Cartas desde Estambul

Como
puedes ver, mi queri-
da hermana, los modales del género
 humano no difieren tanto como nuestros es-
critores de viajes pretenden hacernos creer. Tal vez
sería más entretenido que añadiera unas cuantas
costumbres sorprendentes de mi propia invención,
 pero nada me parece más agradable que la verdad,
y creo que para ti no hay nada más aceptable.
LADY MARY WORTLEY MONTAGU
«Carta a lady Mar»

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Cartas
desde Estambul

LADY MARY
WORTLEY MONTAGU

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Cartas
desde Estambul

LADY MARY
WORTLEY MONTAGU

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EDICIÓN Y PREFACIO
DE VÍCTOR PALLEJÀ

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TRADUCCIÓN DE
CELIA FILIPETTO

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COLECCIÓN SOLVITUR AMBULANDO | nº4

Cartas
desde Estambul

LADY MARY
WORTLEY MONTAGU

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Título original: Turkish Embassy Letters
Título de esta edición: Cartas desde Estambul
Autor: Lady Mary Wortley Montagu

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Primera edición en LA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES, marzo de 2017
© de esta edición: LA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES, 2017
www.lalineadelhorizonte.com | info@lalineadelhorizonte.com

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© prefacio y edición: Víctor Pallejà | © de la traducción: Celia Filipetto
© de la maquetación y el diseño gráfico: Montalbán Estudio Gráfico

© de la maquetación digital: Valentín Pérez Venzalá

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ISBN ePub: 978-84-15958-67-3 | IBIC: WTL

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Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Prefacio del editor

VÍCTOR PALLEJÀ

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Cartas

LADY MARY
WORTLEY MONTAGU

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Notas

PREFACIO DEL EDITOR

Para su mayor disfrute, algunos detalles y consideraciones acerca de esta curiosa recopilación de correspondencia merecen ser conocidos. El conjunto de cartas que se han conservado del viaje realizado entre las dos primaveras de 1717 y 1718, acompañando a su esposo en un largo recorrido terrestre de ida a Estambul vía Viena, a través del Danubio y de vuelta por mar con diversas escalas en el Egeo, Malta y Túnez constituyen la presente selección a la que hemos llamado Cartas desde Estambul. El bello trayecto no ha sido truncado en absoluto, ni los curiosos episodios en las ciudades y la corte alemana, ni su regreso por Túnez, Italia y Francia. No podríamos imponer una dudosa frontera temática a los intereses y curiosidad universales de la Montagu.

En primer lugar debe subrayarse la personalidad excepcional de Lady Mary Wortley Montagu por encima del relato de las vicisitudes de la esposa de un embajador inglés destinado a Estambul a principios del siglo xviii. Es su vida interior, la que confiere a estas páginas un valor singular. Sus vivencias son expuestas con una escritura franca y una notable agudeza observadora. La voz decidida de esta mujer se hace patente al constatar que sus cartas fueron escritas con el propósito de despertar una admiración capaz de hacerlas llegar más allá de sus destinatarios directos. Nos encontramos ante un carácter fuerte, consciente del impacto de una voz singular en el masculino foro de viajeros y lectores. Su condición femenina es el accidente que puede justificar lo que ha podido ver e interesarle pero no lo que ha sido capaz de decir. Con sutilidad, se pliega a los cánones estilísticos de la alta sociedad inglesa de la época en la forma pero, en el fondo, se permite una audacia que raya con la osadía en no pocas ocasiones. La visión del mundo de Lady Montagu no entra dentro del concepto de gazmoñería atribuida a todo lo que precede a la revolución francesa y resulta hoy a todas luces políticamente incorrecto.

El periplo de Lady Montagu corresponde a ese fascinante momento de relativo equilibrio entre las fuerzas de Oriente y Occidente, previo al apogeo de la expansión Europea. La transición del terror secular frente al enemigo otomano a la suficiencia llena de desprecio por el “gran enfermo de Occidente” se efectúa en este periodo. En el otro lado, la sociedad otomana vivía una fase de tímida curiosidad por Occidente mientras el peligro acecha en fronteras todavía lejanas. Un tiempo en el cual viajeros y nativos con cierta cultura se pudieron observar unos a otros, siendo posible todavía la oscilación libre entre la atracción y el rechazo. La superioridad o inferioridad de cada cultura no había sido sentenciada por la cruda realidad política de forma inapelable, asignando a unos y otros actores el intercambio de roles como vencedores y vencidos. En efecto, el último y sobrecogedor asalto a Viena en 1683, treinta años antes ya parecía muy lejano. El inicio de la decadencia del imperio otomano era una realidad tan solo dieciséis años más tarde cuando toda Hungría cayó en manos austriacas.

Lady Montagu aconseja a su esposo tanto en los negocios como en la política. En 1717, el objetivo de Edward Wortley Montagu como embajador es negociar un equilibrio para neutralizar el crecimiento austriaco ante el Sultán otomano. Un acuerdo de paz es preciso sin ningún requisito geográfico previo. Wortley intenta, más allá de su estricto deber, asegurar la frontera del Danubio. Cometido que parece entonces aceptable haciendo posible una tregua que ceda a la reclamación otomana de Temesvar (Timisoara, Rumania). Ante las cancillerías europeas este plan resulta sospechoso, sea por generosidad o por ingenuidad. En todo caso, un enemigo personal del diplomático inglés –Stanyan, por entonces embajador en Viena– no tiene más que retrasar cada correo desde Estambul con la propuesta del Sultán para hacerla ridícula dado el fuerte avance militar austríaco: el príncipe Eugenio cruza el Danubio y empieza el asedio de Belgrado; Belgrado cae poco más tarde y los cuarteles de invierno se instalan en Serbia. Wortley no capta la dinámica de los acontecimientos. Ni encaja con la realpolitik, ni sospecha los retrasos e intrigas. Los repetidos errores del negociador inglés dan a los germánicos la impresión de tratar con un agente adquirido a la causa otomana. Stanyan pide su dimisión. Entre marzo y abril ya puede sustituirle en la negociación y los Wortley regresar a su casa.

Lady Mary Wortley Montagu cuya tarea propia no era la diplomacia, ni mucho menos el espionaje, se dedicó a tomar contacto y hacerse una cierta idea de los Balcanes y del Mediterráneo. Su esfuerzo por establecer contacto directo con las gentes es un valor añadido. Parece que pudo expresarse mínimamente en turco y en otras lenguas. Un signo elocuente del genuino modo de viajar cosmopolita, en las antípodas del monolingüismo del turista globalizado. En todo caso, ni la enorme complejidad de esta amalgama de culturas, ni la confusión conceptual de nuestra autora le impidió un juicio nada banal de la situación de la civilización otomana que conoció. Usamos la palabra otomano ya que el término “turco” se refiere a la etnia y no los designa con propiedad y estos encontraban un claro sentido despectivo a esta palabra; el imperio de la Sublime Puerta se veía con toda naturalidad como un poder supranacional. A esa sociedad se refiere la inglesa cuando expresa la siguiente observación: “Una larga paz les ha sumergido en una pereza universal. Contentos con su situación y acostumbrados a un lujo sin límites, se han convertido en grandes enemigos de todo tipo de fatigas.” Nos encontramos ante una brillante y tempranísima síntesis del estado del imperio que desapareció oficialmente para la historia en 1922.

Mercaderes, aventureros, misioneros y diplomáticos han transitado durante generaciones pasando por los mismos lugares sin variar demasiado sus descripciones. Sus conocimientos son aceptables en general, obviamente, no esperaba superar a los geógrafos de academia. En contraste, las mezquitas más bellas provocan algunos de los primeros comentarios sobre estética positivos conocidos en occidente. Los detalles acerca de las residencias palaciegas visitadas, incluyendo los espacios más reservados del harén, son únicos. No es poca cosa.

En relación a los lugares visitados, los dominios de Ahmet iii que atraviesa Lady Montagu han sido testimonio seis meses antes de la última derrota en Petrovaradin. La descripción de este escenario certifica el hundimiento del sistema otomano y permite añadir unos comentarios antibélicos de antología. Los detalles sobre la desastrosa situación en Bosnia son muy interesantes. Pero todavía de los Balcanes al Mar Negro, del Cáucaso a Arabia la vida parece seguir inalterada. A su llegada a Estambul se encontró con un entorno todavía acostumbrado a la expansión continua del sultanato. Allí se vive la última fase de un periodo brillante y de actitudes abiertas conocido como la “Época de los tulipanes” (Lale devri). La predilección del sultán por esta flor refleja la sensibilidad poética de un régimen dotado de un ministerio de jardinería destinado a magnificar la decoración vegetal de las residencias imperiales. En definitiva, el refinamiento oriental fue asumido por la alta cultura otomana ocupada en la delectación morosa de productos de lujo y en el cultivo de artes muy sofisticadas. Todo ello no ha dejado de ser, desde entonces, objeto de desdén. Para Lady Montagu todavía era posible encontrar una apreciación admirativa en ese modo de vida fastuoso, lo cual no se debe confundir con el apasionamiento por todo lo exótico de los estetas románticos.

Sus observaciones manifiestan ciertas realidades con mayor nitidez que bastantes otros viajeros. Por tanto, es preciso subrayar la actitud de la escritora pese a que a veces alterne entre la sorpresa fácil y se centre en sus dilemas personales. Debemos apreciar tal como nos llegan los trazos más destacados de cada cuadro de experiencias; aunque la identificación de la deliciosa Fátima y otros personajes sea irrealizable. El noble letrado que la hospeda en Belgrado, un musulmán de alta cultura que bebe vino, provoca su admiración. Una conversación inteligente con una mujer anónima sirve para señalar la relatividad de las normas religiosas. Lady Montagu percibió la vida y pensamiento de ciertas elites otomanas. La tendencia rendî o bektashí que delatan estos comportamientos, no le interesaban sino como elementos de comparación y de apología. Se trataba de encontrar unos paralelismos reconocibles. Así, ensalza al deísmo, el hedonismo ilustrado y el refinado elitismo por ser de su gusto. Del mismo modo, los cristianos ortodoxos y los sufíes son puestos en la picota del antipapismo como muestras de culto repugnantes a la mente muy protestante de Lady Montagu. No hay nada como viajar para buscar afinidades y justificarse. En otro orden de cosas, los ambientes populares y las minorías étnicas en general no quedan reflejados, dado el clasismo tory de su autora. La medida de su apreciación subjetiva del fastuoso mundo otomano se encuentra reflejada en la dureza de sus juicios sobre las mujeres tunecinas y algunos otros colectivos.

Las fiestas del alay –o cambio de guardia– son la muestra del esplendor imperial. Esta magnífica cabalgata es descrita con exactitud en los aspectos que se asemejan a los modos de las grandes monarquías europeas, mientras que el mundo del ritual y la etiqueta otomana vela por completo a la viajera inglesa los entresijos políticos y religiosos solo visibles a ojos expertos. Por otro lado, Lady Montagu no se somete a los tópicos acerca de las brutalidades ejercidas por el poder omnímodo del sultán. El despotismo oriental no existe todavía como problema moral para los occidentales, pero sí las muestras de poder absoluto y de crueldad que no la escandalizan, sin embargo.

La comparación, hace tres siglos, entre la sociedad inglesa y otomana, no se parece en nada a la actual. Es importante tener en cuenta que las cosas que provocaban la admiración de nuestra viajera como la libertad de las mujeres para comprar y vender o viajar sin permiso conyugal, el derecho a una herencia escasa pero real, dotes relativamente justas, no fueron realidad en Inglaterra hasta mediados del siglo xix y en otros lugares mucho más tarde.

Por atrevimiento o por intuición –no hay modo de saberlo en el fondo– prescinde de prejuicios al respecto y se preocupa por los contrastes del trato cotidiano y la vida real en los círculos palatinos. Accedió a visitar áreas del harén imperial observando el funcionamiento de lugares que eran centros de poder de primer orden inaccesibles para aquellos que tanto han hablado sobre la sociedad otomana. El respeto y las deferencias hacia ella que ha podido observar se aúnan con la sensualidad de una vestimenta que describe con detalle y con la que quiso posar ante el pintor Van Moor. La experiencia de Lady Montagu es pues singular. Viendo como vio cosas jamás referidas por embajadores y viajeros, su voz, merece por lo menos ser escuchada.

El harén, máquina infernal para la imaginación occidental no se le ha antojado como una institución odiosa aunque secretamente tentadora. ¿Cómo es posible un testimonio tan favorable en este sentido? ¿Qué realidad hay en este asunto? La sociedad otomana guardó silencio olvidando los problemas concomitantes de la esclavitud y la violencia contra grupos y minorías dentro de una sociedad jerárquica pero no más injusta que otras con las que ha sido comparada. Los historiadores no disponen de datos suficientes. No es posible todavía un dictamen fiable.

El testimonio de Lady Montagu tiene el valor y el defecto de estar fuera de las coordenadas establecidas hoy en Occidente. Es posible leerlo aceptando su subjetividad. Sin duda, el descubrimiento de la desnudez colectiva, vivida en el baño turco debió impresionarla. La existencia de un espacio femenino, vedado por completo al mundo exterior, suscitó en ella observaciones que van más allá de la paradoja. La vida de una aristócrata con un marido celoso y negligente al que debe recordar en sus cartas que tiene un hijo, ha condicionado su percepción de la feminidad. Cada una de las afirmaciones de Lady Mary Wortley Montagu podría discutirse, pero basta con descubrir su riqueza y el admirable contraste que ofrece con otros pareceres, ya sean antiguos o actuales, para cuestionar y profundizar nuestras propias reflexiones.

Los textos que conforman la presente edición provienen de la versión científica de Robert Halsband, (The Complete Letters of Lady Mary Wortley Montagu, 3 Vols. Oxford, 1965-7) y recogen dos fuentes principales: las cartas que lady Mary escribió desde el extranjero a parientes y amigos de Inglaterra, y un diario que llevó en sus viajes de 1716. Halsband identificó solo dos pasajes provenientes del diario destruido por la hija de lady Mary (Halsband, Letters, 1: xv). Hemos seguido su texto armonizando la caótica ortografía de los términos empleados en numerosas lenguas, especialmente en lo que se refiere a los topónimos, que hemos acercado a la cartografía actual. Los conflictos y errores producidos por los vocablos turcos, leídos a la italiana se han minimizado indicando la grafía correcta cuando esta se hace incomprensible. El acceso a estos preciosos documentos de viaje requiere una información detallada y precisa de la que se hace responsable el autor del prefacio, editor y traductor del francés, árabe y turco. Las notas y adiciones intentan, en la medida de lo posible, acercar el texto sin sobrecargar la lectura.

Brindamos ya, sin más demora, una de las colecciones de misivas más interesantes de toda la literatura de viaje a Oriente. Sin duda, tras la lectura de las Cartas desde Estambul no se podrá pensar sobre este lugar del mismo modo que antes.

VICTOR PALLEJÀ DE BUSTINZA

Barcelona a diciembre de 2016

LADY MARY WORTLEY MONTAGU

CARTAS
DESDE ESTAMBUL

LADY MARY
WORTLEY MONTAGU

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CARTA XXXI

A Alexander Pope. Adrianópolis, 1 de abril de 1717

Me atrevería a decir que en esta carta espera usted al menos algo muy nuevo, después de haber pasado por un viaje que ningún cristiano ha emprendido en cien años. El accidente más notable que me sucedió fue cuando estuve a punto de caer en el Hebrus,86 y si tuviera en alto concepto las glorias de las cuales goza el propio nombre después de la muerte, sin duda, sentiría el haber perdido la romántica conclusión de nadar en el mismo río donde la cabeza musical de Orfeo repitió hace ahora tantos siglos aquellos versos:

Caput a cervice revulsum,

Gurgite cum medio, portans Oagrius Hebrus

Volveret, Euridicen, vox ipsa, et frigida lingua,

Ah! Miseram Euridicen! anima fugiente vocabat,

Euridicen toto referebant flumine ripae87

Quién sabe, quizás alguien de su brillante ingenio lo habría considerado un tema con muchos giros poéticos y le habría contado al mundo, en una elegía heroica que:

Fueron iguales nuestras almas,
como iguales fueron nuestros destinos.88

Pierdo las esperanzas de llegar a oír a alguien dedicarme palabras tan hermosas como las que merecería tan extraordinaria muerte.

En este mismo instante escribo en una casa situada a orillas del Hebrus, que fluye bajo la ventana de mis aposentos. Mi jardín está lleno de altos cipreses en cuyas ramas varias parejas de tórtolas se musitan cosas suaves de la mañana a la noche. ¡Con cuánta naturalidad me vienen a la mente las ramas y los votos!89 ¿No debería usted confesar, como elogio hacia mi persona, que habría que estar dotado de una discreción fuera de lo común para resistirse a las perversas sugerencias de la poesía en un lugar donde, por una vez, la verdad proporciona todas las ideas de la égloga? El verano ya está avanzado en esta parte del mundo y en Adrianópolis, a varias millas a la redonda, la tierra toda está dispuesta en huertos y las orillas de los ríos cultivadas con filas de árboles frutales, debajo de los cuales todos los turcos de buena crianza se divierten al caer el sol, no dando paseos, que no es uno de sus placeres, sino que un grupo de ellos escoge un lugar lozano y umbrío donde tienden una alfombra en la cual se sientan a beber su café, generalmente atendidos por algún esclavo de fina voz, o que toca algún instrumento. Cada veinte pasos se ve uno de estos grupos escuchando el rumor de las aguas, y este gusto es tan universal que los mismos jardineros no son ajenos a él. Los he visto a menudo a ellos y a sus hijos sentados a orillas del río, tocando un instrumento rural, que responde perfectamente a la descripción de la antigua fístula, compuesto de lengüetas desiguales que producen un sonido de una suavidad simple pero agradable. El señor Addison90 podría hacer aquí el experimento del que habla en sus viajes, pues no hay instrumento músico entre las estatuas griegas o romanas que no se encuentre en las manos de las gentes de estas tierras. Los muchachos jóvenes suelen divertirse mientras cantan o tocan, haciendo guirnaldas para sus corderos preferidos, a los que siempre he visto pintados y engalanados con flores, yaciendo a sus pies. Rara vez leen romances, mas son estas las antiguas diversiones de aquí, tan naturales para ellos como competir con garrotes o jugar a la pelota lo es para nuestros mozos británicos; la suavidad y calidez del clima impide los ejercicios violentos, de los que nunca han oído hablar y, naturalmente, inspira la holgazanería y la aversión al trabajo que se permite la gran mayoría. Estos jardineros son la única raza feliz entre los campesinos de Turquía. Suministran fruta y hierbas a toda la ciudad y parecen llevar una vida fácil. En su mayoría son griegos y poseen pequeñas casas en medio de sus huertos, donde sus esposas e hijas disfrutan de libertades prohibidas en la ciudad, me refiero a que van sin velo. Estas mozas son muy limpias y bonitas, y se pasan las horas bajo la sombra de los árboles, sentadas delante de sus telares.

Ya no considero a Teócrito un escritor romántico; no ha hecho más que dar una imagen simple de la vida de los pastores de este país quienes, antes de que la opresión los redujera, querían, supongo yo, estar todos empleados como los mejores de ellos lo están ahora. No dudo que de haber nacido británico, sus Idylliums habrían estado plagados de descripciones de la trilla y la fabricación de mantequilla, ambas desconocidas aquí, pues el trigo se trilla usando bueyes y de la mantequilla —hablo de ella con pena— jamás han oído hablar.

Vuelvo a repasar su Homero con infinito placer y encuentro explicación a varios pasajes cuya belleza antes no comprendía del todo, muchas de las costumbres y de los trajes entonces en boga se conservan aún y no me extraña hallar aquí más restos de una época tan lejana que los que se encuentran en otros países, pues los turcos no se toman la molestia de introducir sus propias costumbres, tal como han hecho, en general, otras naciones que se imaginan más adelantadas. Resultaría demasiado tedioso para usted que le señalase todos los pasajes relacionados con las costumbres actuales, pero puedo asegurarle que las princesas y sus damas pasan el tiempo ante los telares bordando velos y túnicas, rodeadas de sus doncellas, siempre muy numerosas, del mismo modo en que encontramos descritas a Andrómaca y Helena. La descripción del cinturón de Menelao responde exactamente a los que ahora lucen los grandes hombres, sujetos con anchos broches de oro y bordados ricamente. El níveo velo con que Helena cubre su rostro sigue aquí en uso y, siempre que veo media decena de ancianos bajás —como me ocurre a menudo— con sus reverendas barbas sentados y disfrutando del sol, me acuerdo del buen rey Príamo y de sus consejeros. Su forma de bailar es, sin duda, la misma que se describe para Diana cuando danzó a orillas del Eurotas.91 La gran dama sigue dirigiendo la danza y es seguida por un tropel de muchachas que imitan sus pasos; y si ella canta, le hacen de coro. Las melodías son sumamente alegres y vivaces, aunque tienen toques maravillosamente suaves. Los pasos son variados, obedecen al placer de aquella que conduce la danza, siempre siguiendo el ritmo, y son infinitamente más agradables que cualquiera de nuestras danzas, al menos en mi opinión. A veces formo parte del cortejo pero no tengo habilidad suficiente para ponerme al frente. Se trata de danzas griegas, pues las turcas son muy diferentes.

Debí haber mencionado en primer lugar que las costumbres orientales arrojan mucha luz sobre innumerables pasajes de las escrituras que a nosotros nos resultan extraños, pues sus frases recuerdan lo que comúnmente llamaríamos el lenguaje de las escrituras. El turco vulgar difiere mucho del que se habla en la corte o entre las personalidades de alto rango, que siempre mezclan tanto árabe y persa en sus conversaciones que, con toda propiedad podría hablarse de otra lengua distinta. Y resulta tan ridículo utilizar las expresiones comúnmente empleadas al hablar con un gran hombre o una dama, como lo sería hablar en la lengua llana de Yorkshire o Somersetshire en los salones. Además de esta distinción tienen lo que llaman el «sublime», es decir, un estilo propio para la poesía, que responde al de las escrituras. Creo que le agradaría ver un ejemplo genuino de lo que le expongo, y me siento muy dichosa de disponer de uno que satisfaga su curiosidad; le envío una copia fiel de los versos que Ibrahim Bajá, el favorito reinante, ha escrito a la joven princesa, su prometida, a quien no le está permitido visitar más que en presencia de testigos, aunque ella haya ido a residir a casa de él. Se trata de un hombre ingenioso y erudito, y esté o no capacitado para escribir buenos versos, puede usted tener la certeza de que, en semejante ocasión, no querría la ayuda del mejor de los poetas del imperio. Por tanto, los versos pueden ser considerados como ejemplo de lo mejor de su poesía, y no dudo de que convendrá usted conmigo en que guardan una maravillosa semejanza con el Cantar de los Cantares de Salomón, compuesto también en honor de una novia real.

Versos turcos dirigidos a la Sultana,
hija mayor del Sultán Ahmet III
92

ESTROFA I

Vaga ahora el ruiseñor entre las viñas,

Buscando rosas, que es su pasión.

Y cuando de las viñas fui a admirar la belleza,

tus dulces encantos cautivaron mi alma.

Son tus ojos negros y bellos,

mas desdeñosos y agrestes como los de una cierva.

ESTROFA II

Se demora de día en día la ansiada posesión,

el cruel sultán Ahmet no me permite

ver esas mejillas rojas como rosas.

No oso robar uno de tus besos,

tus dulces encantos cautivaron mi alma.

Son tus ojos negros y bellos

mas desdeñosos y agrestes como los de una cierva.

ESTROFA III

El desdichado Ibrahim Bajá suspira en estos versos,

un dardo de tus ojos me ha atravesado el corazón.

¡Ay! ¿Cuándo llegará la hora de la posesión?

¿Cuánto más se prolongará la espera?

Tus dulces encantos cautivaron mi alma.

¡Ay, Sultana! ¡Ojos de cierva, ángel entre ángeles!

Deseo, y mi deseo permanece insatisfecho.

¿Te deleitas acaso atormentando mi corazón?

ESTROFA IV

Mis ayes desgarran los cielos,

Mis ojos siguen insomnes,

Mírame, Sultana, deja que contemple tu belleza.

Adiós, a mi sepultura desciendo.

Si me llamas, regreso.

Arde mi corazón cual azufre: Suspira, y será llama.

¡Corona de mi vida! ¡Clara luz de mis ojos!

¡Mi Sultana, mi princesa!

Contra la tierra restrego la cara. Me ahogo en candentes lágrimas. ¡Desvarío!

¿Es que no tienes compasión? ¿No te volverás para mirarme?

Puse todo mi esmero en conseguir estos versos en una traducción literal, y si conociera usted a mis intérpretes, me ahorraría el trabajo de asegurarle que no han recibido ningún toque poético de sus manos. En mi opinión, teniendo en cuenta las faltas inevitables de una traducción en prosa a una lengua tan distinta, hay en ellos mucha belleza. Aunque el sonido en inglés del epíteto ojos de cierva no resulte muy agradable, me complace inmensamente y es, creo yo, una imagen muy vívida del fuego y la indiferencia de los ojos de su amada. Monsieur Boileau ha observado con razón que nunca debemos juzgar la elevación de una expresión en un autor antiguo por el sonido que nos transmite, pues aquellas que a ellos quizás resultaban infinitamente delicadas, a nosotros nos parecen toscas y ordinarias. Conoce usted a Homero tan bien que no habrá podido por menos de observar esto mismo, y debe usted tener la misma indulgencia hacia toda la poesía oriental. Las repeticiones al final de las dos primeras estrofas están puestas a manera de coro y son muy acordes con la forma antigua de escribir. La música de los versos cambia aparentemente en la tercera estrofa, donde la carga se ve alterada, y creo que él se muestra ingeniosamente más apasionado hacia el final, pues es natural que las personas se entusiasmen con su propio discurso, sobre todo cuando hablan de un asunto que las preocupa profundamente; el efecto es mucho más conmovedor que nuestra costumbre moderna de concluir un canto apasionado con un giro que nada tiene que ver con él. El primer verso es una descripción de la estación del año; los campos están ahora llenos de ruiseñores, cuyo amor por las rosas es una de las fábulas árabes,93 tan conocidas aquí como cualquier pasaje de Ovidio entre nosotros, y es lo mismo que si un poema inglés comenzara diciendo: «Canta ahora Filomela». ¿Qué ocurriría si lo convirtiese todo al estilo de la poesía inglesa para comprobar el efecto?

ESTROFA I

Ahora Filomela renueva el tierno canto

cede toda la noche a su grato dolor:

«Al bosque fui a oír cantar a los alegres;

un rostro vi muy bello, más que la primavera.

En tus ojos de ciervo juegan glorias a miles,

son ardientes y vivos, y también son salvajes.»

ESTROFA II

Me han prometido en vano este don celestial;

¡ah, muy cruel Sultán, que mis gozos postergas!

Los punzantes encantos mi corazón traspasan,

ni un beso robar logro con que calmar mi ardor.

Esos ojos, etcétera.

ESTROFA III

De tu amado la queja exponen estos versos:

de esas dulces bellezas nacen mortales penas.

«¿Cuándo vendrá la hora de tan ansiada dicha?

¿Cuánto más debo esperar? ¿Podré sobrevivir?

¡Ah, radiante Sultana, mi doncella divina!

¿Contemplas impasible la pena que me aflige?»

ESTROFA IV

Se apiada el cielo de mis lancinantes gritos;

la luz ya no soporto, el sueño me abandona.

Escúchame, Sultana, que yo amante muero.

Caigo a tierra y exhalo mi última despedida

llámame, diosa mía, y volveré a la vida.

¡Mi reina, ángel mío, mi más hondo deseo!

¡Deliro... me arde el pecho con fuego celestial!

Compadece mi pasión, de tus encantos nace.

En el segundo verso me he tomado la libertad de seguir lo que supongo es el verdadero sentido del autor, si bien no está expresado literalmente. Al decir que hacia allí fue para admirar la belleza de las viñas y que sus dulces encantos han cautivado su alma, entiendo que se trata de una ficción poética que refleja el primer momento en que la vio en un jardín, donde él estaba admirando la belleza de la primavera; mas me fue imposible prescindir de la comparación de sus ojos con los de una cierva, aunque lo novedoso de la imagen pueda darle un sonido burlesco en nuestra lengua. No consigo determinar cuán lograda es, en su conjunto, mi traducción, ni creo que nuestra lengua inglesa sea la adecuada para expresar pasiones tan violentas, rara vez sentidas entre nosotros, también nos faltan esas palabras compuestas, tan frecuentes y fuertes, en la lengua turca.

Como verá, estoy muy adelantada en mis conocimientos orientales, y a decir verdad, estudio con mucha dedicación. Deseo que mis estudios me ofrezcan ocasión de satisfacer su curiosidad, que será la mayor de las ventajas que de ellos puedo esperar... etcétera.

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CARTA XXXII

A Sarah Chiswell. Adrianópolis, 1 de abril de 1718

En mi opinión, mi querida Sarah, debería regañarla por no haber contestado hasta el mes de diciembre a la carta que en agosto le envié desde Nimega, en lugar de disculparme por no volver a escribirle hasta hoy. Estoy segura de que por mi parte tengo una buena excusa por haber guardado silencio, habiendo soportado viajes por tierra muy agotadores, si bien no considero tan mala su conclusión como parece usted imaginar. Estoy muy cómoda aquí y no en la soledad que usted se figura. El número bastante copioso de griegos, franceses, ingleses e italianos que se encuentran bajo nuestra protección, hace que me rindan homenaje de la mañana a la noche, y le aseguro que entre ellos hay muchas damas muy finas, pues no hay posibilidad de que bajo este gobierno los cristianos tengan una vida fácil a menos que se pongan bajo la protección de un embajador y, cuanto más ricos son, mayor es el peligro.

A decir verdad, las horribles historias que ha oído sobre la pestilencia carecen de fundamento. He de reconocer que mi trabajo me cuesta aceptar el sonido de una palabra que siempre me ha inspirado ideas tremendísimas, aunque estoy convencida de que hay en ella poco más que en una fiebre; en prueba de ello hemos pasado por dos o tres ciudades donde la enfermedad había hecho estragos. En una de las casas contiguas a la que ocupábamos murieron de ese mal dos personas. Afortunadamente para mí, me engañaron tan bien que no me enteré del asunto y me hicieron creer que nuestro segundo cocinero, que enfermó allí, solo tenía un fuerte resfriado. No obstante, dejamos a nuestro médico para que se ocupara de él; los dos llegaron ayer aquí, con buena salud, y ahora me confiaron el secreto de que había padecido de la peste. Son muchos quienes escapan de ella y el aire nunca se infecta. Estoy convencida de que sería tan fácil erradicarla de aquí como lo fue en Italia y Francia, mas son tan pocos los inconvenientes que causa que no se muestran muy solícitos en ello, y están muy contentos de padecer esta indisposición, en lugar de nuestra variedad, a la que son completamente ajenos.

Y hablando de indisposiciones voy a contarle algo que estoy segura la hará desear encontrarse aquí. La viruela, tan fatal y generalizada entre nosotros, es aquí por completo inocua gracias a la invención del injerto, que es el término con que lo nombran. Hay un grupo de ancianas que se ocupan de hacer la operación. En el mes de septiembre, con la llegada del otoño, cuando disminuyen los grandes calores, la gente trata de enterarse si alguien de su familia tiene la intención de enfermar de viruela. Forman grupos con ese fin y cuando por fin están organizados —en general, de quince a dieciséis personas—, viene la anciana con una cáscara de nuez llena de pus de la mejor viruela y entonces pregunta a la gente qué venas desean que les abra. De inmediato, abre aquella que le es ofrecida con una aguja enorme —no produce más dolor que un simple rasguño— e introduce en la vena tanto veneno como cabe en la punta de su aguja y después venda la pequeña herida con una cáscara hueca y así, de esta manera, abre cuatro o cinco venas. Los griegos tienen la superstición de abrir una en plena frente, en cada brazo y en el pecho para marcar la señal de la cruz, lo cual tiene un efecto malísimo, pues estas heridas dejan pequeñas cicatrices, cosa que evitan los no son supersticiosos, quienes eligen hacérselas en las piernas o en aquellas partes de los brazos que permanecen ocultas. Los niños o los pacientes jóvenes juegan juntos el resto del día y gozan de perfecta salud hasta el octavo. Entonces comienza la fiebre que los obliga a guardar cama dos días, en contados casos hasta tres. Muy rara vez les salen más de veinte o treinta en la cara, que nunca dejan marcas, y al cabo de ocho días están tan bien como antes de caer enfermos. En el transcurso de la indisposición, allí donde recibieron la herida aparecen unas pústulas que, no me cabe duda, sirven de alivio. Todos los años son miles quienes se someten a esta operación y el embajador francés dice con simpatía que aquí se toman la viruela como una diversión, igual que en otros países se toman las aguas. No hay ejemplo de nadie que haya muerto por ello, y puede creerme cuando le digo que estoy convencida de la seguridad del experimento, tanto que pienso probarlo en mi hijo pequeño. Soy lo bastante patriota para tomarme la molestia de llevar esta útil invención a Inglaterra y tratar de imponerla y no dejaría de escribir a algunos de nuestros médicos para recomendarles el método si supiera que alguno de ellos dispondrá de la virtud necesaria para destruir una porción tan considerable de sus ingresos por el bien de la humanidad. Sin embargo, como esa indisposición les resulta en extremo beneficiosa harán objeto de todo su resentimiento al audaz que se proponga ponerle fin. Quizás, si vivo para regresar, yo tenga el valor de batallar con ellos. Aproveche esta ocasión para admirar el heroísmo del corazón de su amiga, etcétera.

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CARTA XXXIII

A Anna Thislethwayte. Adrianópolis, 1 de abril de 1718

Puedo decirle a mi apreciada señora Thistlethwayte que he llegado sana y salva al final de mi largo viaje. No la importunaré con la descripción de las muchas fatigas por las cuales he pasado. Preferirá enterarse de algo de lo que aquí veo, pues una carta desde Turquía que no contenga nada extraordinario sería una decepción tan grande como la que recibirán mis visitas en Londres si regreso sin llevar conmigo alguna rareza que mostrarles. ¿De qué podría hablarle? En su vida ha visto usted camellos, tal vez su descripción le parezca nueva. Puedo asegurarle que la primera vez que los vi, así me lo parecieron y, si bien he visto cientos de cuadros de estos animales, ninguno se le asemejaba lo bastante para formarme una idea de ellos. Me dispongo a hacer una observación osada, puede incluso que falsa, porque nadie antes que yo la ha hecho nunca, pero considero que pertenecen a la especie de los venados; sus patas, cuerpos y cuellos tienen idéntica forma y el color es casi el mismo. Es cierto que son mucho más grandes, siendo más altos que un caballo, y tan veloces que, después de la derrota de Petrovaradin, superaron con mucho a los caballos más veloces y llevaron a Belgrado las primeras noticias de la pérdida de la batalla. Nunca están del todo domados; los camelleros procuran atarlos unos a otros con gruesas cuerdas, hasta cincuenta juntos, conducidos por un asno en el que va el camellero. En una caravana he llegado a ver hasta trescientos. Pueden transportar un tercio más de peso que los caballos, pero la joroba que tienen en el lomo convierte en arte el cargarlos. A mí me parecen unas criaturas feísimas, sus cabezas están mal formadas y son desproporcionadas en comparación con el cuerpo. Llevan todo tipo de carga y la bestia destinada al arado es el búfalo, un animal con el que tampoco está usted familiarizada. Son más grandes y más torpes que los bueyes. Lucen unos cuernos cortos y negros muy próximos en la cabeza, y les crecen vueltos hacia arriba. Dicen que sus cuernos se ven muy hermosos cuando están pulidos. Son todos negros, con el pelo muy corto y tienen unos ojos blancos pequeñísimos que les dan aspecto de diablos. A modo de ornamento, los campesinos les tiñen de rojo las colas y el pelo de la frente. En estas tierras, los caballos no sirven para realizar tareas laboriosas ni son aptos para ello. Son hermosos y están llenos de brío, pero en general, se trata de animales de talla pequeña y no son tan fuertes como las razas de países más fríos; sin embargo, a pesar de su vivacidad son muy dóciles, rápidos y de pisada firme. Poseo uno blanco y menudo del que no me separaría por todo el oro del mundo. Cuando lo monto, brinca con tanto entusiasmo que se diría que me sobra valentía para cabalgar en él. No obstante, puedo asegurarle que en mi vida había montado corcel más obediente. Mi silla lateral es la primera que se ha visto en esta parte del mundo y todos la miran con el mismo pasmo que despertaron las carabelas de Colón en América. Hay aquí algunos pájaros por los que manifiestan una especie de reverencia religiosa y, por ese motivo, se multiplican vigorosamente, las tórtolas, por su inocencia, y las cigüeñas porque se supone que todos los inviernos peregrinan a la Meca. A decir verdad son las súbditas más felices del gobierno turco, y tan seguras están de sus privilegios que caminan por las calles sin temor y suelen construir sus nidos en las partes bajas de las casas. Quienes reciben tal distinción gozan de felicidad. El pueblo llano de Turquía está convencido de que ese año no padecerán ni el ataque de los incendios ni el de la pestilencia. Tengo la dicha de contar con uno de sus nidos sagrados debajo de la ventana de mis aposentos.

Ahora que hablo de mis aposentos, recuerdo que la descripción de las casas de aquí le será tan nueva como la de cualquier pájaro o bestia. Me figuro que habrá leído en la mayor parte de los relatos sobre Turquía que sus casas se encuentran entre los edificios de peor construcción del mundo. Estoy en disposición de hablar del asunto con conocimiento de causa, pues he visitado muchas y puedo asegurarle que nada hay más alejado de la verdad. Nos alojamos ahora en un palacio de propiedad del Gran Señor. Creo que la forma de construir aquí es muy agradable y adecuada para el país. Es cierto, no se muestran nada solícitos en embellecer los exteriores de sus casas, generalmente construidos en madera, algo que, a mi modo de ver, es causa de muchos inconvenientes, pero no debe achacarse al mal gusto de las gentes, sino a la opresión del gobierno. Al morir el propietario, todas las casas pasan a disposición del Gran Señor, por lo tanto, nadie se preocupa por incurrir en grandes gastos ya que no tienen la certeza de que beneficiarán con ello a sus familias. Todo su propósito es construir casas espaciosas, que duren mientras vivan, y se muestran muy indiferentes si estas se derrumban al año siguiente. Todas las casas, grandes y pequeñas, se dividen en dos partes definidas, unidas únicamente por un estrecho pasillo. La primera casa tiene un amplio patio al frente y galerías abiertas todo alrededor, algo que considero muy agradable. Esta galería conduce a todos los aposentos, mayormente amplios, con dos filas de ventanas, la primera de ellas de vidrio coloreado. Rara vez construyen a una altura superior a las dos plantas, cada una de las cuales tiene las galerías citadas. Las escalinatas son anchas y no superan los treinta escalones. Esta es la casa que pertenece al señor, y la adyacente se llama harem, es decir, la casa de las damas, porque Serrallo es el nombre que recibe el del Gran Señor. También está rodeada de una galería que va al jardín y a la que dan todas las ventanas, y consta del mismo número de aposentos que la otra, pero más alegres y espléndidos, tanto por la pintura como por los muebles. La segunda fila de ventanas es muy baja, con celosías, como las de los conventos.