a recogerlos y, ya en el hotel, Joaquín les dio alojamiento junto al resto del servicio. Trece años después seguían trabajando para el Cospedal, pero dormían en su propia casa.

Paula se inclinó a servir a su amiga. Esta se acercó a su oído y preguntó por Julián. La camarera la miró sorprendida. Disimuladamente le contestó que aquella tarde libraba.

—¡Paula! —gritó Teresa. La camarera se sobresaltó—. ¡Concéntrate en tu trabajo! ¿Desde cuándo el servicio se dirige a sus clientes mientras sirve la cena?

—Madre, no le grite —pidió Lucía—. He sido yo quien ha empezado la conversación.

—¿Y qué era eso tan importante que no podía esperar? ¿Acaso son esos modales los que te he enseñado estos últimos años? ¿O es que en París se estila el hablar con el servicio mientras trabaja?

—Mujer, no te enfades con nuestra anfitriona. Hoy no —pidió Emilio—. Además, ya sabes que Paula es más que una camarera para nuestra Lucía.

—Me da igual lo que sea. Ahora está trabajando y no debe molestarla.

En todo esto, Paula, que ya había servido a toda la familia, pidió permiso para retirarse y se acercó sonrojada a otra mesa.

Joaquín, que no soportaba a veces el carácter impetuoso de su nuera, se levantó y la interrumpió:

—Queridos amigos —levantó la voz y esperó a que todos le prestaran atención. Teresa lo miró sorprendida—, querida familia, pido que os levantéis y brindéis conmigo por la llegada de mi querida nieta Lucía. —Los camareros dejaron de servir y todos los presentes se levantaron—. ¡Salud!

—¡Salud! —gritaron todos. Teresa, un poco avergonzada, se levantó rezagada y acercó su copa a las demás. El abuelo guiñó a Lucía y la joven le devolvió el gesto acompañado de una cómplice sonrisa. Todos bebieron.

2. El encuentro

 

Tras la cena algunos huéspedes se retiraron a sus habitaciones. Otros, en cambio, pasaron a la sala de billar, situada frente al comedor, cuya entrada era contigua a recepción. La estancia estaba dividida en dos espacios separados por un biombo. En el ala derecha una mesa de billar presidía el centro de la sala. Alrededor, varias mesas redondas y sillones de capitoné acogían tertulias masculinas. Al final de la sala, Pere servía copas y puros.

Detrás del biombo y en el lado opuesto a la zona de ocio, las mujeres sentadas en grandes butacas comentaban discretamente aspectos irrelevantes para la sociedad, pero que, en cambio, para ellas eran prioritarios. Diálogos acompañados siempre de copas y cigarros que animaban la atmósfera femenina.

De fondo, un solitario gramófono amenizaba la velada con una suave melodía.

Era cerca de medianoche. Pere retiró el biombo tras expresa petición de Teresa. Tito y Sofía se adormecieron uno en cada lado del regazo materno, por lo que los padres decidieron marcharse.

Lucía, que no pudo evitar recordar la última carta de su padre, se acercó a él y le preguntó en voz baja:

—Padre, me tiene que poner al día y explicarme en qué situación…

—Chsss. —Emilio le daba golpecitos en el hombro mientras le dedicaba una enorme sonrisa—. Ahora no es el momento. No te preocupes, tenemos tiempo para hablar. Disfruta de la fiesta. Por cierto, me gustaría que te disculparas con Andrés por tu desafortunado comentario durante la cena. Desconozco el motivo pero no creo que justifique el desagradable trato.

—Padre…

Emilio llamó a Andrés con la mano. Este no se demoró y los saludó cortésmente.

—Querido Andrés, me gustaría que animaras a mi hija. —Lucía se sintió como una presa capturada por su propio padre, quien no había dudado en confabular contra su deseo—. Mucho me temo que las tertulias femeninas de mi mujer y sus amigas la adormecen. Y no es este el propósito de la fiesta. Además, seguro que tenéis muchísimos temas de los que hablar.

Emilio besó a su hija en la mejilla y se marchó junto a Isidoro y Camilo, que conversaban animadamente.

Lucía invitó a Andrés a sentarse en una de las butacas. Mientras se acomodaba notó su fragancia a madera húmeda. Pensó que era un olor demasiado natural para una persona como él. Se fijó en su pelo, brillante y peinado hacia atrás. Desde que tenía uso de razón lo recordaba con el mismo peinado, incluso en los primeros años escolares. El joven Arias levantó la mano para llamar la atención de Pere. El chico se acercó y Andrés pidió dos copas de champagne.

Se fijó otra vez en su alargada mano que buscaba algo en el bolsillo interior de su chaqueta. Sacó su tabaco y le ofreció. Lucía lo rechazó al instante. Él cogió un cigarro y lo encajó a una boquilla. Pere se acercó con la bebida y se lo encendió. Andrés empezó a hablar:

—¿Vas a volver a ponerme en ridículo? Te lo comento porque me gustaría que no me cogieras desprevenido otra vez.

Lucía intentaba controlar un mechón de su rizada melena. Cada vez que se veía en un aprieto su pelo se volvía indomable hasta el punto de desconcentrarla totalmente.

—Mi intención no fue molestarte pero estarás de acuerdo en que no estuviste precisamente cortés con tu comentario.

—Lucía, por favor, los dos sabemos que tu intervención fue bastante intencionada. —Andrés saboreaba cada calada de su cigarro a la vez que pronunciaba despacio, pausado—. Dime —de repente la miró a los ojos—, ¿disfrutaste al dejarme en evidencia? ¿Te crees que puedes llegar y humillarme delante de todos? —Apretaba tanto la mandíbula que se le tensó el cuello. Lucía no pudo esquivar la ira reflejada en sus ojos. Sí, disfrutó mucho al dejarlo en evidencia porque sabía que la galantería del Andrés que la visitó el año pasado sólo era una máscara y nada había cambiado. Seguía siendo el mismo hombre prepotente y egoísta. Y aunque le hubiera gustado seguir refutando sus argumentos, estaba demasiado cansada y necesitaba acabar con aquel monólogo.

—Perdona Andrés, sé que antes no he sido nada oportuna con mis comentarios. —La joven Cospedal no podía mantener su mirada.

La mandíbula de Andrés se fue relajando.

—Lo dicho, dicho está. Espero que en otra ocasión recuerdes quién soy y pienses bien lo que vas a decir antes de abrir la boca.

Lucía, que ya no aguantaba más tanta desfachatez verbal, se levantó.

—Si me disculpas, Andrés, ha sido un día muy largo.

El joven Arias dejó descansar su cigarro sobre el cenicero y se levantó.

—Buenas noches Lucía. —Y besó de nuevo su mano.

Tras pedir disculpas a los presentes por su pronta retirada cerró la puerta acristalada y subió a zancadas la enorme escalinata de mármol hasta llegar a la segunda planta. Al entrar en su habitación se apresuró a lavarse las manos.

Lucía contempló la estancia. Nada había cambiado. Su robusta cama seguía presidiendo la sala flanqueada por la mesita y el baúl repleto de libros. Se sentó en el borde y de repente Manet saltó a su regazo.

—¡Chiquitín! ¿Así que has estado aquí todo este tiempo?

El perrito, un bichón frisé importado de Francia y regalo de sus padres por su decimoctavo cumpleaños, se refugiaba cada día en la habitación de su dueña, en especial cuando huía de las travesuras de los niños.

Mientras lo acariciaba cogió la foto que descansaba sobre la mesita. Un retrato desgastado mostraba una Lucía menuda y sonriente entre Paula y Julián. Era un Domingo de Ramos y los tres llevaban una pequeña palma que Joaquín les regaló el día anterior. Recordó que fue un joven huésped recién llegado de Londres quien los fotografió. Había desembarcado en la ciudad con poco equipaje pero cargado con aquella aparatosa cámara de madera. Les explicó que aquel invento cambió su vida en el mismo instante que la compró y desde entonces se había dedicado a viajar por el mundo inmortalizando imágenes de todo tipo.

Dejó al perro en su camita y colocó el marco en su sitio. Vio el caballete arrinconado junto a su armario. Se acercó y contempló el lienzo sin acabar que dejó antes de partir. Era el paisaje que se veía desde su ventana: el monte del Tibidabo sobre la sierra de Collserola. Siempre que se sentía triste aquellas vistas la animaban.

Abrió la caja de madera que dormía bajo el caballete y acarició sus pinceles, secos, gastados y deseosos de embadurnarse de color. La devolvió a su sitio. Seleccionó al azar algunas de las láminas apoyadas en la pared y se fijó en la poca precisión de sus pinceladas. ¡Cuánto había aprendido esos últimos años! Decidió repetir sus paisajes destacando sobre todo la luz.

—El elemento principal de cualquier impresionista es el reflejo de la luz en sus pinturas. Los colores deben ser los protagonistas. No lo olvides, Lucía —recordó en voz alta.

El cansancio pesaba sobre su piel. Se sentó frente al espejo de su tocador y se soltó el recogido. Al rato llamaron a la puerta.

—¿Quién es?

—Soy Paula.

—Entra —lo dijo mientras se cepillaba el pelo. Paula se acercó por detrás y Lucía la observó en el espejo.

—Deja, ya me encargo yo —se ofreció a desenredar su cabellera. Su ayuda de cámara se despidió en París dos días antes de volver. La ciudad le atrajo mucho más que su pésimo futuro en el hotel.

—No, puedo hacerlo yo sola.

—Tu madre te conseguirá pronto una buena mujer que te ayude…

—Ni hablar. No es necesario malgastar el dinero en más servicio. No necesito a nadie que me desvista, ni que me peine, ni que me arrope.

Se observaba detenidamente en el espejo hasta que algo le llamó la atención. Sobre la cama un montón de sobres ligados con cordel esperaban ser abiertos.

—¿Qué es eso? —Dejó el cepillo y se giró intrigada.

—Sé que debería habértelas enviado, pero no están acabadas y me avergonzaba que las leyeras —confesó la camarera—. No se me da bien la correspondencia.

—¿Entonces sí me habías escrito? —le preguntó sorprendida. Y las cogió ilusionada—. Imaginaba que algo tenías que contarme. Gracias. —Y dejó la correspondencia sobre el tocador. Paula no se movió de su sitio—. ¿Qué ocurre? No esperarás que las lea todas ahora, ¿no?

—No, claro, entonces me marcho ya. —Y le dio un abrazo—. Descansa.

—Espera.

Paula se giró.

—Lo prometido es deuda.

Lucía se acercó a su baúl de equipaje y sacó un precioso vestido de seda azul marino, estrecho, con escote de barco y cinturón negro.

—¡Madre mía, es precioso! —Paula lo acariciaba como si fuera una pieza de porcelana—. ¿De verdad es para mí?

—Pues claro que es para ti. El color azul te sienta muy bien y resalta tus ojos negros. Pero espera —se giró y sacó una pequeña caja redonda—, el vestido te sentará mejor con esto.

Era una preciosa diadema del mismo color decorada con una pequeña pluma negra.

—¡Oh! Nunca había visto nada tan delicado. —Cogió el complemento con manos temblorosas—. Muchas gracias Lucía. Prometo conservarlo toda mi vida.

—Bueno, no es para tanto. Cuando tengas una hija ya habrá pasado de moda.

—No te preocupes, haré todo lo posible para que eso no suceda.

Y las dos se echaron a reír.

A la mañana siguiente Lucía se despertó rodeada de las cartas de su amiga. Se quedó un rato tumbada recordando el maravilloso sueño que había tenido. Estaba en París con Paula, paseando por el centro, cuando de pronto vio de lejos a Julián, trajeado, con sombrero y las manos en los bolsillos. Paula reconoció a su hermano de inmediato y corrió a saludarlo. Ella no pudo moverse. Fue él quien avanzó despacio dejando atrás a su hermana. Se acercó tanto que pudo notar el olor dulce de su piel. Ese olor que conocía desde niña y que siempre la había embriagado. Julián le dijo algo que no entendió, y entonces despertó. Una ráfaga de viento entró en la habitación. Se apresuró a la ventana para cerrarla. Cuando se acercó vio que alguien se adentraba en las caballerizas. Era él.

Un golpe leve en la puerta sobresaltó a Lucía. Cerró la ventana y fue a abrir. Era una joven encargada de mantener limpias las habitaciones del hotel.

—¡Buenos días, señorita! Vengo a recoger la ropa del viaje para tenerla lista lo antes posible.

—Sí, claro. Está toda sobre la silla.

—¿Necesita la señorita ayuda para vestirse? ¿O para peinarse? ¿O prefiere que le traiga el desayuno?

—No, gracias. Puedes retirarte.

—Lo que usted mande, señorita. —Se inclinó para despedirse.

Cuando se fue, Lucía se apresuró a quitarse el camisón y vestirse con lo mejor que tenía para el día a día. Se soltó el pelo y bajó las escaleras sin prisas. Llegó a recepción y saludó a la recepcionista.

—Buenos días, Tina.

—Buenos días, señorita Lucía, espero que haya descansado después del largo viaje.

—Sí, muy bien. —Seguía allí de pie, mirando fijamente la puerta.

—¿Espera alguna carta? ¿Algún aviso?

—No, no, nada —dijo sin dejar de mirar la entrada.

El silencio se interpuso entre ambas. Al final la recepcionista lo rompió.

—¿Quiere que le suban el desayuno al comedor? ¿Tal vez a su cuarto?

—No, gracias, hoy prefiero desayunar en la cocina —se lo dijo bajando los escalones.

En la planta baja, la cocinera —una mujer bajita y robusta— cortaba el queso en finísimas lonchas, tal y como le había ordenado Juana, la gobernanta, y a esta doña Teresa: «Recuerde que no elaboramos nuestro propio queso, así que, por su bien y el de la cocinera, infórmele que sea moderada en el corte o me veré obligada a contratar a otra».

—Coloca el zumo en esas jarras y corta el pan a rebanadas —dijo a su ayudante, que en esos momentos se entretenía atándose la cofia—. ¡Pero no te quedes ahí parada! ¿Se puede saber qué estás esperando? —La chica, inexperta, se movió rápidamente y cogió un cuchillo de sierra.

En esos momentos Lucía entró acelerada y las dos mujeres la miraron incrédulas.

—¡Hola, buenos días! —se dirigió a ellas colocándose un mechón de pelo detrás de la oreja.

—¡Señorita! —La cocinera dejó lo que tenía entre manos y la saludó con cariño—. ¡Qué cambiada está! ¡Y qué guapa y elegante! —la halagaba mientras se secaba las manos—. ¿Qué hace aquí? ¡Se va a ensuciar esa preciosa ropa!

—He venido a desayunar, si no le importa.

—¡Pues claro! Ahora mismo le preparo tostadas y zumo de naranja. —La ayudante se quedó pasmada delante de Lucía—. ¿Pero aún estás así? —Sonrojada cogió la bandeja de pan con el zumo y se marchó apresurada al comedor.

—¡Pero siéntese, ande! Y perdone su actitud, no está acostumbrada a ver a nadie de la familia por aquí abajo y como usted es nueva para ella pues… Y es lógico, ¡viene de París! —hablaba mientras tostaba en una sartén un par de rebanadas—. Y ya sabe cómo son las jóvenes de hoy, París es la cumbre de la moda, del arte, ¡de lo nuevo!

Lucía iba a añadir algo a la conversación cuando se abrió la puerta de la cocina.

Julián entró limpiándose las manos, sin mirar al frente. Lucía se levantó y entonces el joven se percató de su presencia. La cocinera se giró y le increpó:

—¡Hombre, ya era hora! Y no me digas que has estado todo este tiempo en la cuadra porque no me lo creo. —Lo miraba mientras servía a Lucía el plato con el desayuno—. ¿Es que a ti no te enseñó modales el padre Ceferí?

Julián se quitó la gorra y saludó a Lucía:

—Bue… buenos días, señorita Lucía. ¿Cómo le ha ido el viaje? —le preguntó perdido en sus ojos de color miel, buscando a la Lucía que vio por última vez antes de irse a París.

La cocinera sacudió la cabeza mirando al techo al verle la cara de bobo.

—Sí, todo bien, gracias. Esperaba verte ayer en la fiesta de bienvenida pero ya me dijo tu hermana que tenías el día libre. —Se volvió a colocar detrás de la oreja el dichoso mechón.

—Si hubiese sabido que esperaba que asistiera lo hubiera hecho encantado.

Lucía no podía dejar de mirarlo. Sus mechones revueltos caían sobre su frente moteada de carbón como si se hubiera escapado de uno de sus lienzos. Sus marcados hoyuelos proporcionaban esa bondad a su expresión facial que era característica y lo diferenciaba del resto de hombres. Pero lo que más la intimidaba era su mirada profunda que parecía leer su alma. Restregaba las palmas de sus manos entre sí esperando un comentario por su parte. ¿Qué podía decir? Sólo perdón. Perdón por haberlo dejado mientras ella hacía realidad sus sueños. Y olvidar que él también formaba parte de ellos.

—Toma hija, bebe un poco de zumo. —La cocinera la sacó de su ensimismamiento. Le servía al mismo tiempo que clavó los ojos en Julián, quien interpretó la señal como una orden para que desapareciera de su terreno.

—Si me disculpa, señorita. Tengo que ayudar a Manuel. Disfrute del desayuno.

Y se marchó tras una breve reverencia.

3. El acuerdo

 

Don Emilio fue recibido con gran estimación por parte del maître del Cuatro Naciones. De inmediato avistó a su amigo Isidoro, que aguardaba sentado junto a su hijo Andrés en una de las mesas del fondo. No les hizo esperar. El banquero se levantó y lo abrazó con afecto. Andrés hizo lo propio y le estrechó su mano.

—Mi querido Emilio, espero que no te hayamos molestado de tus quehaceres con esta inoportuna cita, pero el motivo la requería.

—No importa. Ayer te dije que analizaras la situación del hotel y veo que no has perdido el tiempo —dijo a la vez que se sentaba y miraba fijamente a Andrés.

—¡Oh! He invitado a mi hijo para que vaya aprendiendo de los negocios financieros. Ya sabes que será el futuro director del banco cuando yo me retire.

—Espero que no le importe, don Emilio —intervino Andrés—. Tras la fiesta de Lucía mi padre me informó del caso Cospedal. Por cierto, ¿cómo está su hija? Cuando nos marchamos me sentí un tanto preocupado al pensar que pude haberla ofendido. Espero que no fuera así, ya conoce el aprecio que siento por ella.

Emilio se sacó su chaqueta. Hacía demasiado calor allí dentro. ¿O era aquel joven? Su mirada penetrante y fría lo ponía nervioso. Tal vez fuera una táctica que había aprendido para intimidar a sus clientes.

—Lucía está bien y puedes estar tranquilo, no te guarda ningún rencor por tus palabras. —Pidió una taza de café. Necesitaba despejarse—. Pero por favor, explicadme cómo está la situación.

Sin esperar a que su padre dijera algo, Andrés extrajo los documentos de su maletín. Los expuso sobre la mesa e Isidoro empezó con su discurso.

—Sabes mejor que nadie el declive económico por el que está pasando el hotel. Los números no engañan y como puedes ver —Isidoro se acercó a su cliente y le señaló el gráfico que representaba las arcas del Cospedal—, en los últimos diez meses no existen apenas ganancias. Me consta que la situación política ha repercutido bastante en el turismo y que sólo algunos clientes son fieles al Cospedal.

—Por favor, Isidoro ve al grano, te lo pido como amigo.

—Lo que mi padre le quiere decir —el joven empresario no dudó en intervenir— es que ahora mismo el hotel está en quiebra.

Andrés notó que su padre lo miraba molesto por su comentario e intentó rectificar su discurso.

—Con ello no queremos decir que el hotel tenga que cerrar sus puertas. Como amigo de la familia, el BB ha sufragado los gastos de su negocio sin pedirle nada a cambio, algo que no acostumbramos a hacer con el resto de clientes. Le proporcionamos un préstamo con el objetivo de que nos lo devolviera a corto plazo, y sabemos que no será así si el hotel sigue perdiendo clientela.

—Vaya, Isidoro, tu hijo ha aprendido la lección del buen banquero. Tanto o más que su padre.

Isidoro bajó la mirada y dejó hablar a su hijo.

—Si me permite la acotación, don Emilio, le diré que mi formación me ha ayudado a conocer todo lo que tengo que saber de números, algo imprescindible para mi futuro. Pero mi padre es la persona que me ha enseñado lo más importante del negocio bancario: el trato con los clientes y saber qué es lo mejor para ellos. Por eso le informo de que el BB ya no puede aportar ni una peseta más al Cospedal, y que usted más que nadie conoce la solución.

Emilio, que ya estaba harto del discurso de Andrés, miró a Isidoro buscando su intervención.

—Dímelo tú, Isidoro. Quiero que seas tú quién me diga cuál es.

El banquero levantó la vista y le dijo:

—Vender, Emilio. Vender el hotel para cubrir todos los gastos y seguir adelante.

—¿Seguir adelante? ¿Con qué? —El camarero vio a Emilio levantar la mano y se acercó—. Por favor, traiga otro café, este se me ha enfriado.

El chico asintió con un leve movimiento y recogió la taza. Emilio siguió quejándose.

—No puedo vender, Isidoro, mi padre no me lo perdonaría nunca. El hotel es su vida. Se lo debe todo al Cospedal. —Se quedó en silencio unos segundos—. Podemos suprimir más personal y recortar en gastos innecesarios.

Isidoro movía la cabeza.

—No, Emilio. Ya lo hemos valorado y no conseguirías recuperar lo que has perdido.

—¡Maldita sea! —El empresario golpeó la mesa con su puño y derramó un poco del café que el camarero acababa de traer—. ¿Quién lo ha valorado? ¿Tú y tu hijo? ¿Es que acaso nos queréis ver arruinados?

—Don Emilio, sabemos que es difícil deshacerse del hotel después de tantos años. El Cospedal es una referencia en la ciudad, todo el mundo lo sabe, pero si quiere liquidar los gastos pendientes debe vender.

Emilio removía el azúcar pensativo.

—Tú y tu familia sois muy importantes para nosotros. Nos conocemos desde hace años y nos duele tanto como a ti darte esta noticia, pero en los negocios hay temas que no se pueden prorrogar más. —Isidoro no sabía cómo suavizar la situación.

Emilio dio un primer sorbo y los Arias le miraron esperando algún comentario. Al final el empresario habló:

—Lo siento, pero mi intención no es vender. Tiene que haber otra solución. Tal vez si subastáramos una parte de las acciones del hotel y ceder mi puesto a alguien que sí pueda salvar el negocio…

Isidoro y Andrés se miraron. Después de un largo silencio Andrés habló:

—Puede que sí haya alguien interesado en comprar acciones del hotel.

Esta vez Emilio lo miró interesado.

—¿Quién?

—El banco.

El empresario parpadeó un par de veces y dirigió la mirada a Isidoro esperando que se explicase.

—Lo que quiere decir Andrés es que el banco compraría una porción de las acciones del hotel y formaría parte del negocio.

—¿Quieres decir que estáis interesados en formar parte del hotel?

—Yo no, Emilio —se explicó Isidoro—, ya soy mayor para involucrarme en ciertos asuntos. Sería mi hijo.

Emilio no entendía nada. Apuró el contenido de su taza y preguntó:

—¿Pero no me acabas de decir que Andrés —miró al joven que repiqueteaba sus dedos en la mesa disimulando su interés— será el futuro director del banco?

—Perdóneme, Emilio —el joven no pudo evitar intervenir en la conversación—, pero quiero que sepa que mi calidad como contable no desvalora mi capacidad como empresario. Un banquero no deja de ser un empresario y el trabajo no deja de ser el mismo: el trato al público. Si usted está de acuerdo, el BB comprará la parte de las acciones correspondientes al valor de la deuda y la dirección del hotel seguiría siendo de los Cospedal.

Emilio se reclinó aliviado por lo que acababa de oír. Pero conocía muy bien a los Arias y sabía que se lo habían puesto demasiado fácil. Entonces preguntó a Isidoro:

—¿Qué ganáis con todo esto? ¿Formar parte del Cospedal? ¿Que ambas familias compartan la dirección?

Andrés no pudo evitar una media sonrisa. Isidoro volvió a hablar:

—Emilio, te proponemos un trato para que la dirección recaiga exclusivamente en los Cospedal y todos salgamos ganando.

Andrés levantó la mano para atraer la atención del camarero.

—Pónganos tres whiskys, ya no son horas de cafés.

4. El inicio

1875-1895

La tarde de un jueves de 1875 Marisa de Cospedal invitó a varias personas de su entorno a su palacio de Sant Gervasi. Entre ellos a su hermano Joaquín y a su sobrino Emilio. No era la primera vez que Emilio entraba en aquella torre. Siempre que cruzaba el umbral se quedaba embobado. Era un magnífico palacete que su tío, Ramón Sorribes, empresario de la red ferroviaria, mandó construir a Puig i Cadafalch.

Lo primero que le sorprendió fue la suntuosa cancela de hierro forjado, de barrotes acabados en punta y rematados por un baño dorado que brillaba al sol. Desde la cancela no se divisaba la casa y era necesario atravesar el camino adoquinado y flanqueado por gran variedad de árboles frutales y plantas aromáticas. Cuando Emilio vislumbró por fin la fachada del palacio no le pareció tan enorme como el decorado exterior. Más bien era una torrecita acogedora, muy sobrevalorada gracias a su arquitecto y a la cantidad de ornamentación que le proporcionaba ese aire de majestuosidad. El uso de ladrillo visto que destacaba los estrechos ventanales contrastaba con el blanco puro de toda la casa. Aquella tarde era además sobradamente soleada, un motivo añadido para resaltar la belleza arquitectónica.

Emilio notó el apretón de su padre en sus hombros para que lo siguiera por la gran escalinata. En ella se cruzó con variopintos animales de mármol que lo miraban con sorpresa. Cuando llegaron al primer piso, un hombre con librea salió de una habitación y fue a su encuentro. El mayordomo lo miró por encima. Saludó a don Joaquín con una breve reverencia y les abrió la puerta.

—Pasen, por favor, el señor y la señora Sorribes les están esperando.

Hombres y mujeres conversaban animados alrededor de varias mesas. La tía Marisa fue a su encuentro. Rápidamente los acompañó a un rincón del salón donde se encontraba el tío Ramón junto con una pareja y una joven muchachita. Su tío se levantó de inmediato y el matrimonio hizo lo propio. Su padre, que ya los conocía, lo presentó como su único hijo, y estos hicieron lo mismo con su hija, Teresa Rubiralta.

La joven tenía diecisiete años, pero ya era lo bastante valiente para aquella época en la que el hombre hacía y deshacía a sus anchas.

A Teresa la educaron para gobernar. Su madre le aconsejaba con quién codearse. Y si a Teresa no le interesaba su pretendiente, lo descartaba, siempre bajo el permiso de la figura paterna. Asociaba el dinero con el poder, y si ambas ideas no enlazaban, rápidamente buscaba alternativas.

De inmediato Emilio se fijó en aquella jovencita de pelo negro recogido en dos trenzas, bastante más bajita que él y que lo miraba con desdén. Mientras los mayores hablaban, Emilio se sentó y sacó su pitillera. Le ofreció un cigarro que ella rechazó. Estuvieron en silencio varios minutos. Escuchaban la aburrida conversación de los adultos hasta que él no aguantó más. Le faltaba el aire.

—¿Te apetece dar un paseo por el jardín?

Ella ni lo miró. Emilio esperó una respuesta. Se fijó en sus trenzas. Eran largas y brillantes. Por un momento se imaginó peinando aquella cabellera indomable.

Al final se levantó y se dirigió al jardín. Ella decidió seguirlo. La señora Rubiralta se levantó también pero tía Marisa no la dejó.

—Déjalos solos, querida, un poco de intimidad no les hace daño.

Todos estaban de acuerdo en que el encuentro era decisivo para ambas familias.

Los Rubiralta eran una familia de empresarios textiles de Sabadell que se instaló en el barrio de Sant Gervasi a mediados del siglo diecinueve. Fue en el Liceo donde tía Marisa y la señora Rubiralta se conocieron y entablaron una buena amistad. Cada viernes se reunían y planificaban el futuro de ambas familias que, sin duda, recaía en manos de los dos principales herederos.

Marisa de Cospedal no tuvo hijos y su único y principal heredero era su sobrino Emilio. Su hermano Joaquín siempre le había pedido que dejara de pensar en el futuro de la familia pero la principal preocupación de su hermana era dejar todo atado antes de su muerte.

El matrimonio Sorribes era uno de los fundadores y gran mecenas de la arquitectura modernista catalana. Ramón Sorribes así lo demostraba cuando asistía a cada inauguración y no reparaba en invertir en alguno de los emblemáticos edificios. Su esposa, Marisa de Cospedal, compartía con su marido el amor por la arquitectura, y en especial la de los nuevos artistas catalanes.

Su hermano Joaquín, más práctico que ella, había aprendido que lo esencial en una familia era el círculo que se establecía. La herencia, los títulos, las tierras…, todo eso era importante, o por lo menos es lo que le había inculcado su familia, pero el vínculo familiar, el amor entre padres e hijos era esencial. Es lo que hace única la saga familiar. Y precisamente esa idea era la que quería traspasar a su familia, a su hijo y a sus futuros nietos.

Ambos hermanos estaban muy unidos. Marisa, la mayor, dejó la dirección del pequeño hotel en La Coruña a su hermano cuando esta conoció a don Ramón Sorribes un verano. El que se convertiría en su esposo se hospedó en aquel hotelito para reunirse con varios empresarios que, como él, querían formar parte de la red ferroviaria que estaba a punto de fundar. En cuanto se conocieron, la muchacha hizo las maletas, se despidió de su familia y se fue con él a Barcelona.