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Contenido extra


Disponibles en papel y en digital todos los libros de la autora editados en ediciones Pàmies. En todas las librerías y grandes superficies y en todas las plataformas digitales.



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El sabor del deseo

(Trilogía Sabor, 1)

Su prisionera, su deseo…

Siguiendo las órdenes del rey, Damian Stratton, oficial del ejército inglés, llega a las Tierras Altas escocesas con el fin de evitar la boda que debe unir a dos poderosos clanes contra la Corona de Inglaterra. Pero la novia —la salvaje y testaruda Elissa, doncella de Misterly— no es fácil de disuadir. Aunque es la prisionera de Damian, esta orgullosa, desafiante y seductora belleza no se dejará jamás recluir en un convento, ni tampoco abandonará a su familia ni su obstinado objetivo de casarse con el jefe de los Gordon… ¡Lo que no le deja a Damian más opción que casarse él mismo con ella!

… ¡Su prometida!

El desvergonzado granuja pronto se dará cuenta de que ha dado con la horma de su zapato. Y sin embargo, Elissa Fraser no puede evitar sentirse conmovida ante la presencia de Damian… y ante el peligroso deseo que surge dentro de ella y que no tiene cabida en su corazón. Nada bueno puede salir de su unión con aquel caballero inglés, que primero le robó la libertad, y ahora la deja sin aliento. Y aunque ha conseguido poner de rodillas al galante guerrero que es su enemigo, ahora es Elissa la que debe rendirse… a la pasión, al deseo y al amor de Damian.

Lee aquí el principio de El sabor del deseo.



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El sabor del escándalo

(Trilogía Sabor, 2)

Lara no sabía nada del guapo desconocido al que la marea había arrojado medio muerto a la playa que había bajo su campamento. Pero presentía que sus destinos estaban entrelazados, y no lo entregaría a los contrabandistas que querían acabar con su vida.

Se unieron en un lugar donde los nombres no tenían significado, donde la única realidad eran las suaves caricias sobre la piel, la mezcla de sus respiraciones agitadas y la pasión del momento.

Ninguno de los dos podía imaginar que cuando volvieran a encontrarse sería en el abarrotado y deslumbrante salón de baile del padre de Lara, el conde. Allí se revelarán sus verdaderas identidades, y su secreta unión provocará un auténtico escándalo.

Lee aquí el principio de El sabor del escándalo.



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El sabor del pecado

(Trilogía Sabor, 3)

Su reputación lo precedía donde quiera que fuera. Era lord Pecado, el libertino más famoso de la alta sociedad londinense. Ninguna mujer había logrado jamás resistirse a sus encantos. Olvidaban sus votos matrimoniales, a sus esposos y todo decoro cuando caían en sus brazos. Nada podía detener las conquistas de lord Pecado, ni siquiera la esposa con la que lo casaron cuando todavía eran unos niños para preservar la paz entre los clanes escoceses e Inglaterra, y a la que no había vuelto a ver. Tenía el mundo a sus pies… hasta que conoció a una belleza de cabello canela, ligero acento escocés y una inocencia que contradecía su supuesto matrimonio con un hombre mayor.

Pero lady Christy no tenía ningún marido… que no fuera el propio lord Pecado. Habían transcurrido quince años desde que lo vio por primera vez, pero sabía que St. John Thornton —Sinjun para sus amigos y sus amantes— era fiel a su reputación. Christy tenía claro que no le costaría mucho trabajo conseguir que la sedujera y consumara su matrimonio sin saberlo, rescatándola así de un destino todavía peor junto a un hosco jefe escocés. Pero lo que nunca imaginó fue que le resultaría tan difícil separarse después de él…

Lee aquí el principio de El sabor del pecado.



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Amar a un extraño

(disponible en ebook el 24 de mayo de 2017)

Con una bala alojada en la espalda y una partida de vigilantes siguiéndole el rastro, Pierce Delaney se esconde en el primer sitio que encuentra antes de perder el conocimiento: un destartalado rancho en medio de la nada. Cuando se despierta está siendo atendido por una hermosa mujer. Aunque siempre ha sabido que no se puede confiar en el género femenino, cuando aquel ángel rubio le propone un matrimonio de conveniencia —por un corto plazo de tiempo, a cambio de seguir ocultándolo de sus perseguidores—, él solo puede pensar en cómo hacerla suya para siempre.

Zoey Fuller necesita un marido… y lo necesita rápido. De otra manera perderá su rancho a manos de un malvado banquero. El desconocido que aparece en su sótano es como un regalo caído del cielo. Aunque Pierce le asegura que seguirá su camino después de cumplir con su papel, Zoey siente un profundo deseo en su interior cada vez que la besa, y se promete a sí misma que él no se irá a ningún lado sin que ella lo acompañe.

Lee aquí el principio de Amar a un extraño.



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El Caballero Negro

Llegó al Castillo de Chirk sobre su majestuoso caballo negro. Su cuerpo, endurecido por las batallas y cubierto completamente por una negra armadura, emanaba un aura mortal y siniestra, tan peligrosa como su propio nombre indicaba. Era temido por su coraje y fuerza, su éxito con las mujeres, y sus despiadadas habilidades en combate.

Pero cuando vio a Raven de Chirk, con su larga melena castaña y femeninas curvas, apenas pudo contener las apasionadas emociones que atenazaron su cuerpo. La traición de la joven, doce años antes, le había transformado en un hombre despiadado y curtido en la guerra, para el que el amor no significaba nada. Por ella, había jurado no volver a confiar en una mujer y tomarlas para su propio placer, pero sólo Raven podía desatar la pasión de su cuerpo, la compasión de su alma, y el amor de su corazón.

Lee aquí el principio de El Caballero Negro.



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En brazos del pirata

Un pirata sin escrúpulos.

El aristócrata inglés Morgan Scott, conocido como El Diablo, atacaba sin piedad a todas las naves que cruzaban el océano Atlántico buscando vengarse por los cinco años de brutal cautiverio que había pasado a bordo de un barco español. Cuando su barco abordó el Santa Cruz, encontró la ocasión perfecta para llevar a cabo esa venganza: una inocente dama española, recién salida del convento, cuyo cuerpo podía hacer suyo para de ese modo humillar a su gente. Pero pronto Morgan se encontró dividido entre el deseo de venganza y la pasión que ella le provocaba.

Una extraña cautiva.

La vida de Lucía Santiago cambió de forma traumática cuando su padre le informó que había acordado su matrimonio con el poderoso gobernador de Cuba, y que por lo tanto tenía que dejar el convento en el que había vivido hasta ahora y en el que era feliz. Su situación no mejoró con el repentino abordaje que sufrió su barco en aguas del Caribe. Pero aunque temía por su suerte a manos de aquel poderoso y temible pirata, Lucía luchaba contra el desbordante deseo que él le inspiraba, con aquellos ojos azules como el mar y aquel cuerpo flexible cuyos músculos parecían sacados de la estatua de un dios griego. Por más que se estuviera haciendo pasar por monja, las encendidas emociones que sentía entre los fuertes brazos de Morgan eran cualquier cosa menos santas, y fueron consumiendo la cólera que los separaba hasta que no tuvieron más remedio que rendirse a sus sentimientos...

Lee aquí el principio de En brazos del pirata.



Connie Mason


Pura tentación





Traducción de Julia Vidal



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Título original: Pure Temptation





Primera edición: mayo de 2017





Copyright © 1996 by Connie Mason



© de la traducción: Julia Vidal Verdía, 2010



© de esta edición: 2017, ediciones Pàmies
C/ Mesena, 18
28045 Madrid
phoebe@phoebe.es



ISBN: 978-84-16970-41-4



Diseño de la cubierta: Javier Perea Unceta
Ilustración de cubierta: Judy York



Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.



1



Londres, 1795


Los fantasmas eran de lo más impredecibles.

Durante los años de su juventud, Jackson Graystoke había buscado por todos y cada uno de los rincones de la desmoronada mansión de piedra que había heredado en busca del fantasma de lady Amelia, y no había conseguido nada. Cuando era un adolescente, habría dado cualquier cosa con tal de ver de refilón a la escurridiza dama que deambulaba ocasionalmente por los corredores de la mansión de Graystoke. Pero, desde luego, no ahora, cuando ya no creía en la existencia de los fantasmas.

Durante los doscientos años posteriores a la muerte de lady Amelia, quien, según la leyenda, se aparecía solo a los varones Graystoke que deambulaban por el camino de la perdición, su fantasma se había aparecido con escasa frecuencia, ya que, a través de los años, pocos de sus nobles descendientes habían sido lo suficientemente depravados como para necesitar su ayuda.

Hasta que llegó Black Jack Graystoke. La oveja negra de la familia Graystoke, un hombre dedicado a la disipación.

Granuja, sinvergüenza, pícaro, canalla, seductor de mujeres. Caía bien a los hombres, las mujeres lo amaban. Y lady Amelia, que se cernía sobre su cama como un ángel vengador, lo miraba fijamente con obvio descontento.

—Márchate —le dijo Jack irritado.

Acababa de acostarse tras pasar la noche en las mesas de juego y no tenía tiempo para una aparición que podía ser, o no, producto de su imaginación. Sabía que había bebido demasiado, pero no pensaba que estuviera tan borracho.

Vestida con luz brillante y ropa larga y vaporosa, el fantasma sacudió la cabeza.

—¿Qué diablos quieres?

Lady Amelia se limitó a mirarlo fijamente a través de sus ojos hundidos.

—¿Por qué ahora? ¿Por qué has escogido este momento para aparecer, cuando hubo un tiempo en el que hubiera estado encantado con verte solo de pasada? —Jack estaba familiarizado con la leyenda del fantasma de la familia, la había escuchado muchas, muchas veces—. Estoy demasiado inmerso en el pecado; nada de lo que puedas hacer me salvará de la perdición.

Lady Amelia se alejó flotando hacia la puerta. Jack se incorporó sobre el codo y vio que le estaba haciendo una seña para que se acercara. Gruñó molesto y volvió a dejarse caer contra la almohada, cerrando con fuerza los ojos. Cuando volvió a abrirlos, lady Amelia seguía allí.

—¿Adónde pretendes que vaya? ¡Fuera está lloviendo, por el amor de Dios! —Las ventanas vibraban, confirmando sus palabras. Desafortunadamente, la lluvia se había convertido en una furiosa aguanieve que el viento helado arrojaba contra la casa—. ¿No puedes esperar a mañana por la mañana?

Lady Amelia se retorció las manos. Parecía agitada. Estaba claro que no iba a marcharse. Sacudió la cabeza y volvió a señalarle la puerta, más decidida todavía a que Jack se levantara y se lanzara a la tempestuosa noche.

—Maldita sea, ¿no podemos llegar a un acuerdo?

Lady Amelia negó con la cabeza.

—Muy bien, mi señora, tú ganas. Llévame adonde quieras… Ya veo que esta noche no voy a poder dormir.

La luz que rodeaba a lady Amelia parpadeó como si estuviera de acuerdo y entonces, delante de los ojos de Jack, la aparición se evaporó a través de la puerta cerrada. Murmurando una maldición, Jack apartó las colchas y se puso la ropa que acababa de quitarse, prestando particular atención al pañuelo del cuello. Nunca iba a ninguna parte sin presentar un aspecto impecable.

Todavía gruñendo, Jack salió a grandes zancadas de la habitación. No le sorprendió ver a lady Amelia esperándolo al principio de las escaleras.

—¿Dónde diablos se supone que debo ir? —Sus hermosas facciones, que las mujeres adoraban, tenían una expresión decididamente molesta.

Lady Amelia se limitó a inclinar ligeramente la cabeza y giró un dedo. Él siguió su flotante figura escaleras abajo. Lo guio hasta la puerta de entrada.

Jack vaciló.

—¿Eres consciente de cómo está el tiempo allí fuera? No es apto para las personas ni para los animales. ¿Pretendes que despierte a mi cochero en una noche así?

Lady Amelia se limitó a quedarse mirándolo fijamente, como si estuviera sugiriendo que carecía de espíritu aventurero.

Jack escupió una palabrota.

—¡Oh, qué diablos! Yo mismo llevaré el carruaje, si eso te hace feliz. Lo único que te pido es que me des alguna idea de adónde debo ir.

Lady Amelia no parecía dispuesta a proporcionarle más información mientras se apartaba de la puerta. Su brillante luz se fue extinguiendo y finalmente se apagó.

—¡Espera! ¡No te vayas! No me has dicho…

Era demasiado tarde. Lady Amelia ya había desaparecido en una espiral de humo.

Atónito, Jack se quedó mirando fijamente el espacio vacío en el que acababa de estar lady Amelia solo unos instantes antes. ¿Se lo había imaginado todo? ¿Sería lady Amelia producto de su más bien fértil imaginación? Tal vez, pensó con pesar, estaba más borracho de lo que creía. Se detuvo con la mano en el picaporte. ¿Qué hacer? Si fuera inteligente volvería a la cama y se tomaría aquello como un mal sueño. O podría aceptar el reto y enfrentarse a las inclemencias del tiempo.

Black Jack Graystoke no había rechazado jamás un desafío. Fantasma o sueño, ya estaba despierto y vestido. En cualquier caso podría ir al club White’s y beber con sus amigos, algunos de los cuales seguramente habrían salido a pesar del tiempo. Él mismo no habría regresado tan pronto a casa aquella noche si no hubiera tenido la peor suerte del mundo con las cartas.

Agujas heladas de aguanieve cayeron sobre él en cuanto abrió la puerta y salió. Agachando la cabeza para protegerse del aullador viento, Jack se dirigió a buen paso al carruaje de la casa y enjaezó el hermoso par de caballos, que había ganado en un juego de cartas, al destartalado coche, su único medio de transporte. Casi todo lo que Jack tenía lo había perdido o ganado a las cartas. Su familia, parientes pobres del joven conde de Ailesbury por parte de madre, no le había dejado nada más que un título nobiliario menor, una pila de deudas y una mansión que se estaba derrumbando, localizada en el corazón de la londinense Hanover Square y que había pertenecido a su familia desde hacía más de doscientos años. La mansión exigía tanto de sus ingresos que el mero mantenimiento le vaciaba los bolsillos.

Casarse con una heredera rica era el único recurso de Jack, y estaba pensando seriamente en terminar pronto con su soltería desposando a lady Victoria Greene, una acaudalada viuda con la que estaba flirteando. Un matrimonio por amor estaba fuera de toda cuestión. Todo el mundo sabía que Black Jack Graystoke era demasiado granuja para ofrecerle amor eterno a ninguna mujer.

Jack encendió la luz de las lámparas laterales del carruaje, subió al pescante, tomó las riendas y guio a los reacios caballos por la puerta. El aguanieve le golpeó con fuerza, y hundió el rostro en el cuello, maldiciendo a lady Amelia por su desgracia. No tenía ni la más remota idea de por qué aquel fantasma le había hecho salir en una noche así, y se moría por tomarse un reparador brandy o algo igual de fortalecedor. Hasta que conociera las intenciones de lady Amelia, lo mejor que podía hacer era sacar el máximo partido de la situación. Jack condujo a través de las calles desiertas y barridas por el viento hasta el club White’s y dejó el coche junto a la entrada.

El calor del interior del club le resultó acogedor cuando Jack le entregó la capa al portero y se adentró en la sala brillantemente iluminada. Su buen amigo lord Spencer Fenwick, heredero de un ducado, lo recibió al instante con un saludo.

—Jack, viejo perro, pensé que te habías ido a casa hace horas. ¿Qué te ha hecho volver a salir con este tiempo tan horrible? ¿Has presentido un cambio en tu suerte? ¿Buscamos sitio en una de las mesas de juego?

—Si mi suerte ha cambiado, ha sido para peor —se quejó Jack, pensando en la inesperada aparición de lady Amelia—. Necesito desesperadamente beber algo, Spence, viejo amigo —dijo pasando un brazo por los acolchados hombros de su compañero.

De camino a la sala de refresco, Jack se encontró con su propia imagen en el espejo dorado que colgaba de la pared. Alto, musculoso y ágil como un tigre acechante, Black Jack era una auténtica tentación para las mujeres de todas las edades. Un cabello oscuro y ondulado le rodeaba el rostro masculino y audaz, y los labios tentadores y gruesos daban fe de su naturaleza sensual; pero eran sus perversos ojos grises los que robaban el corazón de las damas. Cuando Black Jack dirigía su potente mirada hacia una mujer, estaba perdida. El problema estribaba en que Jack no veía razón para enfocar aquellos ojos increíblemente seductores en una única mujer.

—Bebe, Jack —lo urgió Spence cuando por fin tuvieron las copas en la mano.

Jack no necesitaba que lo animaran para ahogar el recuerdo de lady Amelia en licor. Debía de estar loco para haber conjurado al fantasma familiar que había olvidado tantos años atrás.

Horas más tarde, tanto Spence como Jack estaban completamente borrachos. De hecho, se tambaleaban. Spence tuvo, cosa extraña, el sentido común de sugerir que dieran por terminada la velada, y Jack estuvo de acuerdo. Nada bueno podía salir de aquella noche, decidió Jack, que todavía estaba enfadado con lady Amelia por haberle hecho salir con un tiempo tan horrible. ¿Qué tendría en mente para él? «Seguramente solo divertirse», pensó enfurruñado, como si él necesitara más diversión en su vida… Era más que capaz de obtener suficiente por sí mismo.

—Muy inteligente por tu parte haber traído el carruaje —balbuceó Spence mientras salía del club tambaleándose y observaba de reojo el coche de Jack, que estaba en la entrada—. Yo he venido andando. ¿Por qué no me llevas? Hace una noche de perros para ir caminando.

Jack, que tampoco podía tenerse en pie, se abrió paso de forma errática hasta el carruaje.

—Sube a bordo, viejo amigo. Encantado de llevarte.

—Que me aspen si no me siento tentado a irme andando —gruñó Spence al observar el vacilante modo de andar de Jack.

—Bebido o sobrio, puedo manejar un coche de caballos igual o mejor que cualquier hombre —presumió Jack mientras agarraba las riendas.

Spence acababa de tomar asiento al lado de su compañero cuando Jack azotó las grupas de los caballos con las riendas, haciendo que el coche saliera dando una sacudida por el helado camino que zarandeó a Spence hacia el interior del carruaje.

—Maldita sea, Jack, ¿estás intentando matarnos?

Jack se rio ruidosamente hasta que una descarga de perdigones helados le devolvió una pizca de sobriedad, haciendo que se diera cuenta de que su imprudencia podría poner en peligro no solo su integridad, sino también la de su buen amigo. Hizo un esfuerzo por controlar los rebeldes caballos, ahora que se habían puesto en marcha, y estuvo a punto de conseguirlo cuando sintió una sacudida.

—Dios mío, ¿qué ha sido eso? Detente, Jack. ¡Hemos tropezado con algo!

Agarrándose como si le fuera la vida en ello, Spence miró de lado hacia la oscura calle mientras Jack luchaba contra los alborotados caballos. Haciendo un gran esfuerzo, consiguió detener el carruaje dando un frenazo. El empapado cerebro de Jack había registrado el pequeño bulto, pero no había pensado en ello hasta que Spence gritó en señal de advertencia. ¿Le había dado a algo? ¿O a alguien? ¡Dios Todopoderoso! Saltando del pescante, se sintió sobrio como un juez mientras buscaba frenéticamente en la calle resbaladiza de lluvia… ¿un cuerpo, tal vez? Esperaba sinceramente que no.

La noche estaba tan oscura, y las lámparas del carruaje eran tan débiles, que Jack tropezó con la mujer antes de verla.

—¡Maldita sea!

—¿Qué pasa? —gritó Spence desde su posición en el pescante—. ¿Has encontrado algo?

—Algo no, alguien —dijo Jack cayendo de rodillas para examinar el cuerpo.

Buscando frenéticamente alguna herida, sus manos encontraron dos montículos suavemente redondeados de carne femenina. Aspiró con fuerza el aire y apartó las manos como si le quemaran.

—¡Por todos los santos, una mujer!

Spence apareció a su lado, observando fijamente con horror el cuerpo tendido en la cuneta.

—¿Está muerta?

Jack volvió a colocar las manos sobre el pecho de la mujer. La débil pero continua cadencia de su corazón le dijo que todavía vivía.

—Está viva, gracias a Dios.

—¿Qué estará haciendo aquí fuera en una noche como esta? —se preguntó Spence en voz alta.

—Trabajar —opinó Jack—. Solo una prostituta andaría por aquí a estas horas. ¿Qué diablos vamos a hacer con ella?

—Podríamos dejarla aquí —sugirió Spence sin convicción.

—Por supuesto que no —respondió Jack, aceptando como un hombre la responsabilidad del accidente y de cualquier herida que pudiera haber sufrido la mujer.

—¿Qué sugieres que hagamos?

—Podríamos llevarla a Fenwick Hall, Spence, y ocuparnos de que le traten las heridas —sugirió Jack esperanzado.

—¿Estás loco? Mis padres me arrancarían la piel a tiras si llevo una prostituta a su casa. ¡Soy el heredero, por el amor de Dios!

—Menos mal que yo no soy nadie importante —murmuró Jack con estudiada indiferencia, arrastrando las palabras.

Spence se sonrojó, agradecido de que la oscuridad ocultara sus teñidas mejillas.

—No he querido decir eso, amigo. Pero tú no eres el heredero de nadie. No tienes unos padres que te digan lo que tienes que hacer. Te importa un comino el decoro. Eres un hombre libre, Jack. Eres el famoso Black Jack. Si llevas una prostituta a tu casa, nadie alzará las cejas, será un escándalo moderado.

—Tienes razón —dijo Jack con cierta irritación.

Ya tenía una reputación oscura…, ¿qué significaba una marca más en su contra?

—Maldita seas, lady Amelia —murmuró entre dientes—. Si esta es tu idea de una broma, no comprendo tu sentido del humor.

Spence lo miró con curiosidad.

—¿Quién es lady Amelia?

—¿Cómo? Oh, no me he dado cuenta de que estaba hablando en voz alta. Lady Amelia es el fantasma de la familia. Creo que te la he mencionado en alguna ocasión.

—¿Qué tiene que ver ella en esto? —preguntó Spence con curiosidad.

Justo entonces, la mujer gimió y comenzó a temblar incontroladamente, atrayendo la atención de los hombres hacia ella.

—Será mejor que la saquemos de esta calle helada —dijo Jack recuperando su sentido de la caballerosidad. —Nunca había hecho sufrir a ninguna mujer en su vida, fuera cual fuera su ocupación—. Ayúdame a subirla al coche. Con cuidado —le reprendió a Spence cuando se tambaleó hacia un lado—. No importa, lo haré yo mismo.

Apartó a Spence a un lado y levantó con delicadeza a la mujer, sorprendido de que pesara tan poco. En sus brazos, acunada contra la amplitud de su musculoso pecho, parecía una niña frágil.

—Entra —ordenó Jack mientras colocaba a la mujer herida en el carruaje y se echaba a un lado para que Spence pudiera pasar—. Intenta que esté cómoda hasta que lleguemos a la mansión de Graystoke.

Condujo con más cuidado del que tenía por costumbre. Su irresponsable comportamiento pesaba con fuerza sobre él. Le habían criticado con frecuencia sus modos imprudentes, pero de alguna manera este incidente recalcaba su precipitada caída hacia la perdición. Ni siquiera lady Amelia podría salvarlo del curso que estaba tomando su vida.

El carruaje atravesó las puertas de la mansión de Graystoke justo cuando un gris amanecer se alzaba sobre el cielo nocturno. El torrente de aguanieve se había convertido en una suave lluvia, y los reflejos malva que coloreaban el horizonte indicaban una mejoría del tiempo para los próximos días. En cuanto el carruaje se detuvo repiqueteando, Jack saltó del pescante y abrió la puerta.

—¿Cómo está la mujer?

—Sigue inconsciente.

—La llevaré dentro mientras tú vas a buscar al médico. Espero que tengas dinero; yo me he quedado momentáneamente sin fondos. Si no, ya pensaré en algo. No me importa lo que tengas que hacer, pero trae a un médico.

Jack cogió a la mujer en brazos y llamó a la puerta de entrada con el pie. Al instante abrió un criado demacrado y de ojos somnolientos que venía atándose la bata. No parecía en absoluto alarmado al ver a su señor regresar al amanecer llevando en brazos a una mujer inconsciente.

—Lleva agua caliente y toallas a mi habitación, Pettibone —le ordenó Jack secamente—. Ha ocurrido un desgraciado accidente. Lord Fenwick ha ido a buscar al médico.

—Ahora mismo, señor. —Pettibone se marchó arrastrando los pies y el dobladillo de la bata por el suelo.

Una vez en su habitación, Jack colocó cuidadosamente a la mujer en el centro de la cama y luego dio un paso atrás para mirarla con atención por primera vez. Se sintió más bien turbado al ver que era joven y no estaba sucia ni desaliñada, como había esperado. Sus facciones patricias y el delicado cuerpo contradecían su profesión. ¿Habría empezado hacía poco a ejercer la prostitución?, se preguntó mientras deslizaba la mirada por su constitución menuda. Jack era un experto en todo tipo de mujeres, y pensaba que sabía todo lo que había que saber sobre ellas, pero aquella mujer, que no era una mujer sino apenas una niña, desafiaba cualquier definición.

Una mata de glorioso cabello rojo oscuro cubría su bien proporcionada cabeza y caía en enredada cascada sobre sus estrechos hombros. Tenía las facciones finamente labradas, y Jack se sorprendió a sí mismo imaginando cuál sería el color de sus ojos. Bajo la ropa mojada, su cuerpo parecía esbelto y bien proporcionado. Aunque tenía el rostro magullado e hinchado, lo que sospechaba que era culpa suya, era más hermosa de lo que le había parecido a primera vista.

—Supongo que será mejor que te libere de esta ropa empapada —le dijo Jack a la figura inconsciente mientras la levantaba ligeramente y le quitaba la capa mojada.

El vestido que tenía debajo no estaba más seco, y a Jack le sorprendió ver que iba modestamente vestida con un recatado vestido de lana de no muy buena calidad y sin lucir ni un solo adorno. Nunca había visto una prostituta vestida de forma tan insulsa. Uno esperaría ver a las mujeres de su clase ataviadas de escarlata brillante y con la mayor parte del escote al aire. Girándola ligeramente, Jack le desabrochó la hilera de botones que le recorría la espalda del vestido y se lo quitó. La impregnada humedad le había vuelto la camisa interior completamente transparente, revelando unos senos exuberantes rematados por unos duros pezones color rojo cereza. Cuando escuchó a Pettibone abrir la puerta del dormitorio, la cubrió rápidamente con la colcha.

—El agua, mi señor —dijo Pettibone mostrándole una jarra humeante y una pila de toallas—. ¿Va a necesitar algo más, señor?

—Eres absolutamente imperturbable, ¿no es así, Pettibone? —le preguntó Jack con una nota de buen humor—. Sabía que hacía bien quedándome contigo. Aunque no puedo permitirme tener criados, no me arrepiento de mantener tus servicios.

Pettibone parecía enormemente complacido.

—Vivir con usted me ha enseñado a esperar cualquier cosa, así que nada de lo que haga me sorprende, señor. ¿Se va a poner bien la dama?

—No lo sabremos hasta que la examine el médico. Hazle pasar en cuanto llegue. Dile a Fenwick que me espere en la biblioteca. Más tarde nos gustaría comer algo.

Pettibone salió de la habitación y Jack se giró otra vez hacia la mujer que ocupaba su cama. Estaba temblando, y le puso otra manta por encima, preguntándose cuánto tiempo llevaba bajo aquel violento temporal. ¿Acaso carecía de sentido común? ¿No sabía que no haría mucho negocio en una noche así?

El contrariado doctor, malhumorado por haber tenido que salir de la cama a horas tan intempestivas, llegó unos minutos después y lo echó de la habitación. Jack se reunió con Spence en la biblioteca.

—Y bien, ¿cómo está? —preguntó Spence ahogando un bostezo tras su pañuelo de encaje.

—Sigue inconsciente —dijo Jack frunciendo el ceño—. Me temo que podría haberle hecho a la mujer un daño irreparable. Ella es ahora responsabilidad mía, aunque solo Dios sabe qué voy a hacer con la muchacha cuando se recupere. Sería una infamia volver dejarla en la calle. Es más joven de lo que creíamos, Spence, y seguramente sea nueva en eso de la prostitución. Tal vez sea un granuja perverso, pero no soy un diablo.

—Contrátala como doncella —dijo Spence moviendo las cejas de manera sugerente—. O quédatela para que te caliente la cama.

Jack le lanzó una mirada fulminante.

—Sabes muy bien que no puedo permitirme tener una doncella. En cuanto a lo de calentarme la cama, no tengo problemas en ese sentido. Poseo un gusto más bien exigente. Prefiero a mujeres que no comercian con su cuerpo por las calles.

—Cielos, Jack, creo que vas a tener que quedarte con esa mujer hasta que se recupere y puedas echarla.

—La mujer que está tumbada en la cama no va a ir a ninguna parte durante un tiempo, caballeros.

El médico entró en la biblioteca y se dejó caer en una silla tapizada que había conocido mejores días.

—¿Qué le pasa, doctor…? Lo siento, no sé cuál es su nombre.

—Dudley. Para empezar, tiene el brazo izquierdo roto. Se ha hecho numerosos cardenales y seguramente desarrolle una pulmonía, lo que podría ser bastante grave. Es una joven muy menuda. ¿Quién es y cómo ha resultado herida?

Jack vaciló y se quedó repentinamente sin palabras. Por alguna oscura razón, no quería revelar el hecho de que la mujer fuera probablemente una prostituta.

—Es una pariente lejana de Jack, de la parte irlandesa de la familia. Su padre es un barón. Ha enviado a su hija a Londres para que sea presentada en sociedad —dijo Spence animándose—. Es la pupila de Jack. Resultó herida cuando su coche volcó a las afueras de Londres. Se quedó tumbada bajo la lluvia varias horas antes de que llegara la ayuda y la trajeran aquí.

Jack gruñó en señal de disgusto. La fértil imaginación de Spence sería su muerte algún día.

Enormemente complacido ante su rapidez mental, Spence le dirigió a su amigo una sonrisa petulante. El gesto torcido de Jack expresaba cualquier cosa menos buen humor.

—Eso explicaría las heridas —dijo el doctor Dudley—. Dejaré unas medicinas y volveré mañana para ponerle una escayola en el brazo. Para entonces tendría que haber bajado la hinchazón. Seguramente esté sufriendo muchos dolores, pero el láudano los calmará. A menos que haya algún retraso inesperado, lady Moira debería estar en perfectas condiciones dentro de cuatro o seis semanas.

—¿Sabe su nombre? —preguntó Jack lanzándole a Spence una mirada fulminante—. No recuerdo haberlo mencionado.

Podría estrangular tranquilamente a su amigo por meterlo en aquel lío. Una pariente, nada menos.

—Se despertó un instante cuando la estaba tratando. Le pregunté su nombre y me dijo que se llamaba Moira. El acento irlandés es delicioso. Como no está en condiciones de responder a ninguna pregunta, decidí hacérselas a ustedes.

Spence no tenía ni idea de que Moira fuera irlandesa de verdad cuando se inventó su patraña, y se sentía enormemente complacido de que su historia contara al menos con un hilo de verdad. Por su parte, Jack parecía estar a punto de explotar. No solo tenía que cargar con una prostituta herida, sino que además ahora tenía que decir que era pariente suya gracias a Spencer Fenwick y a su perverso sentido del humor. Jack confiaba en que el doctor Dudley fuera discreto, pero le daba la impresión de que el anciano sentía cierta inclinación hacia los cotilleos.

—¿Se quedará a desayunar, doctor? —lo invitó Jack cortésmente.

Confiaba en que el médico se negara, porque no podía esperar a quedarse a solas con Spence y reprenderlo severamente.

—No tengo tiempo —dio Dudley levantando su cuerpo de la silla—. Las citas del consultorio empiezan temprano. Regresaré mañana por la noche para echarle un vistazo a la paciente.

Pettibone apareció con una bandeja de desayuno que dejó sobre la mesa con una floritura. Presintiendo que el médico estaba listo para marcharse, se inclinó y lo acompañó hasta la puerta, dejando a Spence y a Jack a solas.

—Zoquete miserable, has lanzado la leña al fuego —bramó Jack—. Pariente, nada menos. ¿En qué estabas pensado para decirle a ese viejo cotilla que la prostituta que descansa allí arriba es de mi familia?

Spence sonrió con la boca llena de comida.

—Menuda broma, ¿eh, Jack? Esta vez me he superado. Qué risa. ¿Cuántas prostitutas puedes decir que hay en tu familia?

—Ninguna, que yo sepa —respondió Jack con gravedad—. Y no voy a decir ahora que hay alguna. Y menos para que tú te diviertas. Algún día tus bromas se volverán contra ti.

Jack comió en silencio. Cuando hubo terminado, arrojó la servilleta y se puso bruscamente de pie.

—¿Afónde vas? —preguntó Spence dejando el tenedor sobre la mesa.

—Arriba, a ver a la paciente.

—Espera, voy contigo.

Moira parecía dormir con la inocencia de un bebé cuando los dos hombres entraron de puntillas en el dormitorio. Pero estaba claro que no dormía tan profundamente como ellos pensaban, porque abrió los ojos y los miró fijamente.

Profundos y de cálida miel, pensó Jack mientras se miraba en aquellos ojos. No eran marrones ni de color avellana, sino de puro ámbar con motas doradas.

—¿Quién es usted? ¿Qué ha pasado? —Su cantarina voz era tan encantadora como había dicho el médico—. ¿Dónde estoy?

Hipnotizado, Jack tuvo que aclararse dos veces la garganta antes de poder contestar.

—Está en mi casa. ¿Recuerda lo que sucedió, Moira?

La mirada de Moira se volvió pensativa y luego turbia. Recordaba muy bien lo que había pasado, pero no era algo que quisiera contarles a aquellos dos desconocidos.

—¿Cómo sabe mi nombre? —Trató de sentarse, se agarró el brazo entablillado y gimió—. Virgen santísima, duele.

—No se mueva. Tiene el brazo roto —dijo Jack—. ¿Recuerda algo?

Moira negó con la cabeza.

—Mi carruaje la atropelló anoche. Fue un accidente de lo más desafortunado. El doctor Dudley me dijo su nombre. Soy sir Jackson Graystoke, y este es lord Spencer Fenwick.

—¿Black Jack? —preguntó Moira abriendo mucho los ojos.

Los grises ojos de Jack brillaron divertidos.

—Veo que ha oído hablar de mí.

Moira tragó saliva compulsivamente.

—Sí. Aunque no me creo esos cotilleos, señor.

Jack echó la cabeza hacia atrás y se rio.

—Debería. No había manera de saber quién era usted —continuó—, así que la traje a mi casa y llamé al médico para que le tratara las heridas. Siento lo del accidente. Si tiene parientes en la ciudad, le pondré encantado en contacto con ellos.

—No tengo a nadie en Inglaterra. Mi hermano y su familia viven en Irlanda. Dejé mi casa hace unas semanas para encontrar trabajo en Londres y aliviar su carga.

—¿Hay alguien a quien deberíamos informar de su accidente? —preguntó Jack evitando el asunto de cómo se ganaba obviamente la vida—. ¿La señora para la que trabaja, quizá?

—Soy una empleada doméstica sin trabajo, señor —respondió Moira.

—¿Sin trabajo? —preguntó Spence—. ¿Y cómo se ha estado manteniendo?

—Sin trabajo desde hace poco —se corrigió ella—. Todavía no he tenido tiempo de buscar empleo. No tengo dinero, señor. Me temo que no podré pagar al doctor.

Por alguna razón, aquel comentario hizo enfadar a Jack.

—¿Le he pedido dinero? Hasta que se recupere es usted responsabilidad mía.

Cogió con parsimonia una botella pequeña de la mesita de noche y sirvió una medida en un vaso.

—El doctor Dudley le dejó láudano para el dolor. Beba —le ordenó de mal humor llevándole el vaso a los labios.

Moira bebió con cautela, compuso una mueca ante el amargo sabor y se negó a tomar más.

—Gracias. Es usted muy amable.

—La personificación de la bondad, ese es Black Jack —dijo Spence conteniendo una carcajada—. Está en buenas manos, querida.

Cuando las pestañas de Moira se cerraron sobre sus increíbles ojos, Jack sacó a Spence por la puerta y lo siguió hasta el corredor, cerrando con firmeza tras ellos.

—¿La crees? —le preguntó Spence sin disimular su escepticismo—. ¿Qué estaría haciendo una mujer decente en la calle a esas horas de la noche? ¿Por qué crees que su señora la ha despedido? Cuando se le baje la hinchazón será toda una belleza. ¿Crees que estaba coqueteando con el señor o con sus hijos?

—No estoy por la labor de especular, Spence. Lo que más me preocupa es qué voy a hacer con ella cuando se recupere. Tal vez debería enviarla de vuelta a Irlanda.

—Cielos, probablemente morirá de hambre si las condiciones son tan terribles como nos están haciendo creer. La hambruna, las enfermedades y las malas cosechas han diezmado la población.

—Maldita sea, Spence, ¿tienes que ser tan crudo? ¿Qué sugieres?

Un brillo travieso iluminó los azules ojos de Spence. No envidiaba la situación de su amigo, pero ¡qué gran oportunidad para divertirse un poco! La vida había sido de lo más aburrida últimamente. Como la mayoría de sus amigos ricos y ociosos, a Spence le encantaban las travesuras indefensas. Por eso Jack Black y él eran tan buenos amigos. Ambos hombres poseían un perverso sentido del humor.

—Muy bien, tengo una idea, aunque te garantizo que no te gustará.

Las bellas facciones de Jack se volvieron cautelosas.

—Escúpelo, Spence.

—Puede que la pequeña Moira sea una prostituta, pero no es una cualquiera. Va vestida de forma refinada, es bien hablada y no resulta en absoluto ordinaria. Sus facciones, aunque ahora están hinchadas, son delicadas y casi diría que distinguidas. Yo he plantado ya la semilla de que es una pariente lejana tuya. —Se detuvo para ver qué efecto causaban sus palabras.

—Continúa —le pidió Jack, casi convencido de que no le iba a gustar lo que Spence tenía que decir.

—¿Por qué no haces pasar a Moira por una dama? —sugirió Spence con entusiasmo—. Preséntala en sociedad y búscale un marido. Nos lo pasaríamos de miedo. Nunca nos hemos reído de esos dandis engolados que deambulan por Londres subidos en tacones altos y maquillados. ¿Por qué no presentar a lady Moira en sociedad y casarla con uno de esos elegantes cachorros?

Al principio Jack parecía asombrado. Luego empezó a reírse ruidosamente.

—Tu perverso sentido del humor me deja sin palabras, Spence, pero la idea tiene mérito. —Se quedó pensativo, dándole vueltas—. Tendremos que pulirla de forma sustancial.

—Recuerda que ya ha quedado establecido que es una muchacha de campo. Nadie esperará que esté demasiado dotada.

—Desde luego, habla sorprendentemente bien para tratarse de una plebeya, pero convertirla en dama llevará tiempo y energía. No estoy seguro de querer dedicar tantos esfuerzos a ese propósito.

Estaba claro que la idea de hacer un bolso de seda a partir de una oreja de cerdo azuzaba la idea del escándalo, tal como lo entendía Black Jack, y Spence lo sabía. No solo estaba intrigado por las infinitas posibilidades que presentaba semejante desafío, sino que el jugador que había en Jack veía también una manera de enriquecer sus arcas.

—¿Qué te parece si suavizamos las apuestas? —propuso Jack.

—Sabía que entrarías en razón. —Spence se rio con satisfacción y le dio una palmada jovial a Jack en la espalda—. Menuda aventura, ¿verdad? Uno de nosotros se hará rico con ella; tú te librarás del paquete irlandés y los dos podremos sentarnos a contar historias sobre esto durante años. Apuesto dos mil libras contra tu par de caballos a que no puedes hacer pasar a la muchacha por un miembro de la nobleza y conseguir que se comprometa con alguien en el espacio de… oh… digamos, tres meses.

—Tres meses —repitió Jack rascándose la barbilla cubierta de barba incipiente.

Dos mil libras era mucho dinero. Pero al mismo tiempo, los caballos era lo único de valor que poseía.

—No sé. Pasarán al menos cuatro semanas antes de que sea capaz de presentarse en público.

—Puedes utilizar ese tiempo para prepararla —sugirió Spence con entusiasmo—. Eres un hombre competitivo, Jack. ¿Qué me dices? ¿Aceptas el desafío?

El bienintencionado aguijoneo de Spence hizo que a Jack le resultara imposible negarse.

—Con una condición. La muchacha tiene que estar de acuerdo con nuestra propuesta. En caso contrario, no hay apuesta.

—De acuerdo —dijo Spence alegremente—. Tengo toda la confianza del mundo en que podrás encandilar a la muchacha para que colabore con nuestra pequeña e inofensiva farsa. Volver a las calles no puede compararse ni por asomo con lo que podría conseguir a la larga si logra un buen matrimonio.



2



Moira O’Toole no se durmió con facilidad. Estaba excesivamente preocupada por los problemas en los que se había metido esta vez. No recordaba nada a partir del momento en el que se arrojó del carruaje en movimiento de lord Roger Mayhew y se golpeó la cabeza. Lo que sabía de los hombres, que gracias a Dios no era mucho, le decía que eran unos miserables egoístas y obscenos que querían abusar de las mujeres indefensas. Si no conseguían lo que querían, encontraban la manera de hacer sufrir a las mujeres. ¿Estaría Jackson Graystoke a la altura de su apodo?, se preguntó con pesar mientras conjuraba la imagen del hombre cuya cama estaba ocupando. Fingía ser un caballero, pero sus intensos ojos grises encerraban el desánimo de un hombre que se había dejado llevar por sus deseos, frecuente y libremente, en todo tipo de vicios.

¿Era Black Jack, cuyo nombre le hacía estremecerse, un discípulo de la infame Secta del Infierno, como lord Roger? Tenía que ser extremadamente cautelosa, se dijo Moira, o se vería de nuevo en otra situación de peligro. Black Jack y su amigo no debían conocer jamás su vergonzoso secreto. Moira contaba con que la vida en Londres resultara difícil para una inmigrante irlandesa pobre, pero no creyó que encontraría una maldad tan absoluta. Agarrándose al relicario de oro que le rodeaba el cuello con su delicada cadena, Moira pensó en su santa madre y en lo desesperada que se habría sentido al ver a su hija en semejante apuro. El relicario era una herencia muy querida, un legado de la abuela de Moira, que había muerto al dar a luz a Mary, su madre. Esta siempre había valorado el relicario, porque contenía la borrosa imagen de un hombre joven vestido de uniforme que Mary siempre dio por hecho que se trataba de su padre, el abuelo de Moira. Angustiada por ser ilegítima, Mary le había dado el relicario a su hija Moira, explicándole que contenía la prueba de que por sus venas y por las de Kevin corría sangre noble. Las monjas que criaron a la madre de Moira le contaron que su padre era un noble inglés que había abandonado a la madre de Mary cuando estaba embarazada.

—Madre, ¿qué voy a hacer? —preguntó Moira abatida, sin esperar respuesta y sin recibirla.

Con las mejillas húmedas por las lágrimas, cerró los ojos y se deslizó hacia el sueño sin hacer ningún esfuerzo. No vio al fantasma de lady Amelia cerniéndose sobre su cama, pero un amago de sonrisa se asomó a labios de Moira cuando un confortable calor se apoderó de ella, envolviéndola en sus protectores brazos.



Jack se despertó mucho después de que el sol hubiera hecho su tardía aparición en el cielo encapotado. Se estiró y bostezó, desorientado al encontrarse en una de las habitaciones de invitados. Al instante lo recordó todo. En aquel mismo momento, su cama estaba ocupada por una mujer a la que había atropellado con su carruaje. Gimió disgustado. Apenas podía mantenerse a sí mismo, así que mucho menos asumir la responsabilidad de otro ser humano. Y sin embargo, ¿qué podía hacer? Él le había provocado aquellas heridas, y su conciencia no le permitía arrojarla a la calle.

Se levantó rápidamente y llamó a Pettibone. El criado, vestido de riguroso negro de los pies a la cabeza, apareció casi al instante con una bandeja en la que había una tetera y una taza.

—Ah, Pettibone, siempre sabes exactamente lo que necesito. Aunque, la verdad sea dicha, un buen brandy me vendría mejor. Algo me dice que hoy voy a necesitar tonificarme.

—¿Se refiere usted a la joven, señor?

—Entonces no ha sido un sueño. —Jack suspiró—. Confiaba en que… No importa. ¿Está despierta la mujer?

—Sí, la señorita Moira está despierta. Acabo de llevarle una bandeja hace un instante. Si me permite la osadía, señor, debería encargarle a una mujer que se ocupara de sus necesidades.

—¿Cómo diablos se supone que voy a pagar los servicios de una doncella? —quiso saber Jack.

Pettibone no ofreció ninguna solución al dilema de Jack mientras lo ayudaba a vestirse y a prepararse para el día. Cuando hubo terminado de tomar el desayuno, Jack estaba listo para contarle a Moira la idea que Spence y él habían urdido el día anterior. Sabía que era un plan atolondrado, pero cuanto más pensaba en ello, más le atraía la idea de hacer pasar a una mujer de virtud cuestionable por una dama. Dejar en ridículo a sus coetáneos lo llenaba de una perversa complacencia. Y ofrecía una solución para el desconcertante problema que suponía el futuro de la mujer a la que había atropellado. Cuanto antes se librara de aquella incómoda carga, mejor.



Moira se levantó de la cama con dificultad, utilizó la bacinilla que había detrás del biombo y volvió a meterse en la cama justo un momento antes de que Jack llamara suavemente a la puerta y entrara en la habitación. Se quedó a los pies de la cama con las piernas abiertas y las manos enlazadas a la espalda, observándola fijamente. Al mirarse en sus inteligentes y penetrantes ojos grises, Moira sintió como si hubiera caído inadvertidamente en las turbulentas profundidades de una terrible tormenta.

Había una fuerza inherente en las audaces líneas de su rostro, pensó mientras clavaba la mirada en sus labios. Eran firmes y sensuales, y estaban situados sobre una barbilla cuadrada que sugería una naturaleza obstinada. Era una presencia de peso y segura de sí misma, de aquellas a las que Moira había aprendido a temer tras su trato con lord Roger.

Jack separó las manos y se puso en jarras.

—¿Cómo se siente, señorita O’Toole?

—Mejor, gracias. Me marcharé dentro de un día o dos.

Jack curvó los labios en gesto de regocijo.

—¿Y adónde va a ir?

Moira alzó ligeramente la barbilla.

—No le impondré mi presencia más allá de lo estrictamente necesario ni aceptaré su caridad. Ha sido usted muy amable, pero debo encontrar trabajo.

—¿Con un brazo roto? Todavía existe posibilidad de neumonía. Ni siquiera tiene un lugar donde vivir, ¿verdad?

Moira se mordió el labio inferior. Todo lo que estaba diciendo Jack Graystoke era verdad. Su vida era un auténtico caos. Más aun, cuando saliera de la seguridad de la casa de Black Jack, seguramente terminaría encarcelada en Newgate. Pero incluso aquello era preferible a verse forzada a participar en horribles ritos paganos.