De guardia hasta las tres

 

Viste uniforme de miliciana, el aire es caliente y pesado, está de guardia hasta las tres, pero el relevo siempre llega un poco antes, ojalá, pasado mañana se irá al campo por dos semanas, a recoger papas, o café, no sabe bien.

Ni un soplo de viento. Las palmas reales, de un negro tinta china, parecen incrustadas en la noche ardiente que la luna replatea.

Suda a mares.

Un luminoso y parpadeante rubí rasguña el cielo, es un avión, traduce de inmediato, y ella está en el avión, lleva tantos días viajando, en cada una de las escalas agoniza un poco, se muere de a poco, todo fue tan rápido, para no tener tiempo de compadecerse, para desasirse de todos y de todo sin mirar atrás, Praga que no vio, Viena que adivinaba detrás de los bosques blancos de escarcha, Moscú apenas presentida, de lejos, cúpulas bizantinas envueltas en turbantes de gasa gris dorada izándose sobre un río de hielo, y la noche que empieza a deshilacharse detrás de la ventanilla, cuando las nubes enlucidas por la luna se van tiñendo de un tímido color ambarino que se arrima al azul sonrosado, sigue el día empujando a la noche, pronto, muy pronto va a amanecer, los oídos taponados le duelen, han comenzado a bajar, y ya hay que abrocharse los cinturones, antes, apagar el cigarrillo, el descenso es cada vez más vertiginoso, semejante a la angustia que le crece segundo a segundo, clarea, ya amaneció, entre rafagazos de nubes distingue los campos sembrados, verde brillante y carmelitoso, azul-amarillo naranja, todo tan prolijo, tan bien dibujado, la tierra es roja, no rojiza, sino decididamente roja, ¿me estarán esperando?, con tantos desvíos y extravíos y tardanzas peligrosas, ¿sabrán que llego en este vuelo?, el avión brama, se estremece, toca pista, traquetea, frena y, desaforado, sigue, sigue, pega un brinco y se arrastra, se inmoviliza por fin en un silbido agudo, lancinante, y sin mirar a nadie ella se levanta y empieza a abrirse paso hacia la puerta, quiere ser la primera en bajar, pero no es fácil moverse en medio de ese desconcierto de brazos y piernas y paquetes y bolsos y maletines y abrigos que suben y bajan, giran como aspas, se traban, se enredan, se desanudan, sí, gracias, por favor, perdón, tiene que ser la primera en bajar, y ese miedo, ahora, de que nadie la esté esperando, o de que no la reconozcan, qué estupidez, entonces qué hago, qué haría, y ya está en la escalerilla, siente que penetra y se hunde en una masa espesa, maciza, de aire endurecido y abrasador, quema, no puede respirar, se ahoga, está vestida para afrontar las nieves de Praga y de Viena y de Moscú que no vio, hacía frío, tanto, el bochorno de la mañana caribeña recién nacida la sofoca, la derrite, la disuelve, mira al cartel, lee, silabea el nombre del aeropuerto, Jo-sé Mar-tí, y le parece mentira, pero es cierto, cierto, y vuelve, incrédula, a leerlo y a deletrearlo, y una voz, a su lado, la arranca de su ensimismamiento, ¡Bienvenida, compañera!, y ese compañera tintinea con aire de caireles en los oídos ahora ensordecidos por el rugido de las turbinas de un avión que acaba de llegar o que está a punto de partir, se acerca tambaleante a esa voz, y el paisaje apenas entrevisto de tierra muy roja, empenachada de palmas reales, se diluye en los ojos ardidos de sol, de una luz primigenia, inaugural, ¡Bienvenida, compañera!, y la voz ya tiene cara y cuerpo y manos brillantes y renegridas que se enlazan a las suyas, tan pálidas, tan frías y trémulas, entonces, agotada, exhausta por primera vez desde hace ocho días, se desmadeja, se entrega y, en un último esfuerzo, se abraza a esa voz y le sonríe con toda la cara mojada.

Sigue sudando a mares. Las estrellas hacen mutis, qué lástima. ¿Lloverá? En el trópico nunca se sabe.

Una finísima lasca de luna se ha quedado enredada entre las ramas de una ceiba majestuosa, como todas las ceibas.

Todavía le quedan dos horas y media de guardia.

 

La Habana, 1969

 

 

 

 

 

EDICIÓN  Ernesto Pérez Chang

COMPOSICIÓN Y DISEÑO  Axel Rodríguez García

© Ana María Radaelli, 2013

© Sobre la presente edición: Editorial Arte y Literatura, 2013

 

 

ISBN 978-959-03-0678-5

 

 

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Pesadilla de Haiphong

 

Un amasijo de escombros calcinados y hierros retorcidos, sobre todo en los barrios aledaños al puerto, es la visión que ofrece Haiphong bajo un cielo de ceniza que vuelve más siniestro, si cabe, el paisaje de la ciudad aniquilada por orden expresa del presidente de los Estados Unidos, quien también impuso el minado de los puertos y aguas territoriales norvietnamitas: en 1972, más de diez mil minas submarinas y bombas magnéticas fueron lanzadas sobre todos los puertos marítimos y fluviales del país.

Emociona descubrir una bandera cubana que flamea al viento cargado de lluvia. Es la enseña del barco Imías, anclado en una ría desde hace más de un año ante la imposibilidad de moverse, y el encuentro con su capitán y la tripulación nos llena a todos de alegría. Vuelan entonces las preguntas, mientras contamos y pedimos que nos cuenten, añoranzas y nostalgias y proyectos y esperanzas, todo junto entreverado... De pie firme esperan los cubanos del Imías la victoria vietnamita, y el consecuente desminado de las aguas, para poder volver a casa.

La fábrica de tapices no dejaría de sorprenderme, pues su exterior es pura ruina, un amontonamiento de cascotes y chatarra carbonizada que en nada anuncia el trabajo esplendoroso de las muchachas tejedoras. Un reino de serpientes y dragones alados, de princesas sonrientes jugando entre flores, todos tan ajenos a la tragedia de los humanos, ponía una nota surrealista en el decorado, mientras escuchábamos los datos ofrecidos por la directora: nunca se dejó de producir, inclusive teniendo que bajar a los refugios unas treinta veces al día… Como surrealista me supo el hecho de que, al despedirnos, las muchachas, de pie sobre los escombros, cantaran para nosotros —y en español—, Siboney, esa bellísima y emblemática canción cubana... «Siempre cantamos», me explica Hoang Tai ante mi asombro emocionado, «y así, con nuestras voces, tapamos el estruendo de las bombas».

Ha sido mi primer impacto brutal con la guerra de aniquilamiento que sufre este pueblo.

El cielo gris de Haiphong se deshacía en jirones de lluvia cuando dejamos la ciudad, lo que queda de ella. Ni rastros del astillero, ni de la fábrica de cemento, ni del centro industrial y su importante barrio obrero, nada.

De regreso a Hanoi, detrás del cristal de la ventanilla, las grotescas montañas de escombros y chatarra se diluían, ondulantes, fantasmales, como en una pesadilla.

 

Hanoi, 1974

 

Los «inventos» de Thi Khiu

 

Después de tres días de viaje, he llegado por «carretera» a Dong Hoi, provincia de Quang Binh (500 km al sur de Hanoi), enclavada en una región concienzudamente destruida dada su proximidad con el Paralelo 17, que divide en dos un país que fue y será uno solo, indivisible. Durante la presidencia de Johnson, 2 774 ataques devastaron la ciudad. El pueblo la reconstruyó. Bajo la administración de Nixon, los bombardeos de los B-52 y F-111 la borraron del mapa.

Un millón de bombas ha caído sobre esta provincia, más que en ningún otro lugar del mundo.

A la luz de un quinqué, Nguyen Thi Khiu, bajita y muy menuda, se me aparece como una viva estampa de Viet Nam. Sonríe sin parar, con los ojos y con una boca que descubre el brillo charolado de unos dientes negros, retintos por el betel. Habla muy pausadamente, mientras sus manos fuertes, nudosas, ágiles, imprimen una fuerza inaudita a su relato. Se la nota encantada por esta inesperada visita y hace muchas preguntas sobre Cuba y Fidel.

Después de una taza de té verde, comienza a contarnos su historia de niña pobre, al extremo de perder a su padre cuando la invasión japonesa provocó una de las hambrunas más terribles jamás vistas (dos millones de muertos), tan menesterosa como para vivir con toda su familia en un sampán por carecer de un mínimo pedacito de tierra, tan miserable como para alimentarse solo de paja de arroz y fresas silvestres del bosque, tan decidida a cambiarlo todo como para unirse a la lucha guerrillera contra el colonialismo francés.

«Pero, después de 1954, una vez establecida la paz, la vida cambió para mí, para todos», dice, y la cara se le ilumina, «porque desde que se implantó el gobierno revolucionario, empezamos a poder comer, a vestirnos, a trabajar». Sintiéndose en deuda con la Revolución, «por primera vez, la vida era bella», ingresó en una cooperativa pesquera y se dio a la tarea de organizar a las mujeres, puesto que la pesca en el mar estaba reservada a los hombres. Y aunque el trabajo fue muy difícil para ellas, ya en 1972 tenían seis barcos con seis compañeras cada uno, «a pesar de la guerra de destrucción total lanzada por los yanquis».

 

Al principio de los bombardeos, los compañeros pidieron que no saliéramos, ¿qué pasaría con los niños si de pronto quedaban huerfanitos de madre y padre al mismo tiempo? En tierra siempre sería posible encontrar refugio... En verdad, teníamos mucho miedo, nunca antes habíamos visto aviones a chorro, pero frente a ese planteamiento, yo organicé una reu-nión para explicar mi idea sobre el asunto: ¿Y si buscamos refugio en el mar? Basta con amarrarnos sogas alrededor de la cintura, a su vez amarradas al barco, y sumergirnos cuando veamos llegar los aviones. Mi plan tenía dos finalidades: protegernos de los obuses y salvar los cadáveres si por casualidad moríamos... Y así lo hicimos, y cuando una muchacha tenía miedo, yo le amarraba una piedra a la soga y la sumergía conmigo, ya que, como responsable del barco, debía proteger la vida de cada una de ellas. Teníamos que hundirnos a más de dos metros de profundidad para evitar los proyectiles. Después, todos dijeron que mi iniciativa había sido muy buena, ya que gracias a ella pudimos salir al mar todos los días, aun bajo una lluvia de bombas... La producción se mantuvo sin decaer, y puedo decirles que durante 1966, 1967 y 1968, años durísimos de guerra, no murió ni una sola compañera.

 

A estas alturas, en el silencio de la noche negra de Dong Hoi, aposentada sobre una tierra herida de muerte que se abre en miles y miles de cráteres lunares, en aquella cabaña apenas iluminada por la luz de un quinqué, frente a esa mujer pequeñita que parecía muy divertida contándonos sus «inventos», un estremecimiento de total irrealidad, una vez más, me hizo vacilar. Cambiar la cinta de la grabadora me daría unos segundos de respiro... Acepto, gustosa, otra taza de té verde.

 

En 1967, sufrimos un ataque particularmente intenso, que duró desde las ocho de la mañana hasta la caída de la tarde. En esa ocasión, un barco de nuestra cooperativa fue alcanzado por las bombas, y dos pescadores murieron y otros cuatro fueron gravemente heridos. Mi barco estaba a un kilómetro del barco hundido. Los aviones yanquis daban vueltas y más vueltas sobre nuestras cabezas, y algunas muchachas pescadoras dijeron que lo mejor era desembarcar, pues el fuego enemigo era demasiado intenso. Pensé que no era bueno salvarnos nosotras y dejar a nuestros compañeros solos y heridos en el mar. Hay que tener sentimiento de clase, ¿usted no cree? Sabía que nosotras también podíamos morir, pero en ese caso moriríamos junto a nuestros compañeros. Una vez que todas aceptaron esos planteamientos, comenzamos a aproximarnos al barco bombardeado, y a 60 metros de distancia fuimos cañoneados, pero no hundidos. Salvamos a los heridos, y comencé a remar con todas mis fuerzas para llegar a la costa y llevarlos al hospital. Los milicianos nos ayudaron a cargarlos, y actualmente esos cuatro compañeros están vivos y trabajan como siempre, pescando en el mar...

Durante ese ataque, mi madre recibió un proyectil en la cabeza y mi esposo también resultó herido. A todos los llevé al hospital bajo una lluvia de balas. Mi esposo murió pocos meses después en otro bombardeo.

Había días en que hombres y mujeres salíamos juntos en caravana, y los aviones venían enseguida a atacarnos. En una ocasión, se dio la orden de arriar las velas para que no nos detectaran, pero yo pensé que eso era símbolo de derrota, y me negué rotundamente. Mi barco continuó con todas las velas desplegadas y los otros siguieron el ejemplo. ¡Y ese día tuvimos una producción de más de una tonelada de pescado!

 

Y se ríe, como de una travesura, de algo, en definitiva, común y corriente. Y yo la miro, tan menudita, aparentemente tan frágil, y la vuelvo a mirar con embeleso sabiendo que se trata, nada más, ni nada menos, de una Heroína Nacional en esta tierra de gigantes.

 

Hanoi, 1974

 

Por tierras liberadas del Sur

 

Difíciles resultaron las muchas horas invertidas en recorrer, siempre en jeep, los escasos 25 km que separan Dong Hoi de Vinh Linh, donde hacemos alto antes de atravesar el río-frontera. Como pasada por una batidora, siento que tengo el cerebro en los pies y el estómago en la cabeza. Duelen todos los huesos. Los ojos también.

Aquí, en Vinh Linh, entre 1964 y 1973, los aviones yanquis arrojaron sobre una zona de 800 km2 unas setecientas mil toneladas de bombas, siete toneladas por habitante, que mataron a más de ciento veinte mil personas. En su empeño de cortar el Norte del Sur, y evitar a toda costa el trasiego de hombres y armas por la ya mítica ruta guerrillera «Ho Chi Minh», esta ha sido la región que ha recibido el mayor número de bombas de racimo y de napalm, de fósforo, y de Agente naranja, un desfoliante letal que ha arrasado con bosques y selvas, y contaminado, quizá para siempre, los ríos y la tierra, con consecuencias en los humanos que ya empiezan a manifestarse, por ejemplo, en el nacimiento de niños aquejados de deformidades monstruosas. Sin embargo, los americanos aquí perdieron doscientos noventaitrés aviones, entre ellos superbombarderos B-52, y sesentainueve barcos de guerra.

Con enorme emoción cruzamos el río-frontera Ben Hai. Ya estamos en el Sur, en la provincia de Quang Tri, liberada en un 80%, y cuya capital está todavía en manos del enemigo. Desde nuestro albergue en Cam Lo, con prismáticos, es posible divisar la bandera del ejército títere de Saigón.

 

 

Entró con la cabecita gacha, como queriendo hacerse más pequeñito de lo que ya era. Cuando alzó los ojos y me miró, vi que tenía prendido en el fondo de las pupilas todo el horror de la guerra. «Es un alumno excelente», me dijo el compañero del Partido, para agregar rápidamente: «Y tiene muy buena letra». Entonces, de nuevo, la irrealidad, ahora pesadilla, el creer que estoy soñando, y tiemblo de espanto porque claramente veo que las manguitas de su camisa blanca cuelgan vacías.

Y muy despacito, como para que yo no me asuste, Le Van Dang, catorce años, alumno de la escuela de Cam Lo, comienza, en un susurro, a contarme su historia. El 11 de junio de 1972, por la noche, oyó los aviones venir.

 

Cuando salí a ver qué sucedía, cayó una bomba y mis brazos volaron en pedazos. Mi mamá me recogió y me llevó al refugio... Cuando me desperté y pregunté qué me estaba pasando, me dijeron que tenía los brazos cortados, y lo primero que sentí fue una gran tristeza, ya no podría ir a la escuela ni ayudar a mis padres en el campo. Peor todavía, ahí supe que uno de mis hermanitos había muerto en el ataque y que mi mamá también había perdido un brazo. Pero, en el hospital, los médicos y los tíos enfermeros me dijeron que no debía estar triste, porque, aun sin brazos, yo podría seguir estudiando, que yo no era el único niño en esas condiciones...

 

Con vergüenza y un hilo de voz le pregunto si le resultó difícil regresar a la escuela.

 

Bueno, sí, tuve que empezar de nuevo, desde la primera clase. Al principio, no sabía cómo escribir, me hacía amarrar el lápiz al muñón derecho con un cordelito, pero no resultaba. Finalmente, el maestro me dio una buena idea: servirme de los dos muñones para sostener el lápiz, y así he logrado escribir de nuevo. Ya estoy en tercer grado y la escuela me dio un diploma de felicitaciones.

 

Tan flaquito, diminuto, sus ojitos chispean cuando, con la boca, saca del bolsillo de su camisa un bolígrafo que enseguida atrapa con los dos muñones. Emocionada, acepto el real privilegio de ser la portadora de una carta suya dirigida «A todos los niños de Cuba y del mundo...», que escribe ahí mismo, en mi carné de viaje, mientras hago esfuerzos desesperados para no echarme a llorar.

Día tras día, sin excepción, en las comunas liberadas de Quang Tri, siguen muriendo niños y adultos que, en trabajos de labranza, tropiezan con bombas en una tierra saturada de agentes tóxicos y explosivos. Los que no pierden la vida, quedan para siempre atrozmente mutilados.

 

 

Visita a un hospitalito para niños quemados por napalm y supernapalm. Por primera vez, y para vergüenza mía, me puse tan enferma que temí un desmayo. Es prácticamente insoportable tanto dolor, ver a esas criaturas, muchos bebés todavía, que son en realidad masa informe, gelatinosa, y a las madres inmóviles al lado de sus hijos, mudas de espanto, petrificadas en el sufrimiento, ni un llanto, ni un quejido, nada, fantasmas de la desdicha, estatuas atornilladas en el piso, fijos los ojos en la cuna o la camita, instaladas en un territorio de horror donde una palabra, una caricia, no pueden alcanzarlas.

Por la noche, los compañeros del FNL proyectan un documental sobre la liberación masiva de prisioneros encerrados por largo tiempo en las diabólicas «jaulas de tigre». No repuesta todavía de mi visita al hospitalito de quemados, quedo sin habla. En la visión dantesca de esos esqueléticos y esperpénticos seres humanos carbonizados hasta el huesito por el sol, moribundos, que van al encuentro de la gente de pueblo que los aguarda, no caminando, sino arrastrándose, reptando como pueden, retorcidos para siempre en las más disímiles posturas, delirantes todas, se compendia la infamia, la ignominia, la ruindad de esta guerra inmunda, de este genocidio planificado con esmero y delectación, para vergüenza de la Humanidad.

 

 

Nguyen Thi Chuyen tiene veintiséis años, aunque parezca apenas de catorce, y una sonrisa radiante difícil de asimilar. Antes de ser arrestada, en diciembre de 1968, participaba en la lucha de liberación del Sur.

 

Las torturas comenzaron en la comisaría del dis­trito de Huong Thuy. Me obligaban a tomar agua enjabonada hasta que mi vientre quedaba muy hinchado, entonces los carceleros saltaban sobre mí y el agua salía por la boca, el ano, la nariz... Luego vino el tormento con electricidad en los senos, la vagina, las yemas de los dedos, o me colgaban del techo con cuerdas de paracaídas y me golpeaban con alambres anudados, todo para que yo confesara mi participación en el vietcong, como ellos dicen. En varias ocasiones me enterra­ron hasta el cuello y me patearon la cabeza, muchas veces sufrí la tortura de que me metieran en un saco cerrado que luego sumergían en un tanque de agua... Pero, lo peor, fue la tortura con serpientes.

 

El pudor sella la boca de la muchacha. La intérprete me dirá después, en un aparte, que el tormento, ampliamente aplicado, consistía en introducir serpientes vivas por la vagina de las prisioneras. Enardecidos por la humedad y el calor del cuerpo, los reptiles se disparan hacia adentro y hacia arriba mordisqueando y desgarrando las entrañas, para gran regocijo de los esbirros.

Nguyen Thi Chuyen recorrió un largo camino de prisiones sudvietnamitas. Después de Huong Thuy, fue Thua Phu, en la que permaneció encerrada en una celda de diez metros de largo por cinco de ancho junto a... cien prisioneras más, y en donde fue nuevamente torturada siguiendo el mismo y trágico ritual. En mayo de 1972, la trasladaron al penal de la isla de Con Dao (antes Poulo Condor, de infame reputación), «donde las condiciones de vida fueron las peores que conocí. Debido a la desnutrición, la tuberculosis, la disentería y la falta total de medicamentos, sin contar el agotamiento por los trabajos forzados, entre mayo y julio del 72 murieron cientos de compañeras. Fue entonces cuando yo quedé paralizada».

En agosto del 72, se la trasladó a la prisión número 4 de Con Dao. En noviembre comenzó el proceso de identificación de los presos, todos desnudos y constantemente golpeados. Ante la actitud rebelde de estos, los soldados lanzaron sobre ellos granadas de productos químicos tóxicos.

 

Las mujeres vomitábamos sangre. Ahí perdí a cuatro compañeras. Luego empezó otra farsa: la de hacer de nosotros delincuentes comunes. En marzo de este año, 1974, un grupo de nosotras fuimos trasladadas por avión, en un C-130, a Bien Hoa. El 5 de marzo me liberaron, un año después de la firma de los Acuerdos de París, que todas ignorábamos. En Con Dao conocí de cerca a cien compañeras. A la hora de la liberación, solo reconocí a ocho.

 

Madre y padre murieron en la guerra. Tiene un hermano, reclutado por la fuerza, en el ejército títere sudvietnamita, y una hermana que ha perdido la razón como consecuencia de las torturas. Después de llegar a tierra liberada, gracias a los esfuerzos del Gobierno y el FNL, Nguyen Thi Chuyen recupera lentamente la salud de un cuerpo acanalado de cicatrices. Todavía sufre de parálisis en ambos brazos. Solo piensa en restablecerse para seguir peleando.

 

 

Nguyen Tran Dang, originario del distrito de Phu Vang, provincia de Thua Thien, tiene cuarentaidós años, y era campesino, miembro de la Asociación de Agricultores de su aldea, antes de caer preso el 26 de julio de 1967. Después de ser seriamente «interrogado» para obtener información sobre los movimientos de la guerrilla por aquella zona, se lo trasladó al Segundo Buró, en la ciudad de Hué. El libreto de las torturas sufridas es muy similar al de Nguyen Thi Chuyen. En vista de que los torturadores no lograron arrancarle ni una palabra, lo trasladaron a Da Nang, donde estaba la gran base yanqui, y yanquis fueron sus nuevos verdugos.

 

Entonces conocí otros métodos de tormento. Me encerraron en una celda minúscula, de 1,6 m de ancho por 1,8 m de alto y un metro y cuarto de largo. En su interior había dos proyectores de 300 v, uno sobre la cabeza y el otro en el piso. El calor no se podía resistir, era para volverse loco, y así me tuvieron durante tres horas. Me preguntaron si podría aguantar cuatro días más... Como yo no hablaba, me sometieron a otra tortura: perforarme las piernas, también una rodilla, con un taladro eléctrico. Me desmayé, por supuesto. Entonces me sacaron de ahí y me tiraron en una celda, en donde estuve varios días sin poder moverme, ni tomar agua siquiera. Querían que yo reconociera a supuestos jefes guerrilleros presos, querían hacerme firmar una confesión escrita por ellos, querían y querían, pero yo, nada. Me trasladaron a Qui Nhon, a una celda tan pequeñita que tenía que hacer mis necesidades ahí mismo, luego pasé a Bin Hoa, después a Phu Quoc, una cárcel especial, para después, junto a veinticuatro compañeros más, en un avión C-130, ser trasladado a la Prisión especial B-2, en la que permanecí once meses en situación desesperada.

 

A pesar de sus espantosas condiciones físicas, varios prisioneros, entre ellos mi entrevistado, empezaron a sublevarse, por lo que nuevamente se lo trasladó, esta vez a la Prisión especial A-3. Identificado como «jefe de los rebeldes», se lo encerró en una «jaula de tigre», a pleno sol. «Recubierta por dentro con alambres de púa, no me podía sentar, tampoco parar, ya que son muy pequeñitas, así que debía tener mucho cuidado, los pinchazos dolían horriblemente. Lo mejor era buscar una posición y tratar de quedarse inmóvil... Así me tuvieron tres meses, al cabo de los cuales me llevaron a un campo de concentración, que nosotros llamábamos el campo de los inválidos».

Ante la negativa de firmar un papel en el que «pedía clemencia», arreciaron las torturas. A pesar de la incomunicación, se corrió la voz, en 1973, de que se habían firmados los Acuerdos de París.

Éramos un pequeñísimo ejército de fantasmas baldados, pero aún así empezamos la lucha por nuestra liberación, que obtuvimos a fines del 73. Me quedan, como usted puede ver, muchas secuelas de las torturas, muchos huesos fracturados, un ojo perdido, la mano derecha casi inútil por los dedos rotos... La pierna de la rodilla que me taladraron ha quedado para siempre paralizada, la otra, taladrada en la pantorrilla, cojea...

 

Me sorprende el hecho de que sepa cuánto tiempo pasó en cada lugar. «¡Claro que uno pierde la noción del tiempo!, pero no se olvide de la solidaridad de los compañeros. Cada vez que uno regresa de la tortura, de los castigos en solitario, siempre hay alguno que le dice: Estuviste cinco días. Estuviste dos semanas. Estuviste cuatro meses, y así nos informamos mutuamente».

Muerto el padre durante un bombardeo, sufre la pena de saber a su madre y a su hermana todavía prisioneras en Con Dao. Aún no ha podido reunirse con su esposa que, al caer preso él, se internó en la selva para proseguir el combate. Como Nguyen Thi Chuyen, también él espera reponerse lo más pronto posible «para luchar y luchar y luchar» por su amado Viet Nam.

Se empeña en levantarse los amplios pantalones. «Quiero que vea usted misma y luego lo cuente allá, a todo el mundo», me dice. Y ahí están, horrorosas, indelebles, las huellas del taladro eléctrico made in Usa.

 

 

La batalla de Quang Tri, en 1972, fue una de las más encarnizadas de toda la guerra de agresión: sobre un área de 20 km2, los yanquis lanzaron una cantidad de explosivos equivalente a siete bombas atómi-cas del tipo de Hiroshima y Nagasaki. En un período de tres meses, la muy antigua ciudad de Quang Tri, 3 km2 de superficie, recibió un total de cien mil toneladas de bombas (mil seiscientos ataques de B-52 y diecisiete mil de bombarderos tácticos). Los Acuerdos de París, firmados en enero de 1973, siguen siendo letra muerta. Solo en septiembre de este año, el enemigo violó el espacio aéreo más de trescientas veces. En los tres primeros meses posteriores a la firma de dichos acuerdos, se lanzó sobre Quang Tri treinta mil obuses. Son apenas algunas cifras que tomo del Informe que recibimos en el Comité Provincial del FNL, al que ha acudido también una delegación de Mujeres por la Liberación del Sur. Un encuentro tan solidario y fraternal que dan ganas de quedarse hasta el día de la Victoria, que muy lejos no debe de andar.

El regalo de despedida que me hacen no puede ser más simbólico. A simple vista es una hermosa y muy práctica cartera tipo bolso, primorosamente trenzados los hilos multicolores que dibujan arabescos. Todo cambia cuando se sabe que los tales hilos multicolores son, en realidad, cablecillos eléctricos de los mil y un «chiches» electrónicos que debían hacer de la Línea Mc Namara la barrera invencible que, destruyendo y matando, impediría todo contacto entre el Norte y el Sur, Por los Siglos de los Siglos, Amén. El 27 de abril de 1972 se lanzó sobre ella el asalto final. Luego de tres meses de encarnizados combates, la Línea cayó.

De la Línea Mc Namara, construida en esta zona tras haber arrasado a punta de buldózer con aldeas y bosques —«no quedó una pagoda, no quedó una tumba», me dicen—, con un ancho de 5 km y un largo de 44 km, prevista para una dotación de quince mil a treinta mil soldados, con búnkeres y bases de fuego artillero, aeropuertos y helipuertos para despegue y aterrizaje de aviones «inteligentes» con visibilidad nocturna, concebida para poner en práctica un arsenal digno de ciencia-ficción dado el despliegue de sofisticados «centinelas» electrónicos, sensores y supersensores químicos y acústicos, capaces de detectar la presencia humana, ya por el movimiento, ya por el calor del cuerpo, ya por los sonidos en sus infinitas variantes, y que, alertando, disparaban automáticamente una respuesta de fuego mortal, de esa Línea que suscitó las mayores alabanzas por parte de los grandes estrategas del Pentágono, solo quedan escombros y chatarra al por mayor. O un precioso florero que adorna la mesa que nos reúne y que no es florero, sino obús yanqui recortado y tallado. O peines y anillitos, que no son de carey, hueso, y mucho menos plata, sino aluminio del fuselaje de un B-52. O una primorosa cartera de marca Mc Namara como esta, modelo exclusivo, que guardaré como el tesoro más preciado hasta el último día de mi vida.

 

Cam Lo, 1974

Viet Nam del Sur

 

 

Crepuscular

 

El sol ha comenzado a descender rápidamente sobre los arrozales. Los últimos campesinos que van llegando de regreso a la aldea son apenas filigranas recortadas contra un cielo malva, iridiscente, que exhala un extraño resplandor en la soledad de la tarde que va muriendo. Es increíble tanto silencio, pero quizá se deba al hecho de saber que el enemigo está a solo diez kilómetros de distancia.

Allá abajo, a la orillas del río, un grupo de soldados que lavan sus camiones han encendido una mínima fogata. Juraría que están cantando, pero no puedo oírlos. La cadena de montañas, a lo lejos, se diluye, ella también, en una bruma malvazul lechosa. Los cráteres que han dejado las bombas son apenas estanques pintados de laca sonrosada, erizados de hierbas que ondulan, suaves, al vaivén de una brisa ligera que estremece la pátina de nácar, entonces el malva se vuelve rojo, violeta oscuro con chispitas de oro, y de nuevo rojo y malva.

Los blindados US Army, patas arriba, participan del silencio augusto como inofensivas y risibles alimañas despanzurradas que sucumben, inexorablemente, bajo el verde tierno, obstinado, que despunta aquí y allá por encima de tanta metralla y napalm, y que los envuelve y camufla.

Paisaje después de la batalla en la inocencia de la tierra destrozada, triturada, ahora dormida, paisaje estremecedor de espejo roto que se repite y multiplica hasta la huidiza línea del horizonte.

Oscurece.

Alcanzo a distinguir, a lo lejos, en medio de esta inmensidad, la invicta bandera celeste y roja del FNL, con su estrella de la Victoria. El cielo es una sola mancha azulvioleta, negra, desgarrada por los quebradizos rayos de un sol exhausto que se astilla en los charcos temblorosos de los arrozales, últimos destellos, postrera luz de un cielo que ya no es más que sombra, sombra azul, insondable, en la noche de Quang Tri.

 

Cam Lo, 1974

Viet Nam del Sur

 

Una taza de té verde

 

La vieja escalera del Hotel de la Reunificación rechinó como siempre, pero esta vez le presté más atención, al tiempo que trataba de abarcar con la mirada el vestíbulo vacío y en penumbras. Era tarde y ya todos los periodistas estarían descansando. Arriba, en el primer piso, titilaba, opaca y macilenta, una lámpara diminuta. El silencio me sobrecogió y pensé que me habría gustado prolongar la velada, tener con quien hablar.

La tensión nerviosa de esas últimas horas de trabajo intenso y despedidas, de palabras dichas y calladas, esa turbulencia de sentimientos encontrados, ese querer quedarme y el apuro por regresar, me habían agotado. Me dije, con algo de angustia, que me sería muy difícil conciliar el sueño, aunque, por otra parte, hasta deseaba no dormir. Todavía me dolía la garganta por el esfuerzo que tuve que hacer para no echarme a llorar cuando Hoang y Lan y Ninh y todos mis ya entrañables compañeros vietnamitas brindaron a mi salud y por un feliz regreso a Cuba.

Abrí la puerta de mi habitación, encendí la luz y, con un gesto ya maquinal, puse en marcha el ventilador, enorme, torpe, lento, que pendía del cielo raso. Me gustaba verlo girar así, suavemente, como un extraño animalejo debatiéndose en un ronroneo ronco y monótono. Todos los días, al despertarme —el «de pie» vietnamita era a las cinco de la mañana— lo miraba, tan anacrónico y desmesurado, y no podía evitar el recuerdo de esas películas vistas cuando niña, en las que bandidos blancos y rubios, calzones cortos y sombrero de corcho, chorreando sudor y bebiendo jarras de cerveza, trazaban grandes planes, la mirada fija en grandes planos, para liquidar, definitivamente, por supuesto, a los insolentes nativos insurrectos, nunca blancos, nunca rubios. Y un ventilador enorme, igual al mío, presidía todas las reuniones.

Seguía parada en la puerta. En poco más de un mes, el decorado se me había vuelto amorosamente familiar: la cama grande y el mosquitero, la mesita del té con sus tacitas de porcelana incrustadas con granitos de arroz, el termo lleno de agua caliente, a veces algunos caramelitos de flores sobre un plato diminuto, más allá el escritorio en el que me gustaba descubrir o inventar historias siguiendo con el dedo el finísimo tallado, y el sillón azul, con sus raídos pero primorosos bordados en rojo y oro. Detallaba así todo mi entorno como algo que irremediablemente se iba adentrando en el pasado. En las sombras adiviné el biombo laqueado en el que gigantes y dragones se disputaban el amor de una princesa indiferente y demasiado regordeta, y supe que también lo iba a extrañar.

El té verde nunca acabó de gustarme, por la falta de azúcar, tal vez. Pensé que prepararme una taza sería como una forma de prolongar el presente antes de que todo quedara irremisiblemente atrás. Con gestos precisos, como lo había visto hacer durante todos esos días, puse un puñadito de hojas perfumadas en la taza, agregué agua del termo, la cubrí, y me puse a esperar.

Afuera, en el balcón, ya no se oía el ronroneo del ventilador. La calle estaba totalmente desierta, y una brisa indolente apenas si lograba inquietar el follaje de los grandes árboles. Adivinaba las luces a la entrada del hotel por los arabescos que valseaban en la acera. Todo era paz y quietud. Y esa ausencia aparente de la guerra en la noche tibia y fragante me estremeció más que el tronar de los cañones, allá en el Sur.

Hanoi duerme su sueño de vigilia, pensé, cuando es posible que de un momento a otro recomience el infierno de los bombardeos. Sentí que allí el miedo era algo impalpable, como si no existiera, sencillamente porque había sido desterrado, abolido. Y me sorprendí pensando que yo tampoco había tenido miedo, para enseguida reprocharme «estoy haciendo alarde, puro alarde y nada más», llevada por la seguridad (¿?) de que no iban a bombardear. Y entonces me di cuenta de que nunca había pensado explícitamente en eso, en el miedo, quiero decir.

Volví a sentir el tirón en el brazo, la fuerza de la mano firme que me inmovilizó cuando, sin medir el peligro, salté del jeep para lograr una toma más cercana de las «jaulas de tigre», abiertas y alineadas, como esperando su traslado a un inimaginable Museo del Horror, en la base yanqui Alpha 2, provincia de Quang Tri, que ya no es sino un delirante amasijo de escombros y chatarra oxidada, tanques y tanquetas y pedazos de aviones y helicópteros arracimados y encimados, rollos y más rollos de alambre de púa vencidos por el lodo. La voz había retumbado, estruendosa, en medio de una lluvia torrencial que barría cielo y tierra, «¡No se mueva, todo está minado, ponga la pierna aquí, por favor, quieta!». El resto del viaje lo había hecho en silencio, tan culpable y tonta me sentía viendo el efecto que había provocado mi imprudencia, y cuando me preguntaron, todos a coro, si había tenido miedo, yo había dudado, habría querido contestarles con un No rotundo, porque esa era la verdad, pero estaba demasiado avergonzada y les dije que sí, que sí había tenido miedo. Más tarde, confesé: con ellos a mi lado, nunca, jamás tuve miedo. Y es que todos esos rostros tan queridos, marcados por el dolor y el espanto, pero también por el amor y la certeza de la victoria, que se iluminan en sonrisa generosa, habían levantado algo así como una coraza a mi alrededor, protegiéndome, amparándome, y entonces sentí deseos de llorar.

De nuevo el dolor en la garganta. Hace frío, pensé, y regresé a la tibieza de la habitación, que me pareció más acogedora que nunca. Y también más irreal. Imaginé, por un momento, que solo yo velaba en la noche infinita de Viet Nam, quizá porque entonces pensé intensamente en mis seres queridos y en mi tierra prestada, a esa misma hora toda bañada de luz, esplendorosa, bajo el incomparable azul celeste de su cielo de porcelana. No hay muertos sino largos ciclos de sal, azules/ ramas de misterioso metal vivo... Neruda, claro.

No, no dormiría. Deseaba vivir cada uno de los minutos que me separaban de la partida, estirar hasta el alba esa soledad poblada de rostros, manos, amor, ternura, coraje inaudito.

Bastaba cerrar los ojos para que desfilaran, raudas, precisas, indelebles, imágenes que se atropellan y superponen, la «noche de las ratas» en Dong Hoi, cuando