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Primera edición digital: febrero 2017
Ilustraciones de la cubierta e interiores: Carmura Lenteja
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: Alexandra Jiménez
Revisión: Blas Cabanilles

Versión digital realizada por Libros.com

© 2017 Marcos Ripalda
© 2017 Libros.com

info@libros.com

ISBN digital: 978-84-17023-07-2

Marcos Ripalda

Nada podría evitarlo

Ilustraciones de Carmura Lenteja

«Hace tiempo que ya no te veo
quizás no te llamo
porque no me atrevo
hace tiempo que ya no te veo
habremos cambiado
quizás a peor».

Héroes del Silencio

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Pedazos
  5. El sur
  6. El idiota
  7. Faltas
  8. La intrusa
  9. Esteban Felicidad
  10. Libre
  11. Ruido
  12. Mediciones
  13. El duelo infinito
  14. Los días pasan
  15. Posibilidad de un cambio
  16. Mecenas
  17. Contraportada

Pedazos

 

El hombre recoge los cristales con un vaso de plástico. Luego se los pone en la otra mano y los deposita en un sombrero de paja deshilachado sobre el asiento de la parada del 16.

Los pequeños cristales están esparcidos por la acera y llegan hasta la calzada. Sólo hay unas pocas ventanas iluminadas a esta hora. Faltan unos minutos para que amanezca.

Paula le observa preocupada desde hace rato. Pero es que este hombre se va a cortar, piensa, y está tentada de acercarse y decirle algo, pero quién es ella, y además debe estar chiflado. ¡Recoger cristales con las manos desnudas!

Sin embargo, ha sucedido otras veces. Que algo se rompa y haya que recoger los pedazos. Como cuando aquella taza se rompió en el fregadero mientras escuchaba, de buen humor, un disco de Tom Waits. O la noche que discutieron por una botella rota con la que se cortó y que supuso el fin.

Paula se pregunta por qué el hombre recoge los cristales con un vaso y se los pasa a la otra mano. ¿Es que quiere hacerse daño a conciencia?

Y si Paula se cortó, es inevitable que se pregunte por qué no hace este hombre lo mismo que hizo ella entonces, lo mismo que haría cualquiera. ¿O es que este hombre tiene un cuidado exquisito para no cortarse? Si Paula pudiese echar un vistazo lo sabría, pero no lo hace. Este hombre se está haciendo daño y no parece importarle lo más mínimo, piensa.

Paula sabe con certeza, aunque no puede saber qué clase de certeza, que el hombre no le hará nada, que no va a amenazarla con algo afilado.

¿Cómo puede estar tan segura de que no le hará daño? No es tan sencillo como que si hay montones de nubes negras, lloverá mañana. Este hombre, de piel muy blanca y ojos de un azul muy claro, es corpulento y ronda los cuarenta; su espeso cabello, que lleva recogido en una diminuta cola, ha empezado a encanecer. A pesar de lo sucio que va, parece importarle su aspecto, si no ¿por qué lleva la camisa por dentro del pantalón y cinturón? ¿Es que esto es significativo? ¿Es pacífico sólo porque no lleva la camisa por fuera?

Nada le impediría al hombre, ya que están ellos dos solos en la parada, acercarse, y sin mucho esfuerzo, sin intimidarla demasiado, apoderarse de su bolso y salir corriendo. ¿No es eso lo que se hace? Sin embargo, este hombre… Paula se vuelve para mirar no al hombre directamente, claro, sino al conjunto entero. Vaso, cristales, hombre, parada, luna rota, acera, calle. Y entonces los ve. Y de ese parecido emana todo lo demás. No, este hombre no puede hacerme nada. Sólo es un hombre tristemente ocupado, piensa. También Carlos era así. Paula siente su estómago vacío y una pena inmensa (¿desde cuándo viene sintiéndola?) y mira la calle desierta y oscura como la entrada de una caverna. ¿Qué clase de consuelo puedo hallar aquí?, se pregunta. ¿Y por qué mete este loco los cristales en su sombrero, suponiendo que sea suyo? ¿Es que piensa pegarlos después, y con qué, por Dios, para dejarlo todo tal y como estaba? ¿Acaso debería importarme? Esto es absurdo, Paula. Sin embargo, lo recuerda, ella no hizo nada para recoger los cristales. Hazlo tú, le dijo. Y después no intentó que él se quedase. De nada sirve juntar los pedazos, le dijo ella mientras Carlos se ponía el abrigo, tenemos la figura, pero no es la misma figura, sólo se le parece.

El ruido de los frenos del autobús al detenerse se confunde con el sonido de la puerta que cierra Carlos y el recuerdo se va. El autobús de la línea 16, en el que no cabe un alma más, se ha detenido unos metros antes de llegar a la parada y algunos pasajeros, entre empujones y codazos mal disimulados, se apean somnolientos. Una mujer delgadísima parece disgustada por algo que le ha dicho su hijo. El niño, que no tiene más de cuatro años, se resiste a caminar y la madre tira de su brazo menudo. No parece sorprendido cuando su mirada descubre al hombre que recoge los pedazos. Paula observa los esfuerzos de la mujer para que el niño camine. Ya es un milagro que pueda tirar de sí misma.

El conductor echa una ojeada por el espejo retrovisor y cierra las puertas traseras. Luego espera a que pase un ciclomotor en el que van montadas dos chicas sin casco, pone el intermitente y dirige el autobús hasta la parada.

Paula sube despacio los escalones. Está sacando su abono del bolso cuando el conductor pregunta, aunque no sabe si a ella directamente, qué cojones está haciendo ese hombre. Es tan obvio que Paula se limita a mirar el grasiento piso del autobús. Luego distingue la voz de una mujer que se queja de la falta de aire. Y la de alguien que enumera los inconvenientes de comer fuera. Y, por último, antes de darse la vuelta y mirar al hombre, oye al conductor que considera que es una lástima llegar a eso y, aunque está a punto de decir algo más, tal vez para revelarnos la sencilla ecuación sobre la que orbitan los grandes secretos de la vida, se calla.

No le sorprende que el hombre esté detrás de ella, parado a escasos centímetros de la puerta, puede que con la intención de dar un paso más, quizás ese paso decisivo. Pero el hombre permanece quieto ante las puertas abiertas, con el sombrero entre las manos ensangrentadas. El hombre, con un gesto que parece copiado de una ilustración medieval, alza el sombrero con las dos manos hasta la altura de sus hombros, baja la cabeza hasta que su barbilla le toca el pecho y se lo ofrece a Paula antes de que las puertas se cierren.

Está recorriendo con dificultad el pasillo y tiene que empujar a algunos pasajeros para llegar hasta una ventana. El autobús se pone en marcha. El hombre no levanta la vista. Paula, consciente de que no verá su gesto, le dice adiós.

Le hubiera gustado decirle algo, ¿pero qué? ¿Que todo va a salir bien? ¿Que mañana veremos las cosas de otro modo? ¿Que todo pasa y que así es la vida? ¿Que siempre encontramos la salida, aunque seamos los últimos en saberlo? No puedo. Pero debería intentarlo. No hay otro modo. O, tal vez, da igual el modo. ¿Me estaba regalando aquellos cristales o sólo quería que los viese de cerca?